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Aproximadamente cuando Cardinal despegaba con rumbo a Nueva York, Lise Delorme terminaba la algo más prosaica tarea de maquetar e imprimir los carteles con la fotografía de la doctora Cates.
DESAPARECIDA. ¿HA VISTO USTED A ESTA PERSONA?, y al pie el número de teléfono de Delorme. Szelagy se había pasado la mañana en los edificios Twickenham, entrevistándose con los vecinos de la doctora.
Delorme dejó la mitad de los carteles sobre el escritorio de su colega y luego ambos bajaron a la sala de peritos.
De todas las salas de aquella comisaría en obras, la que se encontraba en peores condiciones era la de los peritos. Faltaba el techo entero, y los agentes habían erigido sobre escritorios y ficheros unas tiendas de plástico improvisadas. Las láminas transparentes protegían sus equipos de los escombros, y además lograban obstaculizar el paso del polvo con bastante eficacia. Lo que las tiendas no lograban detener era la batahola producto de la reforma de la planta superior. -¿Cómo podéis trabajar aquí dentro? -gritó Delorme a Arsenault para hacerse oír por encima del chirrido de una taladradora de metal-. ¡Ni siquiera se puede respirar! -¿A quién le importa respirar? -repuso Arsenault-. Tengo los tímpanos destrozados y a ti te preocupa el aire.
Collingwood despegó la mirada de su ordenador por un segundo, miró a Delorme y siguió con lo suyo, imperturbable como un monje.
Delorme y Arsenault salieron al pasillo. -¿Qué habéis encontrado en la consulta de la doctora?
- Pues es la consulta de una doctora y la limpian todos los días. ¿No tendrías esperanzas de que fuéramos a encontrar un millón de huellas?
- Con una sola me habría conformado.
- Pues hemos conseguido más de una, pero eran todas de la doctora o de su recepcionista. Las demás las estamos cotejando, pero aún no sabemos nada. -¿Y qué me dices del envoltorio de las vendas?
- Tenía huellas de la doctora, nada más.
- Me rompes el corazón, Paul. ¿Encontrasteis algo en el papel sanitario de la camilla? La recepcionista jura que lo cambió el lunes por la noche, pero que ayer por la mañana estaba usado.
- Lamentablemente no tenía cabellos ni fibras. Aunque sí hallamos rastros de sangre. Es del tipo AB negativo.
- Es poco corriente, ¿verdad?
- Muy poco corriente. Hemos enviado la muestra al Centro de Medicina Forense para que analicen el ADN. Pero ya sabes cómo es esto, va a llevar tiempo.
Bajo una llovizna helada, Delorme se trasladó en coche hasta la casa del doctor Raymond Choquette. Ray Choquette había ejercido la medicina en Algonquin Bay durante veinticinco años. Vivía en una casa de ladrillo de tres plantas sita en Baxter Street, una calleja diminuta y en declive a menos de cuatro calles del Hospital St. Francis. Sin tener que forzar la memoria, Delorme podía nombrar a por lo menos tres médicos que vivían en Baxter Street. Sus padres solían traerla a esa misma calle a ver a un otorrinolaringólogo llamado Renaud, un vejete de modales bruscos y lámpara en la frente. Renaud solía amenazar a Delorme con extirparle las amígdalas, pero murió antes de poder conseguirlo.
Junto a la casa de Choquette había un Toyota RAV 4 aparcado.
La temperatura caía cada vez más, y estaba formándose una fina capa de hielo sobre el todoterreno. Delorme aparcó su coche detrás, no sin antes apuntar la matrícula.
Cuando Choquette abrió la puerta del porche, Delorme le mostró la placa y se presentó en francés.
- Ha tenido suerte de encontrarme en casa -repuso Choquette en inglés-. Mañana a esta hora, mi esposa y yo estaremos en Puerto Rico.
El doctor era un hombre alto, de unos cincuenta y cinco años, tez rubicunda, apariencia jovial (aunque Delorme tenía sus dudas al respecto) y una nariz larga y recta de esnob (de esto Delorme no abrigaba ninguna duda).
La detective continuó en inglés:
- Doctor, ¿conoce a una mujer llamada Winter Cates?
- Por supuesto que la conozco. Se va a hacer cargo de mi consulta; ya se ha hecho cargo, mejor dicho. ¿Por qué? ¿Ha habido algún problema? No me diga que han entrado a robar de nuevo…
- La doctora ha desaparecido. -¿Desaparecido? Querrá decir que no ha acudido a trabajar.
- No, nadie la ha visto ni ha hablado con ella desde el lunes por la noche, que la doctora pasó mirando la televisión. Ayer por la mañana faltó a una operación y tampoco acudió a la consulta a ver a sus pacientes.
- Quizá tuvo un accidente. Esta lluvia se está convirtiendo en hielo.
- La doctora ha desaparecido, pero su coche no.
- Vaya por Dios, sí que parece feo. ¿Están seguros? Porque yo la vi hace un par de días. -¿Le importa invitarme a pasar y responder a unas preguntas?
La cara rubicunda del doctor torció el gesto, pero hizo un esfuerzo por mantener el buen humor.
- No me importa en absoluto. Pase, pase. Estoy a su disposición.
Choquette condujo a Delorme a un pequeño salón con una televisión. Era una estancia mínima, rodeada de estanterías repletas de videocasetes en inglés. Delorme intuyó que el doctor era uno de esos escasos francófonos de Ontario que, desdeñando sus raíces, se vuelcan por entero en la cultura inglesa. Muchas de aquellas baldas contenían trofeos y vídeos de golf. Aparentemente, Choquette era un asiduo a los torneos locales. Había trofeos de todo tipo -grandes, pequeños, con hombrecillos dorados blandiendo palos dorados-, además de placas, copas, tazas conmemorativas y programas de torneos en los que el doctor había participado. En una fotografía colgada en la pared aparecía con pantalones a cuadros y cárdigan amarillo acompañado de un famoso golfista. Delorme no supo si era Jack Nicklaus u otro astro.
Salvo Tiger Woods, a Delorme todos le parecían iguales: tipos con pantalones ridículos.
- Espero que no le haya ocurrido nada -repetía el doctor-.
Ojalá se encuentre bien.
- Ha dicho que la vio hace poco. ¿Cuándo exactamente?
- El jueves, en Wal-Mart. Allí la vi. -¿Le dio la impresión de estar más estresada de lo normal?
- Ni por asomo, ella siempre está alegre como unas campanillas.
Creo que es animosa; nada la pone triste. -¿Sabe si tenía enemigos? ¿Alguien a quien temiera o que le preocupara? -¿Winter? No. No creo que tenga ni un solo enemigo en todo el mundo. Es absolutamente gregaria. Hace seis meses que llegó al hospital y ha hecho más amigos que yo en mis primeros seis años. Y le cuento un secretillo: le encanta asistir. -¿Asistir?
- Operar… en quirófano. De entrada hizo saber que le encantaba. Eso es muy raro. -¿Por qué? -¿Cómo que por qué? -repuso Choquette como si Delorme fuese tonta-. Porque lo pagan fatal, por eso. El Gobierno de Ontario, en su infinita sabiduría, ha establecido los honorarios para que un médico clínico gane más dinero en su consulta que asistiendo en quirófano.
Asistiendo dos horas en quirófano se gana lo mismo que viendo a dos o tres pacientes; obviamente en dos horas se puede ver a muchos pacientes. En la actualidad, el juramento hipocrático se ha vuelto un voto de pobreza. ¿Sabe cuánto cobraría yo por colocar un brazo roto?
Menos de la mitad que un veterinario por entablillarle la pata a un perro. Mire, prefiero no seguir hablando del tema. Todo lo que necesita saber de Winter Cates es que la comunidad médica la aprecia mucho. Es una persona sin complejos, con gran sentido del humor. Y créame, el humor es algo valiosísimo en el quirófano.
- Y en el trabajo policial también.
Con un par de preguntas más, Delorme averiguó que la doctora había hecho las prácticas en pediatría y su residencia en el Hospital General de Toronto.
- La doctora es una mujer atractiva -continuó Delorme-. ¿Sabe usted algo de su vida amorosa?
- Ahí no puedo ayudarle. No tengo ni idea. Me parece que tenía un novio en Sudbury, pero no sé más. La doctora es una enamorada de su trabajo y sólo charlamos de medicina.
- Y usted le vendió su consulta, según tengo entendido. -¿Vendérsela? Una consulta no se puede vender, al menos no en esta provincia. La conocí en el Hospital General de Toronto mientras hacía su residencia. Como a todos los demás, me hechizó su carácter.
Me comentó que quería establecerse en Algonquin Bay y yo lo pensé. Le ofrecí asociarse conmigo durante seis meses. Cumplido ese plazo, yo me retiraría y le dejaría la consulta. Y eso fue lo que hice.
- Doctor, ¿cuándo compró los billetes para Puerto Rico?
- Hace meses. ¿A qué viene esa pregunta? -¿Puedo verlos, por favor?
Choquette se puso de pie. Tenía la cara cada vez más colorada.
Al salir de la habitación, Delorme percibió el esfuerzo que estaba haciendo el médico por no perder la compostura. Instantes después regresó con los billetes y se los entregó a la detective sin decir palabra.
Eran dos billetes a Puerto Rico comprados en noviembre, con fecha de regreso en una semana.
- Gracias -dijo ella, y los devolvió-. ¿Dónde piensa alojarse?
- En un centro turístico de la costa sur llamado Palmas del Mar. ¿Lo conoce?
- No.
Delorme nunca había ido de vacaciones al Caribe. Sabía que Puerto Rico estaba al sur de Florida, pero poco más.
- Es un lugar fantástico, con una ubicación excelente. No tiene demasiada playa, pero lo compensa con uno de los mejores campos de golf imaginables. -¿Dónde estuvo la noche del lunes, doctor? ¿A medianoche aproximadamente?
- Jugando al bridge con unos amigos. Todos los lunes tenemos una partida que… ¡Oiga, no sospechará que tengo algo que ver con este asunto de la desaparición! ¿Qué tengo que ver yo con todo esto? Por el amor de Dios, ¿qué culpa tengo yo de que una joven doctora haya desaparecido?
Delorme se tomó un tiempo antes de responder, sin perder de vista la vena que se insinuaba en la frente de Choquette.
- Usted ha hecho negocios con la doctora. De acuerdo, no le ha vendido la consulta, pero aun así el despacho está repleto de equipo costoso. Se me ocurre que quizá tuvieron un malentendido sobre el precio del traspaso. y se me ocurre que usted pudo haberse enfadado.
- No me diga. -El doctor se cruzó de brazos mirando a Delorme de hito en hito-. Me encantaría saber quién le ha contado eso. -¿No es verdad que la doctora Cates se niega a pagarle lo que, según usted, vale todo ese equipo?
- Me temo que no es un tema tan dramático. Debí hacer el traspaso por medio de mi abogado, que desde siempre se ha encargado de mis transacciones. Pero en este caso no quise, quizá porque Winter es tan… tan encantadora, digamos. El tema que discutimos fue la depreciación. ¿Sabe usted lo que cuesta una camilla de reconocimiento profesional nueva? Creí que habíamos encontrado un precio intermedio entre lo que me habrían dado en el mercado de segunda mano y lo que le habría costado a ella una nueva. Por lo visto, me equivoqué. Si no me cree, vaya y pregúnteselo a ella.
- Lamentablemente, la doctora ha desaparecido y no puedo preguntarle nada. ¿A cuánto ascendía el total?
- No era una fortuna, rondaba los dos mil. Pero es un tema de principios. Es probable que ella todavía deba entre ochenta y cien mil dólares de su préstamo de estudios, y estará ahorrando centavo a centavo. Supongo que ella contempló una cifra más baja por los equipos, pero se hace ilusiones. Ciertamente no es un tema que me quite el sueño. Muy bien, detective, ahora si no tiene más preguntas…
- No, no tengo más preguntas. Pero necesito los nombres de sus compañeros de bridge.
Siguiente parada: Glenn Freemont, el paciente gritón.
Freemont abrió la puerta envuelto en un albornoz que parecía haber pasado por varias generaciones de dueños, uno de los cuales seguramente había muerto dentro. Freemont era un alfeñique de unos treinta años, dueño de la cabellera más grasienta que Delorme había visto en su vida.
- Señor Freemont, estoy investigando la desaparición de la doctora Winter Cates -dijo Delorme después de presentarse. La puerta del sótano donde vivía Freemont no tenía alero, y Delorme carecía de paraguas. Las gotas de lluvia helada se le colaban por el cuello-. ¿Puedo pasar y hacerle un par de preguntas? -¿Porqué?
La mano de Freemont sostenía la jamba de la puerta como para evitar un empujón repentino.
- Usted es paciente de Winter Cates y necesito que conteste algunas preguntas.
- Esa mujer tiene un millón de pacientes. ¿Por qué ha venido a verme a mí?
- Señor Freemont, ¿quiere que pida una lista de sus bajas por enfermedad o prefiere que telefonee a su empleador?
- Me da igual. De todos modos, esos mamones me han despedido. Sufro de la espalda, pero antes nunca me había dolido. La única razón es que me paso todo el santo día subiendo y bajando dos pisos con botes de pintura. Pruébelo alguna vez, verá lo bien que le sienta.
- Usted se puso a gritar en la consulta de la doctora. ¿Fue porque no le quiso firmar la baja?
- No me puse a gritar. Discutimos, nada más.
- Dicen los testigos que usted dio un puñetazo en el escritorio y que pateó un tiesto.
- Me llamó mentiroso. Y yo no acepto que nadie me venga con gilipolleces. -¿Puede decirme dónde estaba usted el lunes por la noche? -¿El lunes? Pues estaba en Toronto. -¿Por qué?
Freemont se cogió el carrillo enganchándolo con el dedo y tiró.
Delorme pudo ver una encía surcada de cicatrices.
- Cirugía de encías. Me la hicieron el martes a primera hora. Fui el lunes en coche y pasé la noche en un hotel. Espere un segundo.
Freemont cerró la puerta. Delorme se cubrió con la capucha del anorak. Las gotas tamborileaban sobre el nailon. Los charcos de agua que había en torno a sus pies estaban convirtiéndose en escarcha.
Freemont regresó dos minutos más tarde con un puñado de recibos y fue pasándoselos a Delorme uno por uno:
- Aquí tiene los recibos: el del Hotel Colony, el de la gasolinera de Spadina, y el de mi dentista. Ese tipo usa batines negros… ¿será por eso por lo que me cobra una puta fortuna? -¿Siempre es tan cuidadoso con todos sus recibos?
- Únicamente cuando planeo que la seguridad social de Ontario me lo reintegre.
- Lo veo difícil. La seguridad social de la provincia no cubre la odontología.
Freemont le arrebató a Delorme los recibos de la mano.
- Se ve que no tiene ni idea.
- Gracias por su cooperación, señor Freemont.
- No, gracias a usted, agente. Y que tenga un día espléndido.
Pero antes de llegar al coche Delorme oyó a Freemont chillar desde el interior de la casa: -¡Perra!
Lo primero que hizo Delorme al llegar a comisaría fue realizar un par de llamadas. Tanto el hotel como el dentista confirmaron lo dicho por Glenn Freemont. Delorme apuntó los detalles de las conversaciones que había mantenido y entregó a Szelagy los nombres de los compañeros de bridge del doctor Choquette. Él haría las pesquisas correspondientes.
La detective comió en su escritorio, con la vista fija en la pila de carteles ilustrados con la bonita cara de la doctora Cates. Los carteles le devolvían la mirada. En la planta de arriba, la cuadrilla de albañiles seguía taladrando, martillando y dificultando cualquier intento de pensar. Por la ventana contempló el aparcamiento. La lluvia había escampado y el sol había aclarado el día. Hasta los objetos más mundanos -árboles, postes telefónicos y buzones con pátinas de escarcha- emitían destellos como una epifanía. Mientras Delorme observaba el exterior, el azul profundo del cielo se reflejaba en la escarcha de los tejados.
Sonó el teléfono.
- Delorme, Investigaciones Criminales. Diga.
Era Ted Pascoe, un vendedor de cámaras fotográficas de la tienda Milton's Photo. Ted era el hermano menor de Frank Pascoe, a quien Delorme metió preso por estafa con tarjeta de crédito. Ted estaba tan desesperado que Delorme apenas pudo distinguir lo que farfullaba, algo relacionado con un cuerpo en el bosque.
- Hable más lento, señor Pascoe. ¿Dónde está?
- Eeh… En una cabina cerca de la taberna North Wind, pasando el Centro Comercial Algonquin. ¿La conoce?
Delorme la conocía bien. Durante un tiempo salió con un muchacho aficionado a la cerveza inglesa. Todos los viernes por la noche iban al North Wind a comer fish amp; chips, el típico bacalao rebozado con patatas fritas de los británicos. Ésa había sido la cota de emoción más alta de aquel romance.
- Estaba en lo alto de la colina tomando fotografías de Four Mile Bay. Vine en mi todoterreno para encontrar una buena vista, ¿sabe? Y me topé con un cuerpo en un claro del bosque. Es una mujer.
Parece que murió congelada. -¿Lo acompañaba alguien?
- No, cuando salgo a hacer fotos me gusta ir solo. No se puede estar con alguien impaciente. Uno se da prisa, se olvida de disparar con distintas aberturas, de probar ángulos distintos. Es un fastid… -¿Cómo está el camino? ¿Podemos llegar hasta ahí con una furgoneta?
- No, imposible. Es una zona muy montañosa, sólo podrá llegar en todoterreno.
- Muy bien, señor Pascoe. Quédese donde está y no le comente a nadie lo que acaba de encontrar. En pocos minutos estaremos por ahí.
Delorme llamó a la puerta de Daniel Chouinard. Sin esperar respuesta, entró y le resumió la conversación. El sargento escuchó atentamente.
- Debe de ser esa doctora desaparecida -dijo.
- Es bastante probable.
- Va a necesitar ayuda. Qué lástima que McLeod esté fuera de la ciudad. Llévese a Szelagy y a los peritos. -Chouinard marcó un número interno-: Arsenault, deje de leer la sección de deportes, usted y Collingwood tienen trabajo de verdad. Y traigan el Land Rover. Parece que la furgoneta no puede llegar al lugar de los hechos. -Colgó y esperó-: ¿A qué espera, Delorme?
- Todavía no he llamado al juez de instrucción.
- Lo haré yo. Váyase ya. -Y con nostalgia, el sargento de detectives añadió-: Otro cadáver en los bosques… Ojalá pudiera ir con ustedes.
- Lo siento -repuso Delorme-. Es el precio del poder.
- Lo sé -suspiró Chouinard, y disparó el cabo de un lápiz a la papelera-, pero sigue siendo una pena.
Cuando Ken Szelagy subía al coche, fue como si Delorme hubiera tirado del cordón de una Chatty Cathy, la muñeca parlante. Szelagy tendía a chacharear y chachareaba sobre cualquier tema: la esposa, los críos, el partido de hockey… Con gran esfuerzo, Delorme consiguió conducirlo al tema de los vecinos de la doctora Cates.
- En estas fechas se va un montón de gente, a las Bahamas o a donde sea. Así que no pude hablar con todos. De hecho, muy pocos inquilinos se conocen entre sí. En ese edificio te podrías morir y nadie se enteraría. En fin, que nadie vio ni oyó nada extraño, ni el lunes ni el martes por la noche. Estaban todos mirando la tele o en la cama. No oyeron nada.
- Qué raro -exclamó Delorme-. Si alguien se llevó a la doctora a la fuerza, lo lógico es que hubiese armado barullo.
- Pudo haberse marchado voluntariamente, pero todavía no lo sabemos. Quizá se fue con un conocido. Si después se produjo un accidente o alguna otra cosa, nadie se hubiese enterado.
Szelagy se distrajo enseguida y empezó a hablar una vez más de la familia. Delorme no pudo evitar echar de menos a Cardinal, un tipo tan callado como ella. Szelagy pasó a hablar de los suegros, la hipoteca, la prima del seguro del coche. El tipo era imparable, una fuerza de la naturaleza. -¡Szelagy! -¿Qué? -¡Calla, por favor!
- Sólo intentaba ser sociable. Porque si espero que hables tú…
Y era cierto. En cuanto a amabilidad, nadie en comisaría podía competir con Szelagy. Era un buenazo de nacimiento. Las dos manzanas siguientes, Delorme se sintió culpable por haberle gritado.
- Perdona -le dijo al llegar al semáforo-. Estoy pensando en la doctora.
- Olvídalo -repuso él. Y acto seguido empezó a rajar sobre las ventajas de la motonieve Bombardier que acababa de comprarles a sus hijos. Szelagy afirmaba que aquel nuevo modelo era increíblemente veloz, casi satánico.
Continuaron por Sumner, cruzaron la carretera de circunvalación y cogieron la Autovía 63. El hielo relucía en cada tejado, cada cable, cada rama. El cielo estaba cerúleo. La luz del sol se refractaba al caer sobre árboles y tejados. De lejos se asemejaba al centelleo metálico del oropel, pero si uno se acercaba resultaba cegadora.
La autovía estaba libre de hielo y en menos de veinte minutos llegaron a North Wind. Ted Pascoe fumaba un pitillo apoyado contra su Jeep Wrangler.
- Lo había dejado, ¿sabe? -dijo a modo de bienvenida-. Hace dos años. Pero esto me ha sacudido. Nunca había visto a una persona muerta. Bueno, a mi padre, pero es diferente. No puedo parar de temblar -explicó, y extendió la mano para que sus interlocutores lo constataran.
Delorme presentó a Szelagy y después preguntó a Pascoe cuándo había encontrado el cuerpo.
- Hace cuarenta y cinco minutos. Vine directamente hasta aquí y los llamé -explicó señalando la cabina. -¿Estaba solo?
- Solos mi cámara y yo. Este tipo de hielo no se ve a menudo y quise venir antes de que se derritiera. Estaba en un camino maderero que cruza el bosque a casi un kilómetro de aquí.
Arsenault y Collingwood llegaron en el Land Rover. Delorme les hizo una seña para que no se bajaran.
- Llévenos hasta allí. Los peritos nos seguirán.
Proveniente de la carretera se aproximaba un Lexus. Delorme maldijo en su interior. El puesto de juez de instrucción lo ocupaban varios médicos que trabajaban en turnos rotativos. Ya era mala suerte que, por segunda vez consecutiva, les tocara el doctor Barnhouse.
- Tendrá que ir con Arsenault y Collingwood, doctor. No creo que ese coche tan bonito aguante el camino que vamos a coger.
- Estupendo, genial-dijo sin humor alguno bajando del coche, maletín negro en mano.
Hacía por lo menos medio siglo que las compañías madereras ya no operaban en Algonquin Bay, pero los caminos seguían a abiertos. Esos viejos caminos madereros habían sido olvidados por completo hasta que el furor de los todoterrenos los hizo transitables de nuevo. La ola de calor había derretido el manto de nieve que cubría el suelo boscoso y lo había reducido a unos pocos centímetros. El hielo de la superficie era sólo una costra delgadísima. Por todo ello, en estos caminos los coches se agarraban incluso mejor que en las calles de la ciudad.
Toda la zona estaba poblada por pinos cuyas ramas se doblaban bajo el peso de la nieve. Pero los árboles, una selección natural de miles de años realizada por el propio entorno, mantenían el tronco erecto. Sus cortezas congeladas reflejaban el sol con la intensidad de un rayo láser.
- Me bajé aquí -dijo Pascoe señalando un tronco caído-. No me pareció buena idea rodearlo.
Los tres se bajaron del vehículo y esperaron a Arsenault y Collingwood. -¿Regresó usted al coche por la misma senda por la que se aproximó al cuerpo?
- Sí -dijo señalando sus pisadas en la nieve-. Las huellas son mías, no vi que hubiera otras. Aunque estaba tan nervioso que ni me fijé.
Delorme y Szelagy encabezaron el grupo. Pascoe iba detrás, seguido de Arsenault, Collingwood y Barnhouse. Tras cinco minutos de marcha, Pascoe dijo:
- Está ahí delante, detrás del tocón. Casi me tropecé con ella.
A pesar de haber trabajado en Investigaciones Especiales durante seis años, Delorme no contaba con mucha experiencia en el levantamiento de cadáveres. En sus años de agente uniformada había visto buena cantidad de víctimas de accidentes automovilísticos y ahogados. Los escenarios de asesinatos siempre desprendían cierto aire de desesperanza, incluso si la víctima había muerto en un salón decorado con colores vivos. A veces las circunstancias eran escabrosas: hombres colgados del cuello con los pies pálidos y revistas pornográficas desparramadas por el suelo. A veces eran terroríficas: un inmueble chamuscado con las feroces marcas de las llamas visibles en todas partes. Otras eran sencillamente fantásticas: la boca de una mina abandonada, en medio de una ventisca nocturna en pleno invierno… Pero en todos sus años de policía Delorme nunca había visto un escenario del crimen tan bello.
Ella, Szelagy y los demás permanecieron en el borde mismo de aquel entorno de cuento de hadas. El bosque relucía en derredor como si los árboles estuvieran recubiertos de piedras preciosas. Salvo el chasquido de las ramas y el zumbido de las motonieves a lo lejos, no se oía nada. El sol rebotaba en las superficies y convertía aquel rincón del bosque en una escena más propia de un relato fantástico en el que la estatua cobra vida que de una tragedia.
Pero la muerta que tenían delante no iba a resucitar. El cadáver reposaba sobre su lado izquierdo, con una rodilla y un brazo en alto como si estuviera manteniendo el equilibrio. No había signos visibles de violencia: ni cortes ni moratones. Fotografiada de lejos, habría parecido que dormía. Pero no hay nada más quieto que un cadáver y no se lo puede confundir con nada. Éste en particular estaba desnudo, cubierto por una fina capa de hielo. Encapsulada en el mismo hielo estaba la larga melena negra, cuyos mechones cubrían la cara de la muerta como algas. Era como si un mago celoso o una bruja malvada la hubiera hechizado.
- Quedándonos aquí boquiabiertos no ganamos nada -gruñó Barnhouse.
- Se llama evaluación de la escena -dijo Delorme-. Quizás usted prefiera llegar y pisotear todo lo que encuentre a su paso arruinando cualquier prueba que pudiera haber. Así que antes que nada nosotros vamos a tomar unas instantáneas.
- No lo harán -protestó Barnhouse. No le gustaba que lo contradijeran y mucho menos una mujer. El comentario evidentemente le había subido la tensión sanguínea. El juez de instrucción acometió de nuevo-: No lo harán, porque el juez de instrucción soy yo. Yo doy las órdenes.
- A no ser que se trate de un crimen.
- Que es justamente lo que procuraré establecer si es que usted me deja hacer mi trabajo.
- La víctima está en medio de un bosque helado. En mi humilde opinión, se trata de un crimen. Es evidente.
Szelagy lanzó a su compañera una mirada que sugería emplear más moderación. Delorme contó hasta diez.
- No sabía que usted además fuera patóloga -dijo Barnhouse-.
Tal vez ni siquiera necesite mis conocimientos de forense.
Delorme cedió.
- Doctor, necesitamos su opinión. Sólo le pido que nos deje sacar unas fotografías antes de que arruinemos alguna prueba sin querer.
- Pondremos la cámara de vídeo ahí detrás -explicó Arsenault-. Filmaré todo con gran angular.
Armado con su regla y su cámara de 3 5 milímetros, Collingwood tomó rápidamente fotografías de las huellas que conducían hasta el claro. Al parecer correspondían a una sola persona. -¿Puede levantar el pie, por favor? -dijo Collingwood a Pascoe.
Éste se apoyó contra un árbol y levantó el pie. Collingwood tomó un par de fotografías de sus botas de montaña.
Arsenault tiró un carrete entero de fotografías del cuerpo y luego se acercaron Delorme, Szelagy y el juez de instrucción. El doctor Barnhouse echó mano de una grabadora de microcasete. Se la acercó a la boca e inclinándose sobre el cadáver masculló: «Mujer bien alimentada, de unos treinta años. Se percibe cierta decoloración en torno a la garganta que sugiere estrangulación».
- Ahí está la ropa -dijo Delorme.
Las prendas estaban desparramadas a un lado, congeladas en un bodegón de violencia. La capa de hielo impedía un examen minucioso, pero había botones arrancados y el cuello del jersey estaba dado de sí.
- Parece que se la cargaron aquí -comentó Szelagy.
- Es posible, pero fíjese en la lividez -repuso Barnhouse, y con un dedo enguantado en látex señaló moratones en la parte inferior de la pierna y el brazo-. La sangre va a donde la gravedad la lleva, es decir, a la espalda y a la parte posterior de las piernas. Esta mujer no murió en esta posición. Puede que haya muerto aquí y haya sido movida después.
Pero también pudieron matarla en otro lugar y transportarla hasta aquí a posteriori. -¿Cómo se explica lo de la ropa?
- Debe de haber alguna explicación, pero no creo que sea médica. -¿Puede damos una idea aproximada de cuándo murió?
- Está cubierta de hielo, así que ya estaba aquí cuando cayó el chaparrón. Por otra parte, se percibe muy poca descomposición. Eso significa que no ha pasado a la intemperie esta última racha de calor.
Tomando todo esto en consideración, yo diría que fue abandonada aquí a última hora del lunes o acaso el martes por la mañana. Pero ustedes conocen el efecto congelador que se da aquí: será difícil establecer la hora de la muerte sin otros indicios. Ahora necesito que me echen una mano, por favor. Hay que darle la vuelta al cuerpo.
Delorme colocó su mano enguantada debajo de la rodilla extendida y la levantó. La capa de hielo que cubría las extremidades crujió sonoramente, se partió en trozos y se deslizó al suelo. La cabellera negra se mantuvo rígida, adherida a las ondulaciones de la cara.
- Las lesiones de la zona vaginal indican una posible violación; también hay contusiones claras en torno a la garganta. Es probable que haya sido estrangulada. Habrá que abrirla y buscar hemorragias petequiales en los pulmones. Ahora echémosle un vistazo a la cara. -Barnhouse le apartó el pelo de la cara y los mechones congelados se partieron como carámbanos-. Qué horror, si yo conozco a esta mujer…
- Parece que ya no tendremos que distribuir los carteles -dijo Szelagy.
Delorme contempló los rasgos helados y la pátina lechosa sobre los ojos entreabiertos. Pensó en todos los pacientes -miles tal vez- a quienes la joven doctora habría asistido de no haber sido asesinada, y se preguntó quién había podido hacerlo. La mente de Delorme se proyectó hacia el futuro. Habría mucho que hacer, ante todo informar a los padres de Winter Cates. Delorme se volvió hacia Barnhouse:
- Sabemos que la doctora estaba en casa a las once y media de la noche del lunes. Una amiga habló con ella. Pero por su contestador automático también averiguamos que el martes por la mañana ya no cogía el teléfono.
- Eso concuerda con lo que se ve aquí. Sin duda, el forense podrá ser más específico. -¿Cuánto cree que tardará el Centro de Medicina Forense en darnos los resultados de la autopsia?
- En eso ha tenido buena suerte. ¿Conoce al doctor Lortie?
Trabaja en el centro de Toronto.
- No.
- Pues es uno de los mejores forenses del país. Casualmente está aquí en la ciudad evaluando las necesidades del centro local. No le costará mucho convencerle para que realice la autopsia antes de marcharse. Ahorraría recursos de los contribuyentes y todas esas chorradas.
- Eso por descontado, además de mucho tiempo -dijo Delorme.
- Ojalá sirva de algo… -caviló en voz alta Barnhouse mirando a la muerta-. Es lo menos que podemos hacer por ella.
Todos se quedaron callados y, salvo el entrechocar de las ramas congeladas, en el bosque refulgente no se oyó nada.