17
El miércoles Cardinal consiguió tomar el último vuelo que salía de Toronto con destino a Algonquin Bay.
- Gracias a Dios que has vuelto -susurró Catherine apenas su marido pisó la pista.
Su esposa estaba pálida y las arrugas de su cara parecían más profundas. -¿Cómo se encuentra mi padre?
- Estable. No sé lo que querrá decir exactamente, pero eso me aseguran.
Recorrieron el camino al Hospital Municipal por la resbaladiza carretera de Airport Hill. A Cardinal estaba entrándole un ataque de pánico.
- Le costaba respirar -informó Catherine-. Lo llevé al bungalow. Se puso a guardar las bolsas de la compra y de repente empezó a ahogarse. Decidí telefonear a su cardiólogo. Gracias a Dios, el doctor no dudó y nos mandó una ambulancia. Ahora está en la UCI.
En muchos aspectos, el viejo era indestructible, pero de pronto Cardinal temió que su padre quedase incapacitado. Quizá Stan ya no podría vivir solo, quizá Catherine y él tuvieran que pasar los siguientes años empujando su silla de ruedas y cambiándole los pañales. La conciencia católica de Cardinal se volvió contra él y lo amenazó con siglos de arder en el infierno por haber tenido un pensamiento tan egoísta.
En la Unidad de Cuidados Intensivos les informaron de que Stan Cardinal había sido trasladado a Cardiología, en la cuarta planta. La enfermera tranquilizó a Cardinal: el anciano descansaba plácidamente.
- Hemos reducido la medicación y al parecer ha respondido bien.
Supongo que mañana le daremos el alta. -¿Puedo verlo?
- Sólo cinco minutos. No hay que cansado innecesariamente. -¿En qué habitación está?
- En una de las «suites Mantis», me temo. Son las camas separadas por cortinas que están al final del pasillo. -¿Qué? Espere un segundo. ¿Me está diciendo que, después de sufrir una insuficiencia cardiaca, mi padre está aparcado en el pasillo?
- Lo siento. Se debe a los recortes presupuestarios del Gobierno. La cama del pasillo es lo mejor que podemos ofrecerle.
- Ve a ver a tu padre -dijo Catherine con mucho tacto-. Yo ya lo he visitado.
Las «suites Mantis» eran tres y el padre de Cardinal estaba en la última. La cortina estaba descorrida para que entrara la luz. Por la ventana se veían las vías del ferrocarril y el patio del Instituto Algonquin. La lluvia emborronaba la superficie del cristal.
El respaldo de la cama estaba subido a un ángulo de treinta grados.
Entre tanta almohada, la cabeza de Stan Cardinal apenas sobresalía, ladeada, como si el tubo de plástico transparente que tenía metido en la nariz fuese demasiado pesado. El anciano tenía los ojos cerrados pero, cuando oyó que alguien se acercaba, fue abriéndolos.
- Mira tú por dónde -dijo Stan con una voz más enérgica que su aspecto-. Han llegado las fuerzas del orden. -¿Cómo te sientes, papá?
- Como si tuviera un elefante sentado encima del pecho, pero no me quejo. Antes eran dos elefantes y un rinoceronte.
- La enfermera dice que mañana te darán el alta.
- Ojalá lo hicieran ahora mismo.
- Están contentos con tu mejoría. -Hasta el propio Cardinal notó la falsa nota de optimismo en su voz.
- Me siento muy bien, de veras. Sólo llamé al cardiólogo para consultarle sobre una receta, no esperaba que saliera corriendo a llamar una ambulancia.
- Te haría falta.
El anciano se encogió de hombros y se estremeció. Tenía la piel gris y reseca, y los ojos llorosos. -¿Estás bien? ¿Quieres que llame a la enfermera?
- Estoy bien, maldita sea. Sólo quiero irme a casa. ¿Cómo esperan que uno mejore encerrado en un hospital? Lo que necesito es estar entre mis cosas: mirar mi aparato de televisión y hacer el té en mi tetera. Aquí estoy a merced de todo el mundo, en medio del pasillo, dando el espectáculo. Aunque haga sonar el timbre, vienen cuando se les ocurre. En casa tengo lo que quiero cuando yo quiero, y no tengo que depender de que me lo traigan estas muñequitas vestidas de blanco.
- Tengo que irme, papá. No me dejan quedarme más.
- Sí, lárgate. Te llamaré apenas me entreguen el alta.
De camino a casa, Catherine rodeó con el brazo a su marido.
- Quizá tu padre debiera quedarse a vivir un tiempo en casa, con nosotros. Si los doctores creen conveniente que alguien lo vigile, ya sabes que puede quedarse. Si a ti te parece bien, yo no tengo inconveniente; si no, ni te lo habría mencionado.
- No creo que él quiera -dijo Cardinal-. Cuando murió mamá creí que el viejo no lo superaría. Se comportaba como un náufrago. Pero hizo de tripas corazón y lo superó. A los setenta y un años buscó un bungalow y, por primera vez desde que tenía veintiuno, se fue a vivir solo. Él nunca lo dirá, pero está orgulloso de haberlo conseguido. La autosuficiencia y la independencia lo son todo para él.
- Lo sé, cariño. Sólo digo que, si necesita estar acompañado, tu padre puede quedarse con nosotros.
Cardinal asintió. Le costaba mirar a Catherine a los ojos. Ella, que había sufrido tanto, ahora le ofrecía su ayuda.
Catherine le preguntó por el trabajo y él le hizo un repaso de su viaje a Nueva York. -¿Has tenido oportunidad de hablar con Kelly?
- No tuve tiempo -mintió Cardinal-. Tenía que regresar. El problema con este caso es que todos tenemos mucha suerte: al asesino le toca la buena y a los investigadores, la mala. Así no vamos a ninguna parte.
Cardinal entró en casa con Catherine, pero sólo para comprobar que todo estaba en orden. Intentando ser disimulado, revisó que puertas y ventanas no hubiesen sido forzadas. Estaban intactas.
- Son las diez y todavía no te has quitado el abrigo -rezongó Catherine-. No irás a volver al trabajo a estas horas, ¿verdad?
- Sí, lo siento. Pero no tardaré mucho.
La siguiente parada sería el Motel Hilltop, un edificio de ladrillo, ovalado, ubicado en la cima de las colinas que dominan Algonquin Bay.
Cardinal aparcó en una esquina discreta del aparcamiento. Sólo había tres vehículos. El asfalto helado brillaba como un espejo negro. Cardinal había confirmado que Squier seguía alojado allí, pero la plaza de aparcamiento correspondiente a la habitación II estaba vacía.
Mientras aguardaba, Cardinal se puso a escuchar las noticias. Se acercaban las elecciones provinciales. El premier Mantis había anunciado que volvería a presentarse: era hora de mantener el rumbo, no de hacer bambolear la embarcación. Para no quedarse atrás en cuanto a frases hechas, su oponente del Partido Liberal opinó que había llegado la hora de un nuevo amanecer.
Pasados unos minutos, llegó el vehículo de Calvin Squier.
Cardinal salió del suyo como un resorte e hizo oír su voz hasta el otro extremo del aparcamiento: -¡Eh, Squier!
- Hola, Cardinal. ¿Qué tal va todo?
- Bien. Estuve de viaje.
Cardinal alargó una mano ansiosa de ser estrechada. Cuando Squier hizo lo propio, Cardinal se la esposó. En el asfalto resbaladizo, todo salió como coreografiado: Cardinal tiró hacia abajo y hacia el lado, y Squier se fue al suelo como un saco de patatas. El móvil del agente del SSIC se alejó deslizándose por el hielo. Antes de que Squier tuviera tiempo de recuperarse de la sorpresa, Cardinal ya le había esposado la otra mano.
- Venga, John. ¿A qué viene todo esto?
- Calvin Squier, queda detenido por interferir en una investigación, por obstrucción a la justicia, por desorden en la vía pública y por cualquier otra cosa que se me ocurra antes de llegar al despacho del fiscal de la Corona.
- No puede hacerme esto -se quejó Squier-. Es terrible. -¿Se resiste al arresto? Hágalo, no sabe cuánto ayudaría a mejorar mi humor.
- Venga, John, ayúdeme a ponerme en pie.
Mientras le leía sus derechos, pronunciando cada palabra con toda claridad, Cardinal no quitó la rodilla de entre los omóplatos de Squier. -¿Ha entendido sus derechos?
- John, me va a meter en un lío tremendo. No querrá hacerme eso, ¿verdad?
- Squier, al parecer usted tiene la impresión de que somos amigos. No sé qué le hace pensar semejante cosa. No recuerdo la última vez que alguien me cayó tan mal. Y mire que he conocido a mucha gentuza.
A Squier le costaba incorporarse con las manos esposadas.
Cardinal lo ayudó a recobrar la verticalidad y ambos cruzaron el aparcamiento en dirección al coche.
- Esto es ridículo -protestó Squier desde el asiento trasero-.
Se está vengando porque le quité la pistola aquella noche…
- Siga hablando, Squier. El sonido de su voz me pone de buen humor.
- Creo que, si mira esto de forma objetiva, verá que está siendo injusto.
- Joder, Squier. ¿Realmente creía que iba a salirse con la suya?
- No sé muy bien a qué se refiere.
- A simular que la víctima que encontramos era Howard Matlock, cuando usted sabía de sobra que no lo era.
- Yo nunca dije tal cosa. Usted encontró la cartera en la habitación del hotel, y a partir de ahí asumió todo lo demás.
- Cosa que usted confirmó con su mítico viaje a Nueva York.
Nos engañó al hacernos creer que nos ayudaba en nuestra investigación cuando en realidad no hacía más que obstaculizarla. Y toda esa bazofia de la base MDAC y de los grupos WARR fueron trolas y más trolas, ¿no es cierto?
- John, entiendo que la sinceridad es la base del trabajo en equipo, pero yo trabajo para el servicio secreto. No se me permite explicarle todo lo que hago.
- A mí me trae sin cuidado. Explíqueselo al juez.