13
Esa misma mañana, Cardinal voló desde Algonquin Bay. Tuvo que esperar una hora en Toronto, pero un par de horas después de coger la conexión aterrizó en Nueva York. En el viaje desde el aeropuerto La Guardia hasta el centro de la ciudad, Cardinal apenas se percató de la inmensa ciudad, de su brutal horizonte de cemento, de las costumbres alarmantes de sus conductores. Resuelto a no dejarse distraer más de lo estrictamente necesario por la Gran Manzana, fijó su mente en lo que había venido a hacer.
Howard Matlock -el verdadero Howard Matlock- nunca había oído hablar del Loon Lodge; ni siquiera había oído hablar de Algonquin Bay. Y lo que es más, Howard Matlock no pisaba suelo canadiense desde 1996, cuando pasó un fin de semana en Quebec (¡Qué ciudad tan encantadora, tan europea y tan barata para nosotros los estadounidenses!). Pero ni entonces demostró el más mínimo interés por la pesca en el hielo. Los únicos datos fidedignos que Cardinal poseía eran el nombre, la dirección y la ocupación de aquel hombre.
Matlock vivía en el segundo piso de un pequeño edificio de apartamentos en el Upper East Side de Manhattan.
- Está demasiado al norte para ser un barrio exclusivo -se quejó mientras hacía pasar a Cardinal-. Pero hasta que gane mi primer millón tendré que soportarlo.
Matlock era un hombre delgado de unos cincuenta y tantos años, con el cabello cortado casi a cero para disimular la calvicie. La llegada de su primer millón de dólares no parecía inminente. El apartamento constaba de dos habitaciones y estaba decorado austeramente con mobiliario de cromo y cristal. Daba más la impresión de un despacho que de un hogar.
- Esta búsqueda tan particular que ha emprendido ciertamente se merece un café -dijo Matlock-. ¿Le apetece una taza?
Cardinal aceptó. Mientras Matlock se afanaba en la ínfima cocina americana, el detective telefoneó a Malcolm Musgrave, quien la noche anterior había sido puesto al día del embuste de Squier.
Musgrave le había respondido con su elocuencia habitual:
- Mire cómo las gasta ese mierdecilla. Démosle por el culo.
Cardinal había pedido a Musgrave que tirara de sus contactos de la vieja guardia de la Montada que trabajaban en el SSIC y averiguara el nombre y la dirección del verdadero Matlock. Obviamente el servicio secreto estaba ocultándolo, pero las razones sólo las conocían ellos.
- Un tipo que conozco lleva investigando el asunto desde anoche -dijo Musgrave ahora-. Déme una hora más.
Cardinal colgó al tiempo que Matlock le ofrecía la taza de café, un plato pequeño con galletas y una servilleta pulcramente doblada debajo de la cucharilla. -¿No será usted de la Montada por casualidad?
- No, trabajo para la Policía de Algonquin Bay.
- Un amigo se moriría de envidia si le dijera que he conocido a un agente de la Policía Montada. Pruebe las galletas, las he hecho yo.
Eran de avena y pasas de uva.
- Pues le salen de miedo. Con esta receta podría montar una franquicia de tiendas de galletas.
- Aunque no lo crea, lo he considerado. Pero no me gustan las franquicias.
- Oiga, Howard, ¿por qué no revisa su cartera y se fija si le faltan la tarjeta de crédito u otros documentos?
- Lo miré mientras usted hablaba por teléfono. Está todo.
Podría no haber echado en falta el permiso de conducir, en Manhattan nadie conduce, ya sabe; pero mis tarjetas de crédito no. No, no y no.
Mis tarjetas y yo tenemos una relación muy estrecha.
Había dos posibilidades: o bien el muerto había renovado el documento de identidad con los datos de Matlock, o bien tenía acceso a documentos falsificados. Documentos falsificados de excelente factura.
- Howard, el hombre que usó su identidad lo escogió a usted porque tiene más o menos su misma edad. ¿Sabe de alguien que durante el último año hubiese podido averiguar sus datos personales?
- Cualquiera que haya hecho la declaración de la renta conmigo tiene mi número de seguridad social al pie del formulario de la devolución. Tengo muchos clientes.
- Y tiene sus fechas de nacimiento, ¿no? ¿Puede revisar en sus archivos y ver si tiene como clientes hombres de su edad? Digamos, unos tres años más o menos, por las dudas.
- Siéntese. Echaré un vistazo a mi base de datos. Y coma todas las galletas que quiera.
Unos minutos más tarde, Howard Matlock apareció por la puerta, con el listado impreso en una mano y una galleta en la otra:
- Tengo tres clientes hombres de más de cincuenta y cinco.
Nombres, direcciones y números de teléfono. Pero no sé si debería dárselos, sería poco ético.
- No tengo jurisdicción en Nueva York; no puedo obligarlo a que me los facilite. En cualquier caso, es improbable que quien le haya robado la documentación le diese su nombre y dirección verdaderos. ¿Conoce bien a alguno de los tres? ¿Son clientes antiguos?
- Dos de ellos, sí. Uno es un documentalista y el otro hace localizaciones para cine. Mis clientes suelen ser gente de la industria del espectáculo. Dos de ellos son clientes desde hace diez años. -¿Y el tercero?
- Pues eso ya depende -dijo Matlock con una sonrisa-. ¿Le apetece quedarse a cenar?
Cardinal no supo qué decir. Sintió cómo desde la mandíbula toda la cara se le iba poniendo colorada.
- Cómo son ustedes los canadienses, ¿eh? Mírese. Está en una ciudad donde no conoce a nadie, y un profesional encantador como yo lo invita a cenar a un restaurante estupendo. Por el amor de Dios, agente, tengo cincuenta y ocho años. Soy absolutamente inofensivo.
- Es muy amable -consiguió farfullar Cardinal-. Pero tengo el tiempo justo para hacer mis averiguaciones.
- Pues nada. Valía la pena intentarlo. -¿Me puede decir el nombre del tercer hombre?
- Era una mentirijilla patética, lo siento. Sólo tengo esos dos que le he comentado.
Cardinal hizo escala en un Starbucks ubicado junto a la boca de metro de la Calle 86 y volvió a telefonear a Musgrave.
- Tengo un viejo amigo en el SSIC de Ottawa -dijo Musgrave-.
Debe de andar por los sesenta y cinco, pero ha estado metido en esto desde siempre. Un franchute llamado Tourelle. Si no hubiera sido por la Comisión McDonald, hubiese llegado a inspector hace años; ahora tiene que conformarse con pilotar un cuchitril en la madre de todas las burocracias. »En fin -prosiguió Musgrave-, el Tío Tourelle me contó un cuentecito muy interesante. No sé si está al tanto, Cardinal, pero el SSIC se encarga de los aeropuertos más importantes del país. Tienen un destacamento fijo en Pearson, igual de importante que el del Servicio de Aduanas o el de Inmigración. -¿Cuántos efectivos son?, ¿dos?
- Más bien seis. Tourelle no puede confirmar que alguien les haya dado el soplo, pero parece que así fue. De lo contrario habría sido una casualidad increíble. El hecho es que los del destacamento del SSIC vigilaban de cerca a los felices pasajeros que desembarcaron de un vuelo proveniente de Nueva York y ordenaron que Inmigración retuviese al supuesto Matlock durante unos minutos. El tipo no para de protestar, dice que tiene que coger otro vuelo y demás chorradas típicas. Se lo resumo, las autoridades no tienen en cuenta el carné de conducir, pero prestan mucha atención a las huellas dactilares. -¿El SSIC tiene archivos propios?
- Las fichas de criminales se las proporcionamos nosotros, igual que a ustedes. Pero también disponen de archivos propios. No son exactamente fichas porque no pertenecen a criminales, sino a sospechosos. Estamos hablando del servicio de seguridad de un país, ¿vale?; de tipos que viven inmersos en la paranoia y se mueven entre las tinieblas más profundas. -¿Y las huellas coincidieron con las de un tipo de su archivo?
- Sí, y no se imagina quién era el tipo. Nombre: Miles Shackley.
Empleo: desconocido. Ocupación anterior (prepárese): agente de la CIA en Quebec. -¿En la provincia de Quebec? ¿Dónde exactamente? ¿Cuánto hace de eso?
- Tourelle dice que hace treinta años, en 1970 más o menos.
Shackley operaba en Montreal.
- Treinta y tres años. Es decir, que su antiguo trabajo no tiene nada que ver con que lo hayan matado en Algonquin Bay, ¿verdad?
- Probablemente no. -¿Cuándo abandonó la CIA?
- Según su ficha, en 1971.
A Cardinal le sobrevino una sensación de derrota terrible.
- Esto tiene toda la pinta de un callejón sin salida.
- Estoy de acuerdo, Cardinal. Treinta años son muchos años.
Ojalá la suerte lo favorezca en el futuro.
- No entiendo por qué mintió Squier. ¿Por qué iba a querer el SSIC mantener en secreto la identidad de Shackley? -¿Será porque Calvin Squier es un papanatas al que le regalaron un ordenador portátil, o porque trabaja para el servicio de inteligencia más inútil del planeta? No lo sé, Cardinal. Todo lo que Tourelle me dijo fue que logró dar con la carátula; no tenía acceso al expediente completo. Esa primera página incluye la filiación política del sospechoso, la última fecha en la que ejerció su actividad, y lo que Tourelle llama la temperatura, la peligrosidad de un sujeto. Miles Shackley era considerado de nivel rojo. Por eso vigilaban cada paso que daba. Tourelle no sabe más, o no tiene credenciales para averiguarlo. Pero está buscando la manera, créame. Le encantaría acabar con uno de esos payasos con portátil. -¿Usted cree que el SSIC se cargó a Shackley?
- El SSIC se dedica a la incompetencia, no al asesinato. Si quisieran cargarse a alguien no iban a encargárselo a Squier, un agente en la plantilla. El SSIC querría por lo menos tres grados de separación.
Lo que creo es que siguieron a Shackley hasta aquí y, para no bajar el listón de incompetencia que tanto les ha costado ganarse, dejaron que un desconocido se lo cargara delante de sus narices y se lo sirvieran de merienda a los osos. -¿Entonces por qué no nos dejan ayudarles? Ya estamos investigando el asesinato, ¿no? ¿Por qué nos engañan así?
- Es una muy buena pregunta, Cardinal. Sugiero que se la planteemos al Paleto del Portátil cuando volvamos a verlo. -¿Tiene ficha criminal el tal Shackley, o algún otro expediente? -¿A qué cree que me dedico, Cardinal? Ya he telefoneado a algunos contactos en Estados Unidos. Apenas me contesten, se lo haré saber.
- Gracias.
- Por cierto, mientras usted ampliaba sus horizontes culturales en la ciudad de la degeneración global, conseguí una información que puede serle muy útil. -¿La verdadera dirección de Shackley?
- Bingo. Vivía en el 514 de la Calle 6 Este. Nueva York.
Cardinal apuntó.
- Estupendo. Ya he hablado con el Departamento de Policía de aquí. No parece importarles que haga mis pesquisas.
- Ándese con pies de plomo. Esos tipos pueden ponerse muy quisquillosos con lo de las jurisdicciones.
- No se preocupe, usé todo mi encanto.
- Nos conocemos, Cardinal. Usted no tiene encanto.
El portero del S 14 de la Calle 6 Este, Héctor Robles -un hispano amable de unos cuarenta años-, sabía poco o nada de Shackley.
Durante la charla, Robles y Cardinal subieron unas escaleras que los dejaron sin aliento. De vez en cuando el portero se detenía para enfatizar una frase apuntando con el índice en señal de advertencia o cortando el aire con el canto de la mano como un cuchillazo de carnicero.
- El señor Shackley no era como los demás. Nunca se quejaba.
Hombre, se quejaba todo el tiempo: del barrio, de los gamberros, del ruido y de los bloques de protección oficial. Se quejaba de la ciudad, pero nunca del edificio. Nunca me causó problemas, así que yo no le prestaba atención. Hay gente que tiene un problema cada cinco minutos: con el grifo, con el váter, con la escayola. Coño… ni que yo fuera su sirviente. -¿Cómo se llevaba con los vecinos? ¿Nunca se quejaban de él?
- Quejarse, lo que es quejarse no, pero hubo un par de peleas.
No con los vecinos sino con los repartidores de comida a domicilio. Esos tipos meten volantes de publicidad por debajo de la puerta de todos los apartamentos. A nadie le gusta, pero a Shackley le enfurecía. En la puerta de su apartamento colgó un cartel que ponía PUBLICIDAD NO.
Muchos de los repartidores ni siquiera hablan inglés, y los restaurantes los obligan a repartir volantes. Un par de veces salió del apartamento como loco, con cara de querer matar a alguien, y les chilló a un par de chinos muy bajitos. Los zarandeó como a dos muñecos. Tuve que decirle que no me iban esas escenitas, porque no quería violencia en mi edificio. -¿Qué le contestó él?
- Que me metiera en mis asuntos. Me enfadé. Pero al día siguiente vino a disculparse. Dijo que a veces se harta de los volantes, que ensucian el piso y la calle. Todo el mundo sabe que son un incordio, pero él reaccionó muy mal. »La segunda pelea, yo no la vi. Un inquilino me contó que Shackley corrió a un tipo hasta la calle y empezó a darle puñetazos y a estrangularlo. El inquilino en cuestión pudo sacar a Shackley de encima del repartidor. De haber estado yo, habría llamado a la policía.
Cuénteme, ¿qué le pasó al señor Shackley?
- Se lo comieron os osos. -¿En Nueva York?
- En Canadá. No se preocupe.
- Osos, coño… Y yo que me quejo de las cucarachas. -¿Cuánto tiempo vivió aquí Shackley?
- Cuando yo cogí el puesto, él ya vivía aquí. De eso hace doce años.
Los dos hombres llegaron a la tercera planta. Cardinal siguió a Robles hasta el final del pasillo. El portero fue sacando llaves del bolsillo y mirándolas de cerca como si le fallara la vista. La puerta del 3.º B tenía un cartel de cincuenta por cincuenta centímetros. Escrito a mano advertía: PUBLICIDAD NO. Robles encontró la llave y abrió la puerta.
- Si necesita algo más, llámeme.
Cardinal empujó la puerta hasta abrirla completamente, pero no entró. El apartamento olía a moqueta sucia. Todo lugar abandonado por quien acaba de morir irradia un aura triste y desoladora. Cardinal había visitado muchos y en ninguno se había sentido bien. El apartamento de Shackley, sin embargo, era uno de los más deprimentes que había visto jamás.
Revisó el escritorio, estaba pintado pero se notaba que era de madera de pino barata. Encima había un aparato de teléfono, una taza rajada llena de lápices y un calendario con el jueves marcado con un círculo: su viaje a Toronto. El escritorio, al igual que todo el apartamento, estaba ordenado pero sucio. A cada paso, Cardinal sentía crujir la basurilla bajo los zapatos. Delante de la lámpara del escritorio, advirtió un rectángulo del tamaño de un ordenador portátil que no estaba cubierto de polvo. O bien Shackley lo había llevado consigo o bien Squier había llegado primero.
Cardinal abrió el cajón grande: más lápices y material de oficina variado. Luego abrió uno de los cajones laterales y no encontró más que sobres de mala calidad, un rollo de sellos y medio bloc de notas.
Observó el bloc junto a la luz, pero en la primera hoja no quedaban marcas de escritura. La papelera estaba vacía. Cardinal levantó la lámpara, el teléfono y la taza llena de lápices, pero no descubrió nada.
Revisó debajo del escritorio y dentro de los cajones. Tampoco halló nada.
Una inspección rápida del cuarto de baño tampoco arrojó resultado alguno, y en la cocina lo mismo. Al parecer Shackley se alimentaba únicamente de cereales. En el armario había cuatro cajas de marcas diferentes, cuyos bordes habían sido mordisqueados por los ratones.
Pocas veces se había cruzado Cardinal con una vida tan vacía. Es cierto que podía responder a la necesidad de pasar desapercibido, una de esas identidades falsas descritas en las novelas de espionaje. Pero Cardinal lo dudaba: la desolación era demasiado verdadera.
Oyó pasos en la planta de arriba: por el ruido eran tacones altos. Al final del pasillo sonaba la voz histérica de Van Morrison. En la lejanía se oyeron los gañidos de un perro faldero.
Cardinal se dirigió al mueble archivador. Tenía dos cajones, ambos casi vacíos. De los rieles pendían algunos documentos: declaraciones de renta en su mayoría (no habían sido hechas por Howard Matlock), formularios de la seguridad social, recibos de bancos.
Los únicos ingresos de Shackley provenían de la seguridad social y sumaban varios cientos de dólares al mes. Las facturas: un canal de televisión de pago, electricidad y teléfono. Cardinal estudió estas últimas. Encontró tres llamadas a Montreal, antiguo feudo de Shackley.
Cardinal guardó las facturas en su maletín.
El detective pasó la siguiente hora revisando todos y cada uno de los libros, cada nota y cada carta con la que se topó. Abrió el panel trasero del televisor, el de la radio y hasta sondeó el interior del congelador. Se ubicó en mitad del cuarto e intentó sentir si había algún elemento que desentonaba. Le llevó un rato, pero finalmente posó sus ojos en la rejilla de ventilación. Era un rectángulo pequeño encima de la cocina y a diferencia de todos los demás objetos de la vivienda estaba impecablemente limpio. En un edificio viejo como éste, se dijo Cardinal, lo normal sería que la rejilla de la ventilación estuviera cubierta de mugre.
Buscó un destornillador, quitó varios tornillos y la desmontó. Al alejarla de la pared, la rejilla arrastró tras de sí un tramo corto de sedal. Al final de éste colgaba una bolsa de plástico transparente, y dentro de esa bolsa hermética había otra igual pero más pequeña.
Cardinal abrió una y después la otra y dio con un trozo enrollado de negativo fotográfico. Encendió la lámpara del escritorio y lo miró al trasluz. En él no vio más que un grupo de personas: tres hombres y una mujer. Cardinal guardó el negativo junto con las facturas de teléfono.
Concluido el registro, salió y se dio cuenta de que estaba en la Calle 6. Había terminado lo que había venido a hacer mucho antes de lo calculado. Pensó en llamar a su hija Kelly y hasta sacó el teléfono, pero no tuvo el coraje de marcar. El año anterior Cardinal, a causa de su crisis moral, le había hecho mucho daño. Creía haber hecho lo correcto deshaciéndose del resto del dinero de Bouchard, pero las consecuencias las había sufrido su hija Kelly. La perspectiva de entablar un silencio telefónico interminable le oprimió el corazón.
En cambio, prefirió llamar a Catherine. Había pasado el día en actitud de cazador, y la voz de su mujer despertó en él sentimientos más tiernos. El problema es que abrirse a la ternura siempre lleva al miedo.
- Catherine, escúchame. No quiero que te asustes, pero sería bueno que mantuvieses los ojos abiertos a lo que sucede en torno a la casa y en la calle. ¿Has notado algo raro últimamente? -¿Como qué? ¿A qué te refieres?
- No sé… llamadas extrañas que luego se cortan y ese tipo de cosas.
- No, no he notado nada. ¿Por qué?
- Por nada. Viejos asuntos de trabajo que vuelven a aparecer.
Hay que mantenerse alerta durante un tiempo.
- John, ha ocurrido otra cosa que debería preocuparte. Iré a recogerte al aeropuerto. -¿Por qué quieres recogerme? ¿Qué ha pasado?
- Acabo de regresar del hospital. Han ingresado a tu padre en cuidados intensivos.