21

De regreso a Montreal tras la inútil visita al ex cabo Sauvé, Cardinal telefoneó a Catherine. Ésta le contó que a su padre le habían dado el alta en el hospital y se encontraba de nuevo en su bungalow.

- Le dije que se quedara con nosotros, pero no me hizo caso. No insistí, ya sabes cómo es tu padre. -¿Tiene buen aspecto?

- Considerando que acaba de salir del hospital, sí. Está un poco débil, pero es duro de pelar.

Cardinal avisó a su mujer que regresaría al día siguiente.

- Pues no llegues muy tarde. Está lloviendo y probablemente se formará otra capa de hielo. La carretera se va a poner peligrosa.

Cardinal había quedado con Delorme en un café de Saint-Denis, pero llegó pronto. Como había empezado a lloviznar, tuvo que resguardarse en uno de los centros comerciales subterráneos que corrían por debajo de Sainte-Catherine. Muchas ciudades modernas tienen centros comerciales similares, muy concurridos durante el invierno. Pero Montreal oculta bajo sus calles una civilización entera: kilómetros y kilómetros de los comercios más variados: farmacias, grandes almacenes, estancos, peleterías. Cardinal lo comprendía perfectamente -afuera llovía, y a veces la temperatura caía hasta más de treinta grados bajo cero-, pero no era el lugar donde él iría para pasarlo en grande. A pesar del lujo que lo rodeaba, pasear bajo tierra le causaba opresión y la luz artificial le daba a los viandantes un aspecto deslucido e insatisfecho.

Llegó a una intersección del tamaño de un aeropuerto e intentó recordar los nombres de las calles; orientarse bajo tierra se le hacía difícil. Una tienda de cosméticos le llamó la atención. Permaneció unos instantes mirando los escaparates, preguntándose qué podía llevarle a Catherine. Pensó en regalarle una colonia llamada Torso, cuya botella tenía esa forma, pero le recordaba demasiado a las autopsias.

A la una de la tarde volvió a emerger a la superficie y se encontró con Delorme en el café Tasse Toi, tal y como habían acordado.

El local era una crepería diminuta donde sólo iban turistas y tenía el techo decorado con libritos de cerillas de todo el mundo. La clientela la formaban mayoritariamente enormes mujeres de Texas.

- Gracias a Dios que has llegado -dijo él.

- Sé que no puedes vivir sin mí, Cardinal. Es la única razón por la que he hecho este viaje.

Pidieron dos crepes del día con sus respectivos cafés, el de Cardinal descafeinado. -¿Que tal te fue con Theroux?

- Tuve que contentarme con Françoise, su mujer. Pero a fin de cuentas creo que he salido ganando.

Cardinal escuchó en silencio y tomó notas. Apoyó la fotografía de los miembros del FLQ contra su taza de café: -¿Se llama Yves Grenelle? ¿Y dices que Miles Shackley anduvo buscándole poco antes de morir? Eso, si damos crédito a lo que te ha contado madame Theroux.

- Es una mujer de mediana edad que dirige una guardería, todo lo que quiere es olvidar aquellos años. Creo que podemos confiar en su testimonio. ¿Has conseguido sonsacarle algo a Sauvé?

- Nada. -¿Nada de nada? ¿Después de semejante viaje?

- Creo que mi dominio del francés no le impresionó.

- Eso lo entiendo.

- Además, no tenemos con qué presionarlo. Cumplió su condena y no se mete con nadie. ¿Qué le importan las preguntas de un par de maderos de Ontario? Probablemente yo haría lo mismo en esa situación.

Llegó la cuenta.

- Cómo se pasan. Sólo eran un par de cafés y otro de crepes -dijo Cardinal al ver el total-. Me sorprende que se salgan con la suya.

- Si te ven pinta de ser de Ontario, te cobran el doble.

Dejaron uno de los automóviles en el cuartel general de la RPMC y callejeando por el centro de la ciudad se desplazaron hasta el distrito de Hochelaga. Con el mapa abierto sobre las rodillas, Delorme fue dirigiendo a Cardinal por el laberinto de calles de sentido único. -¿No habríamos podido ir todo recto por Sainte-Catherine?

- No si queríamos llegar hoy. Es ésta.

Cardinal torció por otra callejuela estrecha y deprimente.

- Guau -exclamó Delorme-. Estamos a un par de pasos de donde viven los Theroux.

La detective recordó lo que Ducharme les había dicho aquella mañana. Según las propias palabras del sargento: «Simone Rouault era para darle de comer aparte. Entre otras cosas, entre muchas otras cosas, ha sido informante de la policía. Por definirla de algún modo, cabría decir que era una mujer complicada. A veces ha estado del lado de los buenos, ha respetado la ley y ha ayudado a encerrar a esos cabrones para que se pudrieran en la cárcel. Otras veces se ha dedicado a hacer estallar cartuchos de dinamita en Mount Royal; a Simone Rouault le encantaba la dinamita. Es una separatista ferviente que en su tiempo fue informante del GAC. Si consiguen entenderla, no duden en venir a explicármelo. Tiene un humor de lo más cambiante. Fougere solía venir de las reuniones destrozado, como si hubiera peleado cinco asaltos con un gato montés». Pero había que ver el lado bueno:

Ducharme también les había confiado que, con una copa en la mano, aquella mujer era capaz de vender a su propia madre.

La casa de Simone Rouault era un dúplex minúsculo, con un balcón oxidado que colgaba de la planta superior como un labio hinchado.

Después de una eternidad, una anciana apoyada en un andador abrió la puerta. De la comisura de la boca le pendía un cigarrillo, o más bien cuatro centímetros de ceniza que milagrosamente seguían adheridos a él.

- Perdone la molestia -dijo Delorme en francés-. Buscamos a Simone Rouault.

- Soy yo. ¿Qué se les ofrece?

Delorme empezó a hablar en francés a velocidad de ametralladora. Demasiado rápido para Cardinal: la única palabra que éste creyó reconocer fue «Ontario». La réplica de la señorita Rouault fue aún más inescrutable. Cardinal se colocó detrás de Delorme, representaría la autoridad pero sin intimidar.

La anciana se hizo a un lado y los policías pasaron a un salón apenas más grande que el dormitorio de la casa de Cardinal. -¿Ya usted qué le pasa? -espetó la mujer al detective-. ¿Es sordomudo?

- No se me da demasiado bien el francés.

- Tenía que ser de Ontario. Pues entonces hablemos en inglés.

No es un idioma civilizado, pero hay que comunicarse, ¿no?

La anciana se movía con una lentitud que causaba pena, cayéndose hacia un lado. El esfuerzo de caminar le arrancaba un suspiro a cada paso. Con sumo cuidado se acomodó en un sillón, pero los detectives no tenían dónde sentarse. Sólo había un sofá cama que la anfitriona no se había molestado en recoger. Cardinal dudó de que la señorita Rouault pudiera juntar las fuerzas.

- Gracias -dijo Cardinal-. Pero prefiero estar de pie.

- Siéntese, cojones. No es más que una cama, no le va a morder.

Además, si cree que voy a doblar ese trasto inútil para hacerle los honores a usted, va listo.

Los detectives tomaron asiento y el colchón se hundió unos cuantos centímetros. Habló Cardinal:

- Señorita Rouault, el caso que estamos investigando involucra al menos a una persona que estuvo activa en el FLQ allá por 1970.

Necesitamos saber de aquellos años. No tiene por qué preocuparse, sólo hemos venido en busca de información. -¿Preocuparme yo? No soy de ésas, cariño. He colocado una docena de bombas y escrito veinticinco comunicados en nombre de un grupo terrorista, he dado asilo a fugitivos, prestado ayuda a enemigos del Estado y organizado siete robos a bancos. Deténgame si le apetece.

- La anciana extendió sus muñecas deformes y sarmentosas para que se las esposaran.

- No hemos venido a detenerla.

- Claro que no, cojones. Si lo hicieran tendrían que detener a toda la RPMC. Mis compinches fueron a parar a la cárcel, igual que mis amantes, y hasta mi mejor amiga. Pero yo no, y todo tiene una explicación.

- Eso nos han dicho -admitió Cardinal-. De hecho, me pregunto cómo es que usted sigue viviendo en Montreal con el mismo nombre.

- Míreme. ¿Qué van a hacer? ¿Echar abajo la puerta y acribillar a una ancianita? Que vengan si quieren, me da igual.

- Volviendo a lo nuestro, esperábamos que usted nos…

- Saben que no puedo hablar con ustedes, ¿verdad? -lo interrumpió la anciana.

- Los hechos que investigamos tuvieron lugar hace treinta años.

No creo que a estas alturas desvelemos un secreto de Estado.

- Pues el SSIC no piensa igual. Me llamaron esta mañana para decirme que no hablara con ustedes. -¿Habló con Calvin Squier?

- No dijo quién era. Pero era mayor y francófono. Me dijo que si les daba información estaría haciendo peligrar la seguridad nacional.

Incluso me amenazó con quitarme la pensión. No crea que siento la menor lealtad hacia esa gente. Ya ve cómo vivo. Dudo que el teniente Jean-Paul Fougere viviera así en New Brunswick o donde cojones se haya retirado antes de morir. Los del SSIC son los mismos mafiosos con otro nombre. Si no me hubieran llamado para amenazarme, probablemente ni siquiera estaríamos hablando ustedes y yo. Pero ahora, por mí, el SSIC puede irse a tomar por el culo.

Delorme rebuscó en su bolso y sacó una caja ovalada.

- Françoise Theroux me dijo que esto le gustaba.

La anciana cogió la caja y la miró como si fuera un objeto extremadamente inusual, una rareza de museo. Con dificultad extrajo la botella y la acunó como si se tratara de un recién nacido. -¿Qué tal trata la vida a los Theroux?

- Parece que bastante bien.

- Vaya sentido del humor que tiene el destino, ¿eh? Los asesinos viven como Dios y yo como un caso de beneficencia.

- Necesitamos saber quién es esta persona -dijo Cardinal, y le entregó la fotografía de Shackley tomada en 1970.

Durante unos segundos Simone Rouault examinó la foto sin dejar entrever expresión alguna. La devolvió y sus labios resecos y ajados esbozaron una tenue sonrisa. Ladeando la cabeza, dijo:

- Esa historia podría llegar a contársela -dijo, y señaló la botella de champaña con un gesto de la barbilla-. Venga, descórchela.

Cardinal cogió la botella y empezó a quitar el capuchón de aluminio. La señorita Rouault se volvió hacia Delorme:

- Nunca deja de ser un placer ver a un hombre fuerte mover las manos, ¿eh?

Delorme hizo caso omiso del comentario.

- Las copas están allá, cariño. -Con otro gesto señaló el aparador metálico encima de una nevera de tamaño mediano-. ¿Me acompaña?

- Me encantaría -repuso Cardinal-. Pero lamentablemente…

- Ya, ya. Qué pena. No estaría bien que la Montada anduviera borracha por ahí, ¿verdad?

- No somos de la Montada -aclaró Delorme.

- Era una expresión metafórica, querida. No sea tan literal.

Cardinal volvió con una copa de flauta de dudosa higiene. La llenó.

Después dejó la botella en el suelo. La anciana se acercó la copa a la nariz e inspiró.

- Veuve Clicquot… la viuda preferida de todo el mundo.

- Veuve significa «viuda» -explicó Delorme a Cardinal.

- Eso me figuré.

- Hubo un tiempo en que sólo bebía esto. -La señorita Rouault tomó un sorbo delicado. Luego levantó la copa, examinó el color y tomó otro sorbo-. Sabe igual que entonces. La única que ha cambiado soy yo.

Cardinal y Delorme esperaron.

- Antes de empezar, es fundamental que comprendan que yo era hermosa -dijo la anciana-. Muy hermosa.

- Puedo imaginario -repuso Cardinal.

Detrás de las venas diminutas todavía destacaban los pómulos altos y el bello arco de sus cejas. Sus ojos grises, ahora casi ocultos bajo los pliegues de piel, estaban lo bastante separados para suponer que, en su plenitud, Simone Rouault debió de irradiar un aura de sabiduría poco común en las mujeres de su edad.

- Yo tenía una cierta intensidad, un aire apasionado que, mezclado con un toque de desdén, era como un imán para la gente -dijo sin mucha modestia.

Se levantó con esfuerzo, fue hacia la estantería y cogió una instantánea de una mujer joven riendo ante la cámara. Tenía una dentadura perfecta, un labio superior carnoso que invitaba a morderlo y unos ojos grises de una transparencia increíble.

- Me la tomaron en la playa, durante el verano de 1970.

Entonces tenía treinta y un años. -Eso significaba que andaba por los sesenta, aunque su aspecto era el de una mujer veinte años mayor-.

Osteoporosis, artritis… nombren cualquier enfermedad y verán que yo la tengo. Nunca me gustó la leche, prefería alimentarme con esto -dijo cogiendo un paquete de Gitanes y encendiendo uno. Entonces, con una de sus garras disecadas, volvió a aferrar la fotografía. Señaló algo, pero no era su cara de entonces sino las nubes de fondo y la colina que asomaba por la izquierda-. ¿Lo ven? ¿Saben qué es? O, mejor dicho, ¿lo que era?

- La playa -dijo Cardinal encogiéndose de hombros.

- Otra mente literal. Ustedes dos deberían casarse. Lo que estaba señalando era mi futuro, porque por entonces todavía lo tenía. ¿Le importa…? -La anciana le acercó la copa a Cardinal y éste se la rellenó. La mujer tomó un sorbito tembloroso y apoyó la copa en su regazo-. Mi futuro -repitió-; es increíble pensar que este cuerpo, esta cara y este cuarto iban a ser mi futuro. De haberlo sabido, como se imaginarán, me habría colgado. ¿Les corre prisa? No, ¿verdad?

Cardinal y Delorme lo confirmaron con sendos gestos.

- Es un gran lujo tener tiempo.

Tres bien.

Tengo su atención, un pitillo y la copa llena. Permítanle entonces a esta vieja contarles adónde la llevó su futuro. »Yo tenía veintinueve años. No era tan mayor, es cierto, pero en aquellos años la juventud lo era todo. Ser joven era considerado un honor, del mismo modo que en el siglo anterior era un logro llegar a viejo. Ambas posturas son tremendas gilipolleces, huelga decirlo. La edad es la edad y no hay nada que hacer. Pero por entonces, me refiero a 1968 y 1969, si uno tenía más de treinta, pues… ya se le había pasado el cuarto de hora. Los Beatles estaban en la cumbre de su fama, y todo el país enloquecía con Trudeau. ¿Por qué? Porque era un presidente joven, como Kennedy. Y como el yanqui, daba cojonudamente en la tele.

Incluso había una organización gubernamental llamada Compañía de Jóvenes Canadienses. Por supuesto que era un programa de empleo ficticio para ocultar un paro alarmante, pero hasta eso sonaba romántico. »La mitad de la población tenía menos de treinta años, y eso se traducía en poder. Con esos porcentajes a los políticos no les quedaba más que escuchar. En las universidades, los estudiantes hacían huelgas para cambiar las asignaturas, podían contratar o despedir profesores, incluso a los titulares de las cátedras. Por supuesto, organizaban un sinfín de protestas contra la guerra de Vietnam. Fueron tiempos radicales. »Chicos y chicas acudían a manifestaciones y sentadas; pero nadie, o casi nadie, tenía más de treinta. Era estimulante verse rodeado de miles de personas iguales a uno. Todos pensando lo mismo, cantando las mismas canciones, creyendo en lo mismo. Pero lógicamente también había un lado malo. Todo el mundo se vestía igual: guerreras militares y vaqueros, camisetas teñidas a mano y vaqueros, blusas de seda india y vaqueros; y todo el mundo decía las mismas cosas. Por cierto, ese George Orwell no era ningún gilipollas.

La señorita Rouault tomó un poco de champaña y dio una buena calada al Gitanes; soltó el humo lentamente, contemplando el rizo blanco.

- Me daba terror envejecer. No era sólo mi neurosis, fueron los tiempos que me tocaron vivir. Eso por un lado. Por el otro, me había casado joven y con la persona equivocada. Mi marido se consideraba un gran artista, pero el resto del mundo no opinaba lo mismo y él la tomó conmigo. Pero, bueno, el matrimonio se acabó y a los treinta me sentía derrotada. »Era demasiado mayor para meterme en política estudiantil.

Había estado en la Universidad de Montreal durante dos años, pero abandoné los estudios para casarme. Después de la ruptura, la recuperación me llevó mucho tiempo. Entré a trabajar en una compañía petrolera, el trabajo más aburrido que podía echarme a la cara, y empecé a interesarme muchísimo por la política. »Yo ya era separatista. René Lévesque había formado el Partido Quebequés y yo creía en él con una fe ciega. Quebec se convertiría en Estado soberano, aunque permanecería asociado económicamente al resto del país, como sucede en la actualidad con los estados de la Unión Europea. El Partido Quebequés lo conseguiría por medios democráticos.

Primero, obtendríamos los votos para asumir el gobierno provincial.

Segundo, habría un referéndum para decidir la escisión de Quebec. Y tercero, formaríamos una nueva nación. »Me sentía sola y estaba desesperada por llenar muchas horas vacías. Estaba encantada de que el partido me mandara de un lado a otro. Cerraba sobres y pegaba sellos y hasta distribuía los folletos de puerta en puerta. Había muchos otros quebequeses echando una mano; hice un montón de amigos. Me levantaba a las seis de la mañana y el candidato y yo nos plantábamos delante de la boca de metro. Al terminar la jornada de trabajo volvía a repartir folletos, además de acudir a las interminables reuniones de planificación que había por la noche. »Éramos jóvenes, creíamos que todo iba a suceder de la noche a la mañana. Y cuando nuestro candidato local fue derrotado y René Lévesque también, me quedé pasmada. Me deprimí. Les diré una de las razones de la derrota: el FLQ. Los liberales no tardaron ni un segundo en asociar el Partido Quebequés con las bombas de Westmount. Eso asustó a los votantes. Poco importaba que Lévesque repitiera hasta el cansancio que el Partido Quebequés no aprobaba el uso de la violencia y defendía los valores democráticos. La realidad era que el FLQ asustaba a la gente, y perdimos. Perdimos miserablemente. »A los voluntarios que trabajamos en la campaña, la derrota nos afectó de diferentes maneras. Uno de los muchachos con los que trabajé, un tal Louis Labrecque, dijo que le estaban entrando ganas de unirse al FLQ. Incluso me preguntó si no me uniría yo también. Estaba tan deprimida que le dije que tal vez lo haría. Creí que era una conversación sin importancia y la olvidé por completo. »Bon.

Unos seis meses después, el muchacho apareció en mi casa y me preguntó si estaba dispuesta a ayudar a la revolución, es decir, al FLQ. Le dije que no quería realizar acciones violentas de ningún tipo. Él dijo que no habría violencia, que lo que necesitaban era dinero. Me preguntó si todavía trabajaba en la compañía petrolera. No sé por qué, yo le había contado que una vez al mes entregaba sumas considerables de dinero a las distintas sucursales para pagar los sueldos. Obviamente esto ocurrió décadas antes de las transferencias electrónicas. Pero la empresa no usaba transportes blindados Brinks ni nada parecido, éramos mi jefe y yo quienes hacíamos el recorrido en un coche y repartíamos los sobres de papel manila a las sucursales. Él se quedaba en el coche y yo hacía la entrega. »Le dije al muchacho aquel que no estaba dispuesta a robar a la empresa que me empleaba. Él contestó que entendía mi postura y me explicó que la víctima del robo sería yo. Cuando hiciéramos la ronda, ellos nos atracarían a mi jefe y a mí. En dos semanas se pagaba otra quincena, el FLQ lo haría entonces. Le dije que necesitaría tiempo para meditarlo. »A partir de entonces, el muchacho me miró de una manera muy distinta. Mis palabras no le habían gustado. Leí su mirada, y vi que pensaba: si ella no participa en el robo, me habré expuesto innecesaria y ridículamente ante esta perra. Su imprudencia podría suponerle problemas con los demás miembros del FLQ. Aquella mirada me asustó.

Me dio tres días para considerarlo. »El miedo no me dejaba dormir. Tenía la impresión de que si no le seguía el juego me mataría. Y si aceptaba tomar parte, sin duda acabaría con mis huesos en la cárcel. Así fue como dos noches más tarde me acerqué a la jefatura de policía y dije que tenía información sobre el FLQ. Esa noche conocí al teniente Jean-Paul Fougere, que en paz descanse.

La señorita Rouault dio una larga calada.

- Jean-Paul Fougere… Jean-Paul tenía treinta y cinco años.

Era delgado, nada corpulento, pero le sobraba garbo. No sé si «garbo» es la palabra adecuada para describir a un hombre, pero su manera de moverse me fascinaba. Sólo vedo encender un cigarrillo me producía placer, la manera en que lo sostenía, cómo le daba golpecitos contra el cenicero. Era como una puesta en escena…, todo un espectáculo. »Con el correr de los meses fue contándome cosas sobre su vida, pero a ustedes eso no les interesa. Todo lo que necesitan saber es que era uno de los mandos principales del GAC y que quería infiltrar a un agente como fuera. Los maderos no tenían ni idea de cuándo atacaría el FLQ, desconocían el tamaño de la organización. Conocían a quiénes lo formaban (miembros de la extrema izquierda, del partido comunista, activistas de los sindicatos), pero no podían probar nada. Necesitaban un topo. »Sus patéticos intentos de reclutar informadores ponían furioso a Jean-Paul. ¿Saben cómo reclutaban a la gente? Cogían a uno de los sospechosos, lo metían en un hotelucho de mala muerte y lo aterrorizaban durante horas. Lo amenazaban con sus armas y cosas por el estilo, como si con eso fueran a lograr que de repente el infeliz sintiese lealtad por las fuerzas del orden. A otros los amenazaban con sacar a la luz su homosexualidad, cosa que habría funcionado si hubiesen escogido a alguien cercano al FLQ, pero no daban una. Mientras tanto, por todo Montreal y por Quebec ciudad estallaban bombas, pero el GAC seguía sin conseguir averiguar nada. El jefe de Jean-Paul quería sangre, el primer ministro quería sangre, pero el GAC era un desastre. Y entonces aparecí yo, con mi dilema sobre tomar o no parte en el robo.

- Usted debió de parecerles una bendición del cielo -dijo Cardinal.

- Jean Paul no se lo podía creer. «¿Qué voy a hacer con lo del robo?», me lamentaba yo. «Si no acepto, me matarán.» «Tienes que participar», me contestó él, «¿ qué otra posibilidad te queda?» Me lo soltó así, sin más; pensé que se había vuelto loco. Yo no quería que me atracasen, imagínense que nos pegaran un tiro a mí o a mi jefe.

La señorita Rouault hizo una pausa para servirse un poco de champaña; con el cuidado de un cirujano llenó la copa hasta el borde asegurándose de que la espuma no lo rebasara. Encendió otro pitillo, sin tomar en cuenta que el último que había fumado todavía humeaba en el cenicero. A Cardinal le escocían los ojos. La anciana bebió un sorbo largo y meditabundo. Entonces, con la copa apoyada en el regazo y la mirada perdida en el líquido dorado como si mirara una bola de cristal, musitó:

- Así comenzó mi vida de informante.

Delorme se inclinó hacia delante y sobresaltó a Cardinal.

Delorme tenía un don para sumergirse en una quietud tan intensa que los demás se olvidaban de su presencia. -¿La policía no advirtió a su empresa del atraco? -dijo Delorme. Rouault negó con la cabeza; una lluvia de cenizas le cayó sobre el pecho y el regazo.

- No les avisaron. Pero Fougere ordenó al banco que todos los billetes destinados a la empresa fueran marcados. Salvo por esa precaución, todo procedió de forma rutinaria. Llegó el día de la paga y mi jefe y yo salimos a hacer las entregas como de costumbre. -¿Quiénes realizaron el robo?

- Fueron tres: Labrecque, un tipo algo más mayor llamado Claude Hibert y un fanático llamado Yves Grenelle. Grenelle era el único improvisado de toda la operación. »A las tres en punto, mi jefe y yo estamos listos para hacer la entrega en la primera de las sucursales. Nos detenemos en el mismo lugar de siempre, pero antes de poder bajarme con el sobre aparecen dos hombres, uno a cada lado del coche. Luego me enteré de que el tercero, Hibert, esperaba en un vehículo aparcado en la acera de enfrente. Los asaltantes nos piden todo el dinero. Empiezan por quitarnos cartera y bolso, fue un detalle para que el robo no pareciera amañado. Y luego, como si se le hubiera ocurrido de golpe, Labrecque manotea el sobre que tengo en la mano. »Hasta ese momento, todo ha salido de maravilla. Pero entonces, sin que viniera a cuento, Grenelle le da a mi jefe en la cabeza, creo que con una cachiporra. Mi jefe no ha hecho nada, no ha opuesto ninguna resistencia, pero Grenelle le pega con ese chisme y lo deja seco.

Fue una estupidez porque ese detalle convirtió un simple robo en un asalto con violencia. No hacía falta. Mi jefe no me caía bien (siempre estaba pellizcándome el culo y haciéndome caídas de ojos), pero tampoco me caía tan mal. No me apetecía que se pasase tres días ingresado, que fue justamente lo que sucedió. La realidad no es una película, en el cine uno recibe un porrazo y se levanta como si nada dos minutos después. -¿Qué opinó el FLQ de su colaboración?

- Se convirtió en una fiesta. Labrecque dijo que nunca los había visto tan entusiasmados. Él sacó un gran provecho político de eso, pues era quien me había reclutado. Se llevaron cinco mil dólares. Como se imaginarán, mis compañeros no sabían que se trataba de billetes marcados, así que estaban encantados conmigo. -¿Volvió a ver a Grenelle?

- Cuando Labrecque me dijo que había sido aceptada, lo primero que hice fue aclarar que no quería volver a trabajar con Grenelle. No me interesaba la violencia gratuita.

La señorita Rouault se sirvió un poco más de champaña y continuó:

- Los meses siguientes los pasé reclutando. No me pidieron que hiciera nada excesivo. Generalmente me sentaba en el Chat Noir (el café de los activistas) y esperaba a que se me acercara algún separatista. Hablábamos de la revolución y antes de que se diera cuenta ya se había comprometido con el FLQ. Es increíble los problemas en los que se puede meter un tipo cachondo. »Pero la mayor ironía fue que no supe ver cuánto se aprovechaba de mí el GAC. Verá, desde la primera noche, el detective Fougere me trató como si yo fuera el amor de su vida. Era atento, considerado y estaba muy preocupado por mi seguridad. Yo estaba en peligro constante por llevar esa doble vida. Iba a una reunión del FLQ y dos horas más tarde se lo contaba todo a los del GAC. Siempre estaba aterrorizada, tenía los nervios destrozados, apenas dormía, no probaba bocado. Hibert, Grenelle y otros como ellos se tomaban la militancia muy en serio. De haber conocido mi traición, me habrían liquidado.

Nadie tenía la menor duda sobre eso. »El resultado fue que me enamoré perdidamente de Fougere -dijo la señorita Rouault, y bajó la cabeza unos segundos. Cardinal estuvo a punto de animarla a seguir, pero pronto la cabeza canosa de la mujer se alzó de nuevo y sus ojos grises se iluminaron-. Aquellos encuentros eran toda mi ilusión. Sólo ahí podía ser yo misma y decir la verdad sin ningún temor. Después de un par de meses, mi único alivio eran los encuentros con Fougere.

- Me lo imagino -dijo Delorme-. Debió de ser adictivo.

- Ha dado en el clavo, querida -asintió la señorita Rouault desparramando cenizas por todas partes-. Ambas vidas eran adictivas.

Mi doble vida me daba una sensación de poder y de importancia increíbles. Yo, la pobre esposa rechazada, me estaba jugando la vida y salvando a mi país al mismo tiempo. Fougere sabía que yo era separatista, pero no le importaba. Los dos queríamos ver al FLQ fuera de combate; aunque por distintas razones, claro está. »Era muy amable conmigo, muy tierno -dijo, y el cigarrillo quedó suspendido en el aire. Sus ojos grises se fijaron en un punto indeterminado, como si la cara de Fougere flotase en medio del humo-.

Cogerle la mano significaba todo para mí. Me hizo sentir segura, protegida, después me engañó como a un chino. »Bon.

Durante aquellos primeros meses, Jean-Paul no quiso que me acercara a Labrecque, que ocupaba un puesto bajo en la cadena de mando. Ni a Grenelle, porque lo consideraba un fanfarrón. Era a Claude Hibert a quien quería pillar. Hibert no era sospechoso de haber cometido acciones violentas, pero se había convertido en jefe del Comando de Información (o sea, el departamento de relaciones públicas del FLQ). Por el puesto que ocupaba, Hibert debía contactar forzosamente con los otros comandos. Yo tenía dos misiones: ganarme la confianza de Claude Hibert y llegar a jefa de mi propio comando. »Para ser una jefa de comando creíble, como es lógico, yo tendría que hacer volar por los aires algún objetivo y emitir comunicados. Hablé con Hibert y le pedí dinamita. "No estás preparada", dijo. Le pedí papel con membrete del FLQ y me lo negó.

Nadie había conseguido averiguar quién lo fabricaba. Tenía una marca de agua que ocupaba desde la cabecera hasta el pie de página: un dibujo de un patriota francófono fumando en pipa y sosteniendo un fusil. El GAC se moría de ganas de conseguir uno de aquellos folios. Yo no entendía por qué, pero con el tiempo me enteré. »Continué dándole la lata a Hibert para obtener dinamita y papel con membrete. Él seguía en sus trece, y repetía: "Lo intentaré, lo intentaré". A Fougere se le estaba agotando la paciencia. Entonces una noche, cuando menos me lo esperaba, Fougere me llevó a un restaurante muy especial, Ma Bourgogne, el mejor de la ciudad. Normalmente no podíamos salir de esa forma, no podíamos arriesgarnos a que nos vieran juntos. Pero Jean-Paul se había tomado muchas molestias. Había un sinnúmero de policías cubriéndonos las espaldas y vigilando toda la zona que rodeaba el restaurante. Me estaba alimentando el ego. Quería hacerme ver cuánto se me apreciaba en el GAC, y también se estaba aprovechando del ambiente romántico. »A esas alturas, yo ya estaba loca por él. Lo que hacía, lo hacía tanto por él como por Quebec, a partes iguales. Le amaba con toda mi alma. Comenzó la velada. Ya a la hora del aperitivo me dijo cuánto me adoraba. Me había cogido la mano y me miraba a los ojos. Todo lo que yo veía en ellos era adoración. Imagínense, hasta creí que iba a pedirme que me casara con él. ¡Ja!

La exclamación se convirtió en una tos, y la tos, en un resuello.

El frágil cuerpo de Simone Rouault se estremeció. Buscó un pañuelo de papel, rellenó la copa y encendió otro cigarrillo.

- Cenamos. Fue una cena magnífica: langosta bisque seguida de beef chateaubriand, todo regado con champaña, naturalmente. Y después Armagnac. Creo que no he vuelto a probar nada igual en toda mi vida. Más tarde, mientras bebíamos el brandy, Jean-Paul volvió a cogerme la mano. Su cara se puso seria. Sabía que iba a decir algo que cambiaría mi vida. »-Se me hace difícil decirte esto, Simone -empieza-. Has hecho tanto ya. Has estado jugándote la vida cada día… Pero necesitamos saber hasta dónde llegarías para defender tus ideales. »-Ya has visto hasta dónde -contesté-. Lo estás viendo. ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que mate a alguien? »Él niega con la cabeza. »-No -dice con voz temblorosa. »Estaba empezando a asustarme. Yo no tenía ni idea de lo que iba a pedirme, pero mi estómago sí. Sentí cómo empezó a revolverse. De pronto haber pedido langosta bisque no me pareció una idea tan buena.

Se me paró el corazón, me puse a sudar. Dejé la copa en la mesa y ya no pude mirarlo a los ojos. »-Quieres que me folle a alguien -dije. »-No queremos que hagas nada que te parezca excesivo -dijo a toda prisa-. Usa tu criterio, ya sabes. Pero tenemos la sensación de que Hibert no se arriesgará más y necesitamos algo que lo saque de este… de este punto muerto. »No pude seguir mirándolo. Me incliné hacia la mesa, balanceándome hacia delante y atrás con los brazos cruzados sobre el pecho. »-¿Estás bien? -El cabrón tuvo el tupé de preguntarme si me encontraba bien. No sé cuántas veces repitió "¿ Estás bien? ¿Estás bien?". ¿Cómo podía preguntarme semejante cosa? ¿Cómo esperaba que me sintiera? »Le dije que estaba estupendamente. »-¿Lo harás? »-Si eso es lo que quieres -contesté mirándolo. Quería ver cómo me miraba al decírmelo. »-No es lo que quiero -repuso-. Es lo que menos quiero en el mundo, Simone, y tú lo sabes. Pero en este oficio no elegimos lo que nos apetece. »-Lo haré -repetí con firmeza, como si hablara con un sordo-.

Si eso es lo que quieres, lo haré. ¿Quieres que lo haga? »Él asintió con un gesto. Y ya no me miró a los ojos. Verán, si era capaz de pedirme algo así, ¿por qué iba a negarme? Estaba claro que yo no le importaba. A partir de ese momento ya no me importó nada, ni qué hacía ni con quién me acostaba. Ya no tenía nada que perder.

- Pero pudo haberse retirado -intervino Delorme-. No podían obligarla a continuar.

- Después de las palabras de Jean-Paul quise morir. Lo digo en serio. La muerte no me atemorizó más, y seguir haciendo de topo en el FLQ era una forma cojonuda de asegurarme el suicidio. Así que la siguiente vez que Hibert y yo estuvimos solos nos acostamos. Y ya no sentí ganas de morir: me sentí muerta. Me volví completamente insensible. »Cuando informaba a Jean-Paul, intentaba lastimarlo. Le comentaba lo extraordinario que era Hibert en la cama, lo bien dotado que estaba, lo considerado que era. Por cierto, no había ni una pizca de verdad en todo eso. »Jean-Paul ni siquiera pestañeaba. »-Atente a la información relevante, Simone -me decía. »Como táctica, acostarme con Hibert fue una buena decisión.

Hibert se vio en una disyuntiva: o se preocupaba por estar acostándose con una informante o confiaba en mí plenamente. Decidió confiar en mí.

Una semana más tarde, yo tenía un montón de papel y tres cajas de dinamita. »Emitía comunicados escritos en el papel con membrete, inventaba nombres de nuevos comandos a cada rato. Anunciaba un atentado inminente, por ejemplo, y acto seguido preparábamos la dinamita. En el mejor momento de mi carrera, tuve a ocho reclutas trabajando en mi apartamento: en una habitación tecleábamos comunicados y en la otra dos de mis chicos preparaban la bomba en la bañera.

Cardinal se removió en su asiento. -¿Me está diciendo que la Montada y la Policía de Montreal le dejaban fabricar bombas en su apartamento? No me lo creo.

- Los explosivos habían sido manipulados para disminuir su potencia. En otras ocasiones el GAC quería que la bomba explotase de verdad. En esos casos sustituía nuestra dinamita por otra una vez colocada en el punto elegido. Otras veces nos permitían colocar artefactos defectuosos. Por ejemplo, nos autorizaron para poner uno de ésos en las vías del Canadian Pacific; pero enseguida se llevaron nuestra bomba defectuosa y colocaron una de baja potencia. No hubo daños graves y yo mantuve mi credibilidad. Después de aquel atentado detuvieron a cuatro tipos.

- Todos recluta dos por usted…

- Sí, todos recluta dos por mí. Los condenaron a cuatro años.

Cardinal quiso intercambiar una mirada con su compañera, pero Delorme estaba contemplando a Simone Rouault con las cejas enarcadas.

- No me mire de ese modo -dijo la señorita Rouault-. ¿Cree que eran inocentes? Si esos tipos hubiesen formado parte de un comando real, hubiesen matado gente. Los eliminábamos antes de que pudieran hacer verdadero daño. Oiga, ayudé a encarcelar a veintisiete personas, de las cuales sólo tres pertenecían originalmente al FLQ. Yo diría que hasta les hice un favor.

Por supuesto, pensó Cardinal, todos tenemos que mentirnos respecto de algunos temas. Sólo Dios sabía cuántas veces el detective había tenido que engañarse a sí mismo. Sacó la foto de Shackley una vez más: -¿Reconoce a este hombre?

- Es Shackley. Miles Shackley -dijo la señorita Rouault sin titubear-. Trabajaba con Jean-Paul, lo vi un par de veces. Era yanqui, así que imagino que trabajaría para la CIA. Pero fui buena chica y nunca pregunté. Se suponía que trabajaba conjuntamente con Jean-Paul, pero Shackley lo trataba como a un aprendiz. Es cierto que tenía más experiencia, además me daba la impresión de que su propio informante estaba muy bien situado dentro de uno de los comandos del FLQ. Un tipo extremadamente frío, ese Shackley. Era como una máquina, cuando caminaba casi se oían chirriar los engranajes. Me caía fatal. No crean que lo eché de menos cuando lo trasladaron. -¿Lo trasladaron?

- Cierta noche se suponía que tenía que cenar con Jean-Paul y conmigo. Cuando Jean-Paul apareció solo, pregunté dónde estaba Shackley. Jean-Paul me contestó: «Creo que no lo veremos más». Por lo visto tuvo un altercado con la plana mayor por cuestiones políticas. -¿Cuándo sucedió esto que nos cuenta?

- El 17 de agosto de 1970. Lo recuerdo porque ese día el FLQ hizo detonar cuatro bombas en distintas partes de la ciudad. Un hombre perdió la vida, un guardia de seguridad. La policía patrullaba todas las calles. Por primera vez se respiraba crisis en el aire. -¿Volvió a ver a Shackley después de eso?

- Nunca. Sé que, después del secuestro de Hawthorne, el GAC anduvo buscándolo. «Buscar» no es la palabra correcta, más bien pusieron la ciudad patas arriba para pillarlo. Me dieron instrucciones precisas: aléjate de él. Y si Shackley se ponía en contacto conmigo, yo debía llamar al cuartel general de inmediato. No sé qué había hecho, pero querían pillarlo tanto como a los del FLQ. -¿Qué me dice de estas personas, puede identificadas?

Rouault dejó la copa en el suelo y cogió la fotografía con manos temblorosas.

- Vaya por Dios… -susurró-. Ésa es Madeleine Ferrier, qué bien me caía esa chica. De hecho era la única felquiste a quien cobré afecto. Era muy joven, tendría unos dieciocho o diecinueve años como mucho. Nunca mencioné su nombre a las autoridades. Lógicamente los vigilantes del GAC habían advertido su presencia. Incluso Jean-Paul me preguntaba por ella, pero yo simplemente decía que era prima de algún activista, que venía a preparar la comida. Era cierto, Madeleine no se involucraba mucho más. Estaba enamoradísima de Yves Grenelle, no cabía duda de que se había metido a terrorista para estar cerca de él.

No era más que una niñata. Seguía cada palabra de Grenelle a rajatabla.

Nunca manejó explosivos ni armas. Pobre Madeleine, ahora tendría unos cincuenta. -¿Cómo que tendría? ¿Murió?

- No murió, la mataron. Después de la detención de los secuestradores de Hawthorne, ella recibió una condena corta, seis meses. Dicen que por asistir al FLQ en la comisión de delitos. Yo no tuve nada que ver con eso. Después de aquello Madeleine se reformó: fue a la universidad, se hizo maestra y se esforzó por salir adelante. Hará unos doce años se mudó a Ontario. No éramos íntimas pero seguimos en contacto durante muchos años. La quería tanto que le hubiera confesado la verdad sobre mis actividades, pero no tuve el coraje. Un día me llamó para contarme que se mudaba a Ontario, no recuerdo adónde exactamente. Poco después me enteré de que había muerto. Por lo que sé, nunca dieron con el asesino. -¿Recuerda usted dónde fue asesinada?

- No lo sé, allá por el norte. Te tiene que gustar el frío para marcharte a Ontario.

- Y usted cree que estaba enamorada de Grenelle…

- Sí, ése de ahí -dijo, y su dedo torcido señaló al joven que reía en el extremo de la instantánea. Con aquel cabello espeso y la barba, recordaba a un bandolero de película de serie B. -¿Volvió a ver a Grenelle después del atraco?

- No mucho. Él trataba únicamente con Lemoyne y Theroux, los históricos del FLQ. Lo digo en serio, ese tipo iba a dirigir Quebec cuando la provincia estuviese libre de las garras de Pierre Trudeau. Eso quería. Dentro de la organización, Grenelle subió como la espuma. -¿Alguna vez oyó decir que fue él quien mató a Raoul Duquette?

- Era perfectamente capaz: violento, furioso, sediento de armas y poder. Pudo haberlo hecho, pero Lemoyne y Bernard Theroux confesaron haber cometido el crimen. Ése es Lemoyne… -El dedo huesudo revoloteó encima del joven mofletudo en el otro extremo de la fotografía-. Si no recuerdo mal, Grenelle y él eran muy amigos.

Siempre me sorprendió que no cayera con Lemoyne y Theroux. Dicen que se largó a París.

La anciana inclinó la cabeza y se quedó en silencio. Cardinal y Delorme intercambiaron miradas expectantes. Cardinal creía que la señorita Rouault estaba esforzándose por recordar, o acaso lamentando su amor de juventud. Pero pronto el detective oyó un estertor y comprendió que la mujer estaba roncando.

- No podemos hacer nada más aquí -susurró Delorme.

Cardinal se acercó a la anciana y le apagó el pitillo, luego le quitó la copa de entre los dedos mustios. La botella había quedado en el suelo, vacía.