27
Durante toda la noche y hasta la mañana siguiente continuó lloviendo. Caían gotas grandes y pesadas, que estallaban ruidosamente contra todas las superficies existentes, como bofetadas. Quizá la palabra «caer» no sea la más exacta, pues la lluvia parecía lanzarse con furia contra cada coche, cada casa y cada carretera. Al pegar contra la piel, escocía. Hasta podía distinguirse el cristal de hielo que las gotas llevaban en su interior para injertarse enseguida en los parabrisas congelados y las aceras.
Los empleados del municipio echaban sal a diestro y siniestro, sin detenerse hasta que las calles -al menos las que todavía no se habían convertido en un espejo negro- crujieran bajo sus botas como caminos sembrados de carbonilla. Los vehículos se desplazaban a cámara lenta y las cadenas de los neumáticos tintineaban por toda la ciudad. Las líneas de alta tensión se curvaban vencidas por el peso del hielo acumulado. Los postes de la Compañía Hidroeléctrica que bordeaban carreteras y autovías habían quedado inclinados en ángulos estrambóticos, como si fueran parte de una crucifixión masiva.
A las nueve de la mañana, el suministro eléctrico se volvió a cortar en toda la ciudad. Los departamentos de policía y bomberos contaban con generadores de emergencia, pero el de la comisaría no conseguía mantenerse en funcionamiento. Un par de técnicos agotados subían al tejado y bajaban mascullando insultos en francés una y otra vez.
A media mañana el cielo se despejó y brilló un sol portentoso.
Un frente frío había desplazado al cálido; si bien eso puso fin a la lluvia, también hizo descender la temperatura a veinte bajo cero. Sin electricidad ni calefacción, los residentes de Algonquin Bay estaban completamente a merced de los elementos. Hubo que cerrar las escuelas para convertidas en refugios improvisados.
Ya había dos víctimas mortales. Un hombre que quiso hacer una barbacoa en su salón murió a causa de las emanaciones de monóxido de carbono, y otra persona murió calcinada en Christie Street cuando su estufa de queroseno se volcó y provocó un incendio.
En la comisaría se cancelaron todos los permisos. El departamento entero se dedicó a ir de puerta en puerta evacuando a niños y ancianos y trasladándolos a las escuelas. Las protestas de McLeod a Chouinard (cuyo despacho estaba en la tercera planta) se oían hasta en el gimnasio del sótano: -¡Soy un investigador, cojones, no un puto boy scout! ¡Pronto tendremos que acudir a rescatar mininos de los árboles!
Cardinal se despertó tarde. Al principio creyó que un San Bernardo se le había echado a dormir encima del pecho, pero enseguida comprendió que era el peso de la muerte. Llamó a Chouinard y le informó de lo ocurrido. El jefe se mostró compasivo. Le dijo que se tomara cuantos días le hicieran falta, porque en momentos así había que estar con la familia…
Así que el detective resolvió no ir a trabajar. Telefoneó a la funeraria, hizo las gestiones correspondientes y después habló con su hermano, que vivía en la Columbia Británica. Catherine se encargaría de avisar a Kelly.
Por increíble que parezca, los Walcott habían conseguido seguir durmiendo en medio de la conmoción de la noche anterior, incluidas la llegada y partida de la ambulancia. Catherine los puso al tanto de lo ocurrido, y acto seguido ambos sacaron sus libros y se enfrascaron en la lectura. Los otros fueron más comprensivos, sobre todo la señora Potipher, y hasta las niñas se mostraron lógicamente compungidas. Tras una hora de ambiente cargado, Cardinal empezó a sentirse como un recordatorio de la muerte y llegó a la conclusión de que quizá sería de más utilidad en otra parte. Sus pensamientos se centraron en Paul Laroche y la montaña de expedientes que llegarían por helicóptero esa misma mañana.
Cuando llegó a la sala de la brigada, Delorme lo recibió con un fuerte abrazo.
- Lo siento muchísimo, John. Prométeme que si puedo ayudar en algo me lo harás saber.
A Cardinal esa demostración de afecto casi le arrancó unas lágrimas, pero se controló y la agradeció con un gesto nada más.
Chouinard se sorprendió al verlo. Pero ya que había acudido, el jefe los puso a él y a Delorme a trabajar. Intentó agregados a la cuadrilla de socorro que iría de puerta en puerta buscando a niños y ancianos. Cardinal se negó y, en cambio, condujo a Chouinard escaleras abajo a la segunda planta, a la sala de reuniones donde él y Delorme se proponían revisar los expedientes. La PPO había enviado cinco cajas de documentos procedentes de las investigaciones sobre el FLQ realizadas por el Grupo Antiterrorista Conjunto. En la sala de reuniones les esperaban las cajas, rebosantes como los cajones abiertos de una cómoda.
- De acuerdo. Veo que tienen una montaña de documentos que leer. Pero terminen con ellos cuanto antes. Voy a necesitarlos en la calle como a todos los demás.
R. J. Kendall asomó la cabeza:
- Quiero a todo el mundo en la planta baja ahora mismo. ¿Todavía están aquí?
Chouinard intervino:
- Perdone, jefe. Quizá no se haya enterado, pero el padre de Cardinal falleció ayer por la noche.
R. J. miró a Chouinard como si acabara de bajar de un platillo volante. Luego se volvió hacia Cardinal: -¿Es cierto?
- Sí, jefe.
- Lo acompaño en el sentimiento -dijo R. J. sin dejar traslucir sentimiento ninguno-. Pero si no se marcha a casa, quiero verlo abajo.
Tenemos una emergencia importante. -Dicho eso, se ablandó un poco y, poniéndole la mano en el hombro, añadió-: Lo lamento mucho. Tómese todos los días que le hagan falta. Es un golpe muy duro perder a un padre.
- Gracias, jefe. Me gustaría quedarme a revisar todo esto.
- Muy bien, haga lo que le apetezca. Pero ahora los quiero a todos en la planta baja -dijo, y desapareció.
- Unos técnicos de la Compañía Hidroeléctrica de Ontario han venido a explicarnos a qué nos enfrentamos -aclaró Chouinard-. Podría ser mucho peor, por lo menos hay rosquillas. -¿Por qué siempre encargan rosquillas? -se quejaba Delorme mientras bajaba las escaleras-. ¿Tengo cara de comer rosquillas? Si alguna vez las pruebo, prométame que me pegará un tiro.
Cardinal se sirvió un café y se apalancó junto a la puerta de salida.
El representante de la Compañía Hidroeléctrica, Paul Stancek, era un viejo compañero de instituto. El único recuerdo que Cardinal tenía de él era su perfecta imitación de Elkin, el profesor de historia, con acento australiano y todo. Entonces Stancek -y quizás hasta el propio Cardinal- era un jovencito delgaducho, sin asomo de barba en las mejillas. Ahora medía más de un metro ochenta y lucía un bigotón en forma de U invertida con el que habría podido interpretar al sheriff en una película de vaqueros.
- Sé que estáis ocupados, así que iré al grano -arrancó Stancek-. Nuestro tendido eléctrico está preparado para cualquier tipo de tormenta, excepto un fenómeno meteorológico de esos que ocurren cada cien años. La tormenta de hielo que estamos sufriendo, señores, es precisamente ese fenómeno excepcional. »Algonquin Bay recibe electricidad de dos fuentes distintas; para que la ciudad entera quede a oscuras se tienen que interrumpir ambos suministros. ¿Habéis visto las torres de alta tensión del este?
Ésas bajan de las colinas bordeando la Autovía 17, cerca de Corbeil, y traen el suministro de los ríos Ottawa y Mattawa. La segunda fuente de suministro está cerca de Sudbury. Esas torres bordean la carretera de circunvalación y traen la electricidad del oeste. La probabilidad de que ambos tendidos fallen a la vez en un periodo de cien años es casi nula. »Pues bien, bienvenidos al año número cien. Cuando cae una tormenta de hielo inclemente solemos subir el amperaje de las líneas, eso las calienta y hace que el hielo se derrita. El problema es que en esta ocasión no ha funcionado. Las líneas están soportando tres veces el peso que deberían y algunas se van a romper. Si estáis cerca del lugar donde ha caído una línea, esto es lo que hay que hacer.
McLeod pegó un grito que hizo saltar a todos los presentes: -¿Por qué no cortáis el suministro hasta que pase la tormenta?
De todos modos, la luz se corta cada diez minutos.
Stancek ni siquiera parpadeó:
- No podemos dejar de utilizar el tendido de alta tensión por tres razones. Primero, si no transporta corriente, no podemos saber dónde se ha cortado el tendido y por tanto es imposible repararlo.
Segundo, volver a poner en funcionamiento toda la red es mucho más peligroso que dejar que siga fluyendo la corriente; podría morir gente que ni siquiera sabíamos que corría peligro. Y tercero, es el procedimiento establecido.
- Muy buena razón -bramó McLeod-. Debiste meterte a poli.
- Cada torre lleva seis cables -continuó Stancek-. Y cada cable transporta cuarenta y cuatro mil voltios. Repito, cuarenta y cuatro mil voltios. Ese voltaje os mataría. Os mataría diez veces seguidas.
A su vuelta de Toronto, uno de los primeros accidentes a los que Cardinal acudió como policía fue una electrocución. Un quinceañero había aceptado el desafío de subirse a uno de los trasformadores de la estación eléctrica. Los equipos de emergencias llegaron al lugar, pero el chaval ya estaba carbonizado. Cuando lo despegaron del metal, la cabeza chamuscada del crío se desprendió y rodó hasta chocar contra los pies de Cardinal.
- Cuarenta y cuatro mil voltios -reiteró Stancek-. La caída de uno de esos cables a veinte metros de vosotros no tiene por qué dejaros secos, no si sabéis qué hay que hacer. Así que prestad atención:
"Si uno de ellos cae encima de vuestro coche, no os mováis.
Quedaos dentro. A no ser que haya una razón de peso para salir: que el vehículo se esté incendiando, por ejemplo. Si tenéis que salir, no bajéis una pierna y luego la otra. Saltad. Lo que mata es la diferencia de voltaje entre el coche y el suelo. Si queréis convertiros en conductores, vais a la autoescuela y os sacáis el carné. No lo hagáis poniendo un pie en el suelo con el resto del cuerpo dentro de un coche electrificado. »Veamos una situación más probable. Digamos que una línea cae cerca de donde estáis. -Stancek se acercó a una pizarra de plástico y destapó el rotulador. Mientras hablaba fue trazando círculos y flechas-. Hay dos cosas que debéis entender. La primera es la radiancia de la tierra. Como cualquier otra fuente de energía, el voltaje de un cable con corriente disminuye con la distancia. Cuando el conductor es el suelo, el voltaje disminuye rápidamente. Es decir, si un cable cae a un metro y medio de una persona, es muy probable que ésta muera. Otra persona a quince metros de ella quizá salga ilesa. »Lo lógico sería alejarse, ¿no? Error. ¿Habéis oído lo que he dicho?
He dicho negativo. No hay que alejarse. Hay que quedarse quietos. Prestad atención, porque esto le ha salvado el pellejo a más de un técnico: si una línea de alta tensión cae cerca de vosotros, juntad los pies. No caminéis en ninguna dirección. Repito: lo que os mataría es la diferencia de voltaje entre el punto A y el punto B. Cuando uno está en las proximidades de una línea que descarga cuarenta y cuatro mil voltios en el suelo, una distancia mínima (aunque sea de medio metro, digamos) puede ser letal. Ése es el aspecto impredecible de la radiancia del suelo.
Así que mantened los pies juntos. »Si no viene nadie a rescataros, la única manera de alejarse de un cable con corriente es pisando con un solo pie a la vez. De esa forma el cuerpo no actúa como conductor de electricidad. Pero nos enfrentamos a una tormenta de hielo. En casos como éste, las probabilidades de salir corriendo sin caerse y acabar a cuatro patas convertidos en barbacoa de poli son muy, pero que muy pocas. Así que mi consejo profesional es: mantened los pies juntos y no os mováis. »Y un último detalle que debéis saber antes de la ronda de preguntas: las líneas de alto voltaje no descargan ilimitadamente.
Cuando caen, sueltan relámpagos azules en todas las direcciones, pero sabed que eso ocurre sólo tres veces. Recordadlo, es importante. Los fusibles están preparados para cortar el suministro al tercer cortocircuito. A partir de entonces las líneas ya no tienen electricidad.
Stancek había mantenido su palabra, el discurso había sido breve.
Cuando comenzaron las preguntas, Cardinal y Delorme subieron de nuevo a la sala de la brigada. El detective tenía un mensaje del Centro de Medicina Forense de Toronto. Cardinal devolvió la llamada desde la sala de reuniones. Encendió el altavoz.
Len Weisman fue tan considerado como siempre:
- No tienes ni una sola pista, amigo mío. En el coche no hay cabellos, ni fibras, ni nada. El agua barrió con todo.
- No es posible -intervino Delorme-. Según la ley de probabilidades…
- Al diablo con las probabilidades. Según esa ley, nadie debería ganar la lotería ni morir partido por un rayo. En nuestro negocio hay una cosilla llamada buena suerte, y parece que esta vez le ha tocado toda al asesino.
Cardinal y Delorme separaron los expedientes en varias pilas preliminares, cribando los que pudieran contener información sobre Grenelle.
- Visto y considerando cómo va el caso -dijo Delorme-, no me siento muy optimista.
Dieron con un tesoro de informes redactados por los topos.
Comprobaron que Grenelle no informaba a la policía sino a la CIA (o al menos a la CIA a la que Miles Shackley habría querido servir), pero no encontraron ni una sola de las transcripciones. Docenas de informes citaban a Grenelle entre los demás terroristas -«uno de los presentes»-, señalando que había estado en cierto lugar a cierta hora.
- Esto es una pérdida de tiempo -se quejó Delorme-. Ninguno de estos informes sugiere que Grenelle/Laroche fuera un informante, ni siquiera lo consideran un terrorista peligroso. Sólo aparece como otro tipo más que acudía a las reuniones.
- Oye, si insinúas que no tengo ni idea de lo que estoy buscando, no hace falta que te esfuerces -dijo Cardinal-. No sabemos qué buscamos, pero nos daremos cuenta cuando lo hayamos encontrado. ¿Me ayudas o prefieres ir a socorrer a viejecitas y a sus cotorras para que no las pille la tormenta?
Delorme desvió los ojos marrones de los de su compañero. De inmediato Cardinal lamentó su explosión de mal humor.
Ella lo encaró nuevamente y en un tono muy dulce dijo:
- Quizá deberías irte a casa, John. Tu padre acaba de morir y eso no es algo que se pueda ignorar, ¿sabes?
- No intento ignorarlo. En estos momentos, mi casa parece un campo de refugiados. Prefiero estar aquí contigo -dijo, y se sonrojó.
Pero enseguida enterró la cabeza en los expedientes para ocultarlo.
El ochenta por ciento del papel que los rodeaba era irrelevante.
El resto contenía la misma información repetida hasta el infinito, aunque con diferentes encabezamientos.
Pero los detectives volvieron a animarse cuando dieron con el expediente rotulado 5367 Reed Street, el domicilio donde Duquette había sido retenido y asesinado. Cardinal extrajo el legajo del Catastro Municipal de la ciudad de Montreal. Dentro había un plano de la vivienda y un taco de fotografías de la incursión policial.
- Esto es interesante -dijo Delorme refiriéndose a una copia del acuerdo de alquiler y el contrato correspondiente-. Cien dólares al mes, vaya, cómo pasa el tiempo. Y mira quién la firma.
Cardinal cogió la copia hecha con papel carbón. El arrendatario había rellenado la casilla del domicilio actual con una dirección de la pequeña ciudad de Saint-Antoine. Ocupación: taxista de la Compañía de Taxis Lasalle. La rúbrica era de Daniel Lemoyne.
- Lemoyne… -dijo Cardinal como para sí-. Claro, recuerdo que usaron un taxi para secuestrar a Duquette, pero no creo que perteneciera a esta empresa.
Sin embargo el revuelo se armó cuando Cardinal dio con el expediente rotulado Coquette. Informante 16790/B, el nombre en clave de Simone Rouault. No había duda de que aquella mujer había sido de inmensa utilidad para el GAC; sus informes eran muy detallados. En aquellos partes novelescos, el personaje de Grenelle empezó a cobrar vida. Rouault describía su ropa (mucho más elegante que los otros felquistes) y su personalidad (vehemente, egocéntrico, salvaje). En una de las reuniones había propuesto lanzar un coche bomba contra el ayuntamiento; en otra, detonar en hora punta una serie de bombas con metralla de clavos. Después se le ocurrió el plan en que varios submarinistas atentarían contra los muelles de carga. En junio de 1970, cuatro meses antes de la Crisis de Octubre, Grenelle había propuesto secuestrar a un ejecutivo yanqui de Pepsi-Cola. Y en julio, hacer lo propio con el embajador israelí.
Cuando Cardinal volvió a mirar su reloj, habían pasado dos horas.
Delorme dejó caer su último expediente en la caja de los revisados.
- No hay nada -dijo Cardinal.
- Pues no encontrar ni un solo dato útil entretanto papel es casi sobrenatural.
- De acuerdo, no hay nada en los archivos. Pero Shackley vino aquí a chantajear a Paul Laroche. Se reunieron, y Laroche se sintió tan amenazado que lo mató. -¿Podemos relacionar a Laroche con el trampero?
- Laroche es aficionado a la caza, seguramente conoce a Bressard. Y todo el mundo se enteró del juicio. Fue la primera vez que los periódicos admitieron que también había mafia en Algonquin Bay.
Todo lo que Laroche tenía que conseguir era hacerse pasar por Petrucci.
No fue difícil, porque el mafioso se comunicaba por medio de notas.
- Lo que más me preocupa -dijo Delorme- es que Shackley debía tener algo más convincente que una foto de grupo para chantajear a Laroche. Debía tener una prueba importante.
- Estoy de acuerdo. Algo que identificara a Laroche de forma concluyente. Quizá Shackley lo llevara encima para mostrárselo. Ojalá supiésemos qué era.
- Ahora no es más que un montón de cenizas -repuso Delorme.
- Lo sé.
- Revisamos la cabina a conciencia y no encontramos nada, John.
- Lo sé. Yo tampoco encontré nada en el apartamento de Shackley. Probablemente porque lo trajo consigo desde Nueva York. Lo necesitaba, era su baza principal.
- Probablemente lo escondiera en el coche.
- Exacto.
- Pero los peritos inspeccionaron el coche milímetro a milímetro, la Policía Científica también, y no encontraron nada. Laroche no ha dejado ni un solo rastro.
- Lo sé.
- Sabes lo que va a ocurrir, ¿verdad?
- Sí, y no me lo puedo creer -dijo Cardinal meneando la cabeza-. Necesitamos huellas dactilares, testigos y ADN. No tenemos testigos, Cates y Shackley están fuera de juego. No tenemos cabellos, ni huellas ni ADN. En el coche no han quedado restos y en el bungalow de Shackley, tampoco. La única prueba que tenemos es la sangre que había en la consulta de la doctora Cates, que coincide con la del coche.
- Quizá cuando recibamos el análisis de ADN podamos contrastarlo con el de Paul Laroche.
- Podríamos hacerlo si él accediera a damos una muestra, pero no lo hará. O si conseguimos una orden del juez, lo cual es bastante improbable. -Cardinal estampó el puño contra la mesa-. No me lo puedo creer. Ese tipo ha matado a cuatro personas, y se va a librar.
- Es como tú decías. Hace falta talento, persistencia y buena suerte. Y de esta última hemos tenido poca.
- Ya -dijo Cardinal, y cerró el último expediente-. Pero ¿no te indigna?
Las luces parpadearon y finalmente se extinguieron. La sala se sumió en el silencio, como si se hubiera llenado de algodón. Por los grandes ventanales entraba bastante luz natural, pero el pasillo se abarrotó de gente que salía a toda prisa en distintas direcciones. De pronto McLeod asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
- Odio esta ciudad -dijo, linterna en mano-. ¿No os lo había dicho? Pues la odio.
El juez William Westly era un hombre alto, huesudo y con cara de ave. Sus movimientos -motivo de burla entre los profesionales de la ley combinaban una espalda encorvada con un andar saltarín. Su voz, cargante y abiertamente pija, era el blanco de todas las imitaciones.
Westly levantó la vista de la información aportada y firmada por Cardinal. -¿Tiene la menor idea de quién es Paul Laroche? -pinchó el juez.
- Es el sospechoso principal en una investigación de asesinato.
- Paul Laroche no sólo es un pilar de la comunidad, sino que además es dueño de media ciudad. Por si no lo sabía, Paul Laroche dirige personalmente la campaña del premier de nuestra provincia. Y por si no se había enterado, es compañero de golf, amigo personal y confidente del premier.
- Estaba al tanto, señoría -dijo Cardinal-. Pero mire lo que averiguamos.
Westly apoyó su barbilla huesuda en su mano huesuda y simuló escuchar con gran atención. Cardinal intentaba señalar las correlaciones entre los datos, aunque cuanto más lo intentaba más vacuas sonaban. -¿Y ésas son las conclusiones de su investigación?
- Bueno, esperamos que surjan más datos.
- Detective, con las pruebas que tiene yo no le firmaría una orden ni para despertar a un vagabundo. Francamente, no sé cómo ha reunido el coraje para presentarse aquí.
- Así soy yo, señoría. Todo un optimista.
- Convénzame. Aporte una prueba de ADN, un par de huellas dactilares, pruebas de balística.
- Déme una orden para que Laroche se haga el análisis y tendrá el ADN.
- No tiene pruebas suficientes para que yo le firme esa orden: sólo cuenta con un retrato simulado de un antiguo miembro del FLQ. Lo siento, detective. Presénteme una prueba, por pequeña que sea, que relacione a Paul Laroche con las muertes de Winter Cates y Miles Shackley y le firmaré la orden. Hasta ahora usted no ha aportado nada. -¿Qué me dice de Madeleine Ferrier?
Cardinal intentaba atar los cabos que unían los hechos de 1970 a la muerte de la inquilina de Laroche. Westly ni siquiera lo dejó acabar.
- Aunque usted no lo crea, detective, comprendo perfectamente lo que intenta establecer. Sólo que no lo ha conseguido.
No ha conseguido convencerme a mí, y es probable que no logre convencer a ningún tribunal de la provincia de Ontario.
- Aun así sabemos que lo hizo, señoría. Entiendo que Laroche es un hombre poderoso, pero sabemos que él mató a esas personas.
- Me temo que eso es lo que hay, detective. Por lo que me ha contado, es muy posible que Yves Grenelle matara a Raoul Duquette.
Pero lo que no puede probar, perdón, lo que está a kilómetros de probar, es que Yves Grenelle sea Paul Laroche.
- Veamos a otro juez -sugirió Delorme a Cardinal al enterarse de lo ocurrido-. Apuesto a que Gagnon nos daría la orden.
- Créeme, me encantaría. Pero si saliéramos a la búsqueda y captura de jueces y ese detalle surgiera en el juicio, el caso sería rechazado por el tribunal.
- Entonces supón que encontramos un vaso del que Laroche ha bebido, o la colilla de uno de sus cigarrillos.
- Sin una orden serían pruebas obtenidas de forma ilegal.
- No si lo seguimos. Tarde o temprano olvidará o dejará caer algo, en un restaurante, por ejemplo. De ahí sacaremos la muestra para la prueba de ADN. En un lugar público no estaríamos invadiendo su intimidad y por tanto no necesitaríamos orden del juez.
- Chouinard no va a permitir que vigilemos a Laroche. No con estas pruebas.
- Voy a preguntárselo.
Delorme entró en el despacho del sargento. Al salir unos minutos más tarde, estaba tan pálida que no hizo falta que Cardinal inquiriera sobre la respuesta.
Después de comer, los detectives pasaron la tarde comparando las biografías de Laroche y Grenelle. Por su número de seguridad social y algunos recortes de periódicos lograron seguir sus pasos hasta la Sociedad de Ayuda a la Infancia, en Trois-Rivieres. Laroche había vivido en un hogar para menores hasta los dieciséis años. A partir de esa fecha, la institución cerró la ficha del muchacho y le perdió la pista.
Delorme les telefoneó y pidió una fotografía. Le contestaron que no tenían ninguna.
El pulso de Cardinal empezó a acelerarse cuando averiguó que la institución tuvo a su cuidado en el mismo hogar a un joven algo mayor llamado Yves Grenelle. Después de cumplir los dieciséis años, tampoco quedaron de él fotografías ni fichas. Tras huir de las secuelas de los sucesos de octubre de 1970, es probable que Yves Grenelle invitara al joven Laroche a París. Allí lo mató y se apropió de su identidad; sería como si Grenelle no hubiese existido jamás. Por otra parte, una tercera persona, un conocido de los dos muchachos, podría haber usado ambos nombres. Sin fotografías para comprobarlo, esa pista se acababa ahí mismo.
La empresa Beacom Security estaba ubicada encima de un local vacío e Main Street. Evidentemente, si el ex policía Ed Beacom había ganado dinero con su nueva carrera no lo había invertido en decoración.
A pesar de las vitrinas llenas de gran variedad de alarmas y candados, el sitio seguía siendo una nave vacía, y el suelo de linóleo barato y los tubos fluorescentes mejoraban muy poco su aspecto.
Beacom condujo a Cardinal y a Delorme a su despacho con vistas Main Street (decorado con el mismo linóleo barato y la misma iluminación de supermercado).
- Menudo clima, ¿eh? Esperemos que reduzca el número de crímenes. -El ex policía, cachas y de pecho amplio, rondaba los cincuenta años. Su blazer parecía a punto de reventar en las costuras.
Beacom fue hasta la pared y volvió con dos sillas-. Perdonen el mobiliario, no todos estamos montados en el dólar.
- Francamente, no sé por qué tenemos que hacer esto -dijo Cardinal-. Garantizar la seguridad en la cena de recaudación de fondos parece un trabajo sencillo.
- Estoy de acuerdo. Yo tampoco lo entiendo, pero el que corta el bacalao es Paul Laroche. Y cuando a Paul Laroche se le mete algo en ceja y ceja…
Beacom abrió un cajón y sacó una carpeta delgada. La abrió y fue ojeando el contenido mientras hablaba:
- Me he puesto en contacto con el SSIC. No creen que este acto tenga relevancia para ninguno de los grupos terroristas conocidos por ellos.
Cardinal se rió. -¿He dicho algo gracioso, Cardinal? Cuéntemelo y así nos reímos todos -ladró Beacom. Entonces sacó un plano del Highlands Ski Club, lo desplegó sobre su escritorio y empezó a señalar aquí y allí clavando su dedo rechoncho-. Yo voy a estar entre bambalinas. Hay un buen sitio desde donde se puede vigilar toda la sala. Mantis llevará un par de escoltas. Dicen que también acudirá un ex primer ministro, a quien se asignarán dos escoltas más. Ya he arreglado los detalles con el coordinador de seguridad del partido. -¿Cuántos hombres llevará usted?
- Contándome a mí, seremos cuatro. Apostaré a mis hombres junto a las puertas: aquí, aquí y aquí. Las mesas son vuestras, no todos podemos codearnos con los ricos y famosos. -¿Cree que nos apetece tener que ir a esa cena? -saltó Cardinal-. ¿Cree que no tenemos nada mejor que hacer?
Delorme lo miró como implorándole que se calmara.
- A mí me importa un huevo lo que tengan que hacer -contraatacó Beacom.
Se hizo una pausa durante la cual Cardinal consideró largarse de allí.
- Éstas de aquí deben de ser vuestras mesas. -Beacom señaló dos círculos ubicados en los ángulos delanteros del salón comedor-. El coordinador de seguridad quiere saber dónde se sentarán ustedes. Hay que avisarles hoy. Si tienen alguna objeción, coméntenmela ahora.
- A mí me parece bien -dijo Delorme. Cardinal se encogió de hombros:
- A mí también, siempre y cuando estemos de espaldas a la pared.
- Eso mismo pensé yo -respondió Beacom, y volvió a enrollar el plano-. Avisaré al coordinador de seguridad, y si hay algún cambio se lo haré saber. Personalmente creo que ustedes deberían llevar auriculares y micrófonos de solapa, pero Laroche dijo que no. Opinó que anularía la ventaja de tener un par de polis de paisano entre los invitados. Y tiene razón.
Un par de minutos más tarde, Beacom les presentó a los hombres que vigilarían el acto. Uno era un bombero retirado con el que Cardinal había trabajado varias veces. Los otros eran un par de niñatos recién salidos del instituto.
De camino a la comisaría, Delorme resumió perfectamente lo que Cardinal estaba pensando:
- Vaya trabajo el nuestro… -suspiró-. A veces pienso que debí haber elegido una carrera que me diera más satisfacciones, como la recolección de residuos.