26

No habían dado las seis y media cuando Cardinal se marchó de la comisaría, pero la tarde estaba oscura como si fuera medianoche.

Desde el aparcamiento se oían los pitidos provenientes de la carretera de circunvalación. Los conductores de Algonquin Bay suelen ser silenciosos, pero el hielo estaba causando atascos por todas partes y la paciencia norteña tiene su límite. Cardinal subió al coche, pero antes de poder dar al encendido, oyó una voz a sus espaldas:

- Tiene pinta de seguir lloviendo, ¿no?

- Kiki… qué alegría verte.

Cardinal se sorprendió de lo rápido que su corazón dobló el número de latidos por minuto. Ya no habría más advertencias. Había llegado la hora de la verdad.

- Pues sí, se me ocurrió hacerle una visita.

- No creas que no puedo detenerte por allanar un coche.

- Estaba abierto. Entré y me quedé dormido.

- No lo estaba. Además, legalmente es como si hubieras entrado en una casa. Que no esté cerrada no significa que puedas pasar y echarte una siesta.

Kiki bostezó. Al desperezarse, su chupa de cuero emitió un crujido.

- Demos un paseo. Estoy cansado de esperar en este aparcamiento. -¿Has visto el tiempo que hace, Kiki? El planeta entero está cubierto de hielo. Es un mal día para conducir. Si vas a matarme, será mejor que lo hagas aquí en el aparcamiento de la comisaría.

- Vale. Tengo silenciador.

- Debes de sentirte muy orgulloso.

Cardinal ya iba deslizando la mano por debajo del abrigo. No sería fácil llegar a la Beretta. Estaba en una cartuchera, sujeta por una correa debajo de su brazo izquierdo.

- No tengo que estar o no estar orgulloso de ello, es lo que hay y punto. Le cuento que puedo hacerlo. Sería embarazoso para usted morir aquí, en el aparcamiento del Club del Madero.

- No me agobiaría mucho porque estaría muerto.

- Cierto.

La cartuchera nunca había estado tan lejos de su alcance.

Cardinal pensó en desenfundar la Beretta y que fuera lo que Dios quisiera. La otra opción era bajarse tranquilamente del coche, pero no le apetecía nada recibir un balazo en la columna. Y también podía darse la vuelta y arrebatarle a Kiki el arma con que le apuntaba. Así por lo menos no sería un blanco estático. -¿Conoce a un tipo llamado Robert Henry Hewitt?

Etmundo. Cardinal no habría relacionado a Etmundo, Kiki B. Y la pandilla de Bouchard ni en un millón de años.

- Sí, conozco a Robert. Pero no sabía que tú y él fueseis amigos.

- No lo somos. Pero el tal Robert compartía pabellón con Rick. -¿Cómo que compartía? ¿Le ha ocurrido algo a Robert? -¿Se da cuenta de por qué es usted un pésimo poli, Cardinal?

Por que no sabe juzgar a la gente.

- Tienes razón, más de una vez me he llevado una sorpresa.

- El problema del trullo es que no se puede mantener un secreto. No sé cómo, el pringado de Robert se enteró de que Bouchard había puesto precio a la cabeza de John Cardinal. Eso a su amigo no le gustó nada así que fue a ver a Bouchard para convencerlo de que lo dejara a uste en paz. Me habría encantado verlo.

A Cardinal también.

- Para empezar, Robert le explicó que se había equivocado de persona. «John Cardinal jamás robaría nada», le dijo Hewitt, dispuesto jurarlo sobre la Biblia. El pobre tampoco sabe juzgar a las personas.

- Digamos que no es el más listo del barrio. -¿Por qué lo dice?

- Es una historia muy larga.

- Pues Rick no se tragó lo del poli honesto, porque, como usted y yo sabemos, tenía doscientas mil razones para no tragárselo. Entonces amigo Hewitt va y le suelta la segunda: «John Cardinal no es el típico madero -dice-. Primero me detiene y después hace todo lo posible para que la Corona no me meta preso». Por cierto, ¿es verdad?

- Lo es. Aunque admito que parece un poco raro.

- A mí nunca me defendió así.

- Tú no eres una buena persona, Kiki. -¿Y usted cree que Hewitt sí lo es?

- No tuvo las ventajas que tuviste tú. Pero dime, ¿cómo se tomaron todo eso Bouchard y su corazón de oro?

- No muy bien. Rick le dijo a Hewitt que desapareciera o lo despellejaría vivo. Pero su amigo Hewitt insiste porque tiene algo que añadir a favor de John Cardinal. «¿Ah, sí?», dijo Rick. «Me muero de ganas por saber de qué se trata.» Entonces Hewitt le da la tercera razón: «Si no retira el contrato para matar a Cardinal, el que morirá será usted».

- Mmm. Me imagino que Bouchard se puso a temblar.

- Le dio tal paliza a Hewitt que lo mandó una semana a la enfermería. Usted no tiene ni idea de lo mal que hay que estar para ingresar en la enfermería de Kingston. Muerto menos cuarto, por decirlo de algún modo. Cuando salió, Hewitt fue a trabajar a la cocina.

Un día se cruzó con Bouchard y, ¡zas!, le abrió la cabeza con una cuchilla de carnicero. Dicen que fue espectacular, aunque, la verdad, me da un poco de pena que Rick muriera de esa manera. -¿Me estás diciendo que Robert Henry Hewitt se cargó a Rick Bouchard? Debes de estar bromeando, Robert es inofensivo.

- Telefonee a Kingston y le dirán lo inofensivo que es.

- Y como Etmundo se cargó a Bouchard, tú vienes a dármela a mí, ¿no es cierto? -¿Qué dice? ¿Cree que he venido a vengar a Rick?

- Eres más tonto de lo que creía, Kiki.

- No, a mí Bouchard me la trae floja. Ni siquiera me caía bien. Y le digo más: no podía ni verlo. -¿Y por qué trabajaste para él todos estos años?

- Era un buen empleador. ¿Está usted enamorado de su jefe?

- Tienes toda la razón. -¡Ah, ahora lo entiendo! -exclamó Kiki palmeando el apoya cabezas, palmada que para el detective fue como si un coche lo embistiera por detrás-. ¿Usted creía que yo había venido a matarlo?

Cardinal se volvió. Desde el asiento de atrás, Kiki lo observaba con el mismo asombro y deleite de un niño en el circo. El matón tenía menos dientes que un portero de hockey. -¿Usted creía que yo venía a cobrarme lo que usted le debe a Rick? ¡Menuda gracia! No he venido por nada de eso, sólo a contarle lo que pasó. Para que supiera que se acabó. Ya no hay nadie que ponga precio a su cabeza, Cardinal. Y aunque yo consiguiera sacarle el dinero que usted le debía a Bouchard, nadie me pagaría por mi trabajo.

- Si lograras sacarme algo, cosa que dudo, podrías quedártelo tú, ¿o no?

- Para empezar, el dinero no era mío. Era una venganza de Rick, y sin Rick no hay venganza. He venido a decirle que es un hombre libre, Cardinal. Nada más. -¿Has venido desde Toronto solamente a decirme esto?

Kiki se quitó la gorra de lana y se rascó la pelusilla rubia que le cubría la cabeza. Se volvió a encasquetar la gorra y pasó por encima del asiento para mirarse en el retrovisor.

- Voy a serle sincero. He estado pensando en trasladarme aquí, en el norte.

- No lo hagas -dijo Cardinal-. Nos veríamos muy a menudo.

- Es que estoy cansado de este trabajo, del estrés… ¿me entiende?

A Cardinal nunca se le había ocurrido que los criminales vieran su forma de vida como un trabajo. Eso sí, no le cabía duda de que Toronto estresaba a cualquiera. -¿Y a qué te vas a dedicar, Kiki? ¿A remar en canoa? ¿A pescar?

- No. Nada de botes, se me dan fatal. Pero esta parte del país me gusta, es limpia, huele bien. Eso es importante, ¿sabe? Aunque después de la tormenta de nieve lo pensaré mejor. Oiga, quería preguntarle una cosa: ¿sabe de algún empleo en la zona?

Cardinal no percibió ni el más mínimo atisbo de ironía en la cara ancha y aplanada de Kiki. -¿En el negocio de la usura o el chantaje?

- Venga, Cardinal, estoy hablando en serio. Me gustaría tener un trabajo legal, ¿sabe? Tengo carné para conducir maquinaria pesada.

- Lo pensaré, Kiki. Déjame preguntar por ahí y ya te diré lo que averigüe. -¿Lo hará? Sería cojonudo. Quizá su amigo no andaba errado en cuanto a usted.

- No me has dicho qué le ocurrió a Robert. ¿Murió en el altercado? -¿Bromea? Todo el mundo se cagó de miedo.

- Aun así, imagino que los socios de Rick lo descuartizarán apenas le echen el guante.

- Yo no me preocuparía. Rick no era un tipo cariñoso; no despertaba lealtades tan fuertes. Además, su amigo Robert se cargó al hijoputa más hijoputa de Kingston, así que no creo que le pase nada. Eso sí, estará incomunicado durante una temporada.

- Entiendo. -Cardinal dio al encendido y arrancó el motor-. ¿Quieres que te deje en algún lado?

- No, gracias. Ése de ahí es mi coche, es alquilado. -Kiki abrió la puerta trasera para bajar-. Me hospedo en el Motel Birches. Si se entera de algún empleo, déjeme un mensaje.

- Apenas me entere de algo te lo haré saber, Kiki.

- Vaya con cuidado, la carretera resbala un huevo.

La amenaza se había desvanecido. Ya no había nada que temer por parte de Rick Bouchard y sus matones. Pero Cardinal no conseguía disfrutar de ese alivio al por mayor que supuestamente debía sentir. De camino a casa pensó en Etmundo, cuya lealtad iba a costarle veinte años más en la sombra. El error que él, Cardinal, había cometido tantos años atrás lo habían pagado otros, no él. Probablemente ya nunca lo haría.

Cuando el detective llegó a su hogar, encontró a Catherine en el salón removiendo un guiso en la estufa de leña. Habían cortado la luz.

Las llamas visibles a través del ventanuco de la estufa iluminaban la estancia con un parpadeo anaranjado. Sally y sus dos hijas pelaban patatas en el sofá. Dormida en el sillón preferido de Catherine, estaba la señora Potipher, con la boca abierta de par en par. Junto a la anciana, tumbado en el suelo, descansaba Totsy, su caniche enano; al ver entrar a Cardinal, el chucho gris empezó a gruñir y temblar. Para acomodar los voluminosos traseros del matrimonio Walcott, los vecinos de enfrente, Catherine había traído dos sillas de la cocina. Los Walcott se mantenían tiesos como dos muñecos a juego: sendas gafas de leer sujetas con cordel y sendos libros de bolsillo en las manos.

- Han cortado el suministro en toda esta zona -explicó la señora Walcott al ver entrar al dueño de la casa.

- Lo sé, la autovía está oscura como boca de lobo. A juzgar por cómo llueve, no creo que vaya a mejorar pronto.

- Aguantamos todo lo que pudimos -añadió la señora Walcott, y dirigiéndose a su esposo dijo-: Te dije que había que comprar una estufa de leña, pero tú siempre tienes ideas mejores.

- Lo que dije fue que eran muy caras. No se puede ir de vacaciones a la República Dominicana y comprar una estufa de leña el mismo año.

- No fue eso lo que dijiste. Dijiste: «Ya veremos cuando lleguen las rebajas». Y por supuesto, después no hiciste nada.

- Y dale con lo mismo. Pues hazme quedar como un gilipollas si te hace sentir mejor, por mí no hay inconveniente.

Cardinal se desabrochó el abrigo pero después lo pensó mejor.

El salón estaba caldeado, pero en el resto de la casa hacía el mismo frío que afuera. -¿No deberíamos dejar abierta esa parte? -preguntó Cardinal señalando el frente de la sala, el antiguo porche. Catherine lo había separado del resto del salón con una cortina prendida en una cuerda para la ropa-. Si no lo hacemos, el calor quizá no llegue hasta ahí.

- Ve y echa un vistazo -dijo Catherine.

Cardinal sorteó las piernas estiradas de los Walcott, hizo caso omiso de un gruñido exagerado de Totsy y pasó al otro lado de la cortina.

- Estarás satisfecho, ¿no? -le espetó su padre. Desde la comodidad del sillón reclinable La-Z-Boy de su hijo, embutido en un saco de dormir rojo chillón, el viejo Stan Cardinal miraba a su hijo con cara de pocos amigos-. Al final te has salido con la tuya. Te sentirás orgulloso.

Cardinal sonrió.

- Estoy contento de verte, papá. No quería que te congelaras allí arriba, solo. Por cierto, la cortina no deja que te llegue el calor. ¿Qué tal si la descorremos un poco?

- Quita esa mano. No entiendo por qué no puede uno morir en su propia casa.

- Papá, no tienes que quedarte para siempre, sólo hasta que pase la tormenta.

- Me gustaría verte a ti, cuando llegues a viejo. Yo ni siquiera me considero un anciano, ¿sabes? Cuando paso por la residencia y veo a esas viejecitas arrugadas como pasas, pienso: «Mira esas pobres viejecitas». No me hago a la idea de que tengo su edad. Por dentro soy igual de joven que siempre, sólo que este estúpido problema de corazón no me deja hacer lo que quiero. -¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Quieres que te traiga algo? -¿Qué más puedo pedir? Tengo mi libro, mi saco de dormir, mi catéter… -¿Qué?

- Era un chiste, John. -¿Por qué no duermes en el cuarto de Kelly?

- Que lo ocupe otro. Sentado respiro mejor. Es curioso cómo se repite la vida…

Cardinal lo miró como induciéndolo a seguir.

- Mi padre tenía el mismo problema. Pero en aquellos años no había medicinas para paliarlo. Recuerdo que dormía sentado en el salón.

Ahora entiendo por qué.

- Vale, papá. Aunque si cambias de opinión, dímelo.

Cardinal se dio la vuelta para irse, pero su padre alzó una mano para frenarlo:

- Lo que le pasó a la doctora Cates es terrible, John. Era muy jovencita. Espero que pilles al que la mató.

- Lo estamos intentando.

- Era muy inteligente y muy buena doctora. -¿Qué dices, papá? Si no hacías más que quejarte de ella.

- Lo sé, lo sé. A veces no soy tan listo como creo.

Entrada la noche y en un ambiente de campamento con fogata y todo, los presentes -con la excepción de Stan Cardinal- se sentaron en torno a la estufa de leña y recordaron extrañas anécdotas climáticas del pasado. Los Walcott discutieron sobre una tormenta que los mantuvo incomunicados durante tres días en O'Hare, ¿o fueron dos días en LaGuardia? La señora Potipher relató el terrible temporal que azotó el vapor en el que cruzaba el Atlántico norte, en los años cincuenta.

La luz parpadeante de la estufa teñía los rostros de marrón y ámbar.

Catherine estaba guapísima con todos esos jerséis y la larga bufanda escocesa. Mientras atendía a sus huéspedes, su rostro traslucía una entrega absoluta. Cardinal supo que era feliz. Durante la velada, el agradable crepitar de las llamas puntuaba la conversación cada vez que Cardinal abría la puertecilla de la estufa para echar más leña. La lluvia helada golpeaba las ventanas, y a cada rato se oía el chasquido de una rama y el estrépito que hacía al caer al patio.

Entonces huéspedes y anfitriones saltaban y festejaban como si se tratara de un acontecimiento deportivo.

Cardinal y Catherine tuvieron que dormir con la puerta de su dormitorio abierta para recibir de la estufa la mayor cantidad de calor posible. Por si acaso, Cardinal se puso unos calzoncillos largos. Catherine se durmió enseguida, pero él no, él no podía dejar de pensar en su padre, y en Paul Laroche. Ahora estaba seguro de que Laroche e Yves Grenelle eran la misma persona. No dudaba de que Laroche, tanto si había matado a Raoul Duquette como si no, era el asesino de Madeleine Ferrier, para proteger su identidad, y el de Miles Shackley, y el de Winter Cates. Cardinal recordó haber visto en su despacho una fotografía de Laroche y el premier, ambos con ropa de caza; quizá fuera ése el vínculo con Bressard. Sin embargo, probar todas aquellas especulaciones ante un tribunal sería muy, pero que muy distinto.

Poco después un sonido lo sobresaltó; no sabía qué había sido: ¿quizás otra rama o la explosión de un transformador? Permaneció inmóvil, a la espera. Alguien gritó desde la otra estancia. Era una voz aguda, rara, medio grito y medio lamento. Cardinal se levantó y se puso el albornoz, luego cogió la linterna de encima del tocador y salió al salón.

Del fuego de la chimenea sólo quedaban ascuas, cuyo resplandor suave y rojizo coloreaba las caras de Sally y las niñas a un lado del salón, y las de los Walcott al otro. La señora Potipher dormía en el cuarto de Kelly junto a una estufa de queroseno. Entonces tenía que ser su padre quien pedía auxilio. Ese grito ahogado iba dirigido a su hijo, que sorteó rápidamente los cuerpos tendidos y descorrió la cortina.

El anciano estaba a punto de caerse del sillón, tumbado hacia un lado. Cardinal lo enderezó y vio que estaba pálido y cubierto de sudor. -¿Dónde están tus píldoras, papá? -preguntó Cardinal alumbrando el suelo con la linterna-. ¿Dónde están?

El anciano gemía. Tenía la cabeza echada hacia atrás y en su respiración se oía una suerte de gorgoteo.

Cardinal dio finalmente con las píldoras, estaban sobre una mesilla auxiliar. Se echó una en la palma de la mano. Atrajo hacia sí a su padre y, sosteniéndole la cabeza en el hueco del codo, le metió la medicina en la boca. Después llamó a Catherine.

- La pierna, me duele la pierna… -dijo el anciano a su hijo.

En el estoico lenguaje de Stan Cardinal, la frase significaba que estaba sufriendo dolores de una intensidad hasta entonces desconocida. -¡Catherine!

Catherine se asomó por un lado de la cortina, desenredándose el pelo con una mano y sosteniéndose el albornoz con la otra.

- Pide una ambulancia -masculló Cardinal. Catherine marcó el número y le pasó el auricular.

- Puede que vengan antes si los llama un policía -le dijo, y se arrodilló junto al anciano-. ¿Cómo se siente, Stan? ¿Qué quiere que hagamos?

Stan se agarró el muslo y rugió de dolor, estaba pálido como una sábana.

- John está pidiendo una ambulancia. Llegará enseguida.

- El dolor de la pierna me está matando -dijo Stan-. Espero que no me mate del todo.

Cardinal dictó la dirección de su casa al servicio de urgencias.

- Enviaremos una ambulancia cuanto antes, señor Cardinal. Pero sepa que las carreteras están intransitables.

Cardinal colgó y llamó a la sala de urgencias del Hospital Municipal. La enfermera que lo atendió le pidió que describiera los síntomas cuidadosamente.

- Muy bien -explicó a Cardinal-. Con semejante historial de problemas cardiacos, es posible que su padre tenga un coágulo en la pierna. Es doloroso, pero se puede tratar con medicamentos que licuan la sangre. -¡John, creo que le está dando un ataque al corazón!

Cardinal dejó caer el auricular. Su padre estaba arqueado y rígido, como si una flecha le hubiera dado en el pecho. Pero enseguida cayó hacia atrás, inconsciente.

- Ayúdame a tumbarlo en el suelo.

Cardinal cogió a su padre por debajo de los brazos y Catherine por los pies.

- Está frío -dijo ella-. Tiene las piernas heladas.

Lo apoyaron en el suelo. Cardinal empezó a darle un masaje cardiaco. Cada seis golpes se inclinaba para practicarle el boca a boca.

- Coge el teléfono, Catherine. Pregúntales qué debemos hacer ahora.

Mientras su esposa pedía instrucciones, Cardinal continuaba aplicándole presión al pecho.

- Dicen que hagas lo que has estado haciendo. Ya llega la ambulancia.

- No respira, joder. No deberíamos esperar a que llegue la ambulancia, sería mejor llevado nosotros. Pregúntales cuánto van a tardar.

- Con suerte, diez o quince minutos.

- Sal y arranca el coche, Catherine. -¿En qué puedo ayudar? -dijo Sally, que acababa de asomarse por el lado de la cortina.

- Ayuda a Catherine a raspar el hielo del parabrisas.

Catherine y Sally se marcharon. Instantes después Cardinal oyó las espátulas raspando el hielo endurecido.

El anciano gimió y abrió los ojos.

Cardinal dejó de presionar y auscultó el pecho de su padre. El corazón latía con regularidad pero los pulmones seguían llenos de secreciones.

- Papá -susurró Cardinal acariciándole la mejilla suavemente-. ¿Puedes oírme?

- Sí.

- Hay que sacarte un poco de agua de los pulmones. ¿Cuál de estas pastillas es el drenador?

- Las anaranjadas -dijo Stan con un hilo de voz. Sus ojos parecían fijos en un punto más allá del techo y la habitación.

Entre los frascos de la mesilla, Cardinal encontró las pastillas.

Dejó caer dos en su mano y se acercó a su padre para levantarle la cabeza.

- No. Basta de pastillas.

- Tienes los pulmones llenos de líquido, papá. Te ayudarán a respirar.

- Basta de pastillas -Son para que puedas respirar…

- Basta de pastillas. -Sus ojos parecían buscar algo en el techo.

La respiración empezó a entrecortársele y sonar forzada.

Catherine regresó empapada. Una brisa gélida la acompañó hasta el interior de la casa.

- No podemos quitar el hielo -se disculpó-. Ni siquiera pudimos abrir la puerta.

A lo lejos se oyó una sirena.

- No importa, ésa debe de ser la ambulancia. Papá no quiere tomar las pastillas.

Catherine se arrodilló del otro lado del anciano: -¿Es cierto lo que dice John? ¿Por qué no quiere tomar las pastillas?

Los labios débiles y húmedos de Stan Cardinal se esforzaron por esbozar la más mínima de las sonrisas.

- No irás a darme la lata ahora, ¿verdad?

Catherine meneó la cabeza. Sus ojos se llenaban de lágrimas, pero ella las obligó a retroceder. Buscó la mano del anciano y la tomó entre las suyas. Cardinal se aferró al antebrazo de su padre.

- Es lo único bueno que has hecho en tu vida -dijo el anciano.

Las palabras surgieron lentamente, como notas tan separadas que hacían perder el hilo de la melodía. -¿Qué es lo único que he hecho bien? -farfulló Cardinal intentando no llorar delante de su padre.

- Catherine.

- Lo sé -contestó Cardinal, y le apretó el brazo-. Papá, sé que hace mucho que no vas a misa pero…

- Nada de curas. -¿Estás seguro? Podemos llamar a Corpus Christi…

- Nada de curas.

Cardinal oyó el gemido de la sirena pasar por detrás de la casa.

Se habían equivocado de calle. A estas alturas de poco servirían un enfermero o un médico.

- John… -¿Qué, papá?

- John…

- Dime, papá. Estoy aquí.

- Lo hemos hecho bastante bien, ¿no es cierto?

Cardinal tragó saliva. La nuez se le había vuelto tres veces más grande.

- Sí, papá. Muy bien.

La sirena ya bajaba por Madonna Road. Cardinal no entendió muy bien lo que su padre dijo a continuación:

- Si me comporté mal, lo siento mucho. ¿Me entiendes?

- No tienes por qué disculparte, papá.

- Si hice algo que no debía, ya sabes…

- Entiendo. Y yo también lo siento. -¿Por qué? ¿Qué has hecho tú?

- Siento no haberte hecho caso. Ya sabes, dejar que pasaras por todo esto en tu casa, en vez de aquí…

- No, no…

Su padre tosió y alargó las manos como si quisiera atrapar un objeto pesado que se le venía encima. Después cayó de espaldas al suelo. -¿Papá? -Cardinal frotaba el brazo de su padre, como si estimulándolo fuese a revivir aquel cuerpo moribundo-. ¡Papá!

Su padre se esforzaba por decir algo y, aunque Cardinal y Catherine se inclinaron para escuchar, sus palabras de deshicieron en «as» y «os», vocales magras y sin sentido. Stan Cardinal exhaló el último aliento y casi de inmediato se le nublaron los ojos. Catherine se inclinó sobre él y se echó a llorar. Cardinal se acuclilló, aturdido.

Los destellos de la sirena penetraron por las ventanas. Las puertas de un vehículo se abrieron y cerraron. Sobre el hielo crujieron botas. Los enfermeros entraron como un torbellino y enseguida buscaron algún signo vital en Stan Cardinal. Pero sólo pudieron confirmar que ya había muerto.

- Lamento no haber podido llegar antes -dijo uno de ellos-.

Las carreteras están cubiertas de hielo y hay líneas de alto voltaje caídas por toda Trout Lake Road.

- Lo sé -repuso Cardinal.

- Tengo que llamar al juez de instrucción -dijo el enfermero-.

Tiene que venir a confirmar la defunción.

- De acuerdo.

El enfermero ya había abierto su móvil.

- Hemos llegado al ataque de corazón de Madonna Road. Es un paro cardiaco total, no hay signos vitales. Manden al juez de instrucción cuanto antes. Gracias.

Cardinal advirtió que Catherine se movía a la luz de las llamas.

Alguien había metido otro tronco, él no recordaba haberlo hecho.

Catherine había conseguido llevarse a Tess y Abby al dormitorio de Kelly sin despertar a la señora Potipher. Luego hizo té para Sally y los enfermeros. Todos ellos entraban y salían del campo visual de Cardinal, como siluetas sin rostro, flotando en una suerte de tiniebla roja donde las distancias eran enormes y las voces, ecos. Cardinal tomó un sorbo de té y se quemó la lengua.

Entró otra ráfaga de aire helado y se armó cierto revuelo.

Había llegado Barnhouse con su maletín negro. El médico se arrodilló junto a Stan Cardinal y lo auscultó largamente con su estetoscopio.

Finalmente habló:

- No hay latidos ni respiración. -Luego miró su reloj y añadió-:

Hora de defunción: 2.57.

Barnhouse guardó el estetoscopio y cerró el maletín con un ruido seco. Se puso de pie y le alargó la mano al deudo. Cardinal se la apretó, era una mano blanca, seca.

- Lamento mucho su pérdida, detective Cardinal.

Cardinal leyó una súplica en los ojos del médico. Era como si imploraran: «¡Écheme una mano, detective! Esto se me da fatal».

Cardinal lo acompañó hasta la puerta e incluso sintió ganas de consolarlo, de decirle que no se preocupara.

Los enfermeros se acercaron al cuerpo, pero Cardinal se dijo: -¿Podrían esperar unos minutos?

Catherine estaba junto al cuerpo de Stan, rendida y exhausta.

Cardinal se acuclilló al otro lado, asombrado por la inmensidad de la pena que sentía. -¿Qué fue lo que quiso decirme justo antes de morir? -le preguntó a su esposa-. Quiso decirme algo, pero no llegué a entenderlo.

- Quiso contestarte. -¿A qué? ¿Qué le había dicho yo?

- Que lo sentías mucho. Que lamentabas no haberlo dejado morir en su casa. -¿Y él qué dijo?

- Que ésta era su casa.