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Cardinal y Delorme dedicaron el resto del día a ese fastidio moderno llamado viajar. Primero condujeron bajo la lluvia hacia el aeropuerto de Dorval. Después vino una larga espera, empeorada aún más por Air Canada, que se negó a facilitar cualquier dato aparte de la siguiente información: «Tormenta de hielo en la provincia de Ontario».

Los detectives sacaron sus respectivos móviles. Cardinal telefoneó a Musgrave.

- Archive lo que vaya decirle en la carpeta de hechos confirmados -insistió Musgrave-. León Petrucci no mandó matar al yanqui, y tampoco pagó para que lo descuartizaran y se lo dieran de comer a los osos. -¿Por qué?

- Porque Petrucci está muerto. -¿Cómo que está muerto?

- Así es, total y completamente muerto. Murió en el Hospital General de Toronto. Fue a operarse, entró en coma y no salió. El martes hizo una semana que la palmó. Eso fue mucho antes de que su víctima asomara la jeta en Algonquin Bay, Cardinal.

- Pero si la noticia no ha salido en los periódicos.

- No se preocupe, saldrá. Sucede que Petrucci no ingresó con su nombre verdadero. -¿Está seguro?

- Cardinal, trabajo para la Montada, el crimen organizado es el pan nuestro de cada día. Créame, no sé quién se cargó a Miles Shackley, pero no fue León Petrucci. Y ya que estamos practicando la tan necesaria cooperación entre fuerzas del orden, me gustaría darle las gracias por hacerme saber que Squier renunció -se quejó Musgrave-.

Me encanta que me tengan en ascuas.

- Lo siento, pero no ha habido tiempo. Por si no lo sabía, Squier acabó prestándonos una gran ayuda.

- Lo habrá hecho sin querer. Oiga, mi contacto en el SSIC dice que a Squier lo presionaron desde las altas esferas. Ayer por la mañana, en el cuartel general de la Montada, apareció Jim Coulter. No telefoneó, sino que fue a verlos en persona. ¿Sabe quién es Jim Coulter, Cardinal?

- Me suena.

- Es el subjefe de operaciones del SSIC en Ottawa. Es un hijo de la gran puta y ex agente de la Montada, así que sé de lo que estoy hablando. Bueno, Jim Coulter fue a confabular con el SSIC de Toronto y dos horas más tarde Calvin Squier se quedó sin empleo. Puede que Squier renunciara, pero yo creo que lo pusieron de patitas en la calle.

Saque sus propias conclusiones.

- Pues hemos averiguado por qué el SSIC perseguía a Shackley.

No querían que saliera a la luz que Raoul Duquette fue asesinado por un topo de la CIA, un informante a las órdenes de un agente del GAC.

- Eso sí que les dolería. Y no ayudaría a mejorar su imagen, ¿verdad?

- Oiga, Musgrave, ¿no tienen ustedes a alguien que pueda añadir años a la fotografía de un sospechoso?

- Sí, claro. Tony Catrell puede echarles una mano. -¿Tiene su teléfono? -Al otro extremo de la línea hubo un silencio-. ¿Sigue ahí?

- Sí, pero me he quedado pensando en lo del retoque. Mejor no llame a Tony. Tony es un técnico. Sabe todo lo que hay que saber de software y es muy profesional, pero no tiene imaginación. Creo que Miriam Stead, de la Policía de Toronto, les conviene más.

- Me pareció que sería más rápido usar a un colaborador de la Montada.

- Miriam Stead es la gurú del envejecimiento de fotografías.

Hace treinta años que se dedica a ello. No hay nadie mejor, ni más rápido. Tony puede sacar una semejanza, pero Miriam es una artista. No sé cómo lo hace, pero déle una fotografía y ella le devolverá a un ser humano. Y es una fanática, le encanta pasar los fines de semana en el despacho. ¿A que no sabe cómo está el clima, Cardinal? -¿Nieva?

Musgrave soltó una risita entre dientes y colgó.

El avión despegó hacia Toronto puntualmente a las cuatro de la tarde. Cardinal durmió durante todo el trayecto.

- Te has desmayado -le dijo Delorme mientras él intentaba despegar los párpados-. ¿Te encuentras bien?

- Estoy hecho un trapo. Anoche no pegué ojo.

- Sí, la calefacción estaba muy alta.

- Te seré franco: no dormí porque estabas tú. No podía relajarme.

- Venga, Cardinal. No seas ridículo.

- No finjas que es la primera vez que lo oyes. ¿Crees que porque estoy casado ya no me atraen las mujeres? ¿Me ves cara de santo?

- No. -¿Entonces qué tiene de raro?

- Nada, será que me has cogido por sorpresa. Puedo sorprenderme, ¿verdad?

- Mira, mejor olvídalo. Haz como si no hubiera dicho nada.

- Vale. Ya lo he olvidado.

Al aterrizar en Toronto se enteraron de que la conexión a Algonquin Bay había sido cancelada. Una vez más, la explicación lacónica: tormenta de nieve.

- Es increíble -protestó Delorme-. No quiero pasar otra noche en un hotel, en una ciudad inmensa.

- Telefonearé a Jerry Commanda. Quizá nos pueda llevar en uno de los helicópteros de la PPO. Aunque también podríamos… -¿Qué? -dijo Delorme-. ¿Qué me vas a proponer?

- Que vayamos a la jefatura de la Policía Científica, está en el cruce de Jane y Wilson. N o queda lejos, podríamos ir en taxi.

- Estupendo -gruñó Delorme-. Eso era justo lo que me apetecía.

Miriam Stead bajó a recepción a esperarlos. Fuera lo que fuera lo que Cardinal se había imaginado, Miriam Stead no se ajustaba a su idea. Tenía el pelo corto, blanco y de punta, y lucía aros de plata.

Llevaba un jersey gris de cuello vuelto, vaqueros negros y un par de Keds escarlata. No le sobraba ni un gramo de grasa, y de no ser por el pelo canoso, Cardinal le habría echado cuarenta y tantos. Debe de correr maratones, pensó. Seguro.

La siguieron hasta su puesto de trabajo, un cubículo repleto de máquinas desconocidas para Cardinal y dos ordenadores Mac con pantallas gigantescas. En una de ellas aparecía un cráneo disecado.

- Es guapo.

- Perdón -dijo Stead, y con un clic mandó la imagen a quién sabe dónde-. Era una reconstrucción, como se imaginarán. A eso me dedico: reconstrucciones y chavales desaparecidos. Pero me han dicho que lo vuestro es distinto.

Cardinal le entregó la fotografía y le explicó lo que necesitaban.

Mientras hablaban, la señorita Stead metió la instantánea en un escáner de sobremesa y píxel a píxel la imagen fue apareciendo en la pantalla del Mac que la maratoniana tenía a sus espaldas. Sin dejar de escucharles, Stead se dio la vuelta y empezó a hacer clic-clic-clic con el ratón. Seleccionó primero y amplió después, hasta que finalmente la cabeza de Yves Grenelle ocupó casi la pantalla entera.

- Si no saben su nombre, dudo que tengan fotos de mamis, papis y abuelos, ¿verdad?

- Pues no.

- Ése es nuestro método, como se imaginarán. Para saber el aspecto que tendría hoy un chaval que huyó de casa hace siete años, hay que hacerla envejecer como mamá y papá. Sin esos datos, no podemos saber si su sospechoso se ha vuelto gordo, flaco, peludo o calvo.

- Entonces le estamos haciendo perder el tiempo -dijo Delorme.

- No, no, puedo ayudarles. Se trata de ilustrar la batalla del ser humano contra la gravedad. Básicamente todo se cae, la carne se afloja, los cartílagos se estiran, la nariz se tuerce hacia abajo. Es un fallo de diseño mayúsculo. Pero en casos como éste, cuando no contamos con información genética, lo que hacemos es ofrecer varias opciones.

Usamos las variables que acabo de mencionar, actualizamos el aspecto del pelo y lo que haga falta. ¿Qué pueden decirme del estilo de vida de este sujeto? ¿Bebe? ¿Fuma? ¿Va al gimnasio? ¿Es aficionado a la comida sana? Todas esas cosas influyen en el envejecimiento.

- Pues me hace sentir muy tonto -dijo Cardinal-. No preguntamos a ninguno de los interrogados nada de eso. Vinimos a verla sin pensarlo.

- No se preocupe. Aunque sea personal civil, sé que no lo han hecho para dificultarme la tarea. Eso sí, siempre lo consiguen. -¿Qué posibilidades hay de que el retrato retocado se aproxime a la realidad? -dijo Delorme.

- Si ha engordado y se ha quedado calvo, la versión de un viejo gordo y calvo se le parecerá mucho. No sólo tendrá cierto aire, sino que se le parecerá mucho. Obviamente mi retrato no les servirá de nada ante un tribunal, necesitarán huellas dactilares, un análisis de ADN o algo. Pero les diré que las proporciones de la cara no cambian. Por eso cuando una persona se acerca, nos habla y nos mira a los ojos, podemos saber con certeza de quién se trata, aunque haga treinta años que no la vemos.

- Esos retoques llevarán unos cuantos días, ¿no? -dijo Cardinal.

- Lo tendré listo para mañana. -¿De veras? Musgrave me advirtió que usted era de las mejores. -¡El sargento Musgrave de la Policía Montada! Me encanta ese tipo. Debió de nacer con la guerrera escarlata y el sombrero puestos.

- Stead tiene razón en cuanto a la forma de envejecer -dijo Delorme cuando pasaban por la recepción hacia la salida-. Me gustaría estar como ella a su edad.

- Pues sigue comiendo poutine y verás -fustigó Cardinal. -¿Has visto la placa que tenía en su cubículo?

- Sí. El año pasado Miriam Stead acabó entre las primeras veinte adultas en la maratón de Nueva York.

Después de unas mil llamadas para dar con Jerry Commanda -«Hazme caso, Cardinal, pasa la noche en Toronto. Aquí arriba estamos todos congelados»-, el detective consiguió que los llevaran a casa en un helicóptero por cortesía de la Policía Provincial de Ontario.

Oír hablar de una tormenta de hielo es una cosa, y otra muy distinta es sentirla en carne propia. El piloto les comunicó que en Algonquin Bay hacía un tiempo de mil demonios. Pero eso lo dicen siempre.

- La lluvia va a escampar durante dos o tres horas, así que no tendremos problemas. Pero no autorizan el aterrizaje de aviones en la pista.

A partir de entonces los latigazos de las hélices imposibilitaron la conversación. Una vez en el aire, todo se puso demasiado oscuro para disfrutar de la vista.

Sobrevolando Bracebridge, Delorme señaló hacia tierra con un dedo enguantado. -¡No hay tránsito! -le gritó a Cardinal.

Era cierto. La autovía se extendía entre las colinas como una cinta gris pálido, totalmente desierta. Era una carretera fantasma.

A pesar de todo, el viaje transcurrió como la seda. Costaba entender por qué se habían cancelado los vuelos regulares; pero luego hubo que aterrizar. El primero en descender fue el piloto, que resbaló y dio con la cara contra el suelo. La pista era una sólida lámina de hielo.

Con excepción de dos guardias de seguridad y un empleado de mantenimiento con cara de haber sido abandonado, el aeropuerto estaba absolutamente vacío.

- Qué raro -dijo Delorme-. Me recuerda a un sueño recurrente que tenía antes.

La mujer del piloto esperaba en el aparcamiento, con el motor del coche en marcha. Cardinal y Delorme rechazaron la oferta del piloto de acercarlos a casa. Craso error. El automóvil de Delorme también estaba en el aparcamiento, pero se había convertido en una escultura de hielo. Sólo abrir las puertas les llevó media hora. Tuvieron que hacerlo a mazazos, con un par de martillos que les facilitó el empleado de mantenimiento.

Fue frustrante. Cardinal se cayó de rodillas varias veces, mientras su deseo de estar en casa calentito aumentaba a cada minuto que pasaba. Delorme, inmune a la gravedad, logró trabajar eficientemente sin resbalar ni una sola vez; eso sí, soltó unas cuantas palabrotas en francés. Cardinal las reconoció porque las había aprendido en la escuela. En el patio, no en clase.

A pesar de la sal que habían echado en la carretera, el trayecto hasta el centro de Algonquin Bay fue peligroso. Los conductores habían abandonado sus automóviles encima de bordillos y alcantarillas. No había ni un solo peatón. Solamente vieron un vehículo: la minifurgoneta que iba delante y estuvo a punto de salirse de la carretera más de una vez.

Eran las nueve y media de la noche cuando Delorme se adentró en Madonna Road. Unos cien metros después de girar tuvo que frenar.

La gigantesca rama de un álamo congelado se había desplomado justo delante de sus narices. Cardinal sabía a qué árbol pertenecía. En verano, tras una lluvia intensa, ésa era la rama que más se acercaba al suelo.

Llegado agosto, cuando Cardinal pasaba por debajo con su coche, le raspaba el techo. No era extraño que se hubiera partido, estaba recubierta por una capa de hielo de casi dos centímetros. Mientras él la arrastraba hasta el arcén, las ramas más pequeñas fueron rompiéndose, chasqueando como mil huesillos fracturados.

- Oye -dijo cuando volvió a subir al coche-. Lo que te dije… Lo que me pasó anoche…

Delorme perdió la vista en la carretera y frunció el ceño. Una franja de luz de luna le rayaba la cara:

- No te preocupes.

- Siento mucho haber salido con ésas. Acababa de despertarme de una siesta demasiado larga y no pensaba con claridad. No estuve nada profesional y no me gustaría que lo dicho se convierta en un problema.

- No ocurrirá. No por mi parte, por lo menos. -Delorme fue aminorando la velocidad hasta detenerse-. No quiero subir hasta tu casa con tanto hielo. -¿Me puedo quedar tranquilo?

- Por supuesto -repuso Delorme.

Cardinal esperaba que ella añadiera algo más, pero Delorme no despegó la vista de la calle, como si esperara que Cardinal se bajara de una vez.

- Nos vemos mañana -dijo él.

- Sí, nos vemos mañana.

Catherine había echado sal en la entrada para coches, aun así subir sin caerse fue un reto. Cardinal tuvo que aferrarse al pasamanos de la escalera. -¿Catherine? -llamó al entrar por la puerta de la cocina.

Catherine lo recibió con un fuerte abrazo.

- Me temo que has llegado a una casa muy concurrida. Han venido Sally, Tess y Abby. Les han cortado el suministro de luz en Ferris, así que las invité. -¿Van a pasar la noche aquí?

- En su casa no hay calefacción. Nosotros por lo menos tenemos la estufa de leña. La mitad de la ciudad se ha quedado sin luz.

- Hola, John -saludó Sally Westlake desde el salón. Era una rubia cuadrada embutida en una sudadera, en la pechera sonreía un reno-. Perdona por invadir tu casa de esta manera.

- No, Sally. Me alegro de poder ayudar, quedaos tú y las niñas hasta que queráis. ¿Cuánto hace que estáis sin luz?

- Desde anoche. Cuando vuelve, el problema es que media hora después se corta otra vez. -¿Sólo Ferris está sin suministro? En Airport Road aún había luz.

De afuera llegó un ruido ensordecedor. -¿Qué coño ha sido eso?

- Una rama -dijo Catherine-. Se caen de los árboles y se parten. Parece una explosión, ¿verdad? No sé cómo vamos a dormir.

- Me he llevado unos sustos de muerte -añadió Sally. Cardinal se llevó a su esposa a un lado: -¿Has telefoneado a papá?

- Sí, hace un par de horas. Me pareció que estaba bien. Pero no quiso venir, por supuesto.

- Iré a ver cómo sigue, de lo contrario no me quedaré tranquilo.

Por cierto, como nuestra casa no es el Hotel Sheraton, dile a Sally y a las niñas que duerman en el dormitorio de Kelly. Si logro convencer a mi padre de que venga, lo pondremos en el sofá cama.

- Si decide venir se nos tendrá que ocurrir otra cosa, tu padre odia el sofá cama.

Cardinal acababa de llegar a la cima de Airport Hill cuando de repente se cortó el suministro eléctrico. Sin mediar sonido alguno, la autovía se oscureció del todo, como si alguien hubiera echado una capucha al automóvil. Cardinal aparcó en el arcén, y esperó a que sus ojos se adaptaran a la negrura antes de volver a arrancar.

Traqueteando, lanzando dos conos de luz contra la nada, el Toyota Camry trepó la cima de Airport Hill y prosiguió hacia Cunningham. El camino de tierra resultó más difícil aún, pues no habían echado sal. Circular por allí era igual que deslizarse por una pista de hockey. Continuó sin atreverse a meter las marchas largas. Afuera la oscuridad era tan intensa que Cardinal temió no poder localizar el bungalow de su padre. Pero cuando ascendía la última curva de Cunningham, la luna asomó por detrás de una nube y el contorno blanco de la casa de su padre se recortó contra los árboles. La ardilla cubierta de verdín era una simple silueta superpuesta a aquella nube iluminada por la luna; del hocico y la cola pendían carámbanos.

En el interior del bungalow tampoco había luz.

Cardinal lo rodeó y entró por el porche trasero. Dentro se percibía un brillo incandescente. El anciano oyó el ruido y abrió la puerta, llevaba el abrigo puesto: -¿Qué cojones haces aquí?

- Yo también me alegro de verte, papá. Subí a ver si estabas bien.

- Estoy muy bien, gracias -dijo Stan Cardinal, y se quedó mirando a su hijo desde la penumbra de la cocina. En la mesa siseaba una lámpara Coleman.

- Pero no tienes luz.

- Aunque no lo creas, me había dado cuenta antes de que llegaras tú.

- Papá, no tienes calefacción. ¿Por qué no vienes a pasar la noche con nosotros?

- Porque aquí estoy bien. La casa no está tan fría. La lámpara da buena luz y tengo un libro cojonudo, una radio de baterías y una estufa Coleman por si necesito calentar agua.

- No puedes usar la estufa, papá: el monóxido de carbono que suelta te mataría.

El padre lo miró fijamente.

- Ya lo sé. Pensaba encenderla en el porche.

- Ven a mi casa, papá. La luz quizá tardará horas en volver.

- Estoy perfectamente bien. ¿Se te ofrece algo más?

- Papá…

- Hasta mañana, John. Por cierto, ¿cómo te fue en Montreal?

- Bien. Oye, que pases una noche en casa no significa que ya no te puedas valer por ti mismo. Por favor, estamos en medio de una tormenta de hielo. ¿No te parece que eres un poco cabezota?

- Nunca me gustó Montreal, será porque no hablo francés.

Tampoco lo veo necesario, la verdad. Muchas gracias por la visita, John.

Supongo que nos vemos el martes para comer.

- Por el amor de Dios, papá. ¿Qué vas a hacer? ¿Dormir con veinte kilos de mantas encima?

- Eso es exactamente lo que había planeado. Pero no con veinte kilos de mantas: tengo un edredón y un saco de dormir de plumas, y pensaba echarme delante de la chimenea. -¿En el suelo?

- En mi maldito colchón, ¿dónde si no? Lo tengo todo preparado y en su sitio. No hay nada de qué preocuparse. -¿Cargaste tú solo con el colchón? No te conviene hacer ese tipo de esfuerzos, sufres del corazón.

- Qué suerte que me lo recuerdes. Oye, si te hubiese pedido ayuda para mover el colchón me habrías vuelto loco para que me fuera a tu casa. ¿No te das cuenta de que aquí estoy bien? ¿Es tan difícil de creer? Antes de que nacieras cuidé de mí mismo durante treinta años, y soy totalmente capaz de cuidar de mí mismo ahora también. En un par de horas volverá el suministro y no hará falta tener de nuevo esta conversación. De hecho, ahora tampoco. Hasta mañana.

- Traeré leña y te la dejaré encima del porche -llegó a decir Cardinal, pero su padre ya le había cerrado la puerta en la cara.

Al bajar desde Airport Hill en dirección a la ciudad -que normalmente relucía al fondo del valle como una caja de diamantes falsos-, Cardinal sólo vio un pozo de oscuridad. El aroma a leña quemada era intenso. Cuando resurgió la luna, el detective distinguió centenares de columnas de humo elevándose hacia el este, era como si la ciudad entera hubiese zarpado hacia la costa Oeste. De regreso a Madonna Road, Cardinal alcanzó a contabilizar seis cuadrillas de la Compañía Hidroeléctrica reparando distintas averías.

Llegó a su hogar pero no entró. Se quedó de pie junto a la casa unos minutos y escuchó, aunque no sabía muy bien qué. Si a Bouchard se le ocurría ajustarle las cuentas, no lo haría en una noche como ésta. De todos modos, Cardinal aguzó el oído. Pero lo único que oyó fueron los chasquidos y el entrechocar de las ramas congeladas.

- No quiso venir, ¿verdad? -dijo Catherine apenas vio a su marido.

- No. Prefiere helarse el culo antes que pasar la noche con su hijo. Sólo tiene la chimenea para calentarse. Y encima quería cocinar en una estufa de butano que es la forma más segura de suicidarse. Así que cogí leña y la apilé junto a su puerta debajo del alero del porche. No creo que necesite más para esta noche.

- Le telefonearé mañana. Ahora siéntate, que voy a calentarte un poco de chile con carne. -¿Se ha dormido Sally?

- Ajá. ¿Estás molesto porque la he invitado?

- Por supuesto que no. Tú siempre haces lo correcto.

Catherine le puso delante el bol y él le refirió su viaje a Montreal. Le contó que había hablado con los protagonistas de la crisis de hacía treinta años, y que tenía la sensación de haber viajado en el tiempo.

- Ah, casi se me olvida -añadió Cardinal como si tal cosa-. En Montreal dormí con otra mujer. -¿De veras?

- Bueno, en la misma habitación. La de Delorme se inundó y el hotel estaba completo. Y en mi cuarto había una cama de más.

- Lise es muy guapa.

- Sí que lo es.

- Debió de ser una tentación inmensa.

- No fue como dormir con McLeod, de eso puedes estar segura.