25

A primera hora de la mañana empezó a llover otra vez. Eran gotas gordas que antes de caer atravesaban la capa de aire helado que ahora sobrevolaba la ciudad a baja altura. Al chocar contra el suelo congelado, cada una de esas gotas se convertía de inmediato en una nueva partícula de hielo. La lluvia se congelaba en los tejados y encima de los coches. Se congelaba al caer sobre el alumbrado público y las autovías. Congelaba la corteza de los árboles y las ramas más frágiles.

Congelaba las líneas de la compañía eléctrica, los buzones y los semáforos. La lluvia se congelaba sobre los tejados de la catedral y glaseaba el campanario y la cruz. Congeló la aguja modernista de la sinagoga y el arco de piedra de Ferris Park donde un cartel dice: LA PUERTA DEL NORTE.

Cardinal había visto muchas tormentas de nieve, pero ninguna como ésta. Aquel lunes subió al coche y condujo con una precaución absurda. La ciudad entera se había convertido en una araña de cristal gigantesca.

Como era lógico, llegó tarde a trabajar. La tormenta había conferido a la comisaría de Algonquin Bay no sólo un caparazón helado sino también un silencio mortecino. Varios de sus compañeros no habían acudido al trabajo y lo mismo habían hecho los albañiles. El edificio entero estaba sumido en una calma muy agradable.

En algún despacho alguien silbaba -Chouinard probablemente-y Nancy Newcombe, la encargada del archivo de pruebas, estaba sermoneando a alguien para que no se olvidara de apuntar la fecha junto a su firma en el albarán («y con letra legible, así yo también puedo leerlo, cariño»). En el escritorio contiguo al de Cardinal, Delorme murmuraba algo al auricular. Era asombrosa la discreción con que Delorme hacía sus gestiones. Daba la impresión de que le susurraba secretos a su amante, pero en realidad estaba haciendo indagaciones como todos los demás.

Antes de ponerse a trabajar, Cardinal telefoneó a la Compañía Hidroeléctrica y averiguó que habían restablecido el suministro en Airport Hill y Cunningham Road, pero se resistió a visitar a su padre y comprobar que estaba bien. Ya llamaría Catherine al viejo Stan, ella no le molestaba. Estar de vuelta en Algonquin Bay le produjo a Cardinal una paz inexplicable -y transitoria, él ya lo sabía-, pero aun así saboreó el silencio de aquella mañana que acababa de empezar.

Silencio que hizo añicos una voz atronadora proveniente de la recepción: -¡Qué asco! ¿A quién se le ocurre este clima ridículo? ¡Me voy dos semanas y la ciudad se sume en el caos!

Quien berreaba a pleno pulmón como si emitiera ondas expansivas era Jan McLeod, ex compañero de Cardinal, colega experimentado y un paranoico de mil pares de cojones. McLeod rondaba los cincuenta. Era un tipo duro y malhablado: un barril de pura fibra con pelo de cepillo entre gris y pelirrojo. Últimamente, y por razones que sólo él conocía, a McLeod le había dado por tratar a sus colegas de doctores. El nuevo pasatiempo de McLeod le irritaba ligeramente a Cardinal. Casi todo lo que hacía McLeod irritaba ligeramente.

- Veo que el doctor Cardinal está haciendo las rondas. ¿Tiene prevista alguna cirugía para hacer confesar a un criminal en coma?

- Ojalá. ¿Qué tal te fue en Florida?

- Florida es una maravilla, siempre brilla el sol. Y ten en cuenta que el sol de allí irradia calor. ¡Y qué comida! Pero hay cubanos y vejestorios por todos lados. Créeme, estoy feliz de haber vuelto. Me encanta ver a todo el mundo caminando sin andador o por lo menos intentándolo. La mitad del Estado del Sol (así llaman a Florida) tiene más de ochenta años y la otra mitad ni siquiera habla inglés.

Delorme cubrió el auricular con la mano: -¡Cierra el pico, McLeod! ¿No ves que estoy trabajando?

- Y después tienes a los francocanadienses -dijo McLeod señalando a Delorme con un gesto de barbilla-. Hasta allí han llegado, o sea, un viaje tan largo para nada. Puñeteros franchutes, al final es como estar en el trabajo.

El recién llegado dejó caer su corpachón en una silla cercana a la de Cardinal y quiso ponerse al día de los casos que estaban investigando.

Delorme había terminado de hablar por teléfono, y entre ella y Cardinal le contaron las vicisitudes de la investigación, hasta el regreso de los detectives desde Montreal.

- Hostia -soltó McLeod azorado por ciertas partes del relato.

Cuando hubieron terminado dijo-: Lo de los osos me revuelve un poco el estómago, la verdad. Ya se sabe que hay tipos que se deshacen de las pruebas, joder, pero lo que me contáis es la guinda.

Al cabo de un rato, McLeod se marchó a su escritorio y siguió berreando por teléfono.

Sonó el móvil de Cardinal, era Musgrave.

- Por fin conseguí sonsacarle algo al FBI. No sé cómo se ganan la vida esos tipos, pero compartiendo información seguro que no. -¿Sabían algo de Shackley?

- El señor Shackley tenía antecedentes criminales. Al parecer nuestro rebelde ex agente de la CIA fue detenido por extorsión en 1992. Quiso chantajear a un tal Diego Aguilar, que además de trabajar para la CIA -sólo esporádicamente, claro- solía introducir cocaína por la Costa Dorada. Shackley formaba parte del equipo que supervisaba las operaciones. Cuando empezaron a irle mallas cosas, acudió a Aguilar en busca de ayuda. Aguilar no le ofreció ni generosidad ni apoyo y Shackley lo amenazó con sacar a la luz su pasado de traficante. Incluso había conseguido cintas de circuitos cerrados de vigilancia para poder presionarle.

- Pero Aguilar no se dejó intimidar y fue a ver a la policía, ¿verdad?

- No, acaba todavía peor. Shackley había juzgado mal a Aguilar.

No se dio cuenta de que el tipo nunca había dejado de trabajar para la CIA. Aunque ahora Aguilar operaba tras la fachada de una red de asesores de empresas de comunicaciones con base en Latinoamérica.

Así que sólo tuvo que hacer la denuncia para que la policía local detuviera a Shackley. Por esa broma, el yanqui cumplió seis años de condena.

Cardinal fue hacia el escritorio de Delorme, clavó entre las teclas de su teclado la instantánea tomada a los miembros del FLQ y le dijo:

- Musgrave acaba de decirme que Shackley cumplió condena por intentar extorsionar a un tipo duro que le hacía trabajitos a la CIA. Ya tenemos un motivo. Parece que Shackley estaba haciendo de las suyas utilizando esta fotografía, pero esta vez quiso chantajear a Yves Grenelle.

- A un Yves Grenelle que ya no se llama así.

- Sí, a un tipo que después de treinta años ha cambiado de nombre y de aspecto. Probablemente ahora tenga un típico apellido francocanadiense; y hasta puede que sea el mismo que quiso intimidar a Rouault a Hawthorne para que no hablaran con nosotros. Quizá no fue nadie del SSIC.

- Rouault y Hawthorne dijeron que era un hombre mayor -recordó Delorme-. Aunque Hawthorne no estaba seguro de que se tratara de un francófono.

- Pero Rouault sí. Entonces ¿quién puede ser?

- Paul Bressard, pero a él ya lo investigaste, ¿no?

- La edad de Bressard no coincide -dijo Cardinal-. En 1970 debía de tener nueve o diez años. Y no nos olvidemos del doctor Choquette. Es bastante mayor y además estaba enfadado con Winter Cates.

- No puede ser Choquette. Cuando secuestraron a la doctora, él estaba jugando a las cartas. Hay testigos. Testigos fiables, además.

- Pues Miles Shackley vino a chantajear a Yves Grenelle o comoquiera que se llame. A un tipo que lleva viviendo bajo una identidad falsa desde quién sabe cuándo. Quizá se reunieron y Shackley le mostró la fotografía. Discuten y Shackley muere. Pero Grenelle queda herido.

- Si yo fuera a chantajear a alguien, llevaría un arma.

- Y yo. Quizá Grenelle intentó arrebatársela a Shackley, el arma se disparó y lo hirió, pero aun así consiguió matar al yanqui.

Entonces abandonó el cuerpo en el bosque y despeñó el coche. Grenelle quiere seguir con su vida, pero lleva una bala en el cuerpo, o un agujero tan grande que no puede curárselo él mismo.

- Necesitaba un médico, eso lo sabemos. Lo cual nos lleva a la misma pregunta: ¿por qué escogió a Winter Cates?

- Es difícil de saber. Pero ella era una recién llegada a la ciudad, lo cual nos deja solamente a pacientes y vecinos. Y tanto unos como otros son inocentes. Sin embargo, ahora conocemos el aspecto del asesino hace treinta años y contamos con el retrato que está preparando Miriam Stead.

- Hace treinta años yo era muy distinta, vestía ropa de esquí y gorras con orejas de Mickey Mouse. ¿Y tú?

- A mí el pelo me llegaba hasta los hombros.

- No me lo creo.

- Es cierto. Lo llevaba igual que John Lennon.

En ese momento, un McLeod inusualmente contemplativo se asomó por un lado de la mampara. -¿Qué te ocurre? -preguntó Cardinal-. Parece que hayas descubierto a Cristo. -¿Recuerdas lo de Winter Cates? Me dijiste que tenía aspecto de violación pero no había señales de penetración.

- Estaba desnuda. Le habían arrancado la ropa. Lo de la violación sólo lo suponemos. ¿Por qué? ¿Se te ha ocurrido algo?

- Me recuerda a un viejo caso. Hará unos diez años, más o menos, apareció una mujer muerta en medio del campo. También estaba desnuda y tenía la ropa destrozada, pero no la habían penetrado.

- Si fue hace diez años, yo lo recordaría.

- Entonces serán doce. Ocurrió antes de que volvieras de Toronto. Nos rompimos los cuernos tratando de resolverlo, pero no hubo suerte. No averiguamos nada, absolutamente nada. Lo investigamos Turgeon y yo.

Dick Turgeon y McLeod habían sido compañeros durante años.

Turgeon era un poli de la vieja guardia. Murió de un infarto dos semanas después de que sus compañeros le hicieran la fiesta de despedida por su jubilación, paradoja que suscitaba volúmenes enteros de la filosofía barata que gastaba McLeod. -¿Recuerdas por casualidad el nombre de la víctima?

- Ya me vendrá. Tenía unos treinta y cinco años y era guapa.

Hacía un par de meses que se había instalado en la ciudad. -McLeod chasqueó los dedos-. ¡Ferrier! ¡Se llamaba Ferrier! -¿Madeleine Ferrier?

- Sí, Madeleine Ferrier… Eh, ¿y tú cómo lo sabes?

- Nos lo contó una pájara -intervino Delorme. Y pasó a relatarle la historia de la informadora más importante del Grupo Antiterrorista Conjunto-. Simone Rouault nos dijo que en 1970 Madeleine Ferrier formaba parte del FLQ. Cumplía funciones sin importancia. Cumplió condena por un delito menor y después se reformó.

Finalmente se mudó a nuestra querida provincia de Ontario.

- Es cierto -exclamó McLeod-. Recuerdo que había estado metida en líos. Intentamos por todos los medios encontrar algún vínculo entre su muerte y su pasado en el FLQ, pero no descubrimos nada de nada.

- Pues esto te va a encantar -dijo Cardinal-: Madeleine Ferrier estaba loca por Yves Grenelle. -¿Me he perdido algo? -preguntó McLeod-. ¿Eso qué importancia tiene?

- Madeleine Ferrier nunca habría olvidado la cara de Grenelle, ni siquiera después de veinte años. Y fueron precisamente dos décadas las que pasaron entre sus actividades en el FLQ y su llegada a Algonquin Bay.

Cardinal y Delorme consiguieron que el archivo de la comisaría les entregara la carpeta del caso Ferrier; medía unos ocho centímetros de espesor. Aunque Ferrier hubiese muerto hacía doce años, el caso no se había resuelto y el expediente aún no se había condensado para archivarlo definitivamente.

Durante media hora, Cardinal y Delorme leyeron en silencio.

Salvo la identidad de la víctima y la manera en que la habían asesinado, no había nada en el caso Ferrier que lo relacionara con el de Winter Cates. Madeleine Ferrier, de treinta y siete años, se había radicado en la bahía doce años antes. Era profesora de francés y geografía en un instituto. Cuando murió llevaba dos meses en la ciudad.

La encontraron desnuda en una zona bascas a entre el Centro Comercial Algonquin y Trout Lake Road, tal y como explicó McLeod. Había sido estrangulada. Aparte de la ropa rasgada, los forenses no hallaron ningún otro indicio de violación.

No hubo sospechosos, ni uno. Ferrier llevaba tan poco tiempo en la ciudad que no tenía amigos, ni siquiera había conseguido hacer enemigos. El bosque donde descubrieron su cuerpo era un atajo muy transitado entre su casa y el centro comercial. Cualquiera pudo haberla encontrado allí.

Puesto que no había sospechosos, el fajo de informes suplementarios era inmenso. No hubo ningún dato que redujera el espectro de la búsqueda. Se entrevistó a todas las personas que estuvieron en el centro comercial la noche del crimen, a los propietarios de las tiendas y a los inquilinos del edificio donde la víctima alquilaba un apartamento. Esos informes por sí solos llenaban una carpeta.

- Un expediente tan grueso debería tener un índice alfabético.

- Seguro -repuso Cardinal-. A no ser que te hubiese tocado a ti el marrón de clasificar todo esto.

- Escucha -dijo Delorme, y le pasó un suplemento titulado «Paul Laroche»-. ¿No era Laroche el dueño del edificio donde vivía Winter Cates?

- Paul Laroche es propietario de un montón de edificios -respondió Cardinal mientras rodaba hasta el escritorio de Delorme en su silla.

- Pues no era el dueño de los apartamentos Willowbank de Rayne Street. Trabajaba de agente inmobiliario para la compañía Mason amp; Barnes. Por entonces no era un tipo tan importante.

- Puede que él no, pero la inmobiliaria Mason amp; Barnes sí lo era.

Además, éste es el primer nombre que aparece en ambos casos.

Cardinal y Delorme continuaron leyendo en silencio.

Paul Laroche, de cuarenta y cinco años, le había dicho al detective Dick Turgeon que no sabía nada de la víctima. Solamente la había visto un par de veces en el vestíbulo. La noche del asesinato, Laroche estuvo en su casa montando un equipo de música que acababa de comprar. Turgeon no vio ninguna razón para seguir interrogándolo.

Sonó el teléfono de Delorme. La detective escuchó durante unos segundos, después apretó el auricular entre oreja y hombro y se puso a teclear.

- Sí, acaba de llegar… Ajá… Los documentos adjuntos también…

Muchas gracias por su ayuda… De verdad, le estamos muy agradecidos.

Cardinal se acercó rodando en su silla.

- Era Miriam Stead -dijo Delorme-. Nos ha enviado las imágenes por correo electrónico, así tendrán mejor definición que por fax.

Delorme ya había abierto uno de los documentos adjuntos, una fotografía se desplegaba en la pantalla.

- Espero que vista un poco mejor que en la foto -criticó Cardinal. La imagen mostraba a un hombre de unos cincuenta y cinco años, con pelo canoso cortado como un payaso (coronilla calva y dos matas laterales). El traje holgado y la corbata ancha no ayudaban a disipar su aspecto circense.

Delorme hizo un clic sobre el siguiente documento adjunto. Éste tardó unos segundos en abrirse.

- Uy, ahora toca la versión Kojak -dijo Cardinal.

Los rasgos eran los mismos pero más marcados, acaso por la falta de cabello. El retrato recordaba a un magnate griego o a un asesino a sueldo entrado en años.

- Por eso inventó Dios el pelo -bromeó Cardinal-. Pasa al documento siguiente, anda.

Delorme hizo otro clic. Pero en esta ocasión no hubo que esperar a que la imagen se desplegara por completo. No hubo que esperar a ver el cuello grueso ni los hombros anchos. El cabello cortado a la italiana y los mechones grises como vetas de hierro eran bastante creíbles. Pero sobre todo era la forma de la boca, la barbilla ligeramente respingona y la imparable confianza que irradiaban los ojos lo que daba vida al retrato. Antes de que en la pantalla aparecieran el traje y la corbata de un hombre adinerado, Cardinal y Delorme exclamaron al unísono:

- Paul Laroche.

- Es increíble -dijo Delorme-. Parece una fotografía tomada la semana pasada.