23

Cardinal y Delorme se detuvieron a comer en un restaurante de carretera llamado Chez Marguerite. Cardinal llevaba un rato ensayando en francés lo que pensaba pedir, pero cuando Marguerite -una mujer inmensa con dos ceniceros por gafas- vino a tomarle nota y lo oyó, se echó a reír. -¿Por qué se ha reído? ¿No lo he pronunciado bien?

Delorme meneó la cabeza:

- Es por el acento. A vosotros os hace gracia el acento de los francófonos, pero te aseguro que no tiene ni punto de comparación con el de un «anglo» intentando hablar francés.

- Se acabó, no volveré a intentarlo nunca más.

- No seas tonto, lo has hecho muy bien.

- Puñeteros franceses. Después se quejan porque el resto del país está hasta los huevos de ellos.

- Ya vale. Eres igual que McLeod.

- Estaba bromeando.

Delorme miró por la ventana los campos que se extendían al otro lado de la autopista. El sol seguía pegado al horizonte, y esa luz le resaltaba los tonos cobrizos del cabello. -¿Crees que Sauvé nos dijo la verdad? -preguntó.

- Tenía mucho que perder si no lo hacía. Además su declaración coincide con lo que nos contaron los demás. Creo que ya no sacaremos mucho más del listado de llamadas de Shackley.

La dueña volvió con la comida: una hamburguesa para Cardinal, y poutine para Delorme. El poutine era un plato francocanadiense consistente en un revuelto de patatas fritas, salsa de carne y requesón derretido.

- Joder, Delorme, ¿cómo puedes comer eso?

- Déjame en paz. Sólo lo como cuando estoy en Quebec.

- Ya, para satisfacer ese paladar sutil y afrancesado.

Delorme levantó gravemente los sinceros ojos marrones:

- Deberías decir prendre cuando pides un plato.

Je vais prendre…

Recorrían la Autovía 20 de regreso a Montreal cuando sonó el móvil de Cardinal. La voz de su interlocutor era muy culta, muy británica.

- Buenas tardes. ¿Podría hablar con el detective Cardinal, por favor?

- Con él habla.

- Ah. Tengo entendido que ha estado intentando contactar conmigo. Me llamo Hawthorne, Stuart Hawthorne.

Por su aspecto, Stuart Hawthorne andaría cerca de los setenta años, pero estaba en plena forma y rebosaba energía. Su cabello, tupido y canoso, dejaba entrever en la nuca trazos del rubio de su juventud. Lo llevaba engominado hacia atrás y los rizos que se le formaban detrás de las orejas recordaban una cola de pato. Cardinal esperaba verlo llegar con un terno de raya diplomática, pero Hawthorne estaba jubilado y lógicamente no tenía motivo para llevar traje. Lucía una fina camisa blanca con cuello Oxford, pantalones caqui sin vuelta y unas botas de la marca Kodiak. Hawthorne pertenecía a esa estirpe de hombres que se sienten cómodos en un safari, en un plató de televisión o arreglando el jardín. -¿Sabía que el SSIC me telefoneó? -preguntó Hawthorne cuando Cardinal y Delorme lo recogieron en su casa del distinguido barrio de Westmount-. Se mostraron muy interesados en que yo no hablara con usted.

- No quieren que nadie hable con nosotros -dijo Cardinal-. Hay aspectos de esta investigación que empañan el honor de su vieja guardia.

- Será porque se lo merecen. Menudo desaguisado montaron durante la Crisis de Octubre, se lo digo por experiencia. Si lo hubieran hecho mejor, probablemente Raoul Duquette estaría vivo. -¿Qué nombre dio la persona que le telefoneó?

- No me dio ningún nombre, por eso sospeché de inmediato de sus intenciones. Era un hombre mayor, lo cual es lógico si pertenece a la vieja guardia, y francófono. En cualquier caso, no voy a obstruir la investigación de un asesinato a causa de una llamada anónima.

Continuaron en silencio durante un trecho.

- Solían pedirme que me prestara a este tipo de visitas, pero ya hace más de una década que no hablo con los medios -dijo Hawthorne de pronto-. La última vez que me llamaron fue en octubre de 2000, para el trigésimo aniversario del asunto. Me negué en redondo. No, no y no, les dije. Olvídense de mí porque yo quiero olvidar lo que pasó en 1970, por lo menos aquello que me afectó personalmente. Por otra parte, no pasa ni un solo día sin que piense en Raoul Duquette, enterrado allá arriba en Mount Roya!.

Delorme iba al volante y Cardinal en el asiento de atrás, arreglo al que habían llegado previamente. Asumieron que Delorme sería una interlocutora más cordial, por no decir más atractiva, y funcionó. Una vez que el coche se puso en movimiento, Hawthorne se despachó a gusto sin que ellos tuvieran que insistir.

- Malditos medios de comunicación -dijo el ex cónsul-. Los periodistas de la CBC esperaban de mí un comentario profundamente cristiano y conciliador. Lo siento, pero no puedo perdonar a mis secuestradores. Aparte de lo que me hicieron a mí, la gente se olvida de cuánto sufrió mi familia. ¿Sabían que en cierto momento afirmaron que yo había muerto? Fue el mismo día que mataron a Duquette. ¿Se imaginan la angustia de mi esposa? Teníamos un niño de cuatro años, por el amor de Dios. ¿Cómo esperan que perdone a mis secuestradores? No lo haré jamás. Mi mujer nunca volvió a ser la misma -concluyó Hawthorne-. Fue más duro para ella que para mí. Eso es lo que nunca podré perdonarles.

Delorme, que había estudiado la ruta anteriormente, torció en dirección norte y tomó una avenida.

Hawthorne observaba cómo transcurría la vida en las calles por donde pasaban. Estaban llenas de chavales en monopatines y mujeres árabes empujando sus cochecitos. Cuando por teléfono le propusieron reunirse, el ex cónsul se había mostrado poco dispuesto. «Oigan, hace treinta años de eso -les había dicho-. Ahora sólo me apetece seguir con mi vida.» Curiosamente Hawthorne no había abandonado Canadá después del secuestro. Ni siquiera se había marchado de Quebec.

Cuando finalmente se retiró en 1988, decidió jubilarse en Montreal, la ciudad de su desventura. Ahora, en el automóvil, Cardinal quiso saber por qué.

- En realidad, intenté regresar a Inglaterra. Viví allí durante dos años. Pero uno se acostumbra a otra manera de pensar, a otro tipo de vida. Si quieren que les sea sincero, la Gran Bretaña de hoy me parece sumamente casposa, a pesar del modernismo superficial que profesa Tony Blair. Gran Bretaña es un país anacrónico, lleva veinte años de atraso con respecto al resto del mundo.

Hawthorne se volvió hacia atrás, hacia Cardinal:

- Además, y pese a lo que sucedió, los canadienses siempre me han caído bien. Los que me secuestraron eran extremistas. Por entonces tenía, y aún tengo, muchos amigos francófonos. Ustedes los canadienses son el punto medio entre la rigidez británica y el ímpetu estadounidense. Ésa es mi experiencia personal, por supuesto. Ustedes no tienen por qué estar de acuerdo.

- No sé qué decirle -añadió Delorme-. Algunos familiares míos son asquerosamente conservadores. Votan a Geoff Mantis, por ejemplo.

A veces me asustan.

- Cardinal se sentía intrigado por el acento de Hawthorne Sabía que aquel hombre había estudiado en Oxford o Cambridge, pero no habría podido explicar por qué. En la boca del ex cónsul Hawthorne, hasta las palabras más corrientes sonaban hermosas. Cardinal sintió un poco de envidia y se preguntó si a Delorme le ocurriría lo mismo cuando hablaba con un francés, si es que había conocido a alguno. Hawthorne era desenvuelto, refinado y distinguido -ésas eran las palabras que venían a la mente-, mucho más desenvuelto, refinado y distinguido de lo que un canadiense llegaría a ser jamás. Hawthorne los había definido como el punto medio entre estadounidenses y británicos. Pero ellos, los canadienses, se sentían igual de intimidados por ambos, reflexionó Cardinal.

- Nunca he regresado -continuó Hawthorne-. A la casa, me refiero. Cada cinco años, con precisión suiza, alguna joven productora en ciernes de la CBC me pide que vaya. Si son anglófonas se llaman Mindy, si son francófonas se llaman Lise.

- Yo me llamo Lise -dijo Delorme.

- Vaya, ¿y cómo es que no trabaja para la CBC?

Delorme se rio.

- En fin -prosiguió Hawthorne-, cada cinco años suena el teléfono y Mindy o Lise quieren saber si me apetecería recordar aquellos años, revivir aquellos tiempos compartidos con terroristas y acaso acercarme a la casa donde ocurrió todo. Con una cámara pegada a la nuca, claro está. Al más puro estilo Bartleby, suelo contestarles que preferiría no hacerlo. Esto parece que las estimula aún más y se convierten en mujeres abandonadas cuyo ardor aumenta cuanto más se las rechaza. Así que durante las cuatro semanas siguientes insisten e insisten. Me invitan a comer y a cenar. Me piden permiso para visitarme en casa (como si eso fuera un gran aliciente) y hasta tengo la sensación de que me entregarían a su primogénito a cambio de prestarme a una entrevista y acceder a volver a la maldita casa. -El coche giró por Delavigne, una calle bordeada de bungalows por ambos lados-. Pero no cedo -apostilló sumiéndose después en el silencio. Y remachó-: No cedo jamás.

- Lamento incomodarlo -dijo Cardinal-. Pero como le comenté por teléfono, estamos desesperados por obtener información. No se trata de entretenimiento televisivo, sino de detener a un asesino.

- Por supuesto. De no ser así no habría venido. Espere un segundo, ¿no es ésta la calle? ¿No era Delavigne? Sí, es aquí. Cuando me secuestraron nunca vi dónde estaba. Nunca llegué a ver la calle. -¿Le habían vendado los ojos? -dijo Delorme.

- En el coche, sí. ¿Sabe con qué me los cubrieron? Con una vieja máscara antigás con los cristales pintados de negro. No podía ver nada, pero eso no evitó que casi me muriera de miedo. ¿Cómo iba a saber que sólo era para cegarme? Yo pensé que me iban a asfixiar o algo peor.

Imagínese, me metieron a empujones en el asiento de atrás. Me amenazaron. y después me cubrieron la cara con ese apestoso chisme de goma. No suscitaba precisamente ese optimismo innato que todos poseemos…

- Hemos llegado -Dijo Delorme, y aparcó en la entrada de una casita blanca, detrás de una furgoneta granate.

- Vaya -musitó Hawthorne.

Cardinal iba a bajar del coche.

- Espere un momento, por favor -dijo el ex cónsul-. ¿Le molestaría mucho esperar un segundo antes de entrar? Esto es un poco fuerte.

Cardinal cerró la puerta.

- Vaya -repitió Hawthorne-. Si pasara caminando por aquí, no habría reconocido la casa ni en un millón de años. Es lógico, siempre tuve los ojos vendados, así que nunca la vi bien. Es decir, la vi y no la vi. El primer día conseguí atisbarla por una rendija de la máscara. Y la vi otra vez cuando me rescataron. Conseguí verla fugazmente mientras los policías me metían en el asiento trasero de aquella tartana. Después nos alejamos. La casa era muy distinta entonces.

- Es esta casa, señor cónsul. El número es el mismo y hasta he comprobado las viejas fotografías de prensa. La única diferencia es que le han añadido una cochera.

- No dudo de lo que me dice. Estoy seguro de que es la misma casa. Pero en mi mente, en mis recuerdos, se había vuelto un sitio de pesadilla. Ahora ya no. Así la vi durante los primeros cinco años, cuando todavía soñaba con lo ocurrido, cuando no podía dejar de pensar en ello.

Ésa era la forma que había cobrado en mi imaginación, no la que veo ahora. No la que ahora tengo delante.

- Lamento hacerle pasar este mal trago, señor cónsul.

Cardinal no se explicaba por qué seguía dirigiéndose a Hawthorne de esa manera. Nunca era tan obsecuente. Seguramente se debía a ese maldito acento.

- No se disculpe. Quizás hasta me haga bien, ya sabe, como aquello de enfrentarse al dragón. No es más que una casita en una calle tranquila, no una mazmorra. Estoy seguro de que me hará bien. -Hawthorne se palmeó la pierna-. Adelante. Al ataque.

En la puerta los recibió Al Lamotte, el actual dueño de la casa.

Delorme le había telefoneado para acordar los detalles de la visita.

Como ella, Lamotte rondaba la treintena y sabía más bien poco de los hechos políticos de 1970. Desde entonces, la casa había cambiado de manos unas doce veces; Lamotte, su esposa e hijo vivían ahí desde hacía dos años. La esposa y el hijo habían salido.

- Me quitaré de en medio, ¿vale? -dijo Lamotte después de las presentaciones-. Miren lo que tengan que mirar; si me necesitan, estaré por aquí.

- Gracias, señor Lamotte -repuso Cardinal-. Es muy amable de su parte.

Lamotte hizo una mueca de desprecio y se metió en la cocina.

Hawthorne entretanto se había quedado en el mismo sitio.

Estaba de pie, con los brazos en jarras, reconociendo el lugar. Al otro lado del ventanal, las copas de los árboles y un campanario lejano reflejaban los rayos del sol.

Cardinal observaba expectante.

- El salón no lo vi hasta el final. Estaba casi vacío, sólo había sacos de dormir y un par de sillas de madera. Habían calculado que el secuestro no se alargaría más de dos o tres días, era evidente. Siempre me retuvieron en el dormitorio, con un guardia armado en la puerta. No puedo decirle mucho más de esta estancia. Cuando la vi, la policía y unos seis mil soldados habían rodeado la casa. Yo sólo quería largarme antes de que empezaran a zumbar los balazos.

La voz de Hawthorne se estremeció ligeramente. La coraza diplomática tenía sus puntos débiles.

- Estuve en el dormitorio, salvo cuando me dejaban ir al cuarto de baño. Era increíble, hasta ahí me vigilaban. Era deprimente. -El ex cónsul se volvió hacia los detectives-. No creo que vaya a hacerles grandes revelaciones. Fue hace mucho tiempo y más que nada he querido olvidar, no lo contrario. -¿Le importaría que viéramos el dormitorio? -dijo Delorme.

Cardinal se alegró de que continuara ella. Era duro ver a un hombre tan impasible como Hawthorne empezar a temblar.

El inglés retrajo ligeramente la barbilla; su gesto de conformidad no pasaría de eso. Entonces Delorme se dio la vuelta y Hawthorne la siguió por el corredor oscuro como un niño obediente.

Cardinal se quedó en el pasillo donde la luz proveniente del dormitorio se convertía en una cuña de resplandor. En el extremo más alejado del dormitorio, Hawthorne se encorvó. Tenía las manos en los bolsillos y la barbilla hundida, como si se acurrucara en medio de un vendaval. Era el cuarto de un niño. A juzgar por la ropa y las prendas deportivas, allí campeaba un chaval de diez u once años. Había un oso de peluche enorme en el rincón, y en la pared, junto a un póster de los Canadiens de Montreal, colgaba una cometa de colores que no volaría antes del verano. Una cómoda con varios cajones, todos abiertos, ponía a la vista multitud de videojuegos, tebeos y cromos de brujas y magos.

Sobre el pequeño escritorio había un ordenador: el salvapantallas mostraba un tiranosaurio en pleno rugido. En el aire flotaba el aroma de unas zapatillas recién estrenadas.

- Vaya por Dios -suspiró Hawthorne.

Cardinal y Delorme aguardaron. El inglés no se estaba quieto y miraba en derredor nerviosamente.

- Me alegro de que sea el cuarto de un jovencito -dijo sin ofrecer explicación alguna. Cardinal sabía que no estaba hablando con ellos-. Es como visitar un campo de batalla, Gettysburg o Poitiers. ¿Lo han hecho alguna vez? Sólo quedan unas cuantas colinas con flores y hierba mecidas por la brisa. Cuesta imaginarse lo que ocurrió allí. Ahora la habitación me parece mucho más pequeña. Fueron dos secuestros y un asesinato; algo minúsculo comparado con el Once-S. Pero estar secuestrado es aterrador. -Hawthorne se volvió hacia Delorme-: Dos meses me retuvieron aquí. Dos meses enteros.

- Es mucho tiempo.

- Al principio no fue tan terrible, después del shock inicial, quiero decir. Se portaron educadamente y procuraron que estuviera cómodo. Es un decir, todo lo cómodo que podía estar con los tobillos atados y un saco en la cabeza. Era una funda de almohada rasgada por uno de los laterales, que me dejaba ver hacia delante pero no a los lados. Durante dos meses tuve una vista maravillosa de esa pared. Me prometieron que no iban a lastimarme, me aseguraron que yo no era más que un peón, una moneda de intercambio y todo eso. Supongo que dentro de sus posibilidades fueron bastante amables.

Entonces se volvió hacia la ventana:

- Ésta de aquí estaba cubierta de tablones. Yo fantaseaba con aflojarlos y saltar al exterior, pero siempre había un guardia armado vigilándome. Solían traerme libros para entretenerme, al principio eran de política, después vinieron los de suspense en edición de bolsillo.

Hawthorne suspiró y en su aliento entrecortado se percibió un escalofrío. -¿Cuántos eran? -quiso saber Cardinal. Pero Hawthorne no le prestó atención y continuó farfullando detalles sobre lo ocurrido, señalando un rincón o una pared.

- La cama era un catre individual. Cómodo, supongo, pero demasiado angosto. Así era más fácil atarme.

Hawthorne miraba e iba señalando objetos invisibles con gestos de la barbilla.

- Junto a la puerta había una silla de lona, como de director de cine.

Siempre había un guardia sentado. Todos iban armados, pero no me apuntaban con sus pistolas. Se conformaban con llevarlas encima.

Hawthorne lanzaba una mirada, hacía un gesto.

- Aquí había una mesa plegable para jugar a las cartas y dos sillas también plegables. Ahí comía yo. Comida para llevar, naturalmente.

Pero a veces venía una mujer que cocinaba. Se llamaba Madeleine.

Preparaba una tourtiere deliciosa. Hacía otros platos, ya veces hasta horneaba un pastel. Tuve la impresión de que a ella le daba vergüenza lo que me estaban haciendo. «No se preocupe -me decía-. No se preocupe. Todo saldrá bien.»

A Hawthorne los otros recuerdos no le habían afectado, pero aquel detalle le llegó al alma. Se apretó el puente de la nariz, como para frenar el llanto. -¿Y saben qué? Todo salió bien, todo salió realmente bien.

Solían tener encendida la televisión o la radio, así que me mantenía al día de las noticias. Por lo visto el gobierno provincial estaba negociando cuanto podía para zanjar el asunto, pero entonces Ottawa sacó el ejército a la calle. Apenas se hubo declarado el estado de sitio, aquí dentro el aire se volvió irrespirable. Entiéndame, los secuestradores no esperaban ni por asomo semejante reacción. Creían que estaban en medio de una negociación, pero Ottawa tomó las riendas…

Hawthorne recorrió el contorno del tigre dibujado en la alfombra con la puntera de su bota Kodiak.

- Una vez que comprendieron que ya no había negociación posible, se asustaron. Ya saben lo que hizo el otro comando: el día después de la declaración de estado de sitio, mató a Raoul Duquette.

La puntera trazó el hocico del felino, siguió por las orejas y la barbilla.

- Ese pobre hombre lleva enterrado treinta años, por mala suerte y nada más. Le tocó el más violento de los dos comandos. Dicen que Duquette riñó con sus captores, pero estoy seguro de que no fue tan tonto como para llevarles la contraria. No, el pobre se topó con unos tipos dispuestos a todo. Mis captores no lo estaban, y no me creo ni por un segundo que se debiera a mis dotes diplomáticas. Aunque sí intenté hablar con ellos y bromear cuanto pude. Para mí lo importante no era dorarles la píldora, sino que me vieran como a un ser humano. Obligarles a no olvidar que yo era una persona y no un objeto desechable. Recuerdo que una vez uno de ellos se tiró un pedo tremendo, y yo le solté:

«Ah… votre arme secrete», vuestra arma secreta. Les hice reír. -¿Cuántos le custodiaban? -preguntó Delorme.

- Cuatro. Jacques Savard, Robert Villeneuve, esa chica, Madeleine, y un tipo que iba y venía, un tal Yves. Yves fue el único que me amenazó. «No crea que no lo haremos. Yo le retorcería el pescuezo en un tris», me decía, y chasqueaba los dedos. Era un bruto.

Lamentablemente, el mundo está lleno de bestias como él. -¿No se enteró de su apellido?

- No. Él insistía en que lo llamara camarada o soldado. Pero la chica metió la pata un par de veces y lo llamó Yves. Gracias a Dios, nunca se quedaba más de media hora. Creo que llevaba y traía mensajes.

- De repente Hawthorne se dio media vuelta y enfiló hacia la puerta del dormitorio-. Tengo que salir de aquí, me está haciendo mal.

Una vez en el salón, Hawthorne se apoyó en un sillón, respiraba con dificultad. -¿Ocurre algo? -inquirió el dueño de la casa desde la cocina.

- Nada -respondió Cardinal-. Ya nos vamos. -¿Por qué no se sienta? -dijo Delorme a Hawthorne-.

Descanse un poco.

- Estoy bien, gracias. Lamento el espectáculo que acabo de montar.

Hawthorne se esforzó por sonreír, pero el sudor le corría por la frente. Cardinal sacó una fotografía de Miles Shackley: -¿Reconoce a este hombre?

- No. ¿Debería?

- No necesariamente. ¿Y a estos otros?

Cardinal le mostró la instantánea donde los cuatro terroristas sonreían con una ventana de fondo.

- A Lemoyne y a Theroux los reconozco por los periódicos.

Según tengo entendido, nunca vinieron a esta casa, estarían ocupados matando a Duquette. Ésa es Madeleine, la chica que a veces nos cocinaba. -¿Qué me dice del hombre en el extremo de la fotografía?

Cardinal señaló al muchacho de los rizos negros y la camiseta rayada.

- Resulta difícil de olvidar. Es Yves, el violento del grupo.

- Creemos que se llama Yves Grenelle.

- Puede ser. Entiéndame, yo no quería saber nada de ellos, no quería ser una amenaza No quería darles ningún motivo, excepto el político, para que me mataran. Si usted me dice que se llama Yves Grenelle, le creo. Nunca oí su nombre completo. Sólo sabía que era un hijo de la gran puta, si me disculpa el tecnicismo. -¿Cómo fue que llegó a verle la cara? -preguntó Delorme-.

Usted tenía los ojos vendados, ¿no?

- A él no le importaba mostrar la cara. Eso era lo que más miedo me daba. Una vez me quitó la capucha, cuando Madeleine estaba en la habitación. -¿Yves estuvo viniendo por aquí durante todo su cautiverio? ¿Acudía con regularidad?

- No. Sólo vino tres o cuatro veces, al principio. Después no volví a verlo, pero eso no significa que no volviera. Yo estaba encerrado en el dormitorio. -¿Y después de la segunda semana ya no volvió a verlo?

- Creo que no. Siempre oíamos los telediarios y la radio, y sé que tras la muerte de Duquette ya no regresó. Lo recuerdo porque antes me amenazaba. Pero cuando murió Duquette yo ya les tuve miedo a todos. Temía que Yves volviera y azuzara a los demás. Pero si regresó en otras ocasiones, yo no lo vi. -Hawthorne se puso de pie-. Oiga, detective, he colaborado cuanto he podido. Ahora, si me perdona, me gustaría marcharme.

Cardinal fue hasta la cocina a darle las gracias al dueño de la casa.

- De nada -dijo Lamotte-. Lo que hicieron aquí fue horrible, horrible. Me alegro de que ésta no sea la otra casa. Ya sabe, la casa donde…

- Ya -le cortó Cardinal-. Gracias de nuevo. -¿Ese tipo es el que secuestraron, el diplomático?

- No puedo decirle nada, lo siento. Estamos investigando.

- Pues después de treinta años, yo diría que se están tomando mucho tiempo.

- Ya sabe cómo es esto, sin prisa pero sin pausa. Así ganó la carrera la tortuga.

- Si a usted le sirve de consuelo… ¿Qué pasa?

- Esa ventana -dijo Cardinal como para sí mismo-. Ese campanario que se ve a lo lejos.

- Es la iglesia de Sainte-Agathe. Sigue siendo el edificio más alto del barrio.

La estructura neogótica del campanario parecía un decorado con los nubarrones de fondo. Cardinal sacó del bolsillo la fotografía de los cuatro terroristas sonrientes. Lo que se veía por la ventana era diferente. La instantánea había sido tomada en verano y los árboles estaban llenos de hojas verdes. Pero en todo lo demás, el aspecto de la calle era el mismo: una casa de madera tipo rancho con un grueso cedro delante y, sobresaliendo por encima de los tejados distantes, a la derecha, el campanario de Sainte-Agathe.

- Esta fotografía fue tomada aquí, en esta cocina -dijo Cardinal.

- Es cierto. Ésa es la casa de enfrente y ése es el campanario.

Cardinal no podía esperar a comentárselo a Delorme, pero al subir al coche se encontró con Hawthorne en el asiento delantero llorando como un crío. Fue el único momento en que notó que Delorme tampoco sabía qué hacer.

Esperaron unos minutos. Hawthorne sacó un pañuelo, se secó las lágrimas y se sonó la nariz a conciencia. Finalmente se echó hacia atrás, exhausto.

- Es increíble -dijo, y meneó la cabeza-. ¿Quieren saber lo más ridículo de todo?

- Le escucho -contestó Cardinal.

- Yo se lo advertí desde el primer día. Me sentaron, me pusieron la capucha y me esposaron al catre. Se habían estado felicitando por la maravillosa victoria y todo lo demás, pero cuando se calmaron y sólo quedaban dos en la habitación, les dije:

«Me pauvres amis, me temo que tengo muy malas noticias que darles. La verdad es que yo no soy inglés. ¿Se dan cuenta de lo que les digo? Si esperan que el Gobierno de Su Majestad vaya a mover un dedo para salvarme, están muy, pero que muy equivocados».

Delorme clavó los ojos en él. -¿No es inglés?

- No, señorita. Eso es lo más ridículo de todo. -Hawthorne meneó la cabeza sorprendido por las insensateces de la vida. Y con un tono de asombro añadió-: Soy irlandés.