22
EL resto del viaje lo pasamos charlando tranquilamente. Abel se une a la conversación y parece más relajado que antes; yo, sin embargo, siento que me crece la inquietud por momentos. ¿Cómo va a ser encontrarse con Nina? ¿Me va a servir de algo descubrir que no son pareja si en realidad no le confiesa que tiene algo conmigo?
Eric y Judith me caen cada vez mejor y me hacen sentir cómoda. Son muy abiertos y charlan de todo. En una hora sé más sobre estas dos personas que he conocido hoy que sobre Abel. ¿Por qué él no dice nada acerca de su vida? De todos modos, no me atrevo a preguntarle con sus compañeros delante. Quizá cuando estemos sólos durante estos días pueda sonsacarle algo.
Llegamos a Barcelona antes del mediodía. La verdad es que estoy bastante emocionada porque me encanta viajar. Hace un tiempo estuve en la ciudad, pero tan sólo un fin de semana y no pude ver mucho. Aunque imagino que esta vez tampoco vamos a disponer de mucho tiempo para visitar la Sagrada Familia. ¿Tendrá Abel una horita libre para que paseemos juntos por el Parque Güell? Madre mía, parezco una ñoña. A este paso me veo escribiéndole cartitas de amor. ¡Por favor, Sara, basta ya!
Damos unas vueltas con el coche y me quedo embobada mirando las calles y a sus gentes recorriéndolas. Me encanta el ambiente barcelonés y por lo menos me voy a librar del ajetreo y el ruido infernal de las Fallas. Minutos después entramos al Paseo de Gracia y veo un imponente edificio... Se trata del Hotel Majestic y vamos directos hacia él... ¿No me digas que es ahí donde nos vamos a alojar? ¡Pero si es un hotel de cinco estrellas! ¿Cómo voy a pagarle los gastos a Abel? ¡Pensé que nos quedaríamos en un lugar más normalito!
—Alucinante, ¿eh, Sara? —Judith tiene que haberme visto con la boca abierta. Quizá se ha dado cuenta de mi preocupación—. A esta gente le va lo bueno —le da un cachete a Abel en el hombro—. Pero vamos, que es todo gracias a este.
—Y en parte a Nina, que quiere a todo su séquito detrás de ella, por si acaso —comenta Eric.
—Pero... ¿Y yo qué? —pregunto un tanto asustada. Porque vaya, ¡yo no formo parte de su equipo!
—Está todo arreglado —murmura Abel, concentrado en meterse en el parking del hotel—. He pagado tu habitación.
—¡Pero yo no voy a poder pagarte esto! —exclamo. Me da igual que estén Eric y Judith delante.
—Es un regalo que te hago —me dice, apartando un momento la vista del frente y clavándola en mí.
—¿Entonces vamos a tener que compartir habitación el pervertido y yo? —pregunta Judith.
—Nena, pero si estás deseándolo —Eric finge que la coge para darle unos besos y ella se echa hacia atrás riéndose.
—No —niega Abel, buscando una plaza libre. ¡Están casi todas ocupadas!—. La firma ha sido muy generosa esta vez y nos ha dado una habitación para cada uno.
—Si es que están forrados —murmura Eric, desabrochándose el cinturón.
—Y nosotros no nos vamos a quejar de ello —Judith ensancha la sonrisa y se apea del coche meneando el trasero. Está muy contenta. ¡Como para no estarlo!
Sin embargo, yo estoy muy nerviosa. ¡No quiero que Abel me pague una habitación en este hotel! Voy a tener que ahorrar durante media vida para poder devolvérselo todo. Joder, ¿en qué lío me he metido? Ahora sí que parezco la protagonista de Pretty Woman. Cuando los acompaño a sacar las maletas, Judith me tiende mi mochila y yo observo con desconcierto los maletones que llevan. Dos, tres, hasta cuatro cada uno... Bueno, imagino que entre ellos se encuentra el equipo que necesitan para trabajar. Me ofrezco a ayudarles y Judith me tiende uno de sus maletines, que pesa más de lo que pensaba.
—¿Cuándo es la primera cena? —pregunta mientras nos dirigimos al ascensor.
—Esta noche —responde Abel.
—¿De trabajo o presentación?
—Presentación de todos los integrantes del proyecto.
—Uf, qué rollo. Casi que prefiero trabajar —Judith se mete en el ascensor con la nariz arrugada. Le brilla el pelo bajo la luz eléctrica.
—Cuando estás comiendo ya no te quejas tanto —le pica Eric.
No sé de qué están hablando. ¡No entiendo nada! ¿Una cena? ¿Y qué voy a hacer yo mientras? ¿Quedarme en la habitación aburrida acabando con el chocolate y el alcohol del mini bar? Si Abel sabía desde un principio que iba a estar tan ocupado, ¿para qué cojones me hace venir?
No me da tiempo a objetar nada porque las puertas del ascensor se abren y aparecemos en la recepción. Dios mío, no he visto tanto lujo en un hotel en mi vida. Vamos, que cuando yo he viajado me he hospedado en hostales baratitos o, como mucho, en hoteles de tres estrellas. Esto es demasiado para mí. Hay brillo por todas partes: en el techo, en el suelo, en las paredes. Tanto lujo me desconcierta y hace que me sienta muy pequeña. Mientras avanzamos por la espaciosa sala echo un vistazo a la gente que está sentada en los sillones forrados de terciopelo: algunos parecen hombres y mujeres de negocio y otros, simplemente, clientes con mucha pasta.
En la mesa de recepción nos espera un señor con una gran sonrisa en la cara. Va vestido de forma muy elegante, con un traje y pajarita, y cuando llegamos hasta él nos saluda con una inclinación de cabeza.
—Buenos días, señores. ¿En qué les puedo ayudar?
Abel saca unos papeles de uno de sus maletines y se lo tiende al hombre. Este lo coge y, tras echarle un vistazo, se pone a teclear a toda velocidad en el ordenador. Yo miro a Judith y le señalo mi mochila, como diciéndole que me siento como una pobre. ¡Seguro que los demás me están mirando! Ella hace un gesto con la mano para restarle importancia. Mientras tanto, Eric se ha puesto a hojear unos folletos turísticos. Lo más seguro es que ellos ya hayan estado en muchos lugares así, o incluso mejores. Por eso se les ve tan tranquilos.
—Forman parte del equipo de Gabrielle Yvonne, ¿verdad, señores?
Abel asiente con la cabeza y recoge los papeles que el recepcionista le entrega. A ver, espera. ¿Ha dicho Gabrielle Yvonne? ¿La diseñadora de algunos de los perfumes más famosos a nivel mundial? ¿No me digas que la campaña es para una de sus creaciones? ¡Dios, esto es lo más increíble que me ha pasado en la vida!
El hombre le da las cuatro llaves magnéticas de nuestras respectivas habitaciones. ¿Perdona? ¿Cuatro? Yo me había hecho ilusiones de que Abel y yo íbamos a dormir en la misma, pero me imagino que tampoco quiere dar de qué hablar a la prensa. Y en parte, ¡me molesta y mucho! Porque eso significa que no está dispuesto, tal y como me dijo, a exponerse en público. ¿Voy a tener que soportar que vuelva a fingir que está muy enamorado de Nina? Sin darme cuenta, suelto un gruñido de exasperación.
—¿Estás bien? —me pregunta Judith, tomando la llave que Abel le entrega.
—Un poco nerviosa —respondo, forzando una sonrisa.
—Tengo la habitación contigua a la tuya, Judith —le dice Eric con una perfecta sonrisa de galán.
—Maravilloso —contesta ella en tono sarcástico.
Nos dirigimos al ascensor, el cual también me sorprende cuando se abre. Es enorme. Creo que caben unas quince personas en él. Abel aprieta el botón y las puertas se cierran. Eric y Judith no paran de hablar entusiasmados, pero yo me he quedado tan amedrentada ante la situación que me apoyo en una de las paredes del ascensor y me mantengo en silencio. Entonces me doy cuenta de que Abel me está mirando con intensidad. A decir verdad, conozco esa mirada suya: es la que le aparece cuando está caliente. Al pensar en sus caricias, no puedo evitar excitarme y aprieto las piernas para ahogar la cosquilla que amenaza en mi sexo. No puedo apartar la vista de sus ojos: me está comiendo con ellos. Mira de reojo a los otros dos y se acerca a mí, apoyando las manos en el ascensor, a ambos lados de mi cabeza. Me tiene atrapada; su cuerpo está muy cerca y ya puedo sentir las chispas que salen de nuestra piel. Inclina su rostro sobre el mío y cierro los ojos cuando su nariz me roza el cuello.
—Si estuviéramos solos, te follaba ahora mismo —me susurra.
Oh, sí. Una perfecta fantasía sexual: hacerlo de forma salvaje contra la pared de un ascensor. Se me humedecen las braguitas y las cosquillas me ascienden por el vientre. Joder, es que no puede decirme eso con su sensual voz. Me muerdo el labio, intentando controlar la respiración.
—No hagas eso o les echo ahora mismo de aquí —me dice, acariciándome la boca con un dedo.
En ese momento se abren las puertas del ascensor y él se recompone rápidamente, como si nada hubiese pasado. Eric y Judith nos echan unas miradas intencionadas y salen por delante de nosotros. Abel se gira hacia mí, muy serio. Tiene los puños apretados y la nuez se le mueve con rapidez. Yo agacho la cabeza un poco cohibida y salgo tras los otros dos. Cuando paso por su lado, me da un cachete en el culo que me deja anonadada. Y más excitada, por supuesto.
Judith y Eric se detienen ante sus respectivas habitaciones y se nos quedan mirando. Yo me muerdo las uñas sin saber qué hacer o decir. Me da mucha vergüenza que la gente me pille en pleno apogeo de excitación.
—¿Tenemos algo antes de la cena? —pregunta ella.
—Podéis dar una vuelta por la ciudad —responde Abel con voz grave. Vale, entonces está igual de excitado que yo.
—¿A qué hora quedamos?
—Nos vemos en la recepción a las ocho.
Judith asiente con una sonrisa y se mete en su habitación. A continuación, Eric la imita. Abel y yo nos quedamos solos y nos tiramos un par de minutos en silencio. Por fin, él me entrega mi llave y yo me dispongo a buscar mi habitación un poco desilusionada. Pensaba que... Bueno, creía que íbamos a calmarnos de alguna forma. Cuando me detengo ante mi puerta, él pasa de largo. Me quedo observándolo: cómo me gustan los movimientos de su trasero cuando camina. ¿Cuándo me va a dejar recorrer a besos ese cuerpo? De repente se gira y me mira con su sonrisa ladeada, esa de prepotente que no me gusta ni un pelo.
—Pásalo bien —me dice, y se mete en la habitación.
Me deja allí plantada con la cara ardiendo. Oh, vale, eso quiere decir que no va a haber sexo. ¿Pero de qué va? ¿Cómo se atreve a ponerme cachonda en el ascensor y a pasar ahora de mí? Si lo hubiese hecho yo, eso tendría un nombre. Seguro que me lo habría reprochado durante todo el viaje y yo, sin embargo, tengo que aguantarme. No me gusta que juegue de este modo conmigo. Me siento como una peonza dando vueltas de un lado para otro.
—Gilipollas —siseo, intentando abrir la habitación. Lo consigo al cabo de cinco intentos. La modernidad y las nuevas tecnologías no son lo mío.
Cuando entro, la barbilla me roza casi el suelo. Estoy en uno de los lugares más increíbles y maravillosos del mundo. O al menos, a mí me lo parece. Se trata de una habitación lujosísima, totalmente exclusiva, con un encanto especial en sus colores —que alternan el blanco y el negro y los marrones— y con muebles de una elegancia sublime. A la derecha hay tres sofás distribuidos por la espaciosa estancia. Un hermoso escritorio de madera de roble domina el lugar y encima de él hay una tele de plasma. Sin embargo, no me interesa apenas porque mi vista se ha posado en los libros diseminados por la mesa. Me acerco a ellos y me quedo anonadada al descubrir de qué se trata: ¡son obras del poeta Antonio Machado! ¿Qué hacen aquí? Entonces giro la cabeza hacia la izquierda y me topo con una mesa de comedor y una estantería enorme, repleta de más libros. Camino hacia ella con cautela, acariciando la hermosa lámpara que cuelga del techo. No sólo hay libros de Machado, sino también de otros autores que hacen referencia a su trabajo. ¡Pero esto es un sueño hecho realidad! A ojo no podría decir los metros cuadrados de la habitación, pero estoy segura de que son más que el piso en el que vivo.
Vuelvo a girarme a la derecha y atravieso la estancia hasta llegar a unas puertas correderas. Las separo y aparece ante mí una cama de ensueño. Tiene que ser estupendo dormir en ella. En el suelo se extiende una mullida alfombra blanca de pelo. A la derecha de la cama hay otra puerta corredera medio abierta. Estiro el cuello y me llevo una mano a la boca al darme cuenta de lo que se trata: ¡es un ropero! ¡Como en las pelis! Si es tan grande como mi habitación en el piso... No me lo puedo creer. Me observo en el espejo del fondo y contengo la risa porque mi cara es un poema. ¡No sé qué ropa voy a poner aquí, si apenas he traído nada!
Me dirijo al lado opuesto de la habitación, pues hay otra puerta que imagino será el cuarto de baño. Abro con la seguridad de que me voy a encontrar otra maravilla más, pero es que la realidad supera por una vez la ficción. Tiene ducha, dos lavamanos que ocupan toda la pared, tres espejos grandes... ¡Incluso unos taburetes para sentarme mientras me seco el pelo o me maquillo! Y por supuesto, cuenta con una bañera de hidromasaje en la que una sirena se lo pasaría bomba. Cotilleo los paquetitos que se encuentran en el reluciente mármol blanco: son jabones, geles e incluso perfumes. En el borde de la bañera han dejado un saquito que huele a hierbas aromáticas.
No tengo palabras. En serio, me he quedado muda. Alguna vez que otra había soñado con dormir en un lugar así y lo voy a hacer durante unos días. Cuando se lo cuente a Cyn y a Eva no se lo van a creer, así que tengo que tomar fotos de este paraíso antes de marcharme. Salgo del cuarto de baño y regreso a lo que se supone que es el salón. Curioseo los cuadros: son nueve en total y algunos de ellos son fotos, mientras que en otros hay poemas. Cuando me canso, cojo uno de los libros al azar y me siento en uno de los anchos sofás. Cuando mi culo toca el asiento, suelto un suspiro de placer. ¡Madre mía, pero si es como sentarse en una nube!
No sé cuánto tiempo ha pasado cuando escucho que llaman a la puerta. Doy un gruñido porque no me gusta nada que me interrumpan en la lectura. Me levanto del sofá y voy hasta la puerta. Nada más abrirla, una figura enorme se abalanza sobre mí, cerrando de golpe. Estoy a punto de gritar, pero me tapan la boca. Yo me revuelvo como una loca y entonces me encuentro con los ojos de Abel y me tranquilizo. Aparta la mano de mis labios y me dedica una sonrisa.
—¡Me has asustado! ¿Por qué entras así? —Me llevo las manos al corazón, que me palpita con fuerza.
—¿Te gusta la habitación? —Abre los brazos de forma orgullosa.
—Es maravillosa —asiento, mirando de un lado a otro.
—Machado se alojó aquí en 1938. —Me abraza con más fuerza y empieza a balancearnos con suavidad de un lado a otro.
Yo apoyo mis manos en las suyas para intentar soltarme. ¡Detesto que siempre tengamos los encuentros cuando él quiera! Sin embargo, poco a poco me va ganando porque esto era lo que deseaba desde hace muchos días. Su fresco aroma me inunda las fosas nasales, y noto que mi cuerpo se relaja en cuestión de segundos. Sé que está intentando comprarme con esto, pero estoy a punto de caer como una tonta. A pesar de todo, la sorpresa me parece muy bonita. ¡La pasta que se debe de haber dejado en esta habitación! Lo que me recuerda que...
—No puedo pagar una habitación como esta —le repito una vez más, como ya he hecho en el coche.
—Entonces hazlo de otra forma. —Me une a él y apoya su frente en la mía. Vaya, es el mismo Abel de siempre. No entiendo cómo puede cambiar de humor tan fácilmente, ya que esta mañana se ha mostrado demasiado distante y ahora, sin embargo, aprecio que arde en deseos de tomarme.
—¿Cómo crees que puedo pagar esto? —pregunto, frotando mi nariz contra la suya de manera juguetona.
—No sé, sorpréndeme. —Acerca sus labios a los míos para incitarme, pero los aparta antes de que pueda rozarlos. ¡Será cruel!
—¿Estás seguro de que podré saldar la deuda? —Prosigo con el juego que él ha empezado.
Noto sus manos frotándome la parte baja de la espalda y en cuestión de segundos se me humedece la entrepierna al imaginarlas en otro lugar. Yo también me balanceo de un lado a otro y me intento arrimar un poco más a su cuerpo. Ambos estamos ardiendo; nuestras pieles se queman la una a la otra.
—Bueno —baja un poco más la voz. Nuestros rostros están tan cerca que se nos confunden los alientos y yo no puedo apartar la vista de sus incitantes labios, de cómo se mueven cada vez que pronuncia una palabra—, vas a tener que hacer muchas cosas, pequeña.
No me puedo contener por más tiempo y le muerdo el labio inferior con suavidad. Él responde apretándome los riñones.
—¿Estás juguetona para mí? —Desliza las manos hasta mi trasero y me lo acaricia trazando círculos en él.
—Lo estoy desde que nos encontramos esta mañana —confieso tímidamente.
No me suele gustar hablar mientras estoy liándome o manteniendo sexo con un tío, pero parece que a él le gusta este tipo de jueguecitos y, en cierto modo, a mí también me excita que me haga preguntas o me suelte frases subidas de tono.
—¿Y cómo has podido aguantarte? —Ahora es él quien me muerde el labio, tirando con suavidad. ¡Joder, quiero besarlo!
—He usado la imaginación —respondo en un murmullo.
Suelta un gruñido, me coge de las nalgas con posesión y me alza en vilo. En un abrir y cerrar de ojos me empuja contra la pared y devora mis labios completamente enloquecido. Su lengua explora con impaciencia todos los rincones de mi boca, dejándome sin aliento. Yo enrosco las piernas alrededor de su cintura y me sujeto a su cuello. Al cabo de unos minutos aparta sus labios de los míos y deposita una hilera de besos húmedos en la línea de mi mandíbula, hasta llegar al hueco del cuello. Suelto un gemido de placer cuando su lengua roza el lóbulo de mi oreja y juguetea con él.
—¿Y usas mucho tu imaginación? —me pregunta entre jadeos.
—Últimamente sí. Por tu culpa —respondo de forma entrecortada.
—Eres muy traviesa —me susurra, apretándome más contra la pared.
Su excitación se clava en mi entrepierna, haciéndome daño incluso. Dios, qué dura está. Me muero de ganas por sentirla toda dentro de mí. Como quiero notarle más, arqueo la espalda hacia delante y muevo la cadera en círculos. Él gime y me da un doloroso mordisco en el cuello. Joder, pero también me ha provocado placer. No sé cómo lo hace, pero me tiembla todo el cuerpo. Baja con su boca por mi cuello hasta llegar a la curva del pecho. En ese momento su respiración se acelera y se inclina para besarme los pechos por encima de la camiseta.
—¿Te has tocado mucho pensando en mí? —me mira desde abajo, pasando la lengua por el escote de la camiseta.
Aparta un poco la tela de la camiseta y me da suaves besitos por encima del sujetador. A continuación desliza uno de los tirantes y me baja la copa, librando a mi pecho de su prisión. Me lame el pezón con delicadeza, haciendo circulitos con la lengua. Doy un suspiro de placer y me froto contra él con más ímpetu. Logra que en cuestión de segundos desee tenerlo dentro de mí.
—Contesta, Sara. ¿Te has masturbando pensando en cómo follábamos? —repite.
Me da un pellizco en el pezón mientras me clava su mirada. Dios, no puedo ni contestar, estoy demasiado excitada. Sin apartar la vista de mí, acaricia mi pecho lentamente, luego lo estruja en su mano y vuelve a masajearme el pezón.
—Una vez... —acierto a decir, apoyando la cabeza en su hombro.
—Entonces vamos a tener que solucionar eso.
Me clava la erección en la entrepierna y yo suelto un chillido de sorpresa que me tapa con sus besos. Le acaricio el cuello, le revuelvo el pelo y se lo estiro con suavidad mientras nos devoramos el uno al otro. Sin dejar de besarme, me aparta de la pared y me lleva en brazos por la estancia. Como he dejado abierta la puerta que da al dormitorio, va hacia allí directamente. Vuelo por los aires cuando me tira contra la cama. Se me escapa una risa porque la situación parece de película.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, mala? —me pregunta, subiéndose encima de mí.
Me agarra las manos y me las sube por encima de la cabeza. Me muerde y me besa el cuello al tiempo que se frota contra mí. Está tremendamente excitado y me clava toda su erección en la cadera. Le aprieto las manos y giro el rostro intentando besarlo. Sus labios son como una droga para mí. Me encanta su tacto y cómo saben. Enrosca su lengua en la mía y gime en mi boca. Se aparta entonces y me empieza a desanudar los botines. Una vez me ha despojado de ellos y los ha tirado por la habitación, se me queda mirando con una ceja arqueada.
—Veamos... ¿Por dónde empiezo?
Lleva las manos a mi pantalón y me desabrocha el botón, acariciándome la piel que queda al descubierto. A continuación me los baja y los deja caer al suelo como ha hecho ya con mi calzado. Se queda mirando las braguitas con una sonrisa pícara. Yo agacho la barbilla para ver lo qué sucede y me pongo roja como un tomate. Esta vez llevo puestas unas braguitas un poco más sexis.
—Me encanta el encaje —susurra, poniéndose a cuatro patas sobre mí.
—Quítate la camisa —le pido con la voz preñada de deseo.
Se inclina sobre mí y le ayudo a despojarse de la camisa. Una vez con el torso al descubierto, le abrazo con fuerza y le beso el pecho, le lamo los pezones con suavidad y le acaricio el magnífico vientre. Los músculos se le tensan cuando deslizo mis dedos por el borde de sus pantalones, muy cerca de su excitación.
—Joder, Sara —gruñe, mordiéndome el cuello—. Hoy estás muy juguetona.
La verdad es que a mí me sorprende comportarme de forma tan activa, porque es algo que me da bastante vergüenza, pero con él es todo lo contrario. Porque lo único que deseo es tocar y sentir cada parte de su cuerpo. Quiero descubrir todos los rincones y que él explore cada uno de los míos.
—A ver... ¿Qué es lo que hay aquí? —Desliza su mano hasta mis bragas y me toca por encima de ellas—. Estás muy húmeda.
Se aparta de mí y se baja de la cama. Con una fuerza increíble, me coge de los tobillos y me arrastra por la cama, dejándome el trasero al borde de ella. No le puedo ver, pero doy un brinco al sentir sus labios subiendo desde mis gemelos con mucha suavidad, casi sin apenas rozarme. Se va acercando poco a poco a los muslos y cuando llega, se detiene a escasos centímetros de la ingle. Yo me revuelvo un poco buscando su boca. ¡Joder, le gusta hacerme sufrir! El sexo no deja de palpitarme y de humedecerse. Mantengo la mirada en el techo y me muerdo los labios cuando la punta de su lengua me roza por encima de las braguitas.
—Ah... —gimo, sin poder evitarlo.
Coge los bordes de mi ropa interior y yo alzo la pelvis rápidamente, porque sé lo que quiere y es lo que más deseo. Me desliza las braguitas por las piernas y me las deja colgando de un tobillo. Cuando está a punto de llegar a mi sexo, lo salta y pasa al ombligo. Yo alzo el vientre muriéndome de ganas por que haga algo. Necesito sus dedos o su lengua en mi sexo y lo necesito ya. Me besa y me da lametones por el vientre provocando que mi excitación aumente a cada segundo.
—Dios, por favor... —suplico, apretujando las sábanas.
—Te voy a comer enterita —susurra contra mi vientre.
Le acaricio el pelo y suelto un suspiro de placer en el momento en que noto sus labios en mi pubis. Voy a explotar de un momento a otro, lo sé, y eso que ni siquiera me ha tocado ahí. Me acerca un dedo a la boca.
—Lámelo —me ordena.
Hago lo que me dice. A continuación me abre la vagina con dos dedos y me frota con el que yo he humedecido. Mi sexo está extremadamente sensible a su tacto y gimo una y otra vez mientras recorre el borde de mis abultados labios. Me muevo marcando su ritmo, apoyo una mano en su cabeza y le acaricio el suave pelo. Entonces noto la punta de su lengua en mi clítoris y arqueo la espalda, presa de un indescriptible placer. Poco a poco va hundiéndose en mi sexo con suaves lametazos. Le estiro del pelo intentando recuperar el control, pero ya me es imposible. Joder, me muero... Jamás había sentido esto con un cunnilingus. Es más de lo que puedo soportar, estoy a punto de explotar de placer.
No me da tregua. Su dedo corazón tantea mi húmeda entrada dibujando círculos, al igual que su lengua. Doy un respingo cuando lo noto entrar en mi cavidad, muy despacio, haciéndome sufrir. Yo meneo las caderas con impaciencia y de repente, me da lo que le pido en silencio y mete el dedo hasta el fondo.
—Por favor, Abel... —susurro, clavando las uñas en las sábanas.
Su lengua busca mi abultado clítoris, lo chupa, juega con él, lo atrapa entre sus labios y lo estira con suavidad mientras no cesa de penetrarme con el dedo. Yo vuelvo a cogerlo de la cabeza y a apretarlo contra mí. Mis caderas se mueven enloquecidas. Estoy a punto de irme... Mis paredes se contraen y noto que me humedezco cada vez más.
Y entonces, se detiene. Mis gemidos se cortan. Alzo la cabeza y lo miro entre sorprendida y enfurruñada. Él me observa con un brillo de lujuria en los ojos. Tiene los labios húmedos y rojos, y eso me excita todavía más. Mi sexo todavía palpita a causa del orgasmo interrumpido.
—Pídemelo —me dice, sonriendo con orgullo.
¡Le encanta hacerme sufrir! Pero si sabe que me muero de ganas, que estoy a punto de estallar... Joder, necesito soltarlo ya todo porque si no, me voy a morir. Su dedo todavía se mueve en mi interior y yo muevo las caderas en círculos intentando atrapar el máximo placer.
—Por favor... —susurro.
—Me encanta que me supliques.
Me mete con dureza el dedo y yo grito de placer. Siento una convulsión y me agarro a la cama, clavando las uñas en las sábanas. Echo la cabeza hacia atrás con la boca abierta y gimo una y otra vez mientras me penetra con su dedo.
—¿Qué quieres, pequeña? —pregunta, acercando su cara a mi sexo.
—A ti, por favor, a ti... —suplico.
Me mordisquea el clítoris y a continuación lo lame con lujuria. Me recorre los labios con la lengua y yo alzo las caderas, ofreciéndome entera a él. Gruñe contra mi sexo y me abre con violencia, clavando sus dedos en mis muslos. Me succiona sin piedad y siento que se me duermen las piernas y que un agradable cosquilleo me asciende desde la planta de los pies.
—¡Me voy a morir, joder! —exclamo, meneando la cabeza de un lado a otro.
Traza círculos cada vez más rápidos con el dedo y con la lengua y le escucho gemir en mi sexo. Se me nubla la vista y el estómago se me contrae. Veo un sinfín de estrellitas ante mis ojos cuando me derrumbo en su boca.
—¡Dios! —gimo, aferrándome a las sábanas.
Él me aprieta con más fuerza contra su boca y bebe de mí hasta que poco a poco mi cuerpo se relaja. Los espasmos desaparecen y tan sólo me queda un agradable cosquilleo en el sexo y una sensación de bienestar absoluta. Se separa de mi pubis y se sitúa a mi lado, apoyado en un codo. Yo le hago cosquillas con la punta de los dedos en el pecho. Estoy tan relajada que me estoy amodorrando. Se inclina sobre mí y me besa con deseo.
—Sabes muy bien —me dice, lamiéndose los labios. Una mezcla de nuestra saliva y de mis jugos.
De repente, empieza a sonar la melodía de un teléfono. Yo me quedo a la escucha, pero no la reconozco. Debe de ser el suyo. Hace caso omiso de la llamada y vuelve a besarme, agarrándome con posesión de las caderas y apretándome contra él. Restriega su erección contra mi sexo desnudo y en cuestión de segundos estoy húmeda de nuevo.
—Voy a follarte muy fuerte, Sara. —Clava sus ojos azules en mí y un escalofrío de placer me recorre el cuerpo—. Y me vas a rogar más.
El móvil suena de nuevo. Joder, qué pesado. ¿Quién será? Él se me queda mirando y yo le hago un gesto con la cabeza para que lo coja o lo apague. Pero que haga algo ya, porque si no se nos va a cortar todo el rollo. Se levanta y se saca el teléfono del bolsillo.
—¡Mierda! —exclama, tras echar un vistazo a la pantalla.
—¿Qué pasa? —pregunto, un poco sobresaltada.
Y entonces la melodía cesa y escucho otra cosa. Una voz de mujer. Y está llamando a Abel a gritos histéricos. Me incorporo con los ojos muy abiertos y le observo ponerse la camisa con rapidez. Parece preocupado.
—¿Sucede algo? —vuelvo a preguntar, mientras busco mis braguitas.
—¿Dónde coño te has metido, Abel? —se escuchan los gritos de la mujer desde afuera. Al parecer, también está aporreando una puerta, quizá la de la habitación donde él se aloja—. ¿Dónde hostias se ha metido? —le ha preguntado a alguien porque escucho voces ahogadas. Si no me equivoco, creo que son Eric y Judith.
Termino de vestirme y me quedo observándolo una vez más, pidiendo una explicación con la mirada. Él echa un vistazo al móvil, el cual ha empezado a sonar de nuevo. La mujer que está afuera grita como una posesa.
—Es Nina —me dice. Vale, me lo imaginaba. ¿Está loca o qué? —Creo que está un poco enfadada.
—Pues contéstale y dile que estás ocupado. —Me acerco a él con los brazos cruzados en el pecho.
—Creo que es mejor que salga —Camina hacia la puerta. ¿Pero qué le pasa? ¡Si hace unos segundos estaba a punto de darme el mejor polvo de mi vida!
La abre un poco y asoma el cuello por ella. Escucho a Eric decirle algo y en ese momento, Nina suelta un chillido desde fuera. Abel se echa hacia atrás y la puerta se abre de par en par, entrando ella como Pedro por su casa. Lleva puesto un vestido muy corto, semitransparente, que deja ver sus perfectos atributos. Tiene un cuerpo espectacular, la verdad. Y su cara también lo es, a pesar del gesto de enfado que lleva.
—¿Por qué no me cogías el teléfono? ¿Estás loco o qué? —Se encara hacia él, con una mano apoyada en la cadera en un gesto estiloso— ¡Abajo hay unos periodistas que quieren hacernos unas preguntas! —Abre mucho sus grandes ojos grises. Y entonces me ve. Gira su cabeza hacia mí y me mira con mala cara. Podría decirse que con un poco de asco. Me señala con un dedo y pregunta: —¿Y esta quién es?
Voy a contestar, cuando Abel se me adelanta:
—La nueva becaria —dice muy serio.