18
Eso ocurrió el miércoles. El jueves Cardinal estaba en casa tomando su segunda taza de café cuando dieron comienzo las noticias de la radio. La información principal era el asesinato de Winter Cates. -¿No es ésa la doctora de tu padre? -preguntó Catherine.
Inclinándose por encima de la mesa, Cardinal alargó el brazo para subir el volumen del aparato. El locutor no dio muchos detalles. La doctora Cates, de treinta y dos años, había sido violada y estrangulada la noche del lunes en un área boscosa al norte de la ciudad. La policía no tenía pistas.
- Dios santo -exclamó Cardinal-. No me lo puedo creer, la vimos el lunes de la semana pasada.
- Es horrible -reconoció Catherine.
- Sólo la vi una vez, pero enseguida me cayó bien. Parecía muy profesional.
Cardinal telefoneó a casa de Delorme pero, cuando oyó la voz grabada del contestador, colgó.
De camino al centro de la ciudad, Cardinal no pudo dejar de pensar en la joven doctora que tan bien había sabido lidiar con su padre (además de obligarlo a seguir un tratamiento casi de inmediato). Aquella mujer le había parecido inteligente y dispuesta a ayudar.
Aunque el detective llegó temprano a la sala de la brigada, Delorme ya estaba allí.
- Acabo de enterarme por la radio de lo de Winter Cates -dijo Cardinal-. Todavía no me lo creo. ¿Es cierto que la violaron?
- Había indicios de violencia sexual, aunque el forense está casi seguro de que no fue violada. Pero la mataron, de eso no hay duda. Y no tengo la menor idea de quién pudo haberlo hecho.
- Creía que tu sospechoso era el cabo Simmons. Por cierto, ¿cómo se tomó Musgrave que investigaras a uno de los suyos?
- Se comportó correctamente. Me dijo dónde encontrado y me aseguró que Simmons no era culpable de nada. Tenía razón. -¿Simmons tiene coartada? ¿Dónde estaba a esa hora?
Delorme se estremeció.
- Prometí guardar el secreto. Pero, créeme, lo que Simmons me confió no lo beneficiaba en nada.
Delorme puso a Cardinal al día de las pesquisas realizadas en la consulta de la doctora.
- La recepcionista asegura que el papel sanitario que cubría la camilla fue usado después de cerrar la noche del lunes. Estamos a la espera de los resultados del análisis de ADN, pero la sangre que encontramos es de un tipo muy poco corriente: AB negativo -y concluyó adelantándose a lo que Cardinal iba a decir-: Ya sabes, cuando en menos de tres días aparecen dos cadáveres en medio del bosque, tenemos que considerar una posible relación.
- Entiendo, pero ¿cuál sería la conexión? Deja que te cuente hasta dónde llegamos con Matlock y quizá descubramos algo. Para empezar, no se llamaba Matlock y de contador público no tenía nada.
El sonido de un teléfono interrumpió a Cardinal.
- Cardinal, Investigaciones Criminales. Diga.
- Soy Ed Beacom, de Beacom Security. Por lo visto, vamos a trabajar juntos una vez más.
- Maravilloso. Ahora dime, Ed, ¿de qué demonios hablas?
Ed Beacom era un ex poli que nunca habría ascendido. Pero no por incompetencia, sino por el odio visceral que sentía por el mundo. Era difícil trabajar con él.
- De la cena de recaudación de fondos para Mantis.
Cardinal cubrió el auricular con la mano. -¿Te ha dicho algo Chouinard de asistir en calidad de guardias de seguridad a una cena de recaudación de fondos? -¿El evento de los conservadores? -dijo Delorme-. Sí, me lo ha dicho. Es justo lo que necesito en medio de una investigación de asesinato.
- Oye, Ed, aquí estamos hasta el cuello -dijo Cardinal tras destapar el auricular-. ¿Te importa que te llame más tarde?
- En absoluto, ya sé lo importantes que sois. De ninguna manera quisiera detener la marcha de la justicia. -¿Vas a darme tu número de teléfono o no?
Beacom dictó y colgó. -¿Por dónde íbamos?
- Me estabas diciendo que Matlock no era Matlock.
Cardinal reveló a Delorme el engaño urdido por Squier, el pasado de --Shackley y el viaje a Nueva York. La atención de Delorme era intensa.
Sus ojos castaños no se despegaron de Cardinal en ningún momento. -¿En Quebec? ¿En 1970? -repitió Delorme cuando su compañero hubo terminado-. De eso hace siglos. ¿Realmente crees que eso te llevará a algún lado?
- Apenas tenga alguna pista mejor, la seguiré. -¿Y Squier? -prosiguió Delorme-. ¿Por qué mintió sobre Shackley? ¿Por qué querría el SSIC mantener secreta la identidad de ese tipo? ¿Por qué intentó confundirte?
- Porque el SSIC quiere que este caso no salga a la luz.
- Pero ¿por qué?
- Muy buena pregunta. Hagámosela a Calvin Squier.
Cuando pasaban delante del mostrador de recepción, Mary Flower gritó:
- Espere, detective Cardinal. Necesito hablarle.
Cardinal hizo un ademán de que hablarían más tarde.
- Enseguida regreso.
Él y Delorme descendieron a los calabozos.
- Creo que deberíamos concentramos en cómo se enteró el SSIC de que tenía que detener a Miles Shackley a su llegada al aeropuerto -expuso Cardinal-, y en por qué Shackley era un sospechoso de nivel rojo. Puede ser algo muy sencillo, algo que nos obligue a descartar toda relación con Algonquin Bay y que nos conduzca a una relación con la doctora Cates.
Fueron dejando atrás varios calabozos: el rosado, donde un borracho dormía la mona; el que recientemente se había inundado y apestaba a humedad; y los que habían alojado a Paul Bressard y Thierry Ferand hasta que salieron bajo fianza. Por fin llegaron al último a mano derecha, donde residía el prisionero Calvin Squier, del Servicio Secreto de Inteligencia de Canadá. Pero el calabozo estaba vacío.
- Debe de estar en una de las salas de interrogatorio con su abogado -dijo Cardinal-. Volvamos arriba.
Se acercaron al mostrador de recepción. -¿Qué fue de Squier? -preguntó Cardinal a Mary Flower-. No está en su calabozo.
- Eso era lo que quería comentarle -repuso Flower-. Calvin Squier se largó. Se esfumó. Anda por ahí libre como un pájaro porque el fiscal de la Corona lo sacó de aquí ayer por la noche, como mucho dos minutos después de que usted se marchara.
- Dígame que no ha cedido ante la Corona -reprochó Cardinal-.
Dígame que no se escondió tras el escritorio a la primera queja del SSIC.
Se encontraban en el despacho del sargento Chouinard, que había colgado en la pared un calendario de su equipo de hockey preferido: los Montreal Canadiens.
- No me venga con ésas, Cardinal. Acudieron al jefe Kendall, a la Corona y a quien hizo falta. No me opuse con uñas y dientes porque no dependía de mí. Aceptar las reglas del juego no me convierte en un quejica; ni romperlas, en un héroe. -¿Por qué no le suelta a Calvin Squier el rollo de no romper las reglas? -se rebeló Cardinal-. Nos dio a entender que había interrogado a los familiares y revisado el pasado del difunto, pero no lo había hecho. Ese tipo tiró por la borda una investigación de asesinato.
Calvin Squier se inventó una historia totalmente ficticia, con base del MDAC y extremistas yanquis incluidos. Y prescindió de compartir información vital tanto con nosotros como con la Montada; me refiero a la verdadera identidad de la víctima. Si todo eso no nos da derecho a acusar a Squier de obstrucción a la justicia, dígame: ¿qué más tendría que habernos hecho?
- El SSIC es un organismo dedicado a tareas de inteligencia.
Usted lo sabe. No se rige por las mismas normas que los demás.
- Es evidente que en Algonquin Bay no les hace falta.
- Usted detuvo a un agente de una institución federal sin consultar a nadie, ni a mí, ni al jefe, ni a la Corona. Reginald Rose está que trina. Y si yo fuera usted, tampoco iría a visitar al jefe.
Considérese afortunado, Cardinal. Todavía podría caerle una condena.
Le reitero que Rose está furioso y además tiene razón.
- Eso no le da derecho a Squier a obstruir una investigación. De haberse salido con la suya, todavía estaríamos intentando averiguar quién mató a Howard Matlock (que, por cierto, no está muerto) en vez de a Miles Shackley (que, por cierto, sí lo está).
- De acuerdo, Squier retuvo información. Pero ese crimen no justifica que usted haya sacado de circulación a un funcionario público sin una orden judicial. ¿Por qué no acudió antes a la Corona?
- Porque ya era tarde. Squier estaba reteniendo información relevante para mi investigación.
- Eso lo convierte en un testigo, no en un criminal. Usted y yo hemos trabajado juntos en muchos casos, Cardinal. Francamente, estoy muy sorprendido.
- Y yo.
- Conque sí, ¿eh?
Chouinard se puso de pie y por un instante Cardinal creyó que su superior iba a golpearlo; su antecesor lo hubiera hecho. Pero Chouinard se limitó a aferrarse al borde del escritorio y respirar hondo. Varias veces.
- Dígame, ¿a quién enviaron para intimidarlo? -dijo Cardinal-.
Debió de ser un peso pesado.
- No depende de a quién envían, depende de quién tiene razón. -¿A quién enviaron?
- Usted se sobrepasó al detener a un agente del SSIC y la oficina de Ottawa consideró que debía intervenir. -¿Ottawa? Pues ése es un dato importante. Squier recibe órdenes de Toronto, lo cual me hace pensar: ¿qué tiene que ocultar Ottawa?
- Han hecho valer su jurisdicción en casos de terrorismo, Cardinal.
No sólo es su derecho, sino su deber. Y se olvida de la base del MDAC.
- Le he dicho que el servicio de vigilancia de la base no tiene constancia alguna de fallos en su seguridad. Fue todo un invento de Squier. Y no creo que Shackley estuviera relacionado con grupos extremistas yanquis. Si tuvo contacto con terroristas, fue en Quebec, y treinta años atrás por lo menos. Seguramente, nuestra obligación de atrapar a un asesino supera un hecho ocurrido hace tanto tiempo. -Cardinal abrió la puerta-. Si me doy prisa, quizá pueda atraparlo antes de que se largue de la ciudad…
- Ni se le ocurra, cardinal. ¡Si lo hace, se lo haré pagar con sangre! ¿O es que para usted las palabras «detención por falsa acusación» no significan nada?
Durante todo el trayecto por las escaleras y hasta llegar a la planta baja, Cardinal siguió oyendo los gritos del sargento.
En realidad, el detective no tenía intención de perseguir a Squier.
Prefirió acercarse hasta el Country Style más próximo y pedir un café. Regresó al coche y se lo bebió a sorbitos, intentando recobrar la calma. La lluvia de la pasada noche había añadido otra capa de hielo a la anterior. Con excepción de las superficies raspadas para facilitar la visibilidad, todos los coches del aparcamiento parecían cubiertos por un barniz transparente y laminado.
Un hombre fornido y totalmente calvo salió de un todoterreno y enfiló hacia la entrada del Country Style. Por un momento Cardinal pensó que se trataba de Kiki B., y sus reflejos se pusieron en alerta máxima. Pero al verlo de perfil se dio cuenta de que no se trataba del matón. El detective intentó apartar el miedo -y el enfado hacia Chouinard- y concentrarse en lo que tenía que hacer a continuación.
Delorme estaba escribiendo el informe de la visita a Craig Simmons. Era difícil redactarlo de modo que el agente quedara exonerado sin hacer mención de su sexualidad. -¡Buuu!
- Muy gracioso, Szelagy. Un día por hacer eso mismo te van a meter un tiro.
- Te vi tan concentrada que no pude resistirme. -Szelagy colgó el abrigo en el respaldo y se dejó caer pesadamente en la silla. Delorme se llevaba bien con Szelagy, aunque a veces preferiría que el húngaro trabajara en otra sala-. Sólo vine a decirte que no he dado con ninguno de los vecinos de la doctora Cates. Todos los inquilinos están de vacaciones o en viaje de negocios. Es increíble, ¿será porque son viviendas de lujo? Ah, la portera me dijo que el edificio es propiedad de Paul Laroche.
Delorme se dio la vuelta: -¿De veras? ¿De Paul Laroche?
- Sí. ¿Por qué dices «de veras»?
- Porque dentro de la colonia francófona Laroche es un tipo influyente. ¿Nadie ha hablado con él todavía? -¿Crees que deberíamos? El tipo no vive allí ni mucho menos.
Delorme marcó el número de móvil de Cardinal. Cuando su compañero contestó, ella dijo: -¿Sigues con el ataque de autocompasión?
- Ya que lo preguntas… Pues sí.
- Oye, ¿por qué no vamos a hablar con Paul Laroche? El edificio donde vivía Winter Cates es de su propiedad.
- Eso no significa que la conociera.
- No lo sabremos hasta que no se lo hayamos preguntado.
- No estoy investigando la muerte de Winter Cates.
- Lo sé. Pero vas a participar en la seguridad de la cena de recaudación de fondos para la campaña de Laroche, así que no te hará daño hablar con él.
Se reunieron frente a una hermosa casa eduardiana en MacIntosh Street, sede de Bienes Raíces Laroche. La vivienda había sido rehabilitada con un gusto exquisito: ventanas de ojo de buey y una galería exterior ornamentada en forma de L.
Una joven de aspecto refinado los condujo hasta el cuartel general de la campaña, a varios portales de allí, en un local que había estado desocupado durante años. El interior reconvertido había sido amueblado con viejos escritorios metálicos y al menos un centenar de teléfonos, muchos de ellos atendidos por amas de casa de mediana edad. También había un pelotón de voluntarios en mangas de camisa, todos jóvenes llenos de ambición. Uno de no más de dieciocho años salió en busca de Laroche. Tan joven, reflexionó Cardinal, y tan conservador.
- Qué alegría volver a verle, detective Cardinal -exclamó Laroche.
Le entregó a su ayudante con acné una pila de papeles y añadió-:
Están en orden.
Cardinal presentó a su compañera.
- La temible detective Delorme -dijo Laroche con una sonrisa-, Será mejor que mida mis palabras.
Laroche los condujo a un cubículo asqueroso acotado con paneles de pino y estanterías metálicas llenas de videocasetes. Un inmenso póster del sonriente premier Mantis, de pie delante de la bandera de la provincia de Ontario, cubría la pared. En el alféizar, una televisión con reproductor de vídeo incluido mostraba a Mantis bromeando con varios periodistas en las inmediaciones de Queen's Park. La cinta no tenía sonido. En un estante había una instantánea de Laroche y Mantis vestidos con indumentaria de caza, en medio de un colorido follaje otoñal.
Los únicos asientos disponibles eran unas sillas con ruedas situadas en torno a una mesa con tres ordenadores y varios teléfonos.
- Tomen asiento -dijo Laroche-. Espero que sepan disculpar tanto lujo.
- Me siento como en casa -repuso Cardinal.
- Calculo que ya habrán hablado con Ed Beacom. ¿Se han puesto de acuerdo en cuanto a los detalles de la seguridad del acto?
- Pronto nos reuniremos con Ed -contestó Cardinal-. Pero no es realmente por eso por lo que hemos venido.
- Ah…
Cardinal lanzó una mirada elocuente a su compañera: «Éste es tu caso».
- Señor Laroche, ¿conocía usted a Winter Cates? -preguntó Delorme.
- La vi una vez. Fue en la urbanización Twickenham, el mismo día en que ella se mudó a vivir allí. Una mujer encantadora, y por lo que he oído también era una buena doctora. Es una pérdida terrible.
- Cuando la conoció, ¿hubo algo que llamara su atención?
- No la entiendo muy bien.
- Me refiero a anormalidades en su contrato de alquiler. ¿Acaso recuerda quiénes la acompañaban?
- Sólo un par de trabajadores de la empresa de mudanzas. -¿Y nunca más volvió a verla?
- Soy dueño de muchos edificios, no me encargo de gestionar el día a día en todos ellos.
- Lo sé -dijo Delorme-. Yo fui inquilina suya. -¿De veras? ¿En cuál?
- El Balmoral, en MacPherson. Pero no me quedé mucho tiempo.
- Lamento haberla perdido como inquilina.
- Era demasiado caro. El ayuntamiento no nos paga tanto.
Laroche se rió. Dijo algo en francés y Delorme le contestó.
Cardinal no llegó a entender ninguno de los dos comentarios, pero tuvo la sensación de que, a pesar de los veinte años que le llevaba, a Delorme aquel hombre le parecía atractivo. Quizá fuera la seguridad en sí mismo que irradiaba y que flotaba a su alrededor como una loción para después del afeitado. Una loción de las caras.
- Me alegro de que hayan venido -continuó Laroche-. Iba a telefonear a R. J. para comentarle una idea que tuve. Es la primera vez que matan a un inquilino mío y no me gusta nada. Me preguntaba si serviría de algo ofrecer una recompensa. Entiéndame -dijo posando la mano sobre la manga de Delorme-, no querría entrometerme donde no me llaman. Pero sé que a veces una recompensa ayuda. Si éste es uno de esos casos, estoy dispuesto a ofrecer unos veinte mil dólares.
Delorme echó un vistazo en dirección a Cardinal. Éste se encogió de hombros. Él no era el investigador al mando.
- Es usted muy generoso -respondió Delorme-. Pero acabamos de empezar. ¿Qué le hace creer que sin recompensa no podríamos atrapar al asesino?
- No dudo de su capacidad, detective. ¿Quién podría después de lo del alcalde Wells y el caso del Windigo? Pero la doctora Cates era muy joven, tenía toda la vida por delante…
- Y era su inquilina.
- Sería una contribución anónima, desde luego. Pero como acabo de decirle, no quiero interferir a no ser que mi propuesta pueda contribuir a la resolución del caso.
Delorme miró de reojo a Cardinal y de nuevo a Laroche:
- Sigo creyendo que es muy pronto todavía. Además, no sospechamos de un grupo. Si se tratara de un crimen relacionado con pandillas o drogas, aceptaría su ofrecimiento. Que un criminal delate a los demás es la forma más fácil de conseguir una condena. Pero nos enfrentamos a un asesinato cometido por un individuo solitario. Una recompensa no serviría de mucho, a no ser que el asesino se entregue a sí mismo para cobrarla.
Laroche dejó escapar una sonrisa.
- No se me había ocurrido, detective. En su oficio, ese sentido del humor debe de serle muy útil.
- Usted me pidió mi opinión -dijo Delorme encogiéndose de hombros-. Eso es lo que pienso.
- Pues si cambia de opinión, hágamelo saber. La oferta sigue en pie. -¿No te pareció extraño que quisiera ofrecer una recompensa? -dijo Cardinal una vez fuera.
- No mucho. Laroche es así: un hombre poderoso dentro de la comunidad francófona, activo en las organizaciones benéficas eclesiásticas y en varias otras. Lo que me gusta de él es que nunca saca rédito publicitario de sus donaciones.
- Lo que te pasa es que Laroche te parece sexy -dijo Cardinal.
- No tienes ni idea de lo que me pasa -respondió Delorme. Pero Cardinal se percató de que ella no lo había negado.
De nuevo en la comisaría, Cardinal enfiló directamente hacia el archivo de pruebas. Estampó su firma y retiró la caja con los efectos personales de Matlock-Shackley, todo lo que encontraron en el bungalow del Loon Lodge. La llevó a su escritorio y fue sacando los objetos uno a uno, sin orden ni concierto. No sabía muy bien lo que buscaba. Pero intuía que, una vez establecida la identidad de la víctima, los objetos que ésta había dejado atrás podían señalar en una dirección distinta.
Sacó un neceser de afeitar, una caja compacta y plateada con espejo incorporado. El asa metálica de la maquinilla se atornillaba tanto al cabezal de las cuchillas de afeitar como al del cepillo de dientes. La precisión de las piezas era parte de su belleza, no se diferenciaban mucho de las piezas de un arma. Cardinal no sabía si el neceser era caro porque nunca había visto algo así. En la tapa estaba grabado el logotipo del fabricante, justo encima del «Made in France». Pero eso no significaba que Shackley lo hubiese adquirido en Europa.
La pobreza comprobada del yanqui hizo que Cardinal prestara más atención a la ropa. Revisó el blazer de Brooks Brothers, tenía las coderas brillantes por el uso y los puños gastados. Las dos camisas también eran de marcas caras pero estaban muy usadas. Quizá Shackley no se había comprado nada nuevo en veinte años. La siguiente prenda fue un calcetín con un agujero en el talón. Al parecer los planes de pensión de la CIA dejaban mucho que desear.
Una vez más, Cardinal deseó haber encontrado el maldito automóvil; podría contener una prueba crucial. De hecho, era probable que Shackley hubiera muerto en el mismo coche. ¿Por qué tomarse el trabajo de hacerla desaparecer si no? ¿Porque era un Escort rojo carmín? ¿Por la pegatina de Avis? ¿Por qué no había aparecido todavía?
De la caja Cardinal cogió el billete de avión de American Airlines: un vuelo a Toronto con salida de Nueva York. Precio: quinientos dólares. Shackley había hecho la reserva con un mes de antelación.
Entonces, ¿por qué había pagado tanto por el billete?
Cardinal se fijó en los códigos. Era un billete abierto. Shackley quería poder cambiar la fecha de regreso si fuese necesario. Eso sugería que no estaba seguro de cuánto tiempo iba a quedarse. Sea lo que fuere que lo había traído aquí, Shackley no tenía certeza del resultado. ¿Y por qué había llamado a Montreal? ¿Había algo allí que lo hizo venir a Algonquin Bay?
Cardinal se rascó la frente. Tenía la sensación de que en alguna parte había un dato importante, pero no conseguía verlo. Alguien con una inteligencia más rápida quizá fuera capaz de deducirlo de inmediato, él no podía. -¿Qué será? -dijo entre dientes. -¿Otra vez hablando solo? -Delorme se sentó a su lado.
- Sí, y no sirve de nada. -¿Qué me dices de las cuentas de teléfono? Hizo llamadas a Montreal, ¿ no es cierto?
- Ninguno de los números aparece en el listín. El único con el que pude comunicarme corresponde a la guardería Beau Soleil. -¿Un neoyorquino de casi sesenta años llamó a un parvulario de Montreal?
- Es extraño, ya lo sé. Musgrave ha pedido a sus amigos de Montreal que indaguen los demás números.
Cuando estaba refiriendo a Delorme el hallazgo del negativo en el apartamento de Shackley, apareció Arsenault. Cardinal soltó un grito que se oyó en el otro extremo de la sala de la brigada:
- Eh, Arsenault, ¿has hecho copias del negativo que te di? -¿Qué pasa, Cardinal? ¿Nunca revisas lo que te dejan encima del escritorio? -Arsenault cogió el sobre manila de la bandeja del propio Cardinal y lo dejó caer sobre el escritorio-. Y antes de que me digas nada, te contesto que no: no había huellas dactilares en el negativo.
Cardinal le quitó el cierre al sobre y sacó dos copias de veinte por treinta de la misma fotografía, ambas en blanco y negro. Le pasó una a Delorme. En la imagen aparecía un grupo de cuatro personas: tres hombres y una mujer. Dos de los tipos tenían patillas largas y bigotes; el tercero, una barba poblada. Cardinal puso su fotografía bajo la luz.
Los jóvenes parecían felices y confiados y posaban sonrientes para la fotografía delante de una ventana doble sin cortinas. Por la ventana, bajo un sol anodino, se veían los árboles y el campanario de una iglesia.
- Vaya melenas -señaló Delorme pegándose la copia a la cara a la manera de los miopes-. Mira los cuellos de las camisas.
- Será de los años setenta -dijo Cardinal.
- Salvo por la chica, diría que son una cuadrilla de leñadores. -¡Escúchenme todos y prepárense! -chilló Szelagy asomando la cabeza por la puerta pero sin despegarse el móvil de la oreja. Quería asegurarse de que pudieran oírlo en cada cubículo-. ¡Han encontrado el coche!
El Ford Escort rojo carmín estaba en el fondo de una cantera, en las inmediaciones de la Autovía 17. Lo había descubierto un fanático del excursionismo llamado Vince Carey. Carey lucía una cabeza como una bola de billar y un pequeño tatuaje en forma de águila en la parte posterior del cuello.
- Lo primero que hice fue cabrearme -espetó el senderista a Cardinal-. No se puede tirar un coche en medio del bosque así como así, aunque sea en el fondo de una cantera abandonada. -¿Cómo se le ocurrió venir hasta aquí en pleno invierno?
- Porque es un lugar muy bonito cuando el hielo lo cubre todo. La última vez que vine, de esto hará unos tres años, un arroyuelo había formado un pantano natural, una laguna que llegaba hasta ahí -dijo señalando una línea de musgo que bordeaba el hueco circular tallado en el granito. -¿Ha visto a alguien por aquí hoy?
- A nadie. La zona ha estado muy tranquila. -Carey se acarició la calva-. Cuando vi que ya no había más agua, se me ocurrió bajar al fondo de la cantera por el sendero. No esperaba encontrarme con un maldito coche. Me cabreé tanto que subí. Cuando llegué a la carretera telefoneé a la Oficina de Recursos Naturales para dar parte de ello.
Pero me dijeron que si se trataba de un vehículo tenía que hablar con ustedes. Y eso hice.
- Gracias por su ayuda, señor Carey -concluyó Cardinal-. Si necesitamos algún otro dato, lo llamaremos.
- De nada. -Carey se asomó al precipicio donde Szelagy, Arsenault y Collingwood se movían como hormigas alrededor del coche volcado, luego se dirigió a Cardinal-: Demasiados polis para un coche abandonado, ¿no?
- Nos gusta hacer las cosas bien.
Atento a la fina capa de hielo y con sumo cuidado, Cardinal bajó por el sendero pedregoso que bordeaba la cantera. Quizás habían dado con una mina de oro, pensó. Por fin un poco de buena suerte.
El coche yacía boca abajo con el morro hundido en un metro de agua. El techo había quedado aplastado y ya no sobresalía de la carrocería. Una rueda se había desprendido por completo.
- Esto tiene buena pinta -dijo Arsenault-. Se ve que la bala salió por la puerta del pasajero. -¿Qué has visto en el interior? -preguntó Cardinal-. ¿Se lo ha cargado todo el agua?
- Por la posición en que se encuentra, diría que el agua no ha entrado en la cabina. No deberíamos acercamos tanto, no sea que se hunda más. Es posible que el agua haya eliminado pelos y fibras, pero si hay sangre cerca del orificio de salida debe de estar seca. Lo difícil va a ser sacar el coche de aquí; nuestra grúa no servirá de nada.
Desde el fondo, Cardinal alzó la vista hacia la boca de la cantera: el precipicio era un muro escarpado, veinticinco metros de puro granito.
- Don Deckard -dijo-. Sólo él podrá hacerlo.
Oyeron el camión grúa a lo lejos. Primero sintieron el temblor de la tierra, luego el chirriar de los engranajes y finalmente el rugido esforzado de un motor de combustión ascendiendo por la ladera.
Después apareció la bestia, parcialmente oculta tras sus ruedas gigantescas. Aquel vehículo colosal transportaba un inmenso pescante telescópico cuyas secciones iban metidas unas dentro de otras, igual que en las grúas de juguete. El camión grúa se detuvo en el labio de la cantera. Don Deckard bajó de un salto de la cabina.
Don era un hippie trasnochado que había sido transportado al siglo XXI en contra de su voluntad. Llevaba vaqueros negros con tachas en las costuras y una chupa de gamuza con un elaborado diseño de flecos y cuentas colgantes. Se había atado el cabello canoso en una coleta. Sus ojos traslucían una tonalidad rojo resaca, como si acabara de fumarse un canuto. -¿Qué pasa tronco? -dijo Don, y levantó la mano. Cardinal se la palmeó. Habían trabajado juntos muchas veces a lo largo de los años-.
Hace mogollón que no se te ve el pelo. ¿Qué faena tienes para mí?
Cardinal lo condujo hasta el coche.
Szelagy miró de soslayo a Arsenault y dijo: -¿De dónde sacaron a ese tío? ¿De Woodstock?
- No me digas que no conocías a Deckard. Es una leyenda. ¿Ves el cochecito en el que vino? -Arsenault señaló el camión grúa. Incluso con el pescante plegado, el trasto era del tamaño de un edificio de apartamentos pequeño-. Vale medio millón de dólares más o menos. Se hundió en el lago Superior hará unos diez años, pero no me preguntes qué hacía allí. El hecho es que la compañía a la que pertenecía lo dio por perdido, y la aseguradora hizo lo mismo. Pero Deckard fue hasta allí con seis tipos y una balsa y sacó ese cacho camión del fondo de un lago de aguas heladas y casi cien metros de profundidad.
Desplegar la grúa y ponerla en posición le llevó a Deckard menos de una hora. Ubicó el pescante encima del foso de la cantera y dejó caer el cable de acero hasta el fondo. Del extremo del cable pendía una eslinga de lona. Para evitar que el Escort se sacudiera, los policías colocaron globos hinchables entre el coche y las rocas, una suerte de airbags diseñados para reflotar embarcaciones hundidas. Después rodearon el vehículo con la eslinga y unos segundos más tarde izaron el coche verticalmente de las profundidades de la inmensa oquedad.
En la cabina del camión grúa, Deckard fue accionando palancas y girando perillas hasta conseguir hacer aterrizar el coche, todavía invertido, en la parte trasera de un camión de plataforma.
Los cuatro policías aplaudieron a Deckard cuando abrió la puerta de la cabina. El hippie hizo una reverencia y bajó de un salto. Fue hacia Cardinal y volvió a palmearle la mano levantada:
- Pan comido, tronco. Pan comido.
Arsenault y Collingwood ya se encontraban en la plataforma del camión. Se abrían paso entre el techo aplastado y los asientos con un gato hidráulico de los usados para rescatar conductores de entre los amasijos de hierro que antes fueran sus coches.
- Cuando lo despeñaron, las ventanillas estaban todas abiertas -explicó Arsenault-. El tipo estaba seguro de que este trasto iba a hundirse. Probablemente vino por la noche y lo dejó caer desde lo alto de la cantera convencido de que habría más agua.
Arsenault y Collingwood encontraron varios objetos de cierto interés: el contrato de alquiler a nombre de Howard Matlock, unas gafas de aviador con cristales ahumados intercambiables y una lata de Coca-Cola encajada en el soporte para bebidas. Cuando todo eso y la superficie del coche se secaran, los peritos buscarían huellas dactilares.
- Lo que nos interesa es el pasajero -explicó Cardinal-.
Sabemos algo de la víctima, pero nada del asesino.
Entretanto Collingwood revisaba el respaldo del asiento del acompañante con unas pinzas. Se volvió hacia Cardinal y con su laconismo habitual anunció:
- Sangre. -¿Del lado del pasajero? ¿Estás seguro?
Collingwood no contestó. Sacó un cúter de su maletín de herramientas y cortó y arrancó el tapizado del asiento. Era imposible confundir la mancha amarronada que cubría el acolchado.
- No podemos esperar diez días a que nos den el resultado del ADN -dijo Cardinal-. ¿Hay alguna manera de averiguar si la sangre pertenece al pasajero y no al conductor?
- Podemos hacerlo ahora mismo -respondió Arsenault-. Es posible que sea del mismo grupo sanguíneo, pero vale la pena arriesgarse, ¿no?
Arsenault se acercó al Land Rover de los peritos y volvió con un aparato de mano. Durante el cuarto de hora siguiente, él y Collingwood se afanaron en inspeccionar las manchas. Cardinal esperaba con la vista perdida en la otra orilla del lago y en el cielo plomizo. Por el horizonte asomaban nubes grandes como montañas, la lluvia no tardaría en llegar.
Eso significaba más hielo.
Arsenault se acercó a Cardinal por detrás, haciendo crujir la nieve a cada paso.
- La del conductor es O negativo. -¿Y la del pasajero?
- También la tenemos. Es AB negativo.
Cardinal sacó el móvil y marcó el número de Delorme: -¿Dijiste que la sangre de la consulta de la doctora era AB negativo?
- Así es. La encontramos en el papel sanitario que cubría la camilla.
- Es posible que la sangre sea el nexo entre los dos casos -dijo Cardinal-. El asesino mata a Shackley, pero en la refriega recibe un tiro. El proyectil sigue alojado en su cuerpo, y como no puede ir a un hospital porque los médicos tienen la obligación de informar sobre cualquier herida de bala, rapta a la doctora Cates y la obliga a curarlo.
- Y después la mata para que no hable. Parece lógico. También yo he averiguado algo. -¿Ah, sí?
- Musgrave estuvo aquí. No te creerás a quién corresponden los teléfonos a los que llamó Shackley.
Chouinard escuchó la propuesta sin un atisbo de emoción o interés. Cuando Cardinal terminó de exponerla, su superior le contestó en el tono pausado que sugería mucha más inteligencia de la que en realidad poseía.
- Está claro que tiene que ir a Montreal. Aunque no estoy seguro de que Delorme deba acompañarlo.
- Detective Delorme -dijo Cardinal-, ¿qué tal crees que se me da el francés? -¿Francés? Tú no hablas francés, más bien hablas Frankenstein. -¿Qué es lo que tanto le preocupa, Cardinal? Todo el mundo en Montreal habla inglés y usted lo sabe.
- Eso no es verdad -intervino Delorme-. Ni siquiera se asemeja a la verdad.
- Pues habrá cambiado desde la última vez que estuve. Llévese un diccionario, Cardinal. No estoy convencido de que un solo asesino haya despachado a esas dos personas.
- Piénselo, sargento -insistió Cardinal-. El de Cates es el segundo cadáver encontrado en medio del bosque en tres días. ¿No deberíamos suponer que está relacionado con la muerte de Shackley hasta que se demuestre lo contrario?
- Hay muchas razones para pensar lo contrario -observó Chouinard-. Tenemos dos muertos, pero uno era hombre; el otro, mujer. Uno fue comido por osos, el otro no. Uno era turista y el otro local.
- Un momento -dijo Delorme-. ¿Qué probabilidades hay de que dos asesinos tengan sangre del tipo AB negativo?
- El grupo sanguíneo no es ni por asomo un método de identificación seguro.
- Suponga que al disparar a Shackley el asesino se hirió a sí mismo -dijo Cardinal-. Fue una herida pequeña, pues la sangre en el asiento del pasajero no era mucha.
- Entiendo lo que intenta decirme, Cardinal. El tipo necesitaba un médico. Pero entonces ¿por qué hizo que a Shackley se lo comieran los osos y a la doctora no?
- Hay varias posibilidades. Número uno: estamos de acuerdo en la improbabilidad de que la doctora fuera asesinada por la mafia. Si murió a manos de la misma persona, eso significa que Bressard no fue contratado por León Petrucci para deshacerse del cuerpo, sino por otra persona que se hizo pasar por Petrucci. Petrucci es muy conocido en la bahía. Muchos saben que no puede hablar y que se comunica con notas escritas. Cuando lo procesaron por agresiones hace algunos años, ese dato fue mencionado miles de veces en el Algonquin Lode.
Quizás el asesino calculó que no podría engañar dos veces a Bressard. O quizá no quería volver a pagarle.
- Supongamos que el asesino recibe el balazo el sábado por la noche durante la refriega con Shackley -intervino Delorme-. Cree que podrá aguantar, que la herida se curará sola. Pero el lunes el dolor se ha tornado insoportable, tal vez ha vuelto a sangrar, entonces el asesino se da cuenta de que necesita un médico. -¿Y por qué acude a la doctora Cates?
- Todavía no lo sabemos -dijo Delorme.
- Pero ya han hablado con sus pacientes y colegas de profesión, ¿verdad?
- Por eso precisamente debo acompañar a Cardinal a Montreal.
Entre los dos podemos seguir la pista de los teléfonos en la mitad de tiempo. Y si averiguamos a quién andaba buscando Shackley, sabremos quién es el asesino.
- Maldita sea, odio tomar decisiones -gruñó Chouinard-.
Esperen a tener que preocuparse por la partida presupuestaria. Algún día se enterarán. -¿O sea que puedo ir?
- Pero no se queden ni un minuto más de lo necesario.