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Lise Delorme seguía ofendida por no haber sido asignada al caso Matlock. Cardinal estaba en lo cierto: ella ya había trabajado con Musgrave y, pese a que el cabo era una pesadilla chauvinista, se habían llevado bien. Pero resultó que el sargento Chouinard quería que Cardinal se encargara de Matlock y lo consiguió. Eso significaba que Cardinal estaría en el meollo del caso más interesante en lo que iba de año, mientras Delorme tendría que encargarse de los casos corrientes y molientes que fueran surgiendo.
Delorme estaba comiendo en su escritorio cuando entró una llamada del Hospital St. Francis informando de la desaparición de una persona. La detective apuntó algunos datos y prometió acercarse en veinte minutos.
Desaparecidos. El inconveniente de los desaparecidos es que no suelen desaparecer. Por lo menos no los adultos. En la mayoría de los casos, éstos simplemente están hartos de su pareja, su empleo o su vida… y deciden poner pies en polvorosa; una suerte de periodo sabático espontáneo. Pero los detalles de este caso exigían que se investigara de inmediato, pese a que el «desapa» -una mujer soltera de unos treinta años- llevaba sin ser visto menos de veinticuatro horas.
- Vengo a ver a la doctora Nita Perry -dijo Delorme a la enfermera de guardia-. ¿Puede mandarle un mensaje al busca?
Delorme esperó en el jardín de invierno. En la televisión del rincón de la sala, Geoffrey Mantis, premier de Ontario, explicaba por qué los maestros tendrían que trabajar jornadas más largas.
- Claro, porque no eres tú el que va a trabajar jornadas más largas -increpó Delorme a la imagen catódica.
Todo lo que Mantis hacía era aumentarse el sueldo e irse de vacaciones. La detective nunca había considerado que el golf fuera un deporte practicable todo el año, no en Canadá. Pero Delorme había aprendido a guardarse sus opiniones, que únicamente aireaba en presencia de Cardinal; la comisaría era un enclave definitivamente conservador. Por lo que Delorme sabía, ella y su compañero eran los únicos dos miembros de la fuerza que no consideraban a Mantis un hijo predilecto de Algonquin Bay.
Una mujer joven con traje de quirófano entró en el jardín de invierno. Medía unos cinco centímetros menos que Delorme y llevaba la melena pelirroja recogida con dos ganchos de aspecto amenazante.
- Sólo tengo unos minutos -advirtió la doctora Perry-. Estoy a punto de entrar en quirófano. -¿Es cirujana?
- No, anestesista. Así que no podrán empezar hasta que yo llegue. -¿Usted informó de la desaparición de la doctora Winter Cates?
- Así es, y he traído la fotografía que me pidió. Tuve que sacársela a la fuerza a los de seguridad.
La fotografía mostraba a una mujer de unos treinta años, bien parecida, de pelo castaño y sonrisa torcida, que le daba a su expresión un toque sardónico.
- Esa fotografía no la favorece, créame. -¿Cuándo fue la última vez que habló con la doctora Cates?
- Ayer por la noche, a eso de las once y media. La llamé para que no se perdiera la sesión de madrugada, echaban Mad Max 2:
El guerrero de la carretera;
Winter es una fanática de Mel Gibson. Las dos lo somos, pero ella ya había alquilado otra película. Parecía completamente normal, no noté nada raro en su voz. -¿No era un poco tarde para llamar, aunque la doctora Cates sea una buena amiga?
- No. Winter es noctámbula como yo. Después de la una no me atrevería a telefonear, pero hasta esa hora sí. Solemos hablar por la noche tarde, ayer tocaba «ir a la granja». Es un código nuestro, significa tumbamos a mirar la tele y ponemos moradas de galletas Granja Pepperidge. Cuando la llamé, Winter acababa de abrir su paquete. -¿Cuándo empezó a preocuparse por su amiga?
- Esta mañana. Teníamos una operación a las ocho y no apareció.
De otra persona no me sorprendería, pero sí de alguien tan cumplidor como Winter. Es el tipo de persona con la que se puede contar siempre, no como la demás gente. -Una sombra cubrió los vivaces ojos azules la doctora Perry, como si hubiese recordado las innumerables personas con las que no se podía contar-. Winter y yo nos hemos hecho muy amigas, ¿sabe? Amigas de verdad, por eso no me cuadra que faltara sin avisar. Le he telefoneado un par de veces y aún no me ha devuelto la llamada. Por lo que sé, ni siquiera ha recogido los mensajes. Ella no es así. -¿Qué más ha hecho para encontrarla?
- Después de la operación llamé a su despacho, pero su recepcionista no sabía nada. Llamé a sus padres en Sudbury, pero a ellos tampoco los había llamado. No sé a quién más llamar. Sólo hace seis meses que Winter vive aquí, no conoce a mucha gente. Iba a telefonear a su despacho otra vez, pero no quise parecer una pesada.
- De hecho, la recepcionista de su amiga llamó inmediatamente después de usted.
- No me diga… -exclamó la doctora llevándose la mano a la boca.
- Tranquilícese. Por ahora no hay motivo para sospechar que haya ocurrido nada malo.
- Le diré lo que realmente me alarma: a la hora de comer me acerqué hasta su casa y el coche sigue allí. Si no está en casa, ¿adónde ha ido? y si se ha ido, ¿cómo se trasladó? ¿Por qué no avisó a nadie? -¿Tiene alguna razón para pensar que quisieran hacerle daño? ¿Tiene ella algún enemigo que usted conozca? -¿Quién querría haced e daño a Winter? ¿Cómo va a tener enemigos, si es la persona más dulce que conozco? Es inteligente, divertida y de fiar, y además es una médica excelente. Cualquiera que haya trabajado con ella se lo dirá: en quirófano no hay nadie tan profesional como ella.
- Por supuesto que hablaremos con sus otros colegas -repuso Delorme-. ¿Qué sabe de sus amigos varones? ¿Está viendo su amiga a alguien en particular?
La doctora Perry bajó la mirada. El gorro de quirófano se deslizó hacia delante pero ella volvió a acomodárselo instintivamente.
- Winter tiene un ex novio que es, digamos, problemático. Se llama Craig… algo, y vive en Sudbury. Winter me lo presentó en una ocasión pero nunca mencionó su apellido. Una noche estábamos las dos en casa de ella. Pensábamos ir a comer fuera y al cine, cuando de pronto aparece el tal Craig. Ella le dijo: «Hoy no puedo. Voy a salir». «No importa. Te llevo», contestó él. Créame, le costó mucho sacárselo de encima. -¿A usted le pareció un tipo peligroso?
- En absoluto. Pero sí me resultó un poco raro que apareciese así, por las buenas. Winter dijo que era típico en él. Él. Aparentemente hacia tiempo que ella había cortado, pero él insistía en que no había cambiado nada entre ellos. Craig esperaba que ella regresara a Sudbury después terminar la carrera de medicina. Pero ella no quiso volver allí. -¿A causa de él?
- Eso no lo sé. Tampoco quiero convertirlo en un villano. Digamos que ella no quería volver a su ciudad natal. Imagino que entiende a lo que me refiero.
Lo cierto era que Delorme nunca había querido vivir en otro sitio que no fuera Algonquin Bay. Siempre había echado de de menos su ciudad natal: cuando se marchó a la Universidad de de Ottawa; y más tarde, cuando ingresó en la Academia de Policía en Aylmer. Vivir en el lugar donde uno se había formado tenía algo de especial, cierta sensación de confort y de continuidad que otro sitio no puede proporcionar, independientemente de lo bello o cosmopolita que sea.
Pero Delorme sabía que muchas personas no necesitaban estar cerca de sus raíces. -¿Hay alguien con quien la doctora Cates tenga problemas? ¿Alguna vez le mencionó algún nombre?
- Sí. Tenía una disputa con el doctor Choquette, pero no era nada serio. -¿Qué tipo de disputa? ¿Sobre qué?
- Cuando Ray Choquette se retiró, Winter se hizo cargo de su consulta. Hubo ciertos malentendidos en cuanto a las condiciones. -¿Él le vendió la consulta?
- No. En Ontario al menos, es ilegal vender una consulta.
Supongo que la disputa está relacionada con el mobiliario y los equipos.
De cualquier forma, ese tema la tenía nerviosa. -La doctora Perry miró el reloj y se puso de pie-. Lo siento, pero ahora sí tengo que marchar Quiero que sepa que Winter es alguien verdaderamente especial, es buena persona, de esas que hacen feliz a la gente. Créame, no sabría q hacer si le hubiera sucedido algo.
- Aún no han pasado veinticuatro horas -contestó Delorme con tono más afectuoso-. No saquemos conclusiones apresuradas.
Winter Cates vivía en un apartamento de Twickenham Mews, una sucesión de edificios bajos muy exclusivos, ubicados al final de una calle corta, detrás del Centro Comercial Algonquin. Delorme todavía recordaba la hilera de bungalows pintados con cal derribados sin el menor miramiento para hacer lugar a los nuevos edificios. Con sus fachadas de ladrillo y sus filas de cedros, Twickenham Mews era una de las zonas más elegantes del barrio. Pese a ser bloques de apartamentos, los edificios poseían un aspecto hogareño que incitaba a pasar al interior. Especialmente ahora que la niebla se había tornado lluvia una vez más.
Delorme hizo sonar el timbre de la portera. Yvonne Lefebvre, una señora de unos cuarenta años, larguirucha y con los ojos colorados, salió a recibirla. Se cubría la cara con un pañuelo.
- Esta alergia -se quejó-. Me da en invierno, verano, primavera y otoño. No sé si será la humedad o qué, pero le aseguro que no se me va nunca -y puntualizó la frase con un estornudo.
Delorme le explicó quién era y por qué estaba allí, y la mujer fue a buscar las llaves. Tardó una eternidad en llegar al final del pasillo de su propia casa, pescar las llaves de un cuenco y regresar a la puerta.
Delorme esperó. La expedición dejó a la señora Lefebvre rendida contra la pared, exhausta. -¿Cómo se las arregla para encargarse del edificio usted sola? -preguntó Delorme.
- No lo hago sola, querida. De las reparaciones y el mantenimiento se encarga mi hermano, yo sólo cobro los alquileres.
Oiga, me siento fatal. ¿Se ofende si no subo con usted?
- Lo lamento, pero necesito que me acompañe. Si la doctora Cates regresa y en su casa falta algo, no me gustaría que pensara que se lo llevó la policía.
Recorrer el pasillo, subir al ascensor y llegar al apartamento de la doctora les llevó cinco veces más del tiempo acostumbrado. Durante todo el trayecto, la señora Lefebvre no se despegó de la seguridad que le brindaba la pared. -¿Sabe usted qué coche conduce la doctora? -preguntó Delorme.
- Un Chrysler PT Cruiser. Normalmente no me entero de las marcas, pero en este caso la recuerdo porque es un cochecito muy mono. Un día, cuando ella sacaba las bolsas de la compra por la portezuela de atrás, se lo pregunté. Está detrás del edificio, en su plaza de aparcamiento.
La señora Lefebvre, con la cara roja y el aliento entrecortado, se apoyó contra el marco de la puerta y abrió el cerrojo. Una vez dentro de la vivienda, arrimó una silla de madera a la puerta y enseguida se sentó:
- Yo me quedo aquí, tan ricamente. Avíseme cuando termine.
Apenas hubo puesto un pie en el apartamento, Delorme advirtió que las luces estaban encendidas y las cortinas descorridas. El amplio ventanal daba al lago Nipissing, un espejo de agua sombrío y gris bajo aquella lluvia oblicua.
La vivienda parecía desordenada pero confortable. Los muebles eran nuevos, del estilo campestre que Delorme solía ver sólo en catálogos. En una punta del sofá yacía embrollada una manta de punto afgana. En mesa de café, una pila de vídeos se mantenía en pie únicamente por la gracia de Dios. De un canasto que ya no daba más de sí sobresalían montones de revistas:
The New Yorker, Maclean's, Scientific American.
Las estanterías estaban a rebosar, sobre todo de novelas de suspense en edición de bolsillo encajadas de todas las maneras posibles. Había tazas de café y copas de vino medio llenas cubriendo todas las superficies. Además de objetos olvidados: la plancha sobre la mesa de café, la raqueta de squash en la del comedor, un sujetador colgando del respaldo de la silla.
La doctora no es una fanática del orden precisamente, se dijo Delorme. Pero lo esencial era que no había objetos rotos ni caídos, ni señal alguna de que hubiese habido una pelea.
Delorme recorrió el salón poco a poco sin sacar las manos de los bolsillos para evitar tocar nada. Se detuvo delante de la mesa de café.
Desde la portada de la cinta de vídeo, Mel Gibson la miraba:
Conspiración.
La detective vio dos mandos: uno para la televisión y otro para el vídeo, este último encima del sofá. La pantalla de la televisión estaba oscura, pero la lucecilla roja seguía encendida.
Sobre la mesa había un plato con galletas, dos unidades para ser exactos, y junto al plato una taza de té casi llena.
Delorme fue a la cocina. El fregadero era una montaña de cazos sucios. Levantó la tapa de una pequeña tetera marrón: estaba medio llena. En la encimera vio una caja de galletas Granja Pepperidge, faltaba uno de los pequeños paquetes de cuatro galletas. Delorme compartía un ritual similar: vídeo, vaso de leche y plato de galletas… el tranquilizante ideal. Aparentemente la doctora estaba en medio de su tentempié cuando algo o alguien la interrumpió. ¿Un paciente? ¿Un pariente? ¿Un amigo? -¿Ha visto a algún desconocido en el edificio en los últimos días?
- No. Sólo la gente de siempre, no es que me fije mucho, la verdad. Soy la persona menos cotilla del mundo. Además, mi apartamento está en el centro del edificio, las ventanas no dan ni al jardín ni al aparcamiento. -¿Quiénes solían visitar a la doctora?
La señora Lefebvre se frotó los ojos y se sorbió los mocos.
- No sabría decirle. Sólo hace cinco o seis meses que vive aquí.
Paga el alquiler puntualmente y no se queja. En eso me fijo yo y en nada más. No me malinterprete, me preocupan mis inquilinos. Pero sólo conozco a los de mi piso. Ya sabe, me cruzo con ellos cuando salen a recoger la correspondencia y esas cosas. -¿La vio acompañada alguna vez?
- Sus padres vinieron a verla una vez. Y en un par de ocasiones la vi con una mujer pelirroja. -¿Una mujer baja, de ojos muy celestes?
- Puede ser.
La doctora Perry seguramente, pensó Delorme. -¿La vio con un hombre alguna vez?
- Ahora que lo menciona, sí. No era muy alto. Llevaba el pelo cortísimo y era muy educado. Me abrió la puerta y me dejó pasar primero. Me dije: Yvonne, deberías casarte con este bombón. Siempre me pregunté por qué la doctora, siendo tan guapa, no tenía novio. Será que los médicos siempre están muy ocupados.
Delorme pasó al dormitorio. En la mesilla de noche había un teléfono y un contestador, en cuya pantalla destellaba un cuatro rojo.
Con la punta de un bolígrafo, Delorme presionó la tecla de reproducción.
La rasposa voz de un chip anunció la hora del primer mensaje. Había entrado esa misma mañana, a las 10.15. Era de la doctora Perry.
Preguntaba a su amiga dónde estaba y si se había olvidado de que tenían un paciente esperando en quirófano.
El segundo también era de la anestesista.
El tercer mensaje lo había dejado una joven llamada Melissa, la recepcionista de Winter Cates. Quería saber el paradero de su jefa porque la sala de espera estaba empezando a llenarse. El cuarto mensaje también era de Melissa.
Delorme pulsó el botón una vez más para así poder escuchar los mensajes antiguos. De éstos ya no constaba ni hora ni fecha. Se oyó la voz de un hombre joven: «Hola, Winter, soy yo. Siento mucho haberme comportado de esa manera el otro día. Estaba enfadado. Necesito verte. No me conformo con verte de mes en mes como sugieres tú. Los fines de semana son terribles. Llámame. Qué horror, parece una súplica, quizá lo sea… Llámame, por favor. Te quiero».
El siguiente mensaje era del mismo hombre: «Sé que estás ahí, Winter. Y sé que, cuando llamo yo, no contestas. ¿Por qué no me devuelves las llamadas? ¿Sabes?, a veces en una sola tarde recibo veinte o treinta llamadas. Suelen ser desconocidos, pero las contesto todas. Me tratas peor de lo que yo trataría a un completo desconocido.
Yo no trato a nadie como me tratas tú a mí».
Tercer mensaje. En la voz se notaba cierta tirantez: «No sé qué decir, Winter. Me estoy volviendo loco, me entra la desesperación. No sé cómo salir de ésta: no como, no bebo, no puedo pensar, apenas puedo respirar. Así haces que me sienta. No sé, ya no sé qué decir… Llámame al móvil».
La doctora Perry había mencionado al ex novio: Craig… algo.
- Parece que Craig Algo está muy enamorado -habló sola Delorme-. Y parece que a Craig Algo el amor se le está yendo de las manos. ¿Por qué una mujer iba a guardar semejantes mensajes? ¿Acaso como prueba de que estaban acosándola, persiguiéndola? Aunque también hay muchos que no los borran por pereza, sencillamente.
La cama era un revoltijo de edredón, almohadas y fundas.
Delorme los levantó con cuidado. No vio señas de que la doctora hubiese mantenido relaciones sexuales.
Luego se volvió hacia el ropero. Winter Cates tampoco era amante de los trapos. La mitad de las prendas eran vaqueros y en los estantes no había más que jerséis. Del interior brotaban un delicado perfume y un aroma a cuero de calzado.
Bajo una pila de jerséis, Delorme encontró una fotografía enmarcada. Era de una pareja. El muchacho estrechaba en sus brazos a una juvenil doctora Cates. Ella llevaba un vestido formal, pero lo que hizo que Delorme contuviera el aliento fue el atuendo del muchacho: el cuello alto, las charreteras, la guerrera de sarga escarlata.
Delorme salió al salón y le mostró la fotografía a la señora Lefebvre. -¿Es éste el hombre que usted vio acompañando a la doctora? -¡Jolín! -exclamó la señora Lefebvre antes de sonarse la nariz-. Sí, es él. Pero nunca hubiera adivinado que era de la Policía Montada.