20

ME giro hacia él y me topo con su sonrisa. La que a mí me sale es muy forzada, aunque quizá como no parece tener muchas neuronas, no se dé cuenta. Está mucho más bronceado que la vez anterior, creo que incluso se ha pasado un poquito. Me doy cuenta de que todavía estoy agarrada a Santi, de modo que le suelto de inmediato. Marcos me da dos besos como si me conociera de toda la vida, a pesar de que en la sesión me trató como si fuese basurilla. Noto que se queda observando a Santi, así que reacciono y les presento.

—¡Qué casualidad! ¿Vives por aquí? —le pregunto, intentando aparentar normalidad, aunque sé que estoy alzando la voz más de lo normal.

Él niega con la cabeza y señala la tintorería que está en la esquina de la calle. He ido a ella unas cuantas veces porque sus dueños son personas muy amables y realizan un trabajo estupendo.

—Voy a hacerle un recado a Abel.

Abro la boca como una tonta. ¿Es que es su secretario o qué? ¿Es que acaso está tratando de espiarme y ha enviado a este tipo como topo? No, no puedo ser tan paranoica. Simplemente es una maldita coincidencia y, en el fondo, no es tan raro porque la tintorería es una de las mejores de la ciudad.

—¿Te pasarás algún día a hacer otra sesión? —me pregunta.

¿Por qué trata de hacerse el simpático? Recorro su cuerpo lleno de músculos y me estremezco, pero de repeluzno, porque me acuerdo de la vergüenza que pasé.

—Qué va, eso no es lo mío.

—¿Sesión? —pregunta Santi. Ay, es verdad, que todavía está aquí.

—Nada, unas fotos que me sacaron —le resto importancia.

—No lo hiciste nada mal —opina Marcos.

Mentiroso. ¿De qué va? ¡Si en esos momentos me miraba como si fuese una cucaracha! Le dedico una sonrisa, aunque está repleta de rabia y odio. Miro por el rabillo del ojo a Santi y me doy cuenta de que está muy serio y pensativo. Estará preguntándose por qué últimamente me encuentro con tantos hombres extraños. Me balanceo hacia delante y hacia atrás esperando que Marcos se marche, pero lo único que hace es mirarnos a Santi y a mí alternativamente.

—Perdona, es que Santi y yo estábamos hablando —acabo diciendo, harta de tantas miraditas y del incómodo silencio.

—Vale —asiente Marcos con una sonrisa. ¡Pero será tonto! No ha entendido lo que quería decirle. Carraspeo y arqueo una ceja hasta que, por fin, abre la boca y asiente como si hubiese descubierto América—. Ah, tú y él... —nos señala.

—Que te vaya muy bien —me inclino para darle dos besos porque no quiero contestar. Él los recibe con cara de estupor.

—¿Ya estás mejor de tu esguince? —continúa, señalándome el pie.

Pongo los ojos en blanco y asiento con la cabeza. Me estoy empezando a cansar. Últimamente tengo la paciencia de una santa, y eso que con los tíos como este musculitos la suelo perder muy pronto.

—Me alegro —se lleva la mano al mentón y se lo rasca, quedándose pensativo. Al cabo de unos segundos, suelta—: Le diré a mi hermano que estás bien.

Me quedo estupefacta. No entiendo lo que quiere decir. ¿Su... hermano? ¿De quién habla?

—¿Perdona?

—A Abel. Le diré que ya estás mejor —me dice, mirándome con el ceño fruncido—. Estaba bastante preocupado.

Esboza una sonrisa abierta llena de dientes impecablemente blancos. Y yo estoy aquí tiesa, tanto que al final las palomas se posarán en mí pensando que soy una estatua. Le sigo con la mirada cuando se va hacia la tintorería. ¡No me lo puedo creer! ¿Abel y el musculitos son hermanos? ¡Pero si no se parecen en nada! ¿Y por qué no me lo había dicho? ¡Ahora más que nunca me atrevo a pensar que realmente me quiere espiar y ha enviado al medio cerebro! Esto ya es pasarse de castaño oscuro. ¡Lo que tiene que aguantar una!

—¿Sara?

Santi tironea de mi manga y por fin salgo de mi sorpresa, aunque lo miro confundida durante unos segundos. Él me aparta un mechón de la cara y estudia mi rostro con detenimiento. ¿Habrá recordado que el tío al que le presenté la otra noche bajo mi portal se llama Abel? Espero que no, porque si empieza a bombardearme a preguntas me moriré aquí mismo. Lo único que deseo es que continuemos como hasta hace cinco minutos antes de que nos encontráramos con Marcos.

—Tengo que irme, se me hace tarde. —Me da un beso en la mejilla y yo suspiro con alivio—. Te tomo la palabra para el viernes, ¿eh?

Asiento con una tímida sonrisa y me espero hasta que pone en marcha el coche y se pierde entre el tráfico. Cuando paso por la tintorería, veo a Marcos esperando a que le toque el turno. Acelero el paso por si acaso me descubre sola y decide salir a decirme alguna otra cosa. Durante el camino de regreso a casa, a pesar de lo corto que es, no puedo parar de pensar en Abel.

—Todavía no me puedo creer lo que estás haciendo —me dice Cyn mientras se lima las perfectas uñas. Las lleva pintadas muy rojas, a conjunto con el vestido que lleva.

—Bueno, al final he caído. —Sonrío al verme reflejada en el espejo. Últimamente me siento más guapa. He elegido unos pantalones color crema y una blusa blanca muy elegante para la ocasión. Creo que a él le gustará que me vista de este modo.

Cyn se sopla las uñas y a continuación me mira a través del espejo de arriba abajo. Al final asiente con la cabeza, como dándome su aprobación. Se levanta de mi cama y me arregla el cuello de la blusa. Después se acerca al tocador y busca un colgante y unos pendientes.

—Estos quedan bien —me dice mientras me los pone.

—Gracias por todo. —Le doy un beso.

Ella pone los ojos en blanco y asiente, restándole importancia. Miro la hora en el móvil y me echo las manos a la cabeza. ¡Por dios, que voy a llegar tarde! Salgo de la habitación subida en unos tacones bajos —aunque ya no tengo la venda y el esguince era pequeño, no quiero arriesgarme— que me ha dejado mi amiga y que, sorprendentemente, son de mi tamaño. Me pongo la chaquetita y me reviso en el espejo.

—Estás muy guapa. —Cyn está apoyada en el marco de la puerta de mi habitación.

—¿Tú qué vas a hacer hoy? —le pregunto, pintándome los labios.

—Iremos a cenar, a dar una vuelta... Y después no sé.

Me despido de ella con una sonrisa y bajo las escaleras a toda prisa. Incluso me siento un poco nerviosa, a pesar de que soy yo misma la que ha elegido este camino. Seguro que él ya me está esperando bajo, con una sonrisa y con el mejor traje que haya encontrado en el armario. Abro la puerta del portal y estiro el cuello con la intención de buscar su coche.

—¡Eh, Sara! —me llama.

Me apresuro a alcanzar el automóvil, pero con los tacones de Cyn, a pesar de ser bajitos, se me hace difícil. Cuando llego, me mira con una enorme sonrisa y me da un suave beso en los labios.

—Estás preciosa.

Santi me abre la puerta del coche y yo entro en él. Nos dirigimos al Teatro Central para ver una versión moderna de El retrato de Dorian Gray. Todavía no sé cómo ha conseguido las entradas, porque la verdad es que se agotaron muy pronto. Hoy, quince de marzo, es el estreno, y me hace especial ilusión. Mientras conduce le echo un vistazo y sonrío al comprobar que se ha puesto muy guapo. Lleva un traje muy elegante y una bonita corbata. Le brillan los ojos de un modo especial. Sé que está contento de que lo estemos intentando una segunda vez y, en cierto modo, yo también lo estoy. A Cyn no le hace tanta gracia, pero lo ha acabado aceptando, a pesar de que se ha pasado una semana entera diciéndome que si no voy a Barcelona es que estoy loca.

Cuando llegamos al teatro ya hay un montón de gente en la entrada. Nos ponemos en la cola y cuando pasamos al interior, me sorprende que el acomodador nos lleve a las butacas de la segunda fila. ¡Esto es maravilloso! Santi se habrá gastado mucho dinero. Cuando nos sentamos apoyo una mano sobre la suya y se lo agradezco con la mirada. Él tan sólo asiente y esboza dos palabras silenciosas que, sin embargo, puedo leer en sus labios: «Te quiero».

Yo giro la vista porque no me atrevo a decírselo todavía. Es demasiado pronto. Llevamos intentándolo tan sólo una semana y media y no quiero ir demasiado rápido. Se me dispara la mente y me paso un rato divagando hasta que rebajan las luces y empieza la obra. Durante hora y media suelto exclamaciones, me asusto, me enfado y al final, lloro. La obra de Oscar Wilde siempre ha sido una de mis preferidas y lo cierto es que esta versión ha sido muy buena.

—Santi, ¿puedes esperar? Me gustaría conseguir un autógrafo del actor principal —le digo, cuando nos levantamos para salir.

Sigo a aquellas personas que se dirigen al vestíbulo con la intención de hacer preguntas a los actores, todos ellos futuras promesas. Creo que no sólo se lo pediré al que interpretaba a Dorian, sino también a la chica que ha hecho el papel de Sybil. Me ha parecido una actuación conmovedora. Me abro paso a empellones y logro acercarme un poquito más, pero aún hay mucha gente delante de mí. Además de devotos del teatro, también ha acudido la prensa para cubrir el evento. Los flashes de las cámaras iluminan a los actores que saludan con una gran sonrisa en el rostro. Yo intento acercarme un poco más.

Pero entonces el corazón se me para.

No puedo respirar. Me voy a ahogar en cualquier momento.

Él está allí, con su Canon en las manos y su sonrisa de suficiencia en el rostro. Está hablando muy animado con la actriz principal. Ella se atreve a apoyar una mano en su hombro. Sin duda, están coqueteando.

Le odio porque está guapo a rabiar. Incluso con ese aspecto de fotógrafo despreocupado —una camisa blanca, unos vaqueros y el pelo revuelto— es el más atractivo del lugar. Todas las mujeres lo notan en sus carnes. Todos los hombres se ven amenazados por él.

No puede verme. No quiero. Si se atreve a acercarse, me desmayaré aquí mismo. Intento que el corazón recupere sus latidos habituales, pero es como si se hubiese borrado de mi pecho. Camino hacia atrás sin apartar la mirada. Odio cómo se inclina a la chica para decirle algo al oído. Detesto cómo ella se echa a reír. ¿Me ha olvidado tan fácilmente? Bueno, en realidad la que debería quejarse es su novia. Sin embargo, yo me siento como una mierda ahora mismo. Salgo del batiburrillo de gente y busco desesperada a Santi. Le encuentro fuera fumando y yo aspiro con fuerza para recuperar aire.

—¡Sara! ¿Qué te ocurre? —me pregunta, al verme boquear.

—Nada... Sólo había demasiada gente —digo entre jadeos cuando por fin puedo hablar.

Le pido que nos vayamos de allí. Quiero alejarme lo más rápido posible. No puedo estar cerca de él porque mis sentidos pierden la cordura. Sí, vuelvo a estar loca. No, en realidad siempre lo he estado. Por él. No le he olvidado. De todos modos, era demasiado rápido hacerlo en tan sólo una semana. Pero no pensé que sería así cuando lo viera de nuevo: los pinchazos del corazón me duelen demasiado. Me limito a asentir con la cabeza a las preguntas que Santi me hace cuando regresamos a casa en su coche.

—¿Puedes subir? Cyn se ha ido —le digo cuando se detiene ante la puerta.

Se queda parado, como si le hubiese pillado de improvisto mi propuesta. Al cabo de unos minutos encuentra una plaza libre y aparca el coche. Yo me he apeado en cuanto ha frenado porque el nudo en el estómago me aprieta demasiado. Le cojo de la mano y corro al portal, el cual han dejado abierto. Supongo que Santi se va a pensar lo que no es, porque lo único que quiero es que se quede conmigo esta noche para no estar sola. Pero, ¿cómo decírselo? En cuanto pongo la llave en la cerradura él ya me está abrazando por detrás y dándome pequeños besitos en la nuca. Me estremezco por las cosquillas y me dejo hacer.

—Te he echado mucho de menos —me susurra mientras nos dirigimos a la habitación.

Una vez allí me tumba en la cama y me empieza a besar por el cuello. Cuando sus labios rozan los míos, intento vaciar la mente. Trato de disfrutar de sus caricias y de su cariño. Sin embargo, al cerrar los ojos la cara de Abel se dibuja en mi cabeza. Por más que trato de luchar contra él, no lo consigo. Santi me acaricia la cintura, asciende por mi vientre y se detiene en mis pechos. Pero no es igual. ¿Dónde están los fuegos artificiales que siento con Abel? Con esto sólo voy a conseguir hacerle daño. Y no se lo merece. Santi es una de las personas más buenas que conozco. No puedo mentirle. No debo continuar engañándome.

—Santi, no... —Intento apartarlo de mí, pero él se aferra a mis caderas y trata de besarme de nuevo en los labios. Yo giro la cara y niego—. No puedo.

Lo intenta un par de veces más hasta que se da cuenta de que voy en serio. Se hace a un lado de la cama y me observa con confusión. No puedo mantenerle la mirada porque me siento avergonzada. ¿Qué he hecho? He intentado vivir una mentira con tal de no sufrir riesgos, y lo único que he hecho ha sido darle ilusiones. Lo miro de reojo con cautela; sin embargo, no encuentro en su rostro señal alguna de enfado.

—¿Hay otra persona? —me pregunta muy serio.

Asiento con la cabeza y me echo a llorar. Santi se levanta de la cama y viene a mi lado. Me mira desde las alturas y yo no puedo dejar de sollozar.

—Lo... lo he... intentado... De... verdad... —digo entre hipidos.

Me acaricia el pelo y suelta un suspiro. Yo alzo la cabeza y me topo con su mirada.

—Es ese tal Abel, ¿verdad? No has resuelto el asunto con él. —Esboza una triste sonrisa.

—Lo siento...

—Sabes que estaré aquí si me necesitas —Se acuclilla y me coge de las manos, dándome un beso en el dorso de cada una—. Pero esta noche es mejor que me vaya, ¿no?

Murmuro un débil sí y me dispongo a acompañarlo a la puerta, pero se empeña en que me quede en la cama. Me da un beso en la coronilla y antes de salir del cuarto, se gira y me dice:

—Espero que por su bien te trate como te mereces.

Yo me tapo el rostro con las manos y me echo a llorar con más fuerza. Al cabo de unos segundos escucho cerrarse la puerta. Me siento sola y vacía, además de tonta y mala persona. He querido probar en mi piel aquel dicho de que un clavo saca a otro y, por desgracia, no ha funcionado. Abel está demasiado estacado en mi piel y no sé cómo sacarlo.

Unos quince minutos después intento dormir porque el cansancio me inunda el cuerpo, pero no lo logro. Cada vez que cierro los ojos pienso en él: escucho su voz, veo sus ojos, noto sus dedos recorriendo mi piel. ¿Pero qué me ha hecho? Me voy a volver loca. Doy vueltas y vueltas en la cama durante una hora hasta que decido conectarme un rato para ver alguna serie. Como es habitual en mí, abro el Facebook de paso. Eva me ha enviado un mensaje privado con una canción de las que le gustan y me han invitado a unas cuantas páginas. Pero además, tengo una solicitud de amistad.

Y el corazón se me vuelve a parar. Esta noche voy a morir.

¿Quiero confirmar la solicitud de Abel Ruiz? No había pensado que podía tener Facebook y me buscara en él. No debería... Omitir, omitir... Pero mi dedo se guía por lo que le grita el resto del cuerpo y acepto. Movida por un presentimiento, enciendo el chat.

Está conectado. Pero no le voy a hablar...

Entonces me abre él una ventana y las manos me empiezan a sudar.

—¿Estás con él? —El corazón se me dispara en la cavidad torácica. ¿Qué? ¿Cómo sabe...? —contesta, Sara. ¿Está él ahí contigo?

—No. —Tecleo rápidamente y se lo envío.

—¿Por qué has ido al teatro con él?

—Me ha invitado —respondo.

—¿Estás saliendo con él?

No sé qué responderle porque en realidad no estoy con Santi, aunque haya intentado retomar la relación. No suelo mentir ni siquiera por internet, pero ahora no me apetece darle ninguna explicación:

—No. Hemos ido juntos porque somos buenos amigos.

—Las relaciones con los exnovios no suelen terminar bien.

Me cabreo un poco. ¿A qué viene ahora todo esto cuando él es quien tiene novia y, sin embargo, va tonteando con otras? Con el estómago encogido veo que está escribiendo un nuevo mensaje.

—¿Dónde estás? —pregunta ahora.

—En casa.

Su respuesta me llega inmediatamente y me sacude todo el cuerpo. Una excitante cosquilla aparece en mi estómago.

—¿Quieres que vaya? Di tan sólo que sí y estaré allí en diez minutos.

¡No! Ahora estoy demasiado susceptible. Si viene, habré caído de nuevo en sus garras. Nos acostaremos y después él volverá con Nina y actuarán como una pareja mientras yo me arrastro a mi cubil oscuro. Tengo que demostrarle que soy independiente, que tengo amor propio y que no puede tenerme siempre que le dé la gana.

—Voy a dormir. Estoy muy cansada.

Espero su respuesta, pero no llega. Pasa un minuto, dos, tres, así hasta cinco, y continúa sin contestar. Pues no voy a pasarme todo el rato plantada como una tonta ante la pantalla esperando que diga algo. Abro otra ventana y me pongo a buscar alguna película para olvidarme de todo por un rato. Cuando estoy a punto de ponerme la peli, el pitido del Facebook me avisa de que tengo mensaje.

—OK. Entonces te veré mañana ;)

—No voy a ir. Lo siento.

Y desconecto el chat. El corazón me vuelve a latir a mil por hora, pero es lo que debía hacer. Ahora sé que en realidad piensa en mí y que no se ha ido a la cama con la actriz del teatro... Aunque quién sabe si tendrá su teléfono y la llamará ahora que le he dado calabazas. Con el corazón en un puño me pongo a ver la película y a la mitad, bien entrada la madrugada, me quedo dormida. Duermo intranquila, dando vueltas en la cama y sudando a mares. Sé que tengo pesadillas y en un momento dado escucho la risa de Cyn, aunque no sé si es alguna alucinación a causa de la fiebre que debo estar sufriendo. Cuando dan las cinco me levanto y me encamino a su cuarto porque me está dominando el pánico. Ni siquiera enciendo la luz, pero a través del reflejo de las farolas que se filtra por la ventana me doy cuenta de que hay dos bultos en la cama.

—¿Sara...? —pregunta Cyn con voz somnolienta.

—Lo siento, no sabía que estabas acompañada —susurro.

—Ven aquí. —Se echa a un lado, arrimándose más a Kurt, y me deja un pequeño hueco al borde de la cama, que en realidad es bastante grande.

Como los tres somos delgados, cabemos, a pesar de que es un poco incómodo. Pero esta noche no me importa tener el cuello medio torcido. Cyn me abraza y me pregunta qué sucede. Le cuento lo sucedido y ella me acaricia el pelo mientras yo vuelvo a descargar el torrente de lágrimas. A su lado, Kurt ronca ajeno a nuestra conversación.

—Si no lo intentas, te quedarás siempre con la duda —murmura a mi oído cuando yo ya estoy medio dormida.

Algo me despierta al cabo de un rato. O al menos eso me parece... porque me duele todo el cuerpo. Giro la cabeza y veo que Cyn y Kurt todavía duermen. Lo que me ha hecho abrir los ojos es la despertà, cómo no... Ya están los falleros molestando de buena mañana. No entiendo cómo estos dos no escuchan nada. Me duele la cabeza como si tuviese resaca... ¿Qué hora será? Miro el reloj de mesita de Cyn... Las siete y media. Y entonces recuerdo los mensajes de anoche y me levanto de un salto de la cama. Me tropiezo con los zapatos de mi amiga y por poco me caigo al suelo.

—¡Eh! ¿Pasa algo? —Ella se incorpora con los ojos medio cerrados.

—¡Me voy! —exclamo corriendo hacia a mi habitación.

Saco los libros de la mochila y empiezo a meter ropa dentro sin detenerme muy bien a ver de qué se trata. A continuación me quito el pijama y me pongo ropa cómoda, porque voy a tener que correr bastante. Cuando me estoy calzando las deportivas, Cyn entra en la habitación rascándose los ojos. Tiene la cara hinchada y el maquillaje corrido.

—¿A dónde vas?

—¡A Barcelona! —grito, presa del pánico porque pasan de menos veinte.

—¿En serio, tía? —Ella también grita y se pone a menear las caderas. Kurt aparece preguntando entre gruñidos lo que sucede. Cyn se gira y le dice, toda emocionada—: ¡Sara se va a Barcelona con Abel!

La aparto de un empujón y corro al baño. Pareceré una guarra, pero no me da tiempo a ducharme. Me lavo la cara con vigor para despertarme por completo y me cepillo el pelo con rapidez. Meto el peine en el neceser, junto con el maquillaje, toallitas y todo lo necesario para el viaje. Cyn me espera en el comedor con la mochila.

—¿A qué hora tienes que estar?

—¡A las ocho!

—¡Joder, pues entonces ya puedes poner la primera!

Le doy un abrazo y ella me aprieta contra su pecho. Cuando me separo, está a punto de echarse a llorar. ¡Pero qué tonta es! Kurt y ella me despiden con la mano cuando salgo por la puerta y me lanzo escaleras abajo.

—¡No le digas a Eva nada! —le aviso desde el primer piso.

—¡Tranquila, tú sólo disfruta!

Cuando salgo a la calle son menos diez. ¡Joder, no recuerdo a cuántos minutos estaba su piso! O... espera: ¿se supone que es allí adonde debo ir o a aquella casa a la que me llevó y no descubrí dónde estaba? ¡Mierda, no sé qué hacer, pero igualmente el único sitio al que sé ir es el estudio! Maldita sea la hora en la que borré sus números, porque ni siquiera le puedo llamar para confirmar el lugar.

Corro calle abajo con la mochila a cuestas, entre falleros que caminan con el rastro de la fiesta de la noche anterior en sus caras. Tengo que esquivar a unos cuantos y pedir a otros que por favor me dejen pasar. Cruzo los pasos de cebra sin ni siquiera mirar si vienen coches. La gente me mira como si estuviese loca, y puede que lo esté, porque es la decisión más precipitada que he tomado en mi vida. Aunque no sé si en mi subconsciente la idea de acudir a la cita ha estado presente desde el primer momento en que me lo propuso.

A las ocho y dos minutos me encuentro en la calle paralela a la de su estudio. Acelero con el corazón golpeándome en la garganta. Me duele el costado y me falta la respiración, pero no puedo parar. Miro a mi izquierda por si descubro su coche, pero no lo veo aparcado por ningún lado. Quizá lo tiene en un garaje. Giro la esquina y corro hacia su finca, mirando hacia el balcón por si está asomado esperándome, pero me encuentro con que la ventana está cerrada. Por favor, no puede haberse marchado... No cuando he decidido venir. Llamo al timbre. Espero treinta segundos, un minuto, dos. Vuelvo a llamar, pero nadie contesta. Desesperada lo aprieto una y otra vez sin resultados.

Me echo a llorar porque imagino que esta era mi última oportunidad.