20
- El otro número de teléfono corresponde a Bernard Theroux -había dicho el sargento Ducharme-. En 1970 Theroux tenía diecinueve años y era miembro del Comando Chénier. Él y Daniel Lemoyne cumplieron una condena de doce años de prisión por el secuestro de Raoul Duquette. Theroux está casado con Françoise Coutrelle, una miembro secundaria del FLQ; más bien una seguidora que una terrorista. Nunca fue acusada de nada. Los Theroux eran conocidos de Simone Rouault, pero de ella hablaremos más adelante. Por lo que sabemos, Bernard y Françoise Theroux ya no están vinculados a actividades terroristas ni criminales de ningún tipo. Aun así, aquí tienen su número de teléfono. Es lógico preguntarse por qué el yanqui les telefoneó tres semanas antes de aparecer muerto.
Muy lógico, se repetía Delorme media hora más tarde, mientras procuraba cruzar el centro de Montreal sin causar un choque múltiple.
La lluvia no era intensa, pero aparentemente el chaparrón era suficiente para hacer cundirla confusión entre los automovilistas locales.
Al llegar al semáforo siguiente, cogió el móvil y telefoneó a Szelagy. -¿Qué has averiguado acerca del doctor Choquette? ¿Estuvo donde dice haber estado?
- Créeme, este tipo debería dar seminarios en la Universidad de la Coartada -se quejó Szelagy-. No sólo tiene tres testigos de su partida de bridge, sino que además son de los de veintiún quilates. Uno es el director del Hospital de Ontario; otro es miembro del consejo escolar; y el tercero es el director de la Sociedad de Ayuda al Menor.
Si los juntaras en una habitación tendrías un consejo de administración instantáneo. -¿Has hablado con los tres por separado?
- Con los tres. Y todos fueron tremendamente educados. Ojalá mis amigos tuvieran esos modales.
- Lo tienes crudo, tus amigos son todos polis.
Antes de que Delorme pudiera guardar el móvil, el aparato sonó.
Era Malcolm Musgrave.
- Dígame, sargento Delorme, ¿ha terminado ya de acosar a mi destacamento o vendrá a interrogarnos uno por uno?
- No me haga sentir culpable por ir a hablar con Simmons.
Usted sabe que tenía que investigarlo.
- No me diga nada, déjeme adivinarlo… ¿A que resultó que Simmons no era ni un secuestrador ni un asesino? Verá, sargento Delorme, si puedo evitarlo, procuro no reclutar a secuestradores y asesinos para mi destacamento.
- Craig Simmons ya no está entre los sospechosos de este caso -contestó Delorme-. Dejémoslo así.
- Pero seremos muy discretos en cuanto a airear la vida privada de un agente de la RPMC, ¿verdad?
- No sé a qué se refiere.
Un hombre en un Saab negro se cruzó delante de ella haciendo un giro prohibido a la izquierda, y además tuvo la desfachatez de insultarla. Aunque Montreal estuviese fuera de su jurisdicción, Delorme estuvo a punto de hacerlo detenerse en el arcén.
- Creo que entiende perfectamente bien a qué me refiero -continuó Musgrave-. Ningún policía vivo desea que aireen su vida privada. Ni yo, ni su compañero, ni Craig Simmons. Aunque quizá sea usted una santa excepción. -¿Me está diciendo que está al tanto de que el cabo es…?
- No diga una sola palabra más, Delorme. Sé todo lo que hay que saber de los hombres bajo mi mando (y de las mujeres también, si nos ponemos políticamente correctos). Sólo quería subrayar este entendimiento mutuo al que hemos llegado. ¿Hace falta que se lo aclare más?
- No -repuso Delorme-. Como siempre, se ha hecho entender de maravilla.
- Disfrute de Montreal -se despidió Musgrave-. Es una bonita ciudad.
La casa de Theroux se encontraba en la rue St-Hubert en Villeray, en el centro mismo de Montreal. Aunque la zona era predominantemente francófona, Delorme observó letreros en italiano, portugués y árabe. Los peatones eran una mezcla de estudiantes y familias de clase obrera. Varios comercios polvorientos dedicados a la venta de tejidos se alternaban con nuevas boutiques y cafés bohemios.
Delorme aparcó el coche sin distintivos facilitado por la RPMC delante de una mercería. El número que ella andaba buscando -el 7540- se encontraba a media manzana de distancia en dirección sur, entre un grupejo de pequeñas casas cuadradas. Las viviendas se amontonaban detrás de una iglesia ortodoxa griega como si buscaran refugio. Delorme llamó al timbre al tiempo que leía las dos placas de bronce que había a su lado. En una ponía THEROUX; en la otra, BEAU SOLEIL. Mientras Delorme esperaba a que le abrieran, se puso a llover.
La dueña de la casa era regordeta, tenía unos cincuenta años y su rostro estaba enmarcado por una melena de rizos oscuros. -¿Oui? -¿Madame Theroux?
- Oui.
En francés, Delorme le explicó que era policía en la provincia de Ontario y que necesitaba ayuda con referencia a una investigación, y que creía que el señor Theroux podría ayudarla. Desde el interior de la casa llegaban un parloteo y un griterío infantil. Se oyó un golpe seco y, acto seguido, los berridos rabiosos de un niño de pocos años.
- Lo siento -dijo la mujer-. Mi marido no habla con la policía.
Por detrás de la señora Theroux apareció un hombre ágil, de ojos y cabello oscuros. Estaba poniéndose el abrigo.
- Lárguese -le espetó a Delorme-. Ya ha oído a mi mujer.
- No vengo a causarle problemas -se disculpó Delorme-. Sólo quería un poco de información. -¿Un poco de información? ¿Sólo eso? -El hombre la hizo a un lado de un empujón y se encaminó escaleras abajo-. La información siempre acaba matando a alguien.
El hombre subió a su camión y se alejó.
- Lo siento -repitió la mujer-. Le dije que él no habl…
- Me lo dijo, es verdad -admitió Delorme-. Perdone, ¿le importaría dejarme usar su teléfono para pedir un taxi? Mi compañero se llevó el coche.
La mujer hizo pasar a Delorme por un vestíbulo donde había un piano y una docena de sillas de plástico de tamaño parvulario. A la derecha, detrás de unas puertas con cristales, una joven embutida en unos vaqueros muy apretados dirigía a un grupo de niños de guardería.
Estaban cantando Bonhomme, Bonhomme.
- El teléfono está en la cocina. Pase por aquí.
Delorme marcó y cortó. Hablándole al pitido de tono de la línea pidió un taxi imaginario. -¿Cuánto va a tardar…? Sí… Ya sé que está lloviendo… De acuerdo… Gracias.
La señora Theroux preparó una bandeja con zumo de manzana y galletas de arruruz y se reunió con Delorme en la cocina. Las paredes estaban empapeladas de dibujos infantiles. Varios de ellos declaraban con típica devoción infantil y las correspondientes faltas de ortografía:
«Te quiero, Françoise», «Eres mi segunda mamá» y otras frases por el estilo. La casa entera olía a sopa y a pan casero. Era difícil imaginar que ése fuera el hogar de un terrorista, o ex terrorista.
- Me temo que el taxi tardará media hora -dijo Delorme.
- Siempre tardan mucho cuando llueve. ¿Le apetece un poco de café?
- No, gracias. Perdone, no era mi intención interrumpir sus tareas. No me haga caso. -¿Cómo no voy a hacerle caso si está en mi casa? Le serviré una taza de café.
- Es muy amable, gracias.
La señora Theroux sirvió el café y le añadió leche. Mofletuda y casi matriarcal, la anfitriona era la viva imagen del ama de casa, el tipo de madre que los periodistas buscan para una declaración sobre el consejo escolar. El café era oscuro, tostado, aromático y sin rastro de amargor. Delorme sintió cómo la cafeína fue iluminando el trazado de su sistema nervioso hasta convertido en una pista de aterrizaje. -¿Cuál seria una buena hora para volver? -dijo Delorme-. Es muy importante que hable con su marido.
- No vuelva, por favor. -La cara de la mujer se ensombreció-.
Hace treinta años que Bernard no comete ningún delito.
- Lo sé. Pero yo he venido a hablar de algo que ocurrió hace treinta años: la Crisis de Octubre.
- Haga el favor de no volver. Bernard se pone como loco cuando ve policías; le recuerdan épocas que prefiere olvidar. Quizá yo pueda ayudarla. Usted ya sabrá que yo también milité en el FLQ.
- Pero usted nunca fue acusada.
- Es cierto. Bernard siempre me mantuvo alejada de las actividades peligrosas.
- Me pregunto si usted podría identificar a este hombre. -Delorme le mostró dos fotografías de Shackley: la del carné de conducir falso y la de archivo, facilitada por Musgrave-. ¿Sabe quién es este hombre?
- No, no me resulta familiar. ¿Quién es?
- Se lo diré en un momento. ¿Y a estas personas las conoce?
La señora Theroux cogió la foto de manos de Delorme. -¡Qué jóvenes están! Pero cómo no iban a parecer jóvenes, lo eran. El de delante es mi marido, Bernard, por entonces tendría unos diecinueve años… ¡qué delgado está! El de la izquierda es Daniel Lemoyne. A la chica de la izquierda no la conozco. Y el de la punta es…
Ay, Dios, es Yves Grenelle. -¿Yves Grenelle?
La mujer se llevó la mano a la boca. -¿Quién es Yves Grenelle?
- No, no es él. Me he confundido.
- Pero hace un instante estaba segura de que era Yves Grenelle. ¿Por qué no me dice lo que sabe de él?
- No puedo, no insista. No puedo ayudarla más.
- Lo siento, pero tengo que preguntarle acerca de este otro hombre. -Delorme le mostró la fotografía de archivo tomada en 1970-. ¿No le dice nada el nombre de Miles Shackley?
- No, y no reconozco a esa persona.
- Antes de contestar, señora Theroux, hay dos cosas que debe saber. La primera es que este hombre telefoneó a su casa hace menos de un mes. La segunda es que lo han asesinado.
La señora Theroux alzó la mirada al techo y en esa posición suspiró profundamente. Se levantó, salió de la cocina y se puso a recoger vasos y platos de galletas en el salón. Las vocecitas infantiles la reclamaban, le rogaban que se quedara e hiciera algunos dibujos. La mujer regresó a la cocina y dejó caer la bandeja sobre la encimera, la intención de hacer ruido.
- Bernard no mató a nadie -dijo indignada-. Nunca tuvo que ver con ningún asesinato.
- Perdóneme, pero su marido fue declarado culpable de la muerte de Raoul Duquette. Él mismo lo confesó.
- Mi marido cumplió condena por secuestro, no por asesinato. Y su confesión fue desestimada.
- Señora Theroux, el mes pasado un hombre involucrado en la Crisis de Octubre telefoneó a su casa. Ese hombre está muerto. Su marido ya ha estado mezclado en un asesinato y es posible que vuelva a estarlo.
- Escúcheme bien: mi marido no mató a nadie. Se lo repetiré y, por favor, apúntelo. Escríbalo en su libreta, tecléelo en su ordenador, tállelo en una madera o en donde quiera. Pero que conste en algún lugar donde no vaya a olvidársele, porque es la pura verdad: Bernard no mató a nadie. -¿Se refiere a Raoul Duquette?
La señora Theroux soltó un suspiro largo y se dejó caer en la silla:
- Sí, me refiero a Raoul Duquette.
- Las pruebas forenses demostraron que Duquette fue estrangulado. Su marido admitió haberlo sujetado mientras Daniel Lemoyne lo estrangulaba.
- Usted tiene una fotografía de Bernard. A los diecinueve años pesaba unos sesenta kilos. ¿Sabe cuánto medía Duquette? Casi un metro noventa, pesaba casi noventa kilos y había sido jugador de rugby. Mi marido nunca hubiera podido sujetarlo.
- Señora Theroux, el ministro llevaba las manos atadas, y hacía una semana que lo tenían prisionero.
Un niño pequeño entró en la cocina sujetando un dibujo a modo de ofrenda:
- Françoise, te he hecho un dibujo.
- Qué bien, Michel -repuso la señora Theroux inclinándose para examinar la mancha de acuarela azul-. ¿Quién es ése del dibujo?
- Es mi papá. Es policía.
- Deberías mostrárselo a la señorita Delorme, ella también es policía.
El niño alzó la vista hacia Delorme, sus ojos eran dos lagos azules de pura admiración. -¿Tú también eres policía?
- Sí, yo también.
- Probablemente sea usted la primera mujer policía que Michel ve en su vida -dijo la señora Theroux-. ¿Por qué no le muestras a la detective ese dibujo tan bonito?
El niño se volvió hacia Delorme y estiró el brazo con cierto reparo.
Sobre el papel se arremolinaban dos manchas azules y un trazo negro.
- Te ha salido muy bien -dijo Delorme-. Estoy segura de que es un agente excelente.
El niño se volvió hacia la señora Theroux. El dibujo ya había pasado a la historia: -¿Vas a leernos, Françoise?
- Dentro de un rato, Michel. -El niño se marchó y la señora Theroux cerró la puerta. Le ofreció más café a Delorme, pero ésta prefirió no beber más. La señora Theroux se sirvió otra taza. Luego se acodó en la mesa y revolvió el café lentamente-. No quiero que usted regrese para interrogar a mi marido. La paz de la que gozamos es muy frágil y nos ha costado muchísimo ganárnosla. Algunos recuerdos son como terremotos, así que le voy a contar todo lo que sé, para que no tenga que volver. Cuando le haya dicho lo que sé, no quiero verla nunca más.
- No sé qué es lo que me va a contar, pero no puedo prometerle nada.
- Aunque me lo prometiera, no le creería. Voy a contarle lo que pasó en aquellos años, así no tendrá que volver a esta casa. Si regresa, ya no hablaré. Escúcheme bien: nadie sabe la verdadera historia.
Incluso antes de las detenciones, todo el mundo había decidido creer la versión que más le apetecía. Pero si me escucha, va a oír la verdad. »Lo primero que debe entender es la absoluta lealtad que nos profesábamos los miembros. Todos los militantes del FLQ la sentíamos profundamente, era una lealtad absoluta, inquebrantable. Pero la que existía entre Bernard y Daniel Lemoyne era todavía mayor. Se conocieron en una manifestación. En aquellos años nos pasábamos la vida acudiendo a manifestaciones. Puede que fuera una marcha a favor de los trabajadores de la Seven Up o de los taxistas, no lo sé. Pero sucedió que a Bernard lo golpearon en la cabeza y le hicieron sangre. Un poli le pegó un porrazo, el muy hijo de puta. Perdone…
- No se preocupe. No siento respeto por los policías violentos.
- Pues los habían metido en el furgón policial y Bernard seguía sangrando. Daniel Lemoyne hizo jirones su camisa y le vendó la cabeza.
- Se convirtieron en camaradas de armas.
- Exacto, se convirtieron en camaradas de armas. -La señora Theroux levantó dos dedos cruzados-. Se volvieron inseparables. Pero no pasa un día en que no lamenten haberse conocido. Lemoyne habría hecho lo mismo que hizo independientemente del entorno, pero estoy segura de que Bernard por sí solo no habría secuestrado a nadie.
Bernard estaba a favor de las acciones grupales, de movilizar a la gente; no era de los que planeaban estratagemas individuales. Aun así, el secuestro se convirtió en una locura compartida.
- Una locura compartida por Yves Grenelle, ¿verdad? ¿Por qué el nombre de Grenelle nunca ha salido a la luz?
- No lo cogieron, nunca fue acusado de nada. -Entonces la expresión de la mujer empezó a cambiar. Bajó la cabeza y se miró las manos, como si sostuviese una frágil pantalla en la que se proyectaban todos los hechos de su juventud-. Ése era el pacto, ¿entiende? -¿Qué pacto?
- El que hicieron los miembros del comando. Eran como hermanos de sangre. Habían acordado que, en caso de ser capturados, nunca mencionarían a los que hubiesen logrado escapar. Ni a la policía ni a la prensa. A nadie. Sería como si los prófugos nunca hubiesen existido.
Y eso fue lo que pasó con Yves Grenelle, no fue capturado con los demás. Grenelle desapareció de la faz de la tierra el día que Raoul Duquette murió. Hasta la fecha, nunca hemos sabido de él.
Probablemente se largó a Francia, muchos lo hicieron cuando las cosas se pusieron feas. En general solían regresar, pero a Grenelle le perdimos el rastro. -¿Cómo fue reclutado? ¿Era amigo de su marido o de Lemoyne?
- Debía de ser amigo de Lemoyne, porque Bernard no lo conocía.
Creo que Simone Rouault se lo había presentado a Lemoyne uno o dos años antes. Si quiere saber cómo reclutaban, debería hablar con ella.
Era hermosa. Si hubiese salido en un póster del partido, el número de miembros se habría triplicado en un día. Ella era la que atraía a la mayoría de los hombres jóvenes. Contribuyó a la revolución con su cara bonita y su boca sensual. Además se follaba a todo el que se le ponía a tiro.
- El nombre me suena. ¿Ustedes eran amigas?
- Nos llevábamos bien, pero por razones de seguridad no nos veíamos mucho. Era muy especial, todo un personaje. -La señora Theroux hizo un gesto de incredulidad con la cabeza, como si estuviera recordando algo-. Únicamente bebía champaña francés, sólo Veuve Clicquot. Y no paraba de fumar Gitanes, odio esos cigarrillos, apestan como puros. Hágame caso, si va a ver a Simone llévele una botella de Veuve Clicquot. Verá cómo le cuenta la historia de su vida. -¿No pertenecía ella al Comando Liberación, el que secuestró a Hawthorne? Grenelle y ella no pudieron conocerse.
- Pero se conocieron, se lo aseguro. Grenelle era el enlace entre los distintos comandos. Iba y venía. Todo un pico de oro, ese Grenelle.
Siempre lleno de ideas, siempre dispuesto a entrar en acción, siempre preparado para llevar las cosas más allá. Bernard y Lemoyne eran, por decirlo de alguna manera, más reflexivos. -¿Entonces cómo evitó ser capturado?
- En parte, gracias a mi marido. Bernard es carpintero, igual que su padre. Antes de secuestrar a Duquette, habían dispuesto otra casa franca para replegarse en caso de necesidad. Estaba ubicada en la costa sur. Bernard construyó una falsa pared en uno de los roperos empotrados. A usted le parecerá un plan lamentable. Pero lo cierto es que ellos nunca habían planeado matar a nadie y por tanto tampoco habían trazado un plan de huida elaborado.
- Eso no era lo que decían los comunicados. Desde el primer día amenazaron con matar a Duquette.
- Estaban negociando, usando al rehén como baza. Quizá no me crea, pero es la verdad; no tengo por qué mentirle después de treinta años. Por eso todos se quedaron estupefactos con la reacción del Gobierno: la suspensión de libertades civiles…, la intervención del ejército… Nadie se imaginaba que fuera a suceder algo así. Bernard y Daniel sólo confiaban en poder liberar a unos pocos presos políticos.
Nadie se imaginó que el Gobierno abandonaría a los rehenes a su suerte.
Los comandos creían que, en el peor de los casos, les permitirían asilarse en Cuba o Argelia. -¿Se hubiera marchado usted a Cuba con su marido?
- Por supuesto. A Cuba, Argelia o a donde fuera. -La señora Theroux se encogió de hombros-. Yo era muy joven. -¿Usted nunca creyó que sus camaradas fueran a matar a los otros rehenes? ¿Incluso cuando secuestraron a Duquette, un miembro del gabinete provincial?
- No se me cruzó por la mente, ni por un segundo. -La señora Theroux se puso de pie y fue a mirar por la ventana. Delorme pensó que lo hacía para ocultar las lágrimas-. Este taxi está tardando toda una eternidad.
- Si no viene en unos minutos, volveré a telefonearles.
Se abrió una puerta y apareció una niña pequeña. Su carita era la viva imagen de la tragedia.
- Sasha me garabateó el dibujo -sollozó.
- Pero qué lástima, Monique… -La señora Theroux le acarició el hombro para consolarla-. Estoy segura de que no lo hizo a posta. -¡Sí que lo hizo a posta! ¡Sasha es malo!
- Pues ve y díselo a Gabrielle. Puedes hacer otro dibujo. Lo sabes, ¿no? -¡No quiero otro dibujo!
- Pues ve y díselo a Gabrielle.
La señora Theroux le abrió la puerta a la niña y desde la sala llegó una ola de grititos infantiles. Se sentó otra vez frente a la detective y revolvió el café. Si seguía revolviendo con ese ímpetu, iba a conseguir que se evaporara.
- Nunca se me ocurrió que Bernard se involucraría en un asesinato. Conozco a mi marido. Lo conozco ahora y lo conocía entonces.
Que hiciera volar estatuas en pedazos, sí. Que atentara contra corporaciones en plena noche y dando aviso para no herir a nadie, también. Pero que fuera a matar a sangre fría, jamás. Él no es así y punto -concluyó la mujer frotándose la frente como si quisiera borrar esas imágenes. »Cuatro o cinco días después, la presión comienza a ser terrible.
La policía y el ejército patrulla toda la ciudad, y los tres empiezan a preguntarse qué van a hacer. Grenelle, el pico de oro, opina que hay que cargarse a Duquette, pero Lemoyne y Bernard prefieren pensarlo bien.
Acuden a la casa de un amigo, alguien de los cuadros de apoyo, para discutir los pasos que hay que seguir. Sólo van ellos dos, y dejan a Grenelle a cargo de vigilar al ministro. Después de debatirlo largamente resuelven que no ganarán nada ejecutando al rehén. El ejército acecha y el Gobierno se niega a negociar. Era una causa perdida o al menos lo parecía, ¿me entiende? Así que deciden no matar a Raoul Duquette. »Bernard y Daniel regresan a la casa para informar a Grenelle de su decisión. Al entrar lo encuentran en la cocina, mirando por la ventana, en silencio, algo inusual en un bocazas como él. Pero Grenelle tiene la mirada perdida en la ventana. Como si le hubieran dado un martillazo en la cabeza, así me lo describió Bernard. »Bernard y Daniel le dicen que han decidido no matar a Duquette.
Le dan sus razones sopesando los pros y los contras. Le explican que es una decisión difícil pero que es la correcta. A todo esto, Grenelle no dice ni una palabra. Sigue delante de la ventana, con la mirada perdida. »Finalmente se vuelve. Los observa a ambos de pies a cabeza y menea la cabeza, como desilusionado. »-¿Qué pasa? -dicen Bernard y Daniel-. ¿Qué ocurre? Si no estás de acuerdo, dilo. No sigas ahí mirando el horizonte con esa cara de vaca boba. Dinos lo que piensas. »-Es demasiado tarde -les contesta. »-¿Cómo que demasiado tarde? ¿Qué quieres decir? »-Lo he matado -contesta Grenelle, y se larga a llorar. »El tipo duro, el amante de la acción, se larga a llorar como un bebé.
Bernard y Daniel corren al cuarto contiguo y descubren que es cierto. Duquette está despatarrado junto a la ventana. No respira, no tiene pulso y se le nota un cardenal horrible alrededor del cuello. »Regresan a la cocina. Grenelle aún no ha parado de llorar.
Después de un rato logran calmarle. »-¿Qué pasó? -dice Bernard-. ¿Intentó escapar? »Grenelle les cuenta que Duquette había conseguido desatarse las manos. Grenelle estaba en la cocina cuando oyó que se rompía un cristal. Fue a ver qué pasaba y descubrió a Duquette con medio cuerpo asomado por la ventana. Grenelle tiró de Duquette y lo volvió a meter dentro de la casa, pero el rehén se defendió como un salvaje, estaba histérico. Grenelle les mostró el ojo, estaba empezando a ponérsele morado, y continuó con el relato. Él y Duquette habían forcejeado, pero al final Grenelle consiguió tumbado boca abajo. Lo tenía cogido por detrás, del jersey. Lo único que quería era calmarlo, noquearlo. Soltó el jersey, pero Duquette volvió a resistirse. Entonces Grenelle tira otra vez del jersey con toda su fuerza. Esta vez quiere dejarlo fuera de combate y echa el cuerpo hacia atrás tirando con todo su peso, el jersey se estrecha en torno al cuello de Duquette. Por fin lo ha conseguido, Duquette está inconsciente. Grenelle coge la cuerda y vuelve a atarle las muñecas. El único problema es que Duquette no está inconsciente, sino muerto. »Al contarles lo ocurrido, Grenelle vuelve a llorar. El machito, el revolucionario, se ha convertido en un niño de mamá. Bernard y Daniel entienden lo que ocurrió pero siguen muy enfadados. Ahora tienen que tomar decisiones muy distintas.
- No me cabe ninguna duda -dijo Delorme-. Si admiten que Duquette ha muerto por accidente, quedan como una panda de torpes improvisados. En cambio si convierten el accidente en ejecución parecerán crueles y despiadados, pero por lo menos mantendrán su imagen de revolucionarios de verdad.
- Justamente. Así que optan por quedar como revolucionarios y deciden seguir adelante con el plan original. El comando asume colectivamente la responsabilidad de la muerte. Dirán que fue una acción grupal, sin importar quién caiga prisionero o quién logre escapar. »Meten el cuerpo en el maletero del coche y lo llevan al aeropuerto de Saint-Hubert. Hacen saber a los medios dónde encontrarlo y después se marchan a la casa franca de la costa sur. La policía da con la casa tres semanas después, pero Bernard, Lemoyne y Grenelle consiguen apretujarse dentro de la falsa pared del ropero.
Durante toda la redada oyen las conversaciones de la policía. Al fin las fuerzas del orden se retiran, pero ellos esperan doce horas más para poder largarse de noche. La policía no ha dejado a nadie vigilando la casa, así que pueden salir sigilosamente por el jardín de atrás. »A Bernard y a Daniel los atraparon en menos de una semana.
Los encontraron en un granero, como un par de vagabundos. Grenelle consiguió huir. -La señora Theroux lanzó un suspiro interminable y se mordió el labio-. Grenelle fue el único que logró escapar.
- Pero ¿por qué nunca ha hablado de esto antes? -preguntó afectuosamente Delorme.
- En primer lugar, por el juramento de lealtad. Y porque Bernard no quiso que nadie supiera qué ocurrió en realidad. Prefirió que la historia recordase el hecho de esa manera. -De la sala llegó de repente un barullo de indignación infantil-. ¡No hagáis tanto ruido, Sasha! Los mayores estamos hablando. -¿Nunca se le ocurrió que Grenelle pudo haberles mentido? ¿Que al verlos vacilar (o, desde el punto de vista de Grenelle, volverse débiles) quisiera salvar la revolución matando a Duquette por iniciativa propia?
- Claro que sí. A pesar de tanto lloriqueo, se nos ocurrió a todos. Grenelle siempre fue el más exaltado, el que reclamaba más atentados, explosivos más poderosos, más cobertura de los medios. Si hasta yo lo discutí con Bernard durante el juicio. Al principio no quiso escucharme, pero lo hizo una vez ingresado en prisión. Mi marido consideró que no cambiaría nada. Recuerde que Bernard sólo fue condenado por secuestro, no por asesinato.
- Hay algo más que no entiendo -dijo Delorme-. Si Grenelle era tan exaltado, tan revolucionario, ¿por qué no admitió desde el principio su responsabilidad? ¿Por qué dijo que había sido un accidente?
Después de todo, a ojos de Grenelle, aquello fue un acto de guerra. Y si fue un acto de guerra, ¿no se convertía él en un héroe?
- Naturalmente que sí. Grenelle siempre fanfarroneaba de sus proezas en el manejo de bombas y demás. Siempre estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de cualquier acción violenta en la que se embarcara el comando. Era él quien los instigaba, así que no entiendo por qué lo negó.
- Pero, en vez de fanfarronear por haber matado a Duquette, Grenelle se puso a llorar. Por la descripción que usted ha hecho, yo diría que esa reacción no es la típica de alguien con semejante carácter.
La señora Theroux se encogió de hombros:
- Quizás es así como uno reacciona. Pero yo no puedo asegurarlo, nunca he matado a nadie.
Pero Delorme sí. Había matado a una asesina en serie llamada Edie Soames y había sufrido depresión y llantos incontrolables durante semanas.
- Ese taxi suyo tarda demasiado. Voy a acabar por creer que no lo ha pedido en absoluto.
- No se preocupe por mí, la lluvia ya está escampando. Y gracias por el café. -Delorme se puso el abrigo-. Usted dice que su marido no acepta que Grenelle matara a Duquette a sangre fría. ¿Por qué no? ¿No habría servido para que su marido siguiese viéndose a sí mismo como un verdadero revolucionario?
La señora Theroux se puso de pie al mismo tiempo que Delorme, pero ocultó la cara y apretujó el delantal que tenía entre las manos.
Luego se acercó a la ventana, decorada con una hilera de carámbanos goteantes, y dejó la mirada perdida en la lejanía. -¿Nunca le contó Bernard si existían otras razones? -insistió Delorme.
La señora Theroux negó firmemente con la cabeza. -¿Y nunca le mencionó el lugar del crimen, por ejemplo? ¿O el dormitorio donde encontraron muerto a Duquette, cuando él y Lemoyne regresaron? ¿Nunca mencionó el aspecto de la habitación? ¿O si lo que habían visto (la ventana rota, las señales de forcejeo) encajaba con la versión de Grenelle?
- Mi marido tenía diecinueve años. Su oficio era la carpintería, no la medicina forense.
- Comprendo. Pero dada la gravedad de la situación y el efecto que aquello iba a tener en sus vidas, y en la historia, sin duda quisieron saber qué era cierto y qué no. Después de todo, Lemoyne y su marido pasaron doce años en prisión. De no haber sido por Grenelle, habrían pagado su crimen con un viaje a Cuba y un par de años de encarcelamiento al volver a Canadá. Lo que le estoy preguntando es: ¿había algo en el lugar del crimen que sugiriera que Grenelle no era sólo lo que decía ser?
- No le entiendo.
- Creo que me entiende de sobra. Es más, creo que lo lleva pensando desde hace treinta años.
- Será mejor que se vaya. Bernard tenía razón, no voy a ganar nada hablando con usted. Más bien llevo las de perder. -¿Por qué llamó Miles Shackley a su casa, señora Theroux? ¿Por qué llamó precisamente unas semanas antes de que lo mataran?
- Ya se lo he dicho, no conozco a ningún Miles Shackley. Pero es cierto que alguien llamó aquí hará un mes. Era un desconocido. Dijo ser un primo de Yves Grenelle, de Trois-Rivieres. ¿Quién sabe si Grenelle tenía o no tenía primos? El hombre nos explicó que su padre había muerto y que parte de la herencia le correspondía a su primo Yves.
Quería saber dónde podía encontrado. Llegamos a sospechar de ese hombre, pero ¿quién iba a buscar a Yves después de tantos años? ¿La RPMC? No, ellos ni siquiera estaban al tanto de que existía.
- Cuando el desconocido preguntó por Grenelle, ¿qué le dijo usted?
- Fue Bernard quien atendió la llamada. Le contestó que no conocía a ningún Yves Grenelle.
Delorme paseó la vista por la cocina empapelada con dibujos de niños, imbuyéndose de aquel ambiente doméstico e inofensivo.
- Gracias -dijo-. Muchas gracias.
- Mi marido jamás hablará con usted y yo le he dicho cuanto sabía. Espero que ya no vuelva por aquí.
- No creo que sea necesario.
Reclamada por una delegación de tres párvulos para cumplir con su deber de lectora en jefe de la guardería Beau Soleil, la señora Theroux desapareció en la sala. Delorme tuvo que retirarse sin despedida.
Fuera, la lluvia había escampado y las calles de Montreal estaban limpias, como recién estrenadas.