15

Mientras en el bosque los peritos se dedicaban a sus tareas, Delorme se encaminó a Sudbury, a unos ciento veinte kilómetros de Algonquin Bay. El resplandor del hielo embellecía los postes de teléfono, los cables combados que los unían y hasta los ángulos de las rocas. Sin embargo, los pensamientos de Delorme no se apartaban de lo que había presenciado en el claro del bosque. ¿Habrá sido un crimen pasional? Quizá Craig Simmons finalmente explotó con la rabia de un amante desdeñado. Ciertamente, en la vida de la doctora no había otros sospechosos capaces de cometer semejante crimen. El sospechoso dice que estuvo mirando el partido de hockey, pero no puede probarlo. ¿Qué se puede hacer en ausencia de pruebas que demuestren lo contrario? Habría que verificar también la coartada del doctor Choquette, pero el anciano no encabezaba la lista de sospechosos de Delorme. Era curioso, en un lapso de días habían aparecido dos cadáveres en medio del bosque. Si Delorme descartaba a Craig Simmons, tendría que asumir que la muerte de la doctora estaba relacionada con la del yanqui. Y si era cierto, ¿por qué Shackley acabó comido por los osos y Cates no?

Por ahora, Delorme tenía que concentrarse en avisar a los padres de la doctora. Ya había telefoneado, pero era indispensable verlos en persona. Hablar con los deudos era sin duda alguna el peor aspecto de un caso de homicidio; el único por el que Delorme echaba de menos la relativa asepsia de Investigaciones Especiales, la asepsia emocional. Por lo menos en Especiales, donde ella había resuelto casos importantes, no había que ir a decirle a nadie que habían matado a su hija. No había que permanecer en una habitación atragantándose con el dolor ajeno.

Pero eso fue exactamente lo que Delorme hizo media hora más tarde. Desde la repisa de la chimenea, una fotografía de Winter Cates el día de su graduación la miraba sonriente, un augurio de alegrías y éxitos. La madre aguardaba apesadumbrada apretando un pañuelo en el sillón de la esquina. Era una mujer regordeta de unos sesenta y cinco años, poseedora de un cutis tan sedoso como el que lucía su hija en la fotografía. El padre, un ropero de hombre, con barba y flequillo canoso, enseñaba literatura inglesa en la Universidad Laurentian. Su corte de pelo recordaba al de un senador romano.

- Siempre supe que su relación con ese Craig Simmons era un error -dijo el profesor-. Ambos lo sabíamos. Winter tenía dieciséis años cuando lo conoció. Era bien parecido, atlético, jugador de rugby, todas virtudes indispensables para los adolescentes. Pero para los adultos estaba claro que había algo raro en él. Era demasiado intenso, demasiado apasionado. Andaba literalmente colgado de Winter todo el tiempo. Cuando estaban en el vestíbulo, se cogía del brazo de mi hija como si fuera un viejecito.

- Y no paraba de mirarla -añadió en un susurro la señora Cates.

Sus ojos seguían enrojecidos aunque ya no lloraba-. La miraba de una manera antinatural. Cuando hablaba, él la contemplaba embobado. Le miraba la boca como si le fuera la vida en cada palabra que mi hija pronunciara.

- Winter era poco más que una niña -se lamentó el profesor-.

No podía entender lo que ocurría. Supongo que ella lo consideraba un chaval muy romántico, pero cualquiera con un poco de experiencia distingue una obsesión cuando la ve. Da pena que actualmente sólo se preste atención a ese tipo de amor y no a los otros. Me refiero al que venden los libros, las películas y las canciones. No está bien visto amar sosegadamente. No, no, el amor siempre tiene que ser tormentoso y excesivo.

De hecho, para Delorme, el amor era siempre tormentoso y excesivo. Pero no iba a ponerse a debatir su punto de vista con el padre de la víctima.

- Craig Simmons nunca amó a nadie que no fuera a sí mismo -prosiguió el profesor-. Es como aquel adulador obsesivo que mató a John Lennon, o cualquier otro maniaco que no tolera ser rechazado. No lo toleran por la sencilla razón de que no aman a nadie más, los sentimientos de los otros nunca entran en su campo visual. ¿Usted cree que a él le importaba que Winter fuera feliz? No le importaba un bledo.

Hablamos con ella la semana pasada, nos dijo que estaba harta de él, que ya no le hablaba ni le devolvía las llamadas. Verá, los Craig Simmons de este mundo sólo piensan «Yo, Yo y Yo». Un Yo con i griega mayúscula.

No existe nadie más. Y si un no estrepitoso los enfrenta al hecho de que en realidad no son los dueños del universo, quedan devastados. Y lógicamente tienen que contraatacar, que es precisamente lo que hizo ese hijo de puta.

El profesor iba alzando la voz cada vez más. Su mujer alargó el brazo y le acarició la muñeca, pero él hizo caso omiso.

- Ese idiota mató a mi hija y quiero que se haga justicia, detective Delorme. Quiero ver cómo ese hijo de puta asesino se pudre en prisión el resto de su vida. Supongo que la habrá violado…

Sus cejas senatoriales se elevaron como si se tratara de una frase de las que se dicen todos los días.

A Delorme esa pregunta le daba pavor. Y además la habían cogido desprevenida:

- Me temo que eso parece.

El profesor se volvió como si hubiera recibido un disparo. Se dejó caer en el sofá y bajó la cabeza hasta casi hundida entre sus rodillas. Su mujer se levantó del sillón, se sentó a su lado y le apoyó la mano en la espalda.

- Lo curioso de Craig Simmons… -empezó a decir la señora Cates en un tono casi inaudible-. Mire, lo que mi marido dice es cierto.

Craig se comportaba así. Pero siempre he tenido la sensación de que lo había aprendido en alguna parte.

- Claro -dijo el profesor-, lo había aprendido viendo películas, o de sus padres. Quién sabe dónde lo aprendió. ¿A quién le importa?

- Lo que quise decir es que parecía haberlo aprendido como un actor, como si fuera un papel. Como si hubiera leído en algún lado que los enamorados se comportan así. Parecía que hasta el propio Craig supiese que su comportamiento era inapropiado, pero aun así actuaba de ese modo. Eso era lo que más me fastidiaba. -¿Amenazó de alguna manera Craig Simmons a su hija?

La señora Cates alzó la mirada al techo intentando no llorar:

- No, nunca.

De repente el profesor se incorporó. Fue tan brusco que en circunstancias distintas hubiera sido hasta cómico. -¿Cómo que no? Ese chico aparecía por aquí constantemente, sin avisar. Pasaba a buscar a Winter para ir juntos al instituto; habría sido normal de estar saliendo, pero ella va había roto con él «Papá, ahí, otra vez», me decía mi hija, y yo tenía que salir a decirle que se largara.

No servía de mucho. A la semana estaba de nuevo en la puerta.

- No creo que la detective se refiriera a eso cuando hablaba de amenazar. -¿Cuántas llamadas telefónicas de ese chico recibimos a regañadientes? ¿Cientos? ¿Miles?

- Es verdad, llamaba todo el tiempo -admitió la señora Cates-.

Al principio sentí pena por él. Es lógico, era evidente que estaba desesperado.

- No vayas a compadecerte de ese hijo de puta. Ni se te ocurra empezar con ésas.

- No lo haré, cariño. Sólo estoy contando lo que pasaba. Él nunca amenazó con lastimar a Winter. Sólo quería hablar con ella, verla. Como se imaginará, era una situación que supera a cualquier chico de dieciséis años.

- A veces se quedaba ahí fuera, sentado en su coche -dijo el profesor apuntando un dedo hacia la calle. -¿Es cierto que, cuando Winter se marchó a la facultad, él no la molestó durante diez años? ¿O entendí mal? -dijo Delorme.

- Es cierto -corroboró la señora Cates-. Durante los años que Winter pasó en Ottawa nunca se quejó de él. Le aclaro que Craig estaba lejos, en la costa Oeste. Sólo pudo visitarla en una o dos ocasiones.

Estaba en Regina, el campo de entrenamiento de la Policía Montada.

Después lo destinaron a un sitio todavía más al norte. Me aterroriza pensar que alguien como Craig Simmons pueda ser policía. Y que además vaya armado. -¿Winter accedió a verse con él como amigos después de aquello? Me refiero a cuando su hija ya había terminado la carrera.

- Mi hija sentía pena por él-dijo el profesor-. Sabrá Dios por qué, a mí nunca me dio la menor lástima. Pero hay algo que debe saber.

Mi hija quería montar su consulta en Sudbury, pero no lo hizo porque él estaba aquí. Lamentablemente, Algonquin Bay no está bastante lejos, quizá ningún lugar está bastante lejos para ese tipo de gente.

Delorme se quedó otros quince minutos, pero no obtuvo más información. El profesor la acompañó hasta el porche acristalado. A su alrededor el paisaje suburbano era fulgurante. -¿Cuándo piensan detenerle? -dijo el padre.

- No tenemos suficientes pruebas.

- Pero usted sabe que él lo hizo, ¿no?

- No sospechamos de nadie en firme. El comportamiento del señor Simmons es un fastidio, sin duda, pero eso no lo convierte en asesino.

El profesor la miró de arriba abajo como para calificarla.

Delorme vio que iban a ponerle un cero.

- Dígame una cosa -balbuceó el hombre-. Si no puede encerrar a un tipo como ése, ¿de qué sirve la organización para la que trabaja?

Durante todo el trayecto a casa, Delorme no pudo quitarse de encima el sufrimiento del matrimonio Cates. Intentó imaginar la devastación que provoca perder a un hijo, pero no fue capaz. La cara de la doctora se le aparecía como un espectro, y Delorme se prometió una vez más atrapar al culpable de haberle arrebatado el futuro.

La detective volvió a pensar en el cabo Simmons y acabó recordando a René, el novio obsesivo que le había tocado en suerte a ella. Todavía la llamaba de vez en cuando, casi siempre a las dos de la madrugada. La mitad de las veces estaba borracho y llorón; la otra mitad la chantajeaba emocionalmente diciendo que iba a quitarse la vida. Una vez apareció en el porche cuando Delorme estaba en el sofá besándose con otro hombre. Sonó el timbre y ahí estaba René tambaleándose en los escalones, golpeando el mosquitero con las palmas de las manos. La aparición había puesto muy nervioso al nuevo novio, que después de aquello ya no volvió a llamada. Lo último que sabía de René era que estaba en Vancouver. Ojalá se quedara allí.

El problema era que no había demasiados hombres ideales en Algonquin Bay, y Delorme no tenía planeado involucrarse sentimentalmente con nadie del departamento. Sería agradable que alguien como Cardinal -como él pero que no fuera él- apareciera en su porche. Cardinal era el hombre menos obsesivo que había conocido jamás (Usted sí que es estable, profesor). No es que su compañero fuera un tipo feliz -de hecho era un amargado y quizás hasta depresivo-, pero siempre hablaba de su mujer con gran afecto. Nunca mencionó la enfermedad que sufría, jamás; y seguramente su vida juntos no era un lecho de rosas. Según McLeod, Cardinal había criado a su hija casi solo. Es cierto que era difícil trabajar con él y que metía la pata -bastaba con fijarse en el asunto de Bouchard-, pero si uno se jugaba la vida sabía que Cardinal estaría allí cubriéndole las espaldas.

Siempre.

Delorme clavó los frenos; un camión había entrado en la autopista cerca de Sturgeon Falls. Pero, por Dios, ¿qué hago pensando en Cardinal?, se recriminó. ¿Cuándo se ha tomado él el trabajo de pensar en mí? Delorme encendió la radio. El locutor anunciaba que había explotado otra bomba casera delante de un restaurante de Montreal, una cortesía de la Liga de Autodefensa: el cartel del establecimiento estaba escrito en inglés. Delorme cambió a una emisora francófona -Celine Dion aullaba sobre un amor perdido- y decidió desterrar de su mente a Cardinal.

Cuando llegó a comisaría, Delorme telefoneó al despacho del juez de instrucción, ubicado en el Hospital de Ontario. Primero habló con Barnhouse, y éste le pasó la llamada al doctor Alain Lortie. El forense de Toronto parecía joven, pero muy seguro de sí mismo.

- Esta mujer murió estrangulada, no tengo ninguna duda. Hay hemorragias en los pulmones y en los ojos, además de la fractura del hioides. Se ve que el asesino es muy fuerte. -¿Qué opina de la violación? Encontramos su ropa en las inmediaciones. Se la habían arrancado.

- Lo de la ropa podría indicar que hubo agresión sexual. Es también lo que suelen sugerir las lesiones en la zona vaginal, y aquí las hay. Aun así, yo no tendría en cuenta las prendas de vestir, porque la lividez y la avanzada actividad de las moscas indican que fue muerta en otro lugar. No hay moscas en el exterior esta época del año, eso significa que la mataron de puertas adentro. Me arriesgaría a afirmar que arrancarle la ropa fue una idea de último momento. No hay semen, ni desgarros vaginales o anales. Esta mujer no fue violada. -¿Está seguro?

- No puedo probarlo, detective. Es lo que me dice la intuición.

- Pero alguien quiere hacerlo pasar por una violación.

- Eso parece. -¿A qué hora murió?

- El contenido del estómago eran dos galletas de chocolate y poco más.

- Sabemos que estaba comiendo ese tipo de galletas a las once y media de la noche del lunes. Mientras hablaba por teléfono con una amiga.

- Pues por la cantidad que llegó a su tracto digestivo, diría que murió como mucho una hora después de esa llamada. No he visto nada más que pueda interesarle. Le enviaré el informe por fax.

- Muchas gracias, doctor. Sé que no había venido aquí a hacer autopsias.

- Me alegra haber podido ayudar.

Delorme se propuso guardar la hora de la defunción en el archivo mental correspondiente a los hechos irrebatibles, luego bajó al comedor de la comisaría. Junto a la máquina expendedora de Coca-Colas había un tablero de anuncios. Como era su costumbre, se detuvo a leerlo. Además de los anuncios de ventas, había una lista de matrículas de automóviles vistos en la Galería Northtown.

La sala de videojuegos de ese centro comercial en miniatura se había convertido en un incordio para el vecindario. Los jóvenes merodeaban a todas horas por allí, armando bulla y fumando porros. Los uniformados de ronda tenían orden de apuntar las matrículas de cualquier vehículo que aparcara allí después de las once de la noche. Se trataba de un intento moderado y de bajo presupuesto de deshacerse del camello que suministraba marihuana a los chavales. La lista de matrículas estaba colgada en la cocina bajo el sardónico título de

¡LOS MÁS BUSCADOS DE ALGONQUIN BAY!

Mantener la lista al día era una tarea policial informal, fuera de toda normativa, si es que podía considerarse una tarea. Era el tipo de actuación que un jefe de policía sincero definiría como un esfuerzo infatigable por erradicar un problema menor. «Estamos siguiendo el asunto de cerca», podría afirmar R. J. Kendall y seguir mirándose al espejo sin sentir vergüenza. En síntesis: nadie se tomaba la lista demasiado en serio. Pero allí estaba, clavada al tablero de anuncios junto a la máquina expendedora, entre aparatos de ejercicios de segunda mano y casas de campo en alquiler. Todo el mundo le echaba una ojeada.

Delorme metió una moneda de un dólar en la máquina expendedora. Presionó el botón de la Coca-Cola Light y la máquina dejó caer una Coca-Cola normal. Delorme se quedó allí de pie bebiendo a sorbos, contemplando la fotografía de un equipo completo de hockey de segunda mano a la venta por «sólo» quinientos dólares. Después leyó otro anuncio que ofrecía seis gatitos atigrados. El siguiente era de alguien que quería comprar un portátil «tirado de precio», y algún bromista había sobrescrito a mano: «Ve a ver a Nancy Newcombe».

Nancy era la encargada del archivo de pruebas.

Mientras Delorme miraba en el envase cuántas calorías tenía su Coca-Cola, la lista de matrículas atrajo su atención. PAL 474, una matrícula bastante fácil de recordar. Delorme pasó velozmente las hojas de su libreta para asegurarse. Pero lo que más le aceleraba el pulso no era la matrícula sino la hora y la fecha en que el uniformado de ronda había avistado el vehículo: el lunes a las 23.00 horas.

Un conductor responsable cubriría el trayecto de Algonquin Bay a Mattawa en unos treinta y cinco minutos. Delorme lo hizo en veinte. La casita malva de Simmons asomó al final del camino de entrada en todo su esplendor victoriano. El aire helado había añadido una capa de escarcha cristalina al revestimiento exterior. El Jeep de Craig Simmons seguía allí. Para Delorme, corroborar aquella matrícula fue como ver un cartel de neón titilante que gritaba «Culpable» en letras de un rojo furioso.

Delorme pulsó el timbre, pero no obtuvo respuesta. Simmons se encontraba al otro lado del cobertizo para botes, instalando una cerradura inexpugnable en el portón. A espaldas de Simmons, las aguas del río Mattawa -oscuras y profundas en ese tramo- dibujaban pequeños remolinos. El sospechoso hizo caso omiso de la llegada de Delorme y siguió con su tarea.

- Cabo Simmons, he venido a hacerle unas preguntas.

- Ha muerto, lo oí en las noticias. Mire, ahora mismo no me apetece hablar con usted.

- Usted es policía y sabe que tengo que hacerlo. No me lo ponga más difícil de lo que es.

Simmons la miró con asco. Dejó caer ruidosamente el destornillador en la caja de herramientas y se encaminó hacia la casa.

Delorme lo siguió. El interior de la vivienda olía a café. Simmons llenó una taza y se la ofreció a Delorme. Ella la rechazó. Simmons fue hacia el salón, se sentó en el borde de un recamier y se agarró la cabeza. Delorme se preparó para otra explosión de ira. Pero el cabo se incorporó y se miró las manos corno si fueran las hojas de un libro abierto.

- Desde el principio supe que estaba muerta. Lo supe apenas desapareció. Winter no es el tipo de persona que desaparece sin más.

- Veo que se lo torna bastante bien. -¿Bien? No. No tengo paz.

Delorme se sentó en el apoyabrazos de un sillón de orejas.

- Por lo menos, está más sosegado que la última vez.

- Usted cree que maté a Winter. y cree que estoy tranquilo porque la maté.

Delorme se encogió de hombros:

- Lo ha dicho usted, no yo. -¿Le parece imposible que alguien sufra terriblemente aunque por fuera parezca tranquilo? -Simmons bebía de una delicada taza con dibujos de flores, una taza ridícula para un hombre musculoso-. ¿No entiende que tener la certeza de que ella ha muerto es menos estresante que torturarme pensando dónde estará? No sabía si estaba tirada por ahí, herida o sufriendo. Pues aquí me tiene, destrozado y al mismo tiempo menos… ansioso. Aunque quizás ésa no sea la palabra más adecuada.

- Imaginé que se sentiría mucho peor, teniendo en cuenta que, salvo el partido de hockey que vio el lunes por la noche, usted carece de coartada.

- Pero yo sé que soy inocente. Así que eso le preocupa más a usted que a mí. Desde que conocí a Winter en el instituto hace más de diez años, únicamente he querido estar con ella. Pero Winter nunca sintió lo mismo. Yo le caía bien y había cosas mías que le gustaban, pero yo quería casarme con ella y ella nunca quiso. Ha sido insoportable.

Simmons perdió la mirada en el vapor que se elevaba de la taza, después se mesó el flequillo rubio. Sería un tipo atractivo si no fuese un farsante que actúa constantemente, reflexionó Delorme.

- Desde que la conocí, sentí dentro de mí un mecanismo que decía: tiene que ser mía, tiene que ser mía, tiene que ser mía -dijo Simmons pegando las palabras como si fuera el traqueteo de un motor-.

Día tras día, año tras año, mi único objetivo fue conseguir que Winter me amara. Hubiese hecho cualquier cosa. Cuando estaba estacionado en Regina, a veces volaba hasta Ottawa para pasar el día con ella. Un mísero día. Me costaba una fortuna. Y le escribía. Le escribía cartas interminables diciéndole cuánto la amaba. Si hasta empecé a leer medicina porque eso era lo que ella estudiaba. Imagínese.

- Mire, cabo Simmons, no es ninguna novedad que usted estaba colgado por la doctora. Era más que evidente por los mensajes que le dejaba. -¿Sabe lo que es vivir así? -Simmons la miró, pero Delorme supo que él no esperaba una respuesta-. Fue como vivir a marchas forzadas durante diez años. Pero ya se acabó. Y aunque me sienta destrozado porque Winter ya no está, también me he quitado el yugo.

Ya puedo dejar de esforzarme. Se ha acabado y no puedo hacer nada al respecto. Ya no tengo que esforzarme para que me tome en cuenta y eso, aunque le parezca raro, me causa un gran alivio.

- Me alegro por usted. De haber sabido lo bien que le sentaría a usted la noticia, estoy segura de que a la doctora Cates no le habría importado morir antes.

- No sospeche de mí, detective. En una situación como ésta, pocos serían tan honestos como yo.

- Claro. Estoy impresionada. Además usted estaba mirando el partido de hockey cuando la mataron. Eso fue lo que dijo, ¿verdad?

- Eso dije, y es la verdad. -¿Entonces por qué vieron su Jeep Wrangler, matrícula PAL 474, el lunes por la noche delante de la Galería Northtown?

Simmons posó su taza en la mesa con tanta suavidad que ni se oyó.

Se puso pálido y volvió a hundir la cabeza entre las manos.

- Cabo Simmons, a un tribunal le va a costar comprender su concepto de la sinceridad. Dijo que estaba aquí cuando mataron a Winter, pero no es cierto. Usted estaba en Algonquin Bay.

- Dios me salve… -dijo. Y sin levantar la cabeza, añadió-: Y me asista.