28

Las frustraciones laborales y la reciente pérdida de su padre empezaron a afectar en serio a Cardinal. Los días siguientes no acudió a trabajar y se dedicó a afinar los tristes detalles del sepelio. Primero hubo que acudir al velatorio en la funeraria, después vino la ceremonia propiamente dicha en la catedral y al fin la cremación. Kelly había intentado estar presente y también el hermano de Cardinal, pero la tormenta de hielo había arreciado en la zona del aeropuerto y no aterrizaba ni despegaba ningún vuelo en Algonquin Bay. A pesar de las condolencia s de amigos y colegas, y la tierna preocupación de su mujer, Cardinal se sentía cada vez más deprimido.

El viernes se presentó a trabajar y Delorme lo puso al tanto de las novedades del caso. El informe duró treinta segundos: no había habido ningún progreso. El Centro de Medicina Forense no facilitó más información, la segunda visita a los vecinos de la doctora Cates no reveló nada nuevo, y la revisión microscópica de los efectos personales de Shackley tampoco.

- Quizá no lo pillemos esta vez -dijo Delorme-, pero dentro de un mes o un año, cometerá un error. Quizás aparezca algún vecino del que hasta ahora no sabemos nada, y entonces tendremos otra oportunidad. Pero por ahora hay que aceptar que no lo pillaremos.

Cardinal cerró el expediente. Sentía ganas de prenderle fuego.

- Lo verdaderamente grotesco, lo que realmente me saca de quicio, es que encima vamos a tener que vigilar su maldita cena de recaudación de fondos -chilló-. ¡Qué asco!

- Lo sé. Le pregunté a Chouinard si podíamos escaquearnos y me contestó que no.

- Ese Chouinard… No sé qué le pasa a la gente cuando se convierten en jefe, pero sea lo que sea ocurre muy deprisa. -Cardinal guardó el expediente en el escritorio y cerró el cajón con un estampido-. Y te digo más: si Laroche no fuera nuestro principal sospechoso, tampoco estaría de acuerdo en ayudar a su maldito candidato, ¿entiendes? Gracias al Mantis y sus recortes presupuestarios, mi padre estuvo ingresado en un pasillo.

Delorme le apoyó una mano amiga en el hombro.

Esa misma noche, Delorme y Cardinal condujeron por las calles vacía y oscuras de Algonquin Bay, y fueron testigos de los hermosos destello azules producidos por las explosiones de tres transformadores.

Se encontraban en el extremo oeste de Sumner Street, todavía con suministro. Sin embargo las farolas ya emitían un brillo débil y varias de ellas se habían partido y caído en medio de la calle como extremidades fracturadas, algunas todavía encendidas. Las cuadrillas de la Compañía Hidroeléctrica trabajaban duro para retirarlas de las carreteras. Los centros comerciales y las tiendas que bordeaban la autovía estaban vacíos los carriles que iban en dirección norte, desiertos. Una larga fila de coches serpenteaba hacia Marshall Road, ajena a la tormenta. Por lo visto nada podía afectar a la cena de recaudación de fondos de Laroche.

- Me pregunto cuánta gente votaría por el premier si supieran que el director de su campaña en Ontario es un asesino -dijo Delorme.

- Unos cuantos, probablemente. Un político yanqui dijo una vez «Sólo puedo perder estos comicios si me pillan en la cama con una jovencita muerta o un jovencito vivo».

- Eso es lo que me gusta de ti, Cardinal. Siempre ves el lado positivo.

La carretera que llevaba al hotel del Highlands Ski Club había sido rociada con tanta sal que los detectives creyeron estar conduciendo sobre gravilla. La fila de luces traseras se extendía ondulante por encima de las colinas hasta perderse en el bosque. La hilera de vehículos progresaba lenta, como un gusano rojo y fosforescente.

Al cabo de un rato, los detectives llegaron a un semáforo tumbado por la tormenta. Un cartel anunciaba: HIGHLANDS SKI CLUB.

Mientras Cardinal esperaba que la hilera de vehículos arrancara, leyó el resto del cartel. El anuncio iluminado por los faros de su coche destacaba los nombres de las compañías que participaban en el proyecto. Encabezando la lista, Bienes Raíces Laroche. Debajo, la lista de las demás empresas participantes. Y en una tipografía más pequeña aún, podía leerse:

ESTE PROYECTO HA SIDO FINANCIADO PARCIALMENTE

GRACIAS A FONDOS APORTADOS POR DESARROLLO NORTEÑO.

Cardinal torció por el empinado camino de entrada y tuvo que reducir la marcha para poder subir. Unos cincuenta metros más adelante, cuando clareó el bosque de abedules, apareció la extensión plateada del complejo turístico. El Highlands Ski Club estaba formado por dos edificios unidos: un ala de cinco plantas y techos a dos aguas cruzaba perpendicularmente la otra, más baja, donde estaba el hotel. El revestimiento de cedro daba al complejo ese toque campestre (cálido y a la vez rústico) típico de los clubes de esquí; el pronunciado techo a dos aguas aportaba el matiz alpino.

El aparcamiento estaba a punto de llenarse. Hombres esbeltos con orejeras indicaban a los últimos vehículos el camino hacia las últimas plazas. Cardinal tuvo que dejar el coche lejos de la entrada principal.

Detrás del complejo turístico, las estribaciones de las montañas Laurencianas se extendían como olas de nieve, con un resplandor de leche desnatada a la luz del complejo. En la cresta del cerro, una hilera de cinco torres de alto voltaje montaba guardia.

En el interior del vestíbulo, junto a una cuerda de terciopelo, un hombre barbado y robusto revisaba las invitaciones. Cardinal y Delorme le mostraron sus placas.

Al entrar en el salón comedor, Delorme no pudo contener un silbido. Cardinal tuvo que admitir que el sitio era espectacular. Del alto techo estilo catedral pendían banderas canadienses y enseñas de la provincia de Ontario. En las tres chimeneas de la estancia ardían vivamente sendos fuegos, fuegos como los que caldeaban los castillos del medioevo en noches como ésta. Al otro lado de la sala, una pared de cristal de tres plantas de altura ofrecía una vista de las colinas nevadas. Cardinal buscó con la mirada entre los invitados de las primeras mesas, pero no consiguió distinguir a Laroche.

Delorme fue hacia delante por el lateral más cercano. Se ubicaría cerca de los escalones del escenario. Así tendría una vista preferente del salón y la pared acristalada. Por ahí se dirigía Cardinal hacia una mesa del frente, situada en la esquina opuesta.

A medida que iba acercándose a la vasta pared de cristal, Cardinal sintió cómo descendía la temperatura. A lo lejos se oyó una suerte de ovación y trescientas cabezas se volvieron para ver qué ocurría: había empezado a llover de nuevo y las gotas congeladas estallaban contra los cristales. Entre el gentío, Cardinal reconoció a muchos personajes importantes: concejales, el alcalde, varios letrados, un juez (dueño de una gran empresa constructora) y al menos cinco promotores inmobiliarios. Cerca del escenario pululaban viejos politicuchos de Toronto, un par de miembros conservadores del parlamento federal y el ex primer ministro. Los hombres de Ed Beacom, equipados con auriculares, vigilaban varias de las salidas.

Proveniente del modernísimo equipo de sonido del Highlands, una fanfarria de trompetas rasgó el aire, las puertas dobles se abrieron de par en par y todo el mundo se dio la vuelta para observar el fondo de la sala. Era el premier de Ontario, Geoff Mantis, que entraba con paso seguro, flanqueado por la cohorte habitual de emperifollados: uno de ellos era Paul Laroche. La comitiva marchó hacia el escenario por el pasillo central que dividía las mesas. Mantis no paraba de saludar, sonriente como si hubiera ganado a la lotería La muchedumbre se puso de pie y empezó a aplaudir enfervorizada. Algunos hasta silbaron de la emoción.

Mantis estrechó las manos de quienes ocupaban las mesas adyacentes al escenario y tomó asiento. Cardinal escudriñó el local en busca de la esposa del premier, pero no la vio por ninguna parte. Charles Medina, uno de los promotores inmobiliarios de la comitiva, y presidente del partido conservador de Algonquin Bay, subió al escenario.

Medina agradeció a todos su presencia. Contó un par de chistes climatológicos y algunos más a costa de los liberales y los Nuevos Demócratas. Alabó a Geoff Mantis y subrayó los avances que su liderazgo había aportado: impuestos más bajos, un ambiente propicio para mayores inversiones y más provechosos beneficios. Sandeces, pensó Cardinal. ¿Por qué no habla de las escuelas que han cerrado, de las hordas cada vez más numerosas de gente sin techo o del deterioro vergonzoso de la seguridad social?

El discurso fue interrumpido varias veces a causa de las ovaciones. Y cuando Medina por fin presentó al premier, la muchedumbre se puso en pie nuevamente y recibió a Mantis con una salva de aplausos. Éste se levantó de su mesa y él y Medina se estrecharon las manos, aferrados el uno al hombro del otro riéndose, como si compartieran anécdotas de sus años mozos. Sin dejar de sonreír por un instante, Mantis se dispuso a dirigirse a los presentes.

Alzó los brazos, devolviendo el fervor de tan cariñosa bienvenida, y con gestos incitó a la calma; logró que el fervor se acallara y el público volviera a sentarse.

Desde su posición cercana al escenario, Cardinal podía distinguir el sitio que le habían reservado en la tercera mesa. Pero permaneció de espaldas a la pared.

Finalmente, por el otro lado de las bambalinas apareció Paul Laroche. Cardinal pensó que quizás el sospechoso iría a beber algo y dejaría su ADN en una copa, pero Laroche no quiso sentarse. Estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados encima del pecho, como un mago que disfruta al ver su truco hecho realidad. Mantis subió al centro del escenario y lanzó un par de preguntas retóricas por el micrófono: «¿Qué opinan de una nueva tanda de aumentos de impuestos? ¿Qué opinan del número cada vez más alto de gente que cobra el paro por no hacer nada? ¿Qué opinan de que nuestros talentosos hombres de negocios y científicos vean sus oportunidades limitadas por una legislación astringente?». Cardinal había oído muchas veces esos argumentos y todos los presentes también. A diferencia de él, los presentes estaban encantados.

Cardinal se abrió camino entre las primeras mesas. Cuando pasó por delante de Delorme en dirección a la puerta de acceso al escenario, su compañera le puso cara de pocos amigos. -¿Adónde vas? -le regañó, pero Cardinal la alejó con un gesto.

Laroche no estaba en ninguna de las primeras mesas, ya se había marchado. Cardinal escrutó a los comensales, todos miraban embobados al premier, a ese chico de Algonquin Bay que había llegado tan lejos.

Cardinal salió al vestíbulo por una puerta lateral cuando Laroche estaba a punto de marcharse por la entrada principal. -¿No va a quedarse a disfrutar de su triunfo?

Laroche se volvió, llevaba un paraguas.

- No se trata de mi triunfo, detective. Es el triunfo del premier.

- Pero fue usted quien lo orquestó, presionó donde había que presionar y manejó los hilos.

- Eso hacemos los directores de campaña. Pero ya he terminado mi parte del trabajo, al menos por ahora. Tengo plena confianza en que el premier Mantis encandile a sus adeptos como buen profesional que es. El jefe Kendall me dijo que la detective Delorme y usted no se quedarán a la cena.

- No lo creo. Últimamente mi apetito deja mucho que desear.

- Lo lamento. Por cierto, ¿qué tal va su investigación? ¿Hay alguna novedad?

- Por supuesto. Ahora sabemos mucho más de lo que sabíamos hace una semana. Por un lado, parece que ambos crímenes están relacionados. Y por curioso que parezca, también parece que están relacionados con su oficio. -¿Con cuál? ¿El inmobiliario o el de la construcción?

- El de la política.

Laroche rió. Y lo hizo con ganas, relajadamente. Era la risa de un hombre que se sabe demasiado importante para que le manden bajar la voz.

- Típico. Quienes no entienden de política siempre nos acusan a los políticos de una rapacidad violenta Pero no nos suelen acusar de violentar a nadie.

- La doctora Cates no fue violentada.

- No me diga. ¿El Lode ha vuelto a equivocarse?

- Lo de la doctora fue asesinato, pero el asesino se esforzó por que pareciera una violación.

- Lo que dice no tiene sentido. ¿Qué ganaría el asesino al simular una violación? Sólo agravaría su crimen.

- Es posible, aunque también desviaría la atención del verdadero motivo.

- No se me había ocurrido. El jefe Kendall dijo que usted era un buen investigador. Yo desestimé el cumplido creyendo que lo hacía por puro esprit de corps.

- Laroche se alejó de la entrada e hizo un gesto en dirección al ascensor-. Seguramente aún no ha visto el resto del club. ¿Le apetece una visita privada?

Cardinal se encogió de hombros:

- Claro.

Entraron en el ascensor y subieron hasta la tercera planta en silencio.

- Le mostraré la esquina noreste. Tiene la vista más bonita; esperemos que no se corte la luz. -Laroche condujo al detective por un pasillo largo. El revestimiento de cedro y la gruesa alfombra roja proporcionaban al corredor una gran sensación de confort, de lujo combinado con sencillez-. Estamos aceptando reservas para dentro de quince días. Créame, una vez que la tormenta de hielo haya pasado, nada en este mundo impedirá que abramos.

Voila… le presento nuestra atracción principal.

Se habían detenido frente a un muro de cristal. Las luces del telesilla facilitaban una vista panorámica de las colinas. Si se miraba hacia el sur, llegaban a verse las aguas del lago Nipissing. El extremo más alejado de la ciudad estaba sumido en la oscuridad total.

- Es una vista hermosa -dijo Cardinal-. No dudo de que será todo un éxito.

- De no haber tenido esa certeza, no lo habría construido.

- Y además ha recibido una subvención de Desarrollo Norteño.

Lo vi en el cartel de la entrada. -¿Y por qué no? Este proyecto se adecua perfectamente a sus premisas. ¿Creará empleo? Sí. ¿Aumentará el turismo? Por supuesto.

- Imagino que tampoco le habrá perjudicado tener al premier de su lado.

- Geoff Mantis es amigo mío. Y dentro de la legalidad haré lo que haga falta para que lo reelijan. Además, el señor Mantis no es tan estúpido para influir a mi favor ante un ministerio de Ontario.

- Por supuesto que no, y mucho menos ante el SSIC.

- Me he perdido.

- Lo dudo -dijo Cardinal.

- Bajemos. Le prometí a mi mujer que acostaría a los niños.

En un instante el ascensor los devolvió a la planta baja. De la sala llegó una risa general, seguida de una tanda de aplausos. Al llegar a la entrada, Cardinal preguntó: -¿Sabe qué? Me sorprende que en el cartel de obra no apareciera el nombre de Yves Grenelle. -¿Quién?

Cardinal no notó el más mínimo atisbo de nerviosismo o miedo en aquella cara fuerte e intensa. Las cejas pobladas se acurrucaron a causa de la consternación, nada más.

- Yves Grenelle. Formaba parte del comando del FLQ que secuestró a Raoul Duquette. Mejor dicho, que asesinó a Raoul Duquette.

Grenelle escapó antes de que los demás fueran capturados.

Seguramente gracias a la intervención de un amigo de la CIA, un tal Miles Shackley.

- Detective, usted tiene talento y persistencia, dos virtudes que admiro mucho. Pero el estrés de su trabajo debe de ser fortísimo y, para serie franco, creo que le está afectando. ¿Qué significan estas frases fuera de contexto? No tengo la menor idea de qué me está hablando.

- Poco después de matar a Raoul Duquette…

- Ésa sí que es buena, detective. Dentro de nada me va a salir con la versión canadiense de la colina aquella desde donde el segundo tirador disparó a Kennedy.

- Poco después de matar a Duquette, Yves Grenelle se largó a París, se quedó allí unos dos años y adoptó una nueva identidad. Pulió las aristas típicas de un muchacho inculto de Trois-Rivieres. Se educó, adoptó un aire más cosmopolita y al fin (allá por la década de los ochenta) regresó a Canadá. Cuidadoso como era, Grenelle no regresó a Montreal. No, señor, se fue a donde nadie buscaría a un ex terrorista francófono: a Ontario. Más precisamente a Algonquin Bay. A los apartamentos Willowbank, para ser todavía más precisos. Sé que ha oído hablar de los apartamentos Willowbank.

- Lo que me cuenta es fascinante, detective. Acompáñeme hasta el coche y así podrá explicarme el final.

Laroche abrió el paraguas y se cubrieron los dos. Su Lincoln Navigator negro se encontraba a pocos pasos de distancia, pero el viento empujaba la lluvia transversalmente y Cardinal se estaba mojando las piernas. Laroche sacó el llavero del bolsillo y con un gorjeo electrónico abrió de forma automática la puerta del Lincoln. -¡Entre de una vez o pillará un resfriado!

El interior del vehículo era tan espacioso como un apartamento pequeño. La lluvia tamborileaba con fuerza en el techo. Laroche arrancó el coche y encendió los limpiaparabrisas.

- Durante un tiempo todo le fue de maravilla al flamante monsieur Grenelle -continuó Cardinal-. Encontró un buen empleo en la inmobiliaria Manson amp; Barnes. Sus empleadores tenían contactos con políticos, justamente el tipo de gente que a Grenelle le gustaba.

Grenelle tenía futuro, nada podía detenerlo. Pero un día pasó algo terrible: apareció una antigua amante. Ella no tenía pinta de terrorista, era mona y delicada. Ya sabe… antepasados franceses. No había sido realmente terrorista, sólo había cocinado para ellos y transmitido algún que otro mensaje. Esa chica no habría matado una mosca. Pero estaba loca por Yves Grenelle, o por lo menos lo había estado veinte años antes.

Cualquiera pensaría que ya lo había olvidado, y quizá lo habría hecho.

Pero se mudó al mismo maldito edificio donde vivía él: a los apartamentos Willowbank. Dígame, ¿qué probabilidades había de que sucediera algo así?

- Constantemente hay coincidencias. ¿Qué sería de nosotros si no las hubiera? -¿Cómo ocurrió? ¿Se la encontró en el ascensor por casualidad? Porque eso fue lo que entonces contó a la policía. Usted dijo: «Yo no la conocía. Compartimos ascensor un par de veces. Ni siquiera sabía cómo se llamaba». Eso fue lo que usted le dijo al detective Turgeon: «¿Madeleine Ferrier? ¿Así se llamaba? No, no tenía ni idea».

- Al detective le dije la verdad. Yo no conocía a esa mujer.

- Pero Yves Grenelle sí. Él sabía quién era Madeleine Ferrier, lo sabía de sobra. Ella había estado locamente enamorada de él, y él sin duda lo pasó en grande aprovechándose de su estatus de héroe revolucionario. Qué gran momento cuando se encontraron cara a cara después de veinte años. ¿Qué le dijo ella?: «¡Qué sorpresa, Yves! ¿Dónde has estado todas estas décadas?». Dijera lo que dijera, usted supo que lo había reconocido. Y eso le bastó. Había sido tan cuidadoso, tan paciente. Por fin su vida había empezado a afianzarse. ¿Cómo iba a arriesgarse a perder su nueva identidad? Imposible. Madeleine Ferrier tenía que morir. Y murió, estrangulada con su propia bufanda, y después le arrancaron la ropa para simular una violación.

Laroche encendió la platina de cedés y la música clásica los envolvió.

- Pobre detective Cardinal. Ha tenido muy mala suerte en este caso, ¿verdad? Obviamente no tiene ni huellas, ni ADN, ni ninguna de esas pruebas concluyentes que tanto facilitan el trabajo policial.

Veamos, usted me acusa de ser un terrorista retirado, llamado (según usted) Yves Grenelle. Pero si usted pudiera probarlo, no estaríamos teniendo esta conversación, ¿verdad? No aquí. Usted ya me habría llevado a comisaría para refregarme esas pruebas por las narices. Pero como no tiene esas pruebas, no le queda más remedio que recurrir a esta suerte de histeria que, por cierto, es insufrible.

- La doctora Cates también vivía en uno de sus edificios de apartamentos. Cuando Miles Shackley lo amenazó con descubrirlo, usted accedió a encontrarse con él, probablemente en su Ford Escort.

Consiguió dispararle, pero eso no evitó que usted también resultara herido; estoy casi seguro de que por otro disparo. ¿Por qué, si no, evitar acudir a un hospital? Durante un par de días intentó aguantar el dolor, pero no pudo. Necesitaba un médico, uno que no fuera a avisar a la policía de es herida de arma de fuego. Usted sabía dónde encontrado: había conocido a Winter Cates el día que ella se mudó a uno de sus edificios.

- En mis edificios viven cientos de personas, quizás hasta un millar ¿Sabía usted que su compañera también fue inquilina mía?

- Pero los nombres de ese millar de personas no aparecen en dos investigaciones de asesinato distintas. Dos muertes por estrangulación Dos mujeres que aparentemente fueron violadas. A Miles Shackley le gustaba romper las reglas, ¿verdad? Las rompió cuando decidió llevar cabo el asesinato que crearía su escenario ideal de caos político. Y las volvió a romper cuando apareció por aquí treinta años después par chantajear a su viejo socio en aquel proyecto de desestabilización del gobierno canadiense: Yves Grenelle. Porque usted nunca fue un terrorista de izquierdas, siempre fue un conservador de extrema derecha, y aún lo: es hoy. -¿Usted cree que la CIA dirigía el FLQ? Pensaba que era más inteligente, Cardinal.

- No dirigían el FLQ; lo dirigían a usted. Después cada uno siguió con su vida. La de Shackley se fue al garete. Lo habían echado de la CIA, la fortuna no le sonreía y de alguna manera (no sé cómo, acaso por sus viejos contactos o por Internet) después de treinta años finalmente dio con usted. Entonces llegó a Algonquin Bay con pruebas de que usted había liquidado a Raoul Duquette. Y para no desvelar ese secretito le pidió una suma escandalosa de dinero.

- Acompáñeme, detective. Le mostraré la vista desde la cumbre. En otro coche ni lo intentaría, pero creo que éste aguantará.

Bordeando poco a poco el estacionamiento, Laroche dejó atrás el cartel de obra, giró a la derecha y en segunda hizo trepar el Lincoln Navigator colina arriba. Minutos después llegaron a un claro, Laroche detuvo el motor y apagó los faros. Las luces rojas de las torres de alta tensión parpadeaban intermitentemente advirtiendo a los aeroplanos de su presencia. Una de ellas estaba a menos de treinta metros. Incluso con la lluvia golpeando el techo del coche, Cardinal podía oír el ronco zumbido de los cables cargados de alto voltaje.

- Vaya historieta que se ha inventado, detective. Pero le aseguro que es pura ficción. -¿Esto también le parece ficción? -dijo Cardinal sacando del bolsillo la instantánea de los cuatro terroristas.

Laroche la cogió y la miró sin reaccionar en absoluto: -¿Quién se supone que soy? ¿La chica? ¿No creerá que también he cambiado de sexo?

- La chica es Madeleine Ferrier, usted la mató. ¿O no lo recuerda? El de la derecha, el de la camiseta a rayas, es usted.

Laroche se la devolvió sin más.

- Yo podría ser cualquiera de ellos. -¿Ah, sí? -Cardinal sacó el retrato realizado por Miriam Stead-. Lo ha hecho una artista de la policía que se dedica a avejentar fotografías. Quítele un poco de pelo, la barba y agréguele unos treinta kilos. -Está claro que «artista» es la palabra idónea, detective. No es más que un devaneo imaginativo, igual que la historia que acaba de contarme. -¿Sabía que una bala atravesó una puerta del Escort? La del lado del acompañante, a la altura del apoya brazos. Y probablemente le atravesó a usted el brazo por encima del codo, más o menos por aquí…

- Cardinal agarró el bíceps de Laroche y apretó.

Laroche soltó un grito de dolor y retiró el brazo enseguida.

- Supongo que eso también es fruto de mi imaginación.

- Me ha pillado desprevenido. No me gusta que me toquen.

Laroche recuperó la compostura, pero su labio superior mostraba un ligero sudor.

A lo lejos, los transformadores emitían a su alrededor pequeñas galaxias azules que al cabo de unos segundos estallaban como disparos.

También se oyó otro ruido, una suerte de chillido porcino. Cardinal dedujo que era el sonido del metal rasgándose.

- Le recomiendo que quite el coche de aquí -advirtió Cardinal-.

De un momento a otro esa torre podría caernos encima.

Laroche contempló los montículos plateados que se alejaban colina abajo y las torres de alta tensión de la Compañía Hidroeléctrica:

- En dos semanas, ese telesilla ultramoderno transportará a cientos de personas por estas laderas. En las colinas resonarán las risas de los turistas, que lo pasarán en grande, y gastarán su bien habido dinero aquí, en Algonquin Bay. Según nuestros estudios, dejarán en la ciudad una media de un millón de dólares al año.

- Ya le he dicho que estaba impresionado.

- No sé qué quiere conseguir con sus acusaciones. ¿Espera que le ofrezca soborno?

- Es usted demasiado listo para caer en esa trampa. -¿Está grabando la conversación? ¿Espera que me derrumbe y lo confiese todo?

- No es mala idea. Seguramente después se sentiría mejor.

- No dudo que confesarse ayude a mucha gente, por eso se ha convertido en una de las obsesiones de nuestra cultura. Aun así, sospecho que la sensación de quedar libre de pecado dura muy poco.

Estoy seguro de que usted opina lo mismo.

- No estamos hablando de mí. -¿Ah, no? Creo que usted tiene la idea fija de que los hombres no son lo que parecen. Y yo me pregunto: ¿por qué? Es cierto que algunos no son lo que parecen, pero Geoff Mantis es una excepción, y ésa es una de las razones de mi admiración por él. Puede que su padre (y aprovecho para darle mi pésame), un sindicalista, haya sido otra excepción: un firme creyente en la dignidad del trabajo y de la negociación colectiva. Míreme. Soy un huérfano de Trois-Rivieres que salió adelante sin la ayuda de nadie. ¿Qué probabilidades tenía yo a mi favor? Casi no puedo culparle por querer destrozar un ascenso tan improbable. Ahora mírese usted, un funcionario. Sé perfectamente cuánto gana un policía local, Cardinal. Por eso me cuesta creer que haya podido enviar a su hija a Yale.

- Quise hacerlo pero al final no pude permitírmelo. -¿Y qué me dice de la Clínica Tamarind de Chicago? La mejor y la más cara en cuanto a tratamiento de depresiones. Especialmente recomendada para mujeres, según he oído. Pero los cuidados médicos distan de ser gratuitos en Estados Unidos. Incluso un tratamiento corto allí puede costar decenas de miles de dólares, y no de los canadienses sino de los estadounidenses. Por cierto, ¿también está grabando esto?

- Si así fuera, jamás se lo diría.

- Y no podría usarlo después de lo que acabo de decir.

Cardinal abrió la puerta y bajó del vehículo. Una lluvia helada lo empapó de inmediato. Con un botón, Laroche hizo descender el cristal de su lado. -¿Piensa volver andando?

- Supongo que sí. Los únicos asesinos con los que hablo son aquellos a los que voy a detener. Ya nos veremos.

Laroche se encogió de hombros: -¿Hasta dónde cree que llegará con su teoría, detective?

- No muy lejos, parece. Pero como usted acaba de decir, si tuviera las pruebas ya lo habría esposado.

El metal volvió a chirriar. Lenta y grácilmente la torre de la Compañía Hidroeléctrica se inclinó hacia un lado. Una de las líneas se partió y cortó el aire como un latigazo, habría podido decapitar a un hombre. El ruido de la línea de alta tensión contra el hielo hizo que las entrañas de Cardinal se contrajeran y le provocaran un eructo colosal, intergaláctico. La línea había caído a unos veinte metros. Cardinal no se movió. Mantuvo los pies bien juntos. -¿Está seguro de que no quiere subir?

- Gracias, pero prefiero quedarme donde estoy.

Un frío gélido sopló desde el este. El hielo había empezado a formar telarañas en las mangas de Cardinal. -¿En qué quedamos entonces? -dijo Laroche-. Ni me he derrumbado ni he confesado. Dígame, ¿en qué quedamos?

- No podría decírselo. No logro comprenderlo.

- Sería difícil que me comprendiera. Somos muy diferentes.

Míreme, yo he construido este sitio. Tengo más edificios que usted camisas, tengo dinero para vivir treinta vidas como la que vivo. Tengo excelentes relaciones con su jefe de policía y con la Corona, sin contar mi relación personal con el premier.

En cambio usted… -Laroche hizo un gesto hacia Cardinal como señalando un edificio desmantelado al que prefería derrumbar-. Mírese usted…

La línea de alta tensión chasqueó nuevamente y volvió a rozar el suelo. Una guirnalda de chispas azules salió despedida hacia donde estaba Cardinal.

Laroche subió el cristal de su ventanilla y el Lincoln Navigator se alejó. Cardinal siguió con la mirada las luces rojas del coche en su descenso por la colina. Cuando Laroche pisaba el freno, se iluminaban un poco más.

Tres veces, había advertido Stancek. El suministro de una línea como aquélla se interrumpiría después de tres cortocircuitos. Cardinal temblaba de pies a cabeza, estaba empapado. Quería salir corriendo, pero recordó al chaval que unos años antes había muerto pegado al transformador. En el suelo, la línea de alta tensión se onduló dibujando una S vertiginosa. Cardinal tensó los músculos a la espera del golpe de corriente.

La línea latigueó una vez más hacia donde él estaba, silbando en el aire. Al tocar el suelo estalló en una lluvia de chispas azules. Después de aquello, Cardinal sólo oyó la lluvia y los crujidos, los lamentos del metal.