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La orilla norte del lago Nipissing es uno de los sitios más bellos de Ontario; sin embargo, Lakeshore Drive -la carretera que corre paralela a la ensenada que diera nombre a Algonquin Bay- parece haber sido construida para ocultarlo. Desde tiempos inmemoriales se la considera un adefesio y un imán de fealdades. Sobre la orilla del lago han proliferado restaurantes de comida rápida, gasolineras y hoteles de nombres pintorescos pero carentes de encanto, además de concesionarios de automóviles y centros comerciales.

Ubicado en el extremo oeste de tanta tosquedad, el Loon Lodge (establecimiento bautizado con el nombre del ave local: el somorgujo) no era un motel en el sentido estricto de la palabra. Lo conformaban una hilera de doce bungalows blancos, de postigos verdes y cortinas de estilo campestre, levantados en la década de los cincuenta, mucho antes de que se pusieran de moda las cabañas de troncos. Los habitantes de Algonquin Bay están convencidos de que estos albergues cierran durante el invierno; sin embargo, durante esa temporada cuentan con dos fuentes de ingresos. La primera: los pescadores, es decir, dentistas y corredores de seguros que se toman un par de días para pescar por un agujero taladrado en el hielo y beber con sus amigotes hasta quedar inconscientes. La segunda: aquellos que quieren pagar el alquiler más bajo posible. En temporada baja no hay vivienda más barata que un bungalow en Lakeshore Drive.

Cardinal había visitado el Loon Lodge con frecuencia. Muy a menudo, uno de aquellos residentes invernales le sacaba los dientes de un puñetazo a su mujer. O ella se cansaba de las borracheras de su marido y le clavaba un cuchillo para bistecs entre las costillas. También había vivido allí algún que otro camello. Pero en verano esas mismas viviendas se plagaban de yanquis bronceados, familias de pocos ingresos que se aprovechan de la constante debilidad del dólar canadiense.

Cardinal y Delorme entraron en el primero de los bungalows blancos, el que ostentaba el letrero de RECEPCIÓN. Era cuatro veces mayor que los bungalows de alquiler y la residencia del propietario, su mujer y sus hijos. El dueño, un tipo gordo con forma de pera, se llamaba Wallace. Tenía la cara hinchada y una expresión pesarosa, como si le dolieran las muelas. En la habitación contigua, un niño de aspecto similar, desconsolado y oval, miraba los dibujos animados; en el aire flotaba el aroma de la cena. De repente Cardinal cayó en la cuenta de que estaba hambriento.

Wallace sacó el libro de registro y encontró el nombre del cliente. Sin levantar el libro lo giró para que los detectives constataran los datos.

- Howard Matlock… -leyó en voz alta Delorme-, 312 de la Calle 91 Este, Nueva York.

- Ojalá no lo hubiera visto nunca -dijo Wallace-. La pasada fue una semana muy quieta, así que aunque sólo fuera a quedarse un par de días me alegré de que llegara.

- Ford Escort… -leyó Delorme en voz alta, y apuntó el número de la matrícula.

- Así es -certificó Wallace-. Es rojo carmín, pero hace días que no lo veo. -¿Qué día llegó Matlock? -intervino Cardinal.

- El jueves, creo. Sí, el jueves. Lo recuerdo porque acababa de rechazar a un par de indios que querían un bungalow. Lo siento, pero no me importa cuántos bungalows estén vacíos. Estoy harto de limpiar sangre y vómitos. Tengo que mantener mi reputación.

- Tendrá suerte si no lo denuncian por discriminación -dijo Delorme.

- La gente no entiende de indios. Ponga a dos o tres indios y una botella de whisky Four Aces en una habitación y el resultado será un bungalow inhabitable.

- Más o menos como ahora, ¿no? -¿Y dice que este llavero lo llevaba un muerto? -dijo Wallace haciendo caso omiso del comentario y señalando la masa derretida dentro de su bolsa de plástico transparente.

- Digamos que sí.

- Por lo visto, tengo entre manos un cliente muerto y una cuenta sin pagar. -Wallace meneó la cabeza y maldijo en voz baja-. ¿Sabe cuántos años cuesta labrarse una reputación como la que tiene el Loon Lodge? Le aseguro que no se consigue de un día para otro.

- Claro que no -dijo Cardinal-. ¿Le dijo el señor Matlock la razón de su visita a Algonquin Bay?

- Créame, cuando pasa algo así, el esfuerzo que uno pone…, los detalles que hacen que un motel sea especial, un lugar al que el cliente tenga ganas de volver…, todo eso queda en la nada. Más me convendría bajar la persiana y declararme en bancarrota.

Cardinal se preguntó cómo alguien tan fúnebre como Wallace había reunido el optimismo necesario para abrir un motel, pero se atuvo a la pregunta original: -¿Le dijo el señor Matlock la razón de su visita a Algonquin Bay?

- Había venido a pescar. Eso me dijo.

- Es un poco pronto para pescar, ¿no? Incluso sin estos días de calor.

- Exactamente eso le dije yo. Nadie se arriesgaría a caminar por el hielo hasta dentro de dos semanas por lo menos, aunque no hiciera este calor. Él dijo que se hacía cargo, pero que había venido a echar un vistazo. Planeaba regresar a finales de febrero con unos amigos. -¿Desde Nueva York? -exclamó Delorme-. Está un poco lejos para venir a ver si la pesca se da bien por aquí.

- Ya sabe cómo son los yanquis -dijo Wallace, y se encogió de hombros.

El dueño tomó una llave del tablero que había detrás del escritorio.

Los detectives lo siguieron en un recorrido por varios bungalows.

- Nunca he entendido qué tiene de deportivo pescar así -dijo Cardinal a su compañera-. Los peces están ateridos de frío y muertos de hambre. ¿Cuánta destreza hace falta para sentarse dentro de una choza mugrienta y hacer un agujero en el hielo?

- No te olvides de la cerveza.

- No la olvide ni por un segundo -dijo Wallace-. Usted no daría crédito de la cantidad de cajones de cerveza que consumen esos tipos.

Yo adjudico un trineo a cada bungalow, supuestamente para que lo usen los niños. ¿Ve usted alguna colina en los alrededores? Yo no. Los tengo para que los pescadores lleven sus cajones de cerveza hasta el centro del lago.

- Dijo que el señor Matlock llegó el jueves. ¿Cuándo notó que el automóvil ya no estaba?

- Calculo que el sábado. Dos días atrás. Sí, fue entonces, porque recuerdo que el viernes por la mañana le pedí que lo moviera. Lo había dejado en el sitio reservado para el bungalow cuatro. Hombre, no es que en el cuatro hubiera nadie que se fuera a quejar. De cualquier manera, el sábado por la mañana el coche ya no estaba ahí. Eso me hizo pensar que había pasado algo. No estaba el coche y tampoco salía humo del conducto de la estufa. Esta mañana llamé a la puerta y no obtuve respuesta. Entonces decidí esperar un par de horas antes de empezar a preocuparme porque el tipo se hubiese largado sin pagar. -¿Hizo Matlock alguna llamada telefónica? -preguntó Cardinal-. Si hubiera telefoneado, ¿se enteraría usted?

- No hizo ninguna llamada de larga distancia, de eso me habría enterado. De las locales, en cambio, no llevo la cuenta.

- Muchas gracias, señor Wallace. Ahora tenemos que hacer nuestro trabajo.

- Me parece bien -dijo Wallace al abrirles la puerta-. Pero si encuentran dinero, sepan que se me deben ciento cuarenta dólares.

El interior de los bungalows del Loon Lodge no había cambiado desde la última visita de Cardinal. Ahí estaba la cama matrimonial apretujada en el dormitorio, el sofá estampado y la cocina americana en el rincón: mininevera, placas eléctricas y fregadero de aluminio. En la mente de Cardinal se instaló un recuerdo: una mujer que no paraba de chillar mientras le lanzaba una sartén. Cardinal había acudido a detener al marido.

Junto a una ventana, un trozo de hule amarillo cubría la mesa; encima, un ejemplar de The New York Times.

Cardinal advirtió que era de hacía cinco días, seguramente el huésped lo había comprado en el avión.

La cama, cuyo cobertor de felpilla hecho jirones lucía el mismo logotipo del somorgujo que el llavero, estaba bien hecha. A su lado yacía una maleta pequeña con asa y ruedas incorporadas, dentro había una novela de Tom Clancy y ropa suficiente para un fin de semana.

- Aquí está la cartera -dijo Delorme.

La había encontrado debajo de la mesa de la cocina. Al agacharse a buscarla, casi había tirado una lámpara con el omnipresente somorgujo impreso en la pantalla.

- A ver si tú entiendes esto -dijo Cardinal-: el coche no está. ¿Por qué saldría con el coche pero sin la cartera? Si uno sale con el coche, lleva el carné de conducir, ¿no?

- Quienquiera que lo mató pudo llamar a la puerta.

- Es posible. Y en el forcejeo a Matlock se le cae la cartera, aunque no hay indicios de que hubiera una pelea.

Delorme abrió la cartera.

- Creo que, en cualquier caso, podemos descartar el móvil del robo. Aquí hay ochenta y siete dólares, estadounidenses. Quizá salió a comprar pitillos y para eso no necesitaba llevar la cartera consigo.

- Tenía pitillos -dijo Cardinal señalando un paquete medio lleno de Marlboro en la mesilla de noche.

- Howard Matlock -leyó con voz formal Delorme en una de las tarjetas de la cartera- está autorizado para desenvolverse como contador público en el estado de Nueva York.

- Estos pescadores son todos contables.

- También era miembro de la Biblioteca Pública de Nueva York, de Blockbuster Video, y tenía carné de conducir emitido por el estado de Nueva York.

Delorme le entregó sus hallazgos a Cardinal. Los ojos del muerto lo miraban desde el documento. En la fotografía llevaba las mismas gafas de aviador que habían encontrado en el bosque.

Los detectives escrutaron la habitación.

- Aparte de la cartera tirada en el suelo, apostaría a que no han tocado nada -concluyó Cardinal-. La víctima llevaba encima la llave de su habitación, pero no las del coche. Eso sugiere que el asesino o asesinos se llevaron el coche de Matlock.

- Si hubieran querido un vehículo, ¿por qué robar un Ford Escort? y si lo mataron para eliminar al testigo, se pasaron un poco al descuartizar el cuerpo.

- Quizás había algo comprometedor dentro del coche.

Los detectives revisaron el contenido de la maleta: tres camisas compradas en un supermercado, tres pares de calzoncillos Hanes y tres pares de calcetines, dos de ellos agujereados.

- Yo creía que los contables ganaban mucho dinero -reflexionó Delorme-. Pero a éste no parecía irle tan bien.

En el botiquín del baño había un frasco de antiácido Tums, y sobres de antidiarreico Imodium y laxante Ex-Lax.

- Este Matlock era más prevenido que un niño explorador -bromeó Delorme-. Siempre listo para cualquier contingencia.

- Para todo, menos cazar o pescar. ¿Te has dado cuenta? No hay carrete, ni caña, ni aparejos. Nada. Sé que sólo había venido a conocer la zona, pero aun así…

- Quizá lo guardaba todo en el coche. Cuando encontremos el Ford Escort…

Se quedaron en silencio en medio de la habitación. A ver si nos cae del cielo una idea, pensó Cardinal, o una teoría.

- Es un caso curioso -dijo Delorme-. Por lo que sabemos, Howard Matlock, turista y contador público, vino a comprobar si había buena pesca. Salió a dar una vuelta en coche, sin la cartera, y alguien lo mató. Pudieron haberlo matado por frustración, porque alguien quiso robarle y él se había olvidado precisamente la cartera.

- Muchas gracias, detective Delorme, eso lo aclara todo. Es innecesario que sigamos investigando. Creo que podemos dar el caso por cerrado ahora mismo.

- De acuerdo, no se sostiene.

- A ninguno de los dos nos convence lo de la pesca. Además…

- Además… ¿qué? -repitió Delorme-. Tienes cara de preocupado.

- Esto me da mala espina. Mi gurú en la Policía de Toronto solía decir que para resolver un caso sin móvil aparente hacen falta tres cosas: talento, persistencia y buena suerte. Aunque parezca presumido, la única que me preocupa es la buena suerte.

- Déjalo ya, Cardinal. Acabamos de empezar.

- Lo sé. Pero partiendo de que no creemos que Matlock fuera un turista, desconocemos algo tan importante como por qué vino, a quién vino a ver y, mucho más aún, quién lo mató.

Se comunicó la búsqueda del Ford Escort carmín, alquilado en la sucursal de Avis del aeropuerto Pearson, en Toronto. El rastreo del bosque continuó hasta el anochecer, y todos los pedazos del cuerpo que encontraron se despacharon al Centro de Medicina Forense de Toronto.

Las fotografías aéreas fueron reveladas y clavadas con chinchetas en el tablero de la sala de peritos; los relucientes globos de Mylar se destacaban a pesar de los árboles y la bruma, pero no surgió ninguna pauta reconocible.

De nuevo en su escritorio, Cardinal pasó más de dos horas redactando los informes de la fecha, deseando poder contar con una teoría mínimamente respetable en la que basarlos. Estaba cansado, hambriento y quería irse a casa. Le pesaba la sensación de que el caso era un callejón sin salida. Necesitaba un pequeño descanso, alejarse de los informes y de sus compañeros, que no paraban de chillarse los unos a los otros. Sólo un rato, para poder pensar en Howard Matlock y en por qué el estadounidense había muerto en Algonquin Bay.

Junto al lago, la niebla seguía densa, apretujada entre bungalows y árboles como una masa de algodón o estopa gris. El cartel luminoso del Loon Lodge todavía brillaba con su luz rojiza, pero era una luz triste. El aparcamiento estaba desierto.

Cardinal abrió el bungalow donde se hospedara Howard Matlock y pasó por debajo del precinto amarillo de la policía. Una vez dentro, dio a la llave, pero la luz no se encendió. El dueño habrá cortado la corriente hasta tener otro cliente que la justifique, se dijo el detective.

Tampoco había calefacción. Cardinal encendió la linterna y alumbró la cama, la silla y la mesilla de noche. Los peritos estaban tan ocupados con el rastreo del bosque que no revisarían la habitación por lo menos hasta el día siguiente. Los efectos personales de Howard Matlock seguían allí, incluso el paquete de Marlboro empezado, junto a la lámpara con la pantalla del somorgujo.

En medio de la oscuridad y el silencio, Cardinal intentó una vez más imaginar lo ocurrido en la habitación. Imaginó al estadounidense sentado en la silla de mimbre blanco, mirando a aquel aparato de televisión en miniatura. Alguien llamó a la puerta. ¿Quién pudo haberlo rastreado, matado y despojado de su coche? ¿Lo habían seguido desde Nueva York?

Cardinal se sentó en el borde de la cama. Intentar buscarle un sentido a ese caso era como esperar que el agua no se escurriese entre los dedos. En sitios tan pequeños como Algonquin Bay, la mitad de las veces era el propio asesino quien llamaba a la policía para entregarse.

Pero ahora Cardinal se encontraba frente a un misterio en toda regla, y no contaba con ninguna pista. Considerando la hipótesis de que no lo habían seguido, era preciso suponer que el ciudadano de Estados Unidos llegó a la ciudad y en poquísimo tiempo logró enfadar tanto a alguien que esa persona lo mató. Y no sólo eso, quienquiera que lo hiciera lo usó de comida para osos. ¿Por qué?

Cardinal podía intuir una teoría en el fondo de su mente, pero no conseguía asirla. Fijó la mirada en la puerta corrediza del armario. Ellos la habían abierto y ahora estaba cerrada, manchada del polvo que los peritos espolvorean para buscar huellas dactilares.

Cardinal se puso de pie e hizo deslizar la puerta. Pero antes de poder abrirla del todo, una mano surgió de la oscuridad y lo cogió del cuello. Inmediatamente sintió cómo un puño se le hundió en el estómago casi partiéndolo en dos.

Cardinal se tambaleó hacia atrás boqueando. Una patada experta a ras del suelo le levantó las piernas en el aire. De repente el detective se vio bocabajo en el suelo, con un brazo cogido por detrás en una llave. Entonces sintió el frío cañón de un arma en la nuca. Su Beretta, oculta en la cartuchera, debajo de la axila, se le estaba clavando en las costillas.

- No estarás armado, ¿verdad? -Era la voz de un hombre joven.

Blanco, anglosajón y protestante, por el acento.

- No.

- Uy, ¿y esto qué es?

El atacante le levantó la chaqueta y sacó la Beretta de la cartuchera.

- Estás cometiendo un error, chaval -logró mascullar Cardinal antes de que le aplastaran la cara de nuevo contra el suelo.

La mano del joven se deslizó en el bolsillo del pecho y extrajo la cartera. -¿Eres poli?

- En mis ratos libres, cuando no me dejo zarandear en bungalows para turistas.

El tipo dejó caer todo su peso sobre la espalda de Cardinal.

- No me puedo creer que hayas venido solo y en plena noche -dijo-. Yo bien podría ser un asesino, ¿sabes?

- Justamente estaba a punto de tocar ese tema.

- Muy bien, te diré lo que haré. Te voy a quitar la rodilla de encima y me incorporaré. Pero la pistola me la quedaré. Actúa civilizadamente, ¿de acuerdo? No intentes nada raro o tendré que volver a tumbarte.

- Vale.

- Ahora ponte de pie y apoya las manos contra la pared. Yo me pondré allí junto a la puerta.

El tipo le quitó la rodilla de encima. Antes de incorporarse y sacudirse el polvo, Cardinal respiró hondo. Menuda vergüenza.

Empuñaba el 38 de cañón corto que le apuntaba el pistolero más joven que Cardinal hubiera visto en su vida. Un chaval de cabello rubio al rape y barba rala que le cubría las mejillas y el mentón. Para simular ser mayor, llevaba una chaqueta de pata de gallo. El pistolero abrió la puerta y oteó en dirección al aparcamiento.

- Es cierto, has venido solo. -Una infinidad de dientes brillaban en la boca del joven cuando hablaba-. Muy bien, ahora date la vuelta y apoya las manos en la pared. Ya conoces la posición. Separa las piernas y apoya sólo las puntas de los pies.

La luz de la ventana destellaba en la superficie de la 38.

Cardinal hizo lo que le mandaban y clavó la mirada en la pared. -¿Cuántos años tienes, chaval, dieciocho?

- Te has pasado tres pueblos. Además, hay cosas más importantes de que hablar.

El chaval lo palpó, piernas inclusive. Buscaba otra arma, pero Cardinal no llevaba la cartuchera de tobillo.

- Antes que nada, ¿cómo resolvemos esto? -¿Qué dices, chaval? Has sido tú el que acaba de golpear a un agente de policía. Y, salvo que seas de la Montada, no creo que tengas licencia para ese 38.

- Pues tú eres un poli que se ha dejado quitar el arma. No creo que te guste que se enteren de eso en la ciudad, ¿o sí?

- Me pondría colorado. Devuélvemela y te prometo que me suicido ahora mismo. -¿Qué sabes de Howard Matlock? -¿Te ha enviado Malcolm Musgrave? Porque, aunque sea de la Montada, ha escogido una forma muy rebuscada de hacerme llegar su mensaje.

- Te he hecho una pregunta -dijo el chico-. ¿Qué sabes de Howard Matlock?

- Es yanqui, contador público, y ahora además un fiambre. ¿Por qué te interesa tanto?

- Las pipas las tengo yo, así que me corresponde a mí hacer las preguntas. ¿Por qué has regresado? Sin duda, ya han acabado la inspección de rutina…

- Oye, es evidente que eres de la RPMC. ¿Por qué no me cuentas quién eres y en qué estáis metidos?

- Te he preguntado por qué has regresado.

- Es obvio que por las mismas razones que tú, para averiguar algo más acerca de Howard Matlock. Que un turista venga a mi ciudad y acabe convertido en comida para osos me hace quedar mal. Pero yo no creo que fuera turista, y eso me intranquiliza. Regresé porque hay un montón de cosas que no tengo claras, y porque ahora mismo no hay modo de continuar la investigación. Ahora bien, si no te molesta, me gustaría poder seguir haciendo mi trabajo.

Cardinal esperó unos segundos. Aguzó el oído. Pero no oyó nada proveniente de la puerta del bungalow. Se volvió.

En el umbral ya no había nadie. La Beretta estaba sobre la mesa, sin cargador. Cardinal corrió hasta la puerta, pero llegó tarde. Maldijo entre dientes. Explicar que había perdido el cargador iba a ser difícil.

Cerró el armario. Pero antes de cerrar la puerta con llave echó un último vistazo alrededor del bungalow. Había que admitido, el chaval era eficiente. Apareció por sorpresa, le quitó el arma y se desvaneció como el humo de un cigarrillo. De camino al aparcamiento, Cardinal consideró hacer un pedido de búsqueda y captura de todos los chavales rubios, blancos y de clase media. Pero al llegar al coche encontró el cargador de la Beretta encima del techo, del lado del conductor.

Cuando llegó a casa, Catherine estaba sentada en posición de loto, inmóvil. La brisa de Cardinal al entrar hizo parpadear la vela que su mujer tenía delante. Encima del televisor, una vara de incienso despedía un hilillo de humo.

- Llegas tarde -dijo ella.

- Esto huele como Shangri-La. -Cardinal siempre soltaba algún comentario acerca del incienso y su mujer siempre lo pasaba por alto-. ¿Qué tal está mi swami?

- Más Buda que swami.

Nunca voy a bajar los kilos que aumenté en el hospital.

- No estás gorda.

- Después de todo el pan y el puré que me dieron en el hospital no sé si podré volver a ponerme la ropa de antes.

Era cierto que Catherine había aumentado varios kilos durante su internamiento en el Hospital Psiquiátrico de Ontario -siempre engordaba un poco allí-, pero en general Cardinal opinaba que su mujer tenía buen aspecto. Un poco más ancha de caderas, un poco más de tripilla quizá pero, para ser una mujer con una hija de veintiséis años, estaba espléndida.

Mientras desenroscaba las piernas, Catherine soltó un suspiro prolongado. Cardinal estaba feliz de verla practicar yoga, aunque fuera tarde por la noche. Cuando se cuidaba, era más difícil que le diera uno de sus ataques.

- Ha llamado tu padre. Tiene cita con el cardiólogo mañana por la mañana. Yo lo llevaré.

- Excelente. Esa doctora nueva le ha puesto las pilas.

- Tienes cara de enfadado -dijo Catherine-. ¿Estás bien?

- Tuve un mal día en el trabajo. No es nada grave. -¿Te apetece contármelo?

- No.

Pocas veces lo hacía. Ninguno de los detectives de la brigada le contaba a su mujer las cosas que ocurrían en el trabajo. «Caballerosidad de torpes», solía decir uno de ellos, y probablemente tenía razón. Pero aquel colega no vivía con una maniaco-depresiva; a Cardinal no le interesaba aumentar la ansiedad de su mujer. Además, todavía sentía vergüenza por haber permitido que le quitaran la pistola. Cardinal se dejó caer en el sofá y respiró el aroma de sándalo. Tienes muy malas vibraciones, había comentado Catherine.

En la casa reinaba un silencio delicioso: estaba de nuevo en su refugio. Los rescoldos emitían una luminosidad cálida en la chimenea.

- Llegó esto para ti -dijo Catherine entregándole un sobre cuadrado-. Vaya caligrafía más horrible.

Cardinal notó que no tenía remitente. Rasgó el sobre. Era una tarjeta con un gran corazón rojo. En la portada podía leerse: «Ya van doce años, querida…». Y en el interior: «… y todavía te amo como el primer día». Debajo de lo cual el emisario había añadido: «Nos vemos muy pronto».

Como cabía esperar, no estaba firmada. Ese tipo de tarjetas nunca iban firmadas. Pero Cardinal sabía quién la había enviado. Doce años atrás, él había ayudado a meter preso a un tipo, y ahora el condenado estaba a punto de quedar libre. Pero el mensaje crucial estaba en el sobre, inscrito entre las líneas de su dirección. Decía:

«Sabemos dónde vives».

Catherine estaba diciéndole algo, pero Cardinal no lograba concentrarse. Su mente vagaba por acontecimientos ocurridos hacía más de una década. El error más grave de su carrera; de su vida, en realidad. Había ensombrecido cada momento desde entonces, y ahora, aunque quisiera rectificado, ese error amenazaba su hogar. Su refugio, de acuerdo. Pero entre la fragilidad emocional de su mujer y los peligros de su profesión, aquel refugio nunca había sido inexpugnable.

- Perdona -dijo Cardinal volviendo en sí-. ¿Qué decías?

- Decía que Kelly llamó hace un rato. ¿Seguro que estás bien? ¿Qué era esa carta?

Cardinal se metió el sobre en el bolsillo.

- Nada, publicidad. ¿No te parece curioso que Kelly siempre llame cuando yo no estoy? Debe de tener a alguien vigilando la casa.

- No digas eso, John. Preguntó por ti. Y no creo que Kelly pueda guardarle rencor a nadie y mucho menos a ti.

- Mmm.

- Ha encontrado un nuevo apartamento en el East Village, es compartido. Dice que es una zona de mucha marcha pero que se puede vivir.

- Para empezar, sabrá Dios por qué se marchó a Nueva York. Yo no viviría allí ni aunque me pagaran por ello. Toronto ya es bastante horrible.

Cardinal entró en el baño y se metió en la ducha. Dejó correr el agua lo más caliente posible, luego fue abriendo el grifo de la fría. El escozor lo animó un poco, pero en su mente seguía repasando los hechos acaecidos doce años atrás. Había cruzado una línea peligrosa, pero enseguida quiso volver sobre sus pasos. Quiso volver atrás, al momento previo, cuando todavía se reconocía a sí mismo. A aquel momento en que él era él, al cien por cien, pero entonces comprendió que lo que había cruzado no había sido una línea, sino un abismo.

Cardinal se esforzó por pensar sólo en el presente, en su desventura del Loon Lodge. Recordó que, justo antes de ser atacado, una idea estaba adquiriendo forma en su mente. Cuando volvió a aparecérsele esa idea, estaba quitándose el jabón. Tenía que ver con Etmundo.

Se secó, se envolvió en un grueso albornoz y se dirigió al salón a hablar por teléfono. -¿Delorme? Soy Cardinal. -¿Tienes idea de la hora que es, Cardinal? Aunque no te lo creas, tengo una vida privada.

- Los dos sabemos que no. Oye, he estado pensando en Etmundo. ¿Recuerdas que nos dijo que a Paul Bressard lo habían matado y enterrado en el bosque?

- Etmundo es subnormal. Todo el mundo sabe que es subnormal.

Lo que me sorprende es que te hayas molestado en comprobar su historia.

- Pero mira lo que tenemos: a un yanqui descuartizado en medio del bosque. Y a Paul Bressard, que es trampero.

- Sí, pero Etmundo dijo que el muerto era Bressard, y se equivocó. -¿Y por qué? Porque Etmundo es el criminal más tonto del mundo. ¿Qué puede esperarse de él? Quizás Etmundo entendió la historia al revés, él también había bebido de más aquella noche.

Supongamos que Bressard mató a un turista y se deshizo de él en el bosque. Eso tendría más sentido, ¿no? Hasta pudo ser un accidente, y Bressard se deshizo del tipo para borrar sus huellas.

- Aunque lo haya hecho para borrar un rastro, no creo que descuartizar a un hombre y alimentar a los osos con él sea algo accidental.

- Pero eso es justamente lo que haría un trampero, que sabe exactamente dónde están los osos.

- Es posible. Puede que hayas dado con algo. -¿Me estás diciendo esto para que cuelgue de una vez?

- No. Pero ¿no habías hablado ya con Bressard?

- Sí, y me dio la impresión de ser completamente inocente. Pero, claro, yo sólo había ido a comprobar si estaba vivo.

- Quizá deberíamos volver a hablar con él. No, mejor, ve tú con Malcolm Musgrave. Matlock era yanqui y eso significa colaborar con la Montada.

- Ni me lo recuerdes.

Cardinal volvió al baño y se secó el pelo. Ahora tenía una idea, una dirección. Cuando llegó al dormitorio, Catherine ya estaba en la cama, durmiendo profundamente bajo las mantas. A su lado, abierto en una página del East Village, yacía un inmenso libro con ilustraciones que su mujer había sacado prestado de la biblioteca pública:

Nueva York y los neoyorquinos.

Cardinal se acostó junto a su esposa y apagó la luz. Pegó el oído a Catherine y escuchó el ritmo de su respiración: era el sonido de la paz, el amor y la seguridad. Entonces Cardinal recordó la tarjeta postal.