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El sargento Daniel Chouinard intentaba furiosamente librar su despacho del fantasma de su predecesor, el sargento Dyson. Pese a ser un sinvergüenza, Dyson era un hombre pulcro en extremo. Y como es lógico Chouinard sentía que, para diferenciarse del jefe anterior, debía sumir su nuevo despacho en un caos absoluto: de las ventanas y en ángulos ridículos colgaban cortinas a medio instalar; los textos legales y los manuales de procedimientos se elevaban en torres precarias sobre la moqueta; y las estanterías se combaban de tanto peso que cargaban.
Sobre su escritorio descansaba un martillo, varios destornilladores y un bloc de tamaño A3 en el que tomaba sus apuntes ilegibles.
Cuando el puesto de sargento quedó vacante, se lo ofrecieron a Cardinal. Después de todo, era uno de los detectives de más antigüedad y había resuelto algunos de los casos más relevantes en la historia de Algonquin Bay. Pero él lo rechazó, aun sabiendo que el ascenso significaba más dinero y un horario fijo. En esas fechas, Cardinal había estado a punto de renunciar a su trabajo -Delorme lo había convencido de lo contrario en el último minuto- porque sentía que no se merecía ascenso alguno. El detective también había tenido en cuenta que ascender a sargento significaba trabajo de oficina, pero el despacho no era lugar para él. En cambio la calle y tratar con gente de verdad era lo que más le gustaba del trabajo policial. Ése era el único lugar donde se sentía útil.
El único factor que hizo dudar a Cardinal fue el siguiente candidato en el escalafón: Ian McLeod. McLeod, que ahora se encontraba de vacaciones, tenía un don para crear discordia. Sin duda alguna, McLeod se habría convertido en un sargento desastroso. Así que al final el jefe R. J. Kendall le ofreció el puesto a Daniel Chouinard, un detective con la experiencia suficiente para comprender las necesidades del plantel de Investigaciones Criminales. Junto con el resto de la brigada, Chouinard había sufrido al impredecible sargento Dyson, y tenía una probada capacidad organizativa. Y lo más importante de todo, conocía bien a los ocho detectives a su cargo; por tanto podría compensar los puntos fuertes de unos con las debilidades de los otros.
Cuando se enteró del nombramiento, McLeod declaró que se debía a que Chouinard era francófono. Ahora el departamento sería realmente bilingüe, algo que hasta entonces no había sido. Nadie más encontró razón alguna para criticar el ascenso de Chouinard. Lo peor que podía decirse del nuevo sargento era que resultaba anodino, incluso para los parámetros del mundo francófono. De acuerdo, era soso. Tanto que sólo podía definírselo por aquello de lo que carecía: era incapaz de captar una ironía o cualquier otra forma de humor, no tenía ambiciones personales ni políticas, ni demostraba tener problemas psicológicos notables. Chouinard no montaba escenitas ni era rencoroso, ni siquiera tenía acento francés, lo cual ya era el colmo. En fin, a pesar del desorden que lo rodeaba, el nuevo sargento era, digamos, razonable. A veces insoportablemente razonable.
- Resumamos -dijo Chouinard. Delorme y Cardinal estaban de pie en posición de descanso, ya que las sillas del despacho estaban ocupadas por pilas de placas de aislamiento acústico-. Han encontrado en el bosque a un estadounidense de unos cincuenta o sesenta años, comido por osos.
- Asesinado por una o varias personas y después comido por osos -corrigió Delorme.
- Por tratarse de un ciudadano de Estados Unidos deberemos notificarlo a la Montada, cualquier delito internacional es responsabilidad suya. Eso significa que trabajaremos codo a codo con Malcolm Musgrave, y que probablemente Delorme no participe en esta investigación.
- En realidad, Delorme es la persona más indicada para trabajar con Musgrave -matizó Cardinal-. Lo ha hecho antes y ambos se llevaron de maravilla. Eso aceleraría la investigación.
- Es posible -repuso Chouinard-. Pero no quiero muchas manos en este plato.
- A mí me interesaría participar, jefe -insistió Delorme-. Y estoy dispuesta a trabajar con Musgrave.
- Lo siento. Oiga, Cardinal, usted es el oficial de más experiencia y como tal debería colaborar con nuestro estimado sargento Musgrave.
- De veras, jefe, no me parece acertado tener que trabajar con Musgrave justamente ahora. -¿Por qué? ¿Musgrave está enfadado con usted? Dígame, Cardinal, ¿por qué iba a estar enfadado un cabo de la Montada de Sudbury con un detective de Algonquin Bay?
- Se ha olvidado de que el año pasado Musgrave me puso a todo el departamento de policía en contra.
- Venga, Cardinal, no sea injusto -argumentó Chouinard con ese carácter suyo tan razonable-. Musgrave tenía buenas razones para pensar que alguien de nuestro departamento filtraba información, y no se equivocó. Sólo sospechó del hombre equivocado.
- Un detalle sin importancia, ¿verdad? No sé por qué me lo habré tomado tan mal -ironizó Cardinal.
Pero lo que realmente le molestaba en ese preciso instante era el recuerdo del joven agente de la Montada que le había quitado el arma.
Durante un rato Chouinard no dijo nada. Sus rasgos delicados se movían de forma imperceptible, como si estuviera resolviendo ecuaciones mentalmente. Entonces, como si los cálculos le hubiesen hecho perder la paciencia, Chouinard hizo girar su silla y se puso a cambiar varios libros de lugar. Estudiando con cuidado los lomos, los sacaba de un estante y los acomodaba en otro. Cuando por fin se volvió de nuevo hacia sus subordinados, su expresión era de alegría.
- Así que hay resentimientos entre usted y la Montada -dijo-.
Es una pena. Porque nunca habrá una oportunidad mejor para limar las asperezas con nuestros colegas del uniforme escarlata. Así que usted, Cardinal, trabajará con la Montada. Proporcióneles todo lo que necesiten. ¿Está claro? Ya verá, en menos que canta un gallo, usted y Musgrave estarán llevándose de maravilla. Eso beneficiará la investigación y a largo plazo la relación entre nuestras fuerzas.
- Pero, sargento, no sé si comprende la pésima comunicación que hay entre Musgrave y yo.
- Razón de más. El que tiene el problema es usted y por tanto no hay nadie más cualificado para enmendarlo. ¿O no?
Aunque hubiera debido encabezar su lista de actividades, Cardinal pospuso a Musgrave. En cambio telefoneó enseguida al Centro de Medicina Forense de Toronto y habló con Vlatko Setevic, de la Policía Científica. Con Vlatko, uno estaba seguro de dos cosas. La primera: era un trabajador obsesivo, el primero en llegar y el último en irse, y nunca era feliz hasta haber despejado el escritorio. La segunda:
Vlatko había llegado a Canadá en la década de los sesenta, pero la afabilidad le duró hasta el desmembramiento de Yugoslavia en los años noventa. Desde entonces su carácter se había vuelto tempestuoso.
Podía ser gracioso y de pronto comportarse como un cabrón. Nunca se sabía con qué Vlatko iba uno a taparse. Cardinal preguntó por los restos de pintura que le habían enviado y se preparó para la tormenta. -¿Qué restos de pintura? Yo no recibí ninguna raspadura de pintura, no de Algonquin Bay.
- Espero que no sea cierto porque, si no, le va a caer un puro. ¿Me va a decir que no tienen un regis…?
Por el auricular se oyó una estentórea risa eslava:
- Relájese, detective, sólo bromeaba. Tengo sus preciosas raspaduras de pintura delante de mí.
- Me va a matar de la risa, Vlatko. Deberían contratarle para ese programa cómico… ¿Cómo se llamaba?… Ah, sí:
La Real Farsa Aérea de Canadá.
- Qué tensos se ponen ustedes los del norte. ¿Por qué no hace yoga?
No le vendría mal, le daría armonía y haría que se sintiera uno con el Universo.
- Eso dice mi esposa. Dígame, ¿qué ha averiguado?
- Hemos tenido suerte, creo. La pintura coincide con el marrón nogal que Ford empezó a usar el año pasado para su nueva camada de todoterrenos. Así que sólo tendrá que buscar un Explorer de este año que tenga un buen raspón.
- Me está alegrando el corazón, Vlatko. Continúe.
- Ahora viene la pega: Ford lleva vendidos aproximadamente treinta y cinco mil todo terrenos Explorer.
- A ver, deje que adivine: el color preferido es…
- El marrón nogal, por supuesto.
Cuando fue imposible aplazado más, Cardinal telefoneó al destacamento de la Policía Montada en Sudbury. Un empleado civil atendió la llamada e informó a Cardinal de que Musgrave se encontraba fuera de la ciudad. Cardinal colgó aliviado, pero la campanilla sonó antes de que pudiera soltar el auricular. Era Musgrave.
- Usted y yo tenemos que hablar acerca de un individuo llamado Howard Matlock -dijo el sargento yendo directamente al grano.
Musgrave se encontraba en Algonquin Bay, a pocas calles de allí, en el Federal Building de MacPherson. Tiempo atrás, la RPMC contaba con un destacamento en la ciudad pero, como todo el mundo, hubo de sufrir la era de los recortes presupuestarios. Ahora el destacamento más cercano estaba en Sudbury, a ochenta kilómetros de Algonquin Bay.
Cardinal se acercó al Federal Building y aparcó su coche en una plaza reservada únicamente para vehículos de correos. Musgrave ocupaba un despacho espartano con un escritorio metálico, un teléfono y tres sillas de plástico de colores primarios.
El sargento transmitía la confianza de quien se sabe siempre el hombre más grande y más duro de la habitación. Su torso era una V esculpida en el mismo material de la cornisa precámbrica. Si le lanzasen un pedrusco, sería probable que fuera éste y no Musgrave el que se hiciera añicos.
- Siéntese -dijo Musgrave señalando las sillas-. Quiero que sepa que no le guardo rencor por lo del año pasado.
- Su generosidad me conmueve, considerando que quien casi se queda sin trabajo fui yo.
- Mírelo objetivamente. Sólo seguía los procedimientos habituales.
- Le diré algo acerca de los procedimientos -arrancó Cardinal, que había estado ensayando su discurso en el coche-. La muerte de un ciudadano estadounidense en suelo canadiense puede ser jurisdicción de la RPMC, pero eso no les da carta blanca para entrometerse en una investigación de la policía local. Si quieren examinar el escenario de un crimen cometido en mi territorio, llámenme a mí; si quieren información, llámenme a mí. Pero no envíe a uno de sus agentes sin avisarme, porque la próxima vez su esbirro irá a parar a uno de mis calabozos.
Musgrave lo miró largamente con sus gélidos ojos azules.
- No tengo la menor idea de qué está hablando, Cardinal.
- Yo creo que sí.
- Oiga, Cardinal, tiene entre manos un yanqui muerto. Y un estadounidense, como usted bien dice, es jurisdicción de la RPMC. ¿Cuánto pensaba esperar antes de informarme?
- Si por mí fuera, no lo habría hecho nunca. Usted es un tipo desagradable, Musgrave. Pero como la leyes la que es, le telefoneé esta mañana, antes de que me llamara usted a mí. -¿Ah, sí? ¿Entonces por qué me entero de la existencia del yanqui por nuestra división de Ottawa? -Musgrave le tiró una copia del fax.
Era una reseña ínfima, una de las muchas que aparecían en un boletín rutinario: «Howard Matlock. Estadounidense. Hallado muerto en Algonquin Bay».
Cardinal miró el papel. ¿Cómo pudieron enterarse tan rápidamente los del cuartel general de la Montada? Si el chaval que le había quitado el arma no era agente de la RPMC, ¿quién era?
Alguien llamó.
- Le va a encantar conocer a este tipo -dijo Musgrave gesticulando en dirección a la puerta.
Cardinal levantó la mirada del fax.
- Detective Cardinal, le presento a Calvin Squier. El detective Cardinal trabaja para la Policía de Algonquin Bay. El señor Squier es agente de inteligencia, trabaja para el SSIC.
En el umbral de la puerta, vestido con americana, camisa y corbata, apareció el joven rubio. Parecía un adolescente con la ropa del padre. Nada en él sugería que fuera capaz de quitarle a uno el arma en un bungalow oscuro.
- Mucho gusto -dijo Squier, y tendió una mano más pálida que una chuleta de cerdo.
- El gusto es mío -alcanzó a articular Cardinal. La sangre se le subía al cuello y la cara.
- Lo felicito por la resolución de los asesinatos del Windigo -dijo Squier-. Me he informado sobre usted esta mañana. -¿Usted es del SSIC?
- Del Servicio Secreto de Inteligencia de Canadá -se apresuró a advertir Musgrave.
- Gracias, Musgrave. Sé lo que significan las siglas.
- Así es. Desde hace cinco años -respondió Squier.
- Entonces lo habrán fichado a los nueve. -Cardinal se sentó en una silla azul que crujió como un zapato nuevo. Se volvió hacia Musgrave-. ¿De qué va todo esto?
- Prefiero que sea él quien se lo explique.
Squier abrió su maletín y depositó en el escritorio un ordenador portátil plateado. Lo abrió para que los tres pudieran ver la pantalla, luego presionó un botón. La pantalla cobró vida con una melodía de campanillas. Squier sacó del bolsillo un objeto del tamaño de una barra de labios y apuntó a la pantalla. Acto seguido apareció un gráfico que mostraba el organigrama del NORAD, el Mando de Defensa Aérea de América del Norte.
- Como usted ya sabrá -dijo Squier-, el NORAD es una operación conjunta de Estados Unidos y Canadá. Fue desarrollado durante la guerra fría para mantenemos a salvo de una posible invasión rusa. -Hizo un clic con su ratón inalámbrico y apareció otro gráfico: la planta de las instalaciones del Centro de Operaciones Conjuntas-. Cada país construyó su centro de mando. Es decir, un búnker de tres plantas enterrado dentro de una montaña. Los estadounidenses lo tienen en Cheyenne Mountain, Colorado. El nuestro está en Algonquin Bay, cerca del Trout Lake.
- Crecí aquí -dijo Cardinal-. No es necesario que me lo cuente.
- Si me da un segundo, me gustaría explicarle esto desde el principio -repuso Squier-. Además, el sargento Musgrave no creció aquí.
- El sargento Musgrave odia perder el tiempo -dijo el propio Musgrave-. Suponga que conocemos la ubicación de la base del MDAC.
- Muy bien. Aunque la guerra fría haya terminado, el Mando de Defensa Aérea de Canadá sigue operativo. Dentro de esa montaña trabajan y viven ciento cincuenta personas con los ojos clavados en sus pantallas todo el santo día. Esas pantallas siguen encendiéndose cada vez que un objeto entra en el espacio aéreo canadiense.
- Oí que lo estaban desmantelando -comentó Cardinal-. En la actualidad, Algonquin Bay ni siquiera tiene base aérea.
- Es probable que lo trasladen, pero puedo asegurarle que nadie va a desmantelar el MDAC. -Un gorjeo apagado interrumpió la conversación-. Perdón. Se me olvidó apagar el móvil.
Squier metió la mano en la americana y lo desconectó. Después apuntó con el ratón inalámbrico a la pantalla y ésta cambió una vez más.
Lo que apareció entonces fue una pantalla de radar. Varios objetos con forma de avión surcaban el ángulo superior izquierdo.
- El MDAC sigue de cerca todo el tráfico aéreo entrante.
Evidentemente, esto no es más que una simulación del tráfico aéreo comercial de todos los días. Al terminar la guerra fría, encomendaron nuevas tareas a la base del MDAC, como vigilar el contrabando de drogas, por ejemplo. Recientemente tuvieron un papel decisivo en la captura de una carga de heroína, valorada en veinte millones de dólares.
Les bastó con retransmitir a la Brigada Antidroga de la RPMC las coordenadas de una avioneta Cessna que les parecía sospechosa.
Otro clic del ratón inalámbrico y la pantalla volvió a cambiar. Por el ángulo superior izquierdo de la pantalla apareció un objeto que no se parecía en nada a un avión. Era de un rojo incandescente y titilaba al tiempo que emitía un bip estridente.
- A partir del 11-S la responsabilidad más importante del MDAC, al menos en mi unidad, es la prevención de atentados terroristas. La señal que estamos viendo ahora mismo en la pantalla podría corresponder tanto a una aeronave secuestrada como a un misil agresor.
- Simulado, me imagino -dijo irónicamente Musgrave.
- Por supuesto. En esta tierra de Dios, ni yo ni nadie podría andar por ahí con una conexión directa al MDAC -zanjó Squier-. Bien, ustedes se preguntarán por qué he venido. Iré al grano. El viernes por la mañana, el SSIC recibió una llamada de la base. Los guardias de seguridad del MDAC pillaron a un hombre en lo alto de la colina, llevaba prismáticos. Aparentemente no estaba haciendo nada. Lo interrogaron y averiguaron que era observador de aves. El tipo no llevaba turbante, ¿me explico? No había razón alguna para retenerle, ni siquiera para llamarlos a ustedes -dijo mirando a Cardinal-. Así que los guardias del MDAC comprobaron que el observador de aves tenía la documentación en regla y le dijeron que se largara. »Nos enviaron la información por teléfono. Simple rutina.
Nosotros comprobamos si Howard Matlock estaba fichado, pero no tenía antecedentes. Entonces (y esto sucedió ese mismo día) el tipo vuelve a aparecer por la base en plena noche. La guardia de turno lo pesca dentro del perímetro de seguridad con los prismáticos prácticamente pegados a la cara. -¿Dentro del perímetro de seguridad? -exclamó Cardinal-. El tipo debía de ser el espía más inepto de la historia. Yo me he acercado a la base, pero para ver algo hay que andar por lo menos tres kilómetros por la montaña. Sólo hay árboles y piedras. Nada más.
- Muy cierto. Pero quizá su objetivo no fueran las instalaciones.
Quizá su plan era comprobar cuán férrea era la seguridad y para conseguirlo había que dejarse atrapar. Pero no lo sabemos. Lo peor de todo este asunto es que la guardia de seguridad la ha cagado, y bien.
Cuando pescaron al merodeador, no se les ocurrió comprobar los registros del turno de mañana; no se enteraron de que el tipo había sido detenido unas horas antes. Así que, por increíble que parezca, lo dejaron marchar. Cuando la guardia cayó en la cuenta de su error, ya era demasiado tarde. Entonces nos llamaron por segunda vez; a más de uno se le cayó la cara de vergüenza.
Squier apagó el ordenador con un clic del ratón inalámbrico. La pantalla se oscureció; Squier la plegó con un chasquido suave.
- Ese día, mi superior me llamó a las seis de la mañana. Me dijo que cogiera el vuelo de las siete a Algonquin Bay. La guardia de la base había apuntado la dirección del Loon Lodge y la matrícula del coche que Matlock alquiló en el aeropuerto de Toronto. Pero llegué demasiado tarde. Ni siquiera pude verle. En cambio, ustedes ya andaban revisando el contenido de su bungalow. -¿Qué habría hecho de haber dado con Matlock?
- Lo habría seguido. Pero, como se imaginará, no personalmente.
De ese tipo de trabajos se encargan los vigilantes.
- Lo que Squier quiere decir -intervino Musgrave- es que esos trabajitos se los dejamos a la policía.
- Es una pena no haber dado con Matlock antes de que lo mataran. Sospecho que ese individuo no debiera preocupamos, pues no tenía ni vínculos con Al Qaeda ni con otros grupos. Sin embargo puso en jaque la seguridad del MDAC, no fue interrogado y poco después apareció muerto. Digamos que eso es suficiente para hacer sonar las alarmas. Por eso nos han llamado a participar en la investigación. -¿Y por qué no llamamos también a la PPO? -añadió Cardinal.
- Mmm, no creo que la policía provincial tenga jurisdicción en este caso.
- Es un chiste -aclaró Musgrave.
- También podríamos llamar a la Asociación de Caballeros de Colón y a la Comisión de Damas de Beneficencia… y al Club de Renos -siguió Cardinal-. y como ya somos tantos, de paso podríamos formar un equipo de curling.
- Supuse que no le iba a hacer gracia -repuso Squier-, por lo de la jurisdicción y demás. Sólo quería hacerle saber que estoy aquí y que el SSIC está a su disposición para lo que haga falta. Querrá ver mis credenciales. -Squier mostró una credencial de plástico con fotografía y letras en relieve-. Si quiere confirmar lo que le he dicho, llame a este número.
- Yo ya lo hice, créame -dijo Musgrave a Cardinal-. Squier trabaja para el SSIC. El servicio secreto está metido en esto, y eso es lo que hay. Así que llame a quien tenga que llamar, pero por ahora podría ponernos al día de cómo va la investigación.
Cardinal pensó en telefonear a Chouinard y montar la de Dios es Cristo, pero intuyó que no serviría de nada. Por otra parte, estaba agradecido de que Squier hubiera simulado no haberle visto antes.
- En realidad hay poco que contar -respondió Cardinal-. Los peritos forenses no tienen muchas pistas: un brazo, una oreja, pedazos de pierna, un retazo de cuero cabelludo y trozos de pelvis. Al tipo lo mataron, descuartizaron y después se lo dieron de comer a los osos.
Matlock le dijo al dueño del Loon Lodge que había venido a buscar un sitio para pescar en el hielo. No había otros huéspedes. Hasta ahora la única pista que tenemos es una raspadura de pintura obtenida en el sitio donde descuartizaron el cuerpo. Buscamos un todoterreno Ford Explorer, un modelo reciente color marrón nogal. En el Lode de esta noche saldrá un anuncio pidiendo la colaboración de todos aquellos que hayan hablado con Matlock.
- Perdóneme. Soy impertinente -dijo Musgrave-, pero ¿se les ha ocurrido revisar dentro del coche? El SSIC dice que Matlock había alquilado un Escort rojo carmín.
- Todavía lo estamos buscando. ¿Tienen alguna otra pregunta?
Porque me gustaría seguir con mi investigación. -¿Qué saben de su vida en Estados Unidos? -inquirió Squier-. ¿Qué es lo que investigarán allí?
A través de la suciedad de la ventana, Musgrave perdió la mirada en el tráfico de MacPherson, como si la pregunta no tuviese nada que ver con él.
- Lo primero que habría que hacer en Nueva York -expuso Cardinal- es dar aviso a los familiares cercanos si es que los tenía, e interrogarlos. Y hacer las preguntas de siempre: ¿tenía enemigos? ¿Había reñido con alguien recientemente? Usted ya sabe a qué me refiero.
- Yo puedo ir a Nueva York -dijo Squier con un entusiasmo casi infantil-. Deje que me encargue de eso. Suelo gestionar muchos temas relacionados con Estados Unidos, contactos con el FBI y ese tipo de cosas.
Musgrave casi se le echó encima:
- Háganos un favor a todos, ¿eh, Squier? Mejor encárgueselo a uno de sus ex agentes de la Montada. ¿Qué cojones saben los niñatos del SSIC de investigar homicidios o de investigar nada?
- Puede que algún mando superior del SSIC sea ex miembro de la Montada, de la época en que ese cuerpo estaba a cargo del antiguo servicio secreto -dijo Squier-. Pero entre los agentes ya no queda ningún agentes de la Montada en este caso.
- Ustedes los payasos del SSIC se creen que controlan el mundo, ¿no? Pero le diré una cosa, Squier: no son más que unos tontolabas con juguetitos electrónicos.
- Sargento Musgrave, usted bien sabe que los ex miembros de la Montada incorporados en su momento al SSIC nunca fueron investigadores en lo criminal. Eran efectivos de inteligencia, lo mismo que yo. -¿No me diga? Pues estoy seguro de que usted bien sabe, o lo sabría si se hubiera tomado el trabajo de conocer a sus compañeros, que muchos de esos efectivos contaban con diez o quince años de experiencia en investigaciones criminales antes de pasar a realizar tareas de inteligencia. Lamentablemente, cuando los medios se ensañaron con la Policía Montada hubo que limpiar un poco la casa.
Ottawa dictó una ley y, como por arte de magia, aparecieron ustedes. Y amparados en la legalidad, se hicieron cargo de todas las funciones que hasta ese momento eran responsabilidad de la Montada. Espero que lo que vaya decir no hiera su sensibilidad: ustedes reemplazaron a un montón de hombres muy valiosos.
Hubo un pequeño temblor en la voz de Musgrave, reflejo de unas emociones mucho más complejas que la simple ira. Cardinal nunca lo había visto tan enfadado. De hecho, se sorprendió de sentir por Musgrave algo muy parecido a la simpatía.
Squier iba a decir algo, pero lo pensó mejor. Luego arrancó de nuevo:
- No puedo cambiar la historia antigua. Tanto si me cree como si no, le aseguro que no he venido a causar problemas. Necesitamos su cooperación. Pero sepa que no se lo estoy pidiendo como un favor. Si tiene quejas, hable con mi superior en Toronto o con el SSIC de Ottawa. Ya tiene el número. Cuando esté dispuesto a colaborar, llámeme. Estoy alojado en el Motel Hilltop.
Squier se puso el ordenador portátil bajo el brazo y dejó la habitación. Cuando el joven se hubo ido, Cardinal soltó un silbido por lo bajo.
- Vaya por Dios -dijo finalmente Musgrave-. Por favor, que alguien me pegue un tiro.