6
NO me he saltado una clase en mis veinticuatro años de vida y hoy, en cambio, he salido quince minutos antes para ser muy puntual. Así que aquí me hallo, en la puerta de la facultad, con la mochila que pesa un quintal a cuestas, y con el estómago revuelto. Casi todo en el mundo me pone nerviosa: un examen, hablar con un profesor, hablar con un extraño, hablar por teléfono, los viajes, Cyn. Pero los nervios que siento ante todo eso no son nada comparados con los que tengo ahora mismo.
Me repito una y otra vez que sólo estoy haciendo esto porque necesito el dinero. Pero me hace sentir todavía peor. ¿Estoy siendo una aprovechada? A pesar de todo, no debería importarme. Apenas conozco a este tío, y después de la comida no nos volveremos a ver. Aunque eso fue lo que pensé hace dos días al marcharme de su estudio. Y mira dónde me encuentro: esperándolo ansiosa. A lo mejor me deja plantada. Y no sé si me pondré mal por no tener el dinero o porque no vendrá. Lo que quiere decir que tengo ganas de verlo. Esto no debería estar pasándome a mí, y menos en una etapa de mi vida en la que me encontraba feliz sin compañía masculina.
Echo vistazos al reloj una y otra vez, como si así el tiempo fuera a pasar más deprisa. Es una manía que tengo la mar de tonta. Me sobresalto cuando veo aparecer a lo lejos un coche plateado, pero me desilusiono al recordar que el suyo es descapotable. Son las dos menos cinco y aquí no llega nadie. Cada segundo que pasa estoy más segura de que me ha tomado el pelo. Quizá está escondido en algún lugar cerca de aquí, riéndose a carcajadas de la chica con pinta de desquiciada que espera en la puerta de la facultad. ¿Y si tiene novia? ¿Y si ella es una de esas brujas a las que les gusta ver cómo caen las mujeres ante la seducción de su tentador novio? ¡Sí, sí! Seguro que es eso. Estoy haciendo el ridículo. Ahora mismo me marcho de aquí y que se busquen a otra tonta a la que tomar el pelo.
Bajo las escaleras intentando parecer serena, pero lo cierto es que tengo ganas de llorar. Qué sensible estoy últimamente. Le tendría que haber dicho a Eva que viniera conmigo a la puerta. En otra de las pausas me ha advertido que tuviese cuidado y que si notaba algo extraño le mandase un wasap o le hiciese una perdida. Al ver mi cara de terror ha cambiado de idea y me ha animado a pasármelo bien. Sí, vamos, me lo estoy pasando genial. Voy con la vista clavada en el suelo y el rostro congestionado a causa de la rabia y de la impotencia.
Escucho un bocinazo a mi espalda. Como por aquí siempre hay alguien que aparca mal, ni siquiera me detengo. Pero entonces escucho otro, y otro, y otro más. Menudo desesperado el que lo está tocando. Al final decido girarme y veo que alguien viene hacia mí a grandes zancadas. Es Abel y parece enfadado. Vaya, al final ha acudido.
—¿No te dije que esperaras en la puerta? —Se detiene ante mí con la mandíbula tensa.
—Creí... creí que no ibas a aparecer —digo, encogiéndome ante su altura.
—Yo nunca falto a mis citas. —Me coge de la mano y empieza a caminar.
Cuando nos acercamos me doy cuenta de que no era un único coche el que hacía sonar su bocina, sino unos cuantos. El motivo es que ha detenido el Porsche en medio de la calle y se está formando una cola increíble. El conductor del vehículo que está justo detrás del de Abel sale muy enfadado y empieza a soltar impertinencias, pero él no le hace ni caso, con lo que el hombre se altera más y más.
—Mira la que has montado —me regaña. Yo me quedo con la boca abierta. ¡Pero si ha sido él quien ha decidido aparcar en medio de la carretera! Abre la puerta del descapotable y me empuja suavemente—. Vamos, entra.
Me quito la mochila y la dejo entre mis pies. Estoy un poco incómoda, pero estoy tan nerviosa que no se me ocurre otra cosa que hacer. Estiro el cuello y veo que Abel está hablando con el hombre, el cual parece un poco más relajado. ¿Qué le estará diciendo? Al cabo de unos segundos, ambos se separan y Abel vuelve al coche, sentándose en el lado del conductor con un resoplido.
—Si te digo que me esperes en la puerta, hazlo —Arranca el coche con una sacudida. Está de muy mal humor. ¿Tanto me he pasado? Me pongo el cinturón con las manos temblorosas y me concentro en mirar al frente.
—A ver, ¿qué querías que hiciese si no venías? —le recrimino, encogida en mi asiento.
Me mira fugazmente y noto que le estoy haciendo enfadar todavía más. No sé por qué, pero eso me hace sentir bien, como si tuviese algo de poder al menos. Que no se crea el rey del mambo y que se dé cuenta de que yo también tengo mi carácter.
—Perdone, señorita, pero he llegado a la hora que tocaba. Ni un minuto más ni uno menos.
Vale. Puede que sea verdad. La última vez que he mirado el reloj eran menos cuatro y ha sido cuando me he puesto a pensar en lo de la posible novia cabrona. Quizá haya sido yo la que se ha equivocado. Pero no voy a disculparme; al fin y al cabo, el que ha situado mal su coche ha sido él.
Al cabo de unos minutos en silencio me doy cuenta de que estamos a punto de salir de la ciudad. ¿Pero es que acaso no vamos a comer aquí? ¿Adónde me va a llevar? ¡Ay madre, que yo tenía razón en lo de que está loco! Y encima le he hecho enfadar, así que seguramente me va a hacer sufrir mucho. Me agacho y busco el móvil en la mochila.
—¿Qué haces? —me pregunta.
—Ah... sólo estoy buscando un pañuelo —miento.
—En la guantera hay.
—Oh. Vale. —Joder. Tengo que conseguir sacar el teléfono de alguna forma. Pero de momento lo que hago es coger un pañuelo. Sin querer tiro el portacedés y se desparraman unos cuantos por el suelo. Él suelta otro bufido. La estoy cagando cada vez más.
—Dame ese —dice, y doy un brinco al escuchar su voz. Le entrego el CD que me pide y lo mete en el reproductor. Inmediatamente The Cranberries y su Dreams suenan a todo volumen por los altavoces. ¿Le gusta este grupo? Pero si es uno de mis preferidos y no conozco a ningún tío al que le guste.
Lo miro de reojo y veo que todavía tiene los dientes apretados. Se le marcan los huesos de la mandíbula. Mientras conduce da golpecitos en el volante con los dedos. Por el retrovisor veo que se acerca un coche. Ya sé, voy a pedir ayuda. Haré gestos para que descubran que estoy retenida por un loco. El coche se acerca y yo me remuevo en el asiento para colocarme en posición. Y de repente, Abel acelera, haciendo que acabe empotrada en el asiento. Oh, no, estamos dejando al otro coche muy atrás.
—¡No conduzcas tan rápido! —chillo, intentando hacerme oír entre el ruido del viento. Intento controlar con las manos los mechones de pelo que vuelan de un lado a otro.
—Oh, perdone, su alteza. ¿Se está despeinando? —Un amago de sonrisa.
Frena un poco al tiempo que aprieta un botón. Escucho un sonido de motor en la parte trasera. Al cabo de unos quince segundos la capota empieza a subir, hasta encerrarnos por completo. Ahora tan sólo se escucha la voz de Dolores O’Riordan, que retumba a través de los altavoces. Abel baja el volumen y esboza una enorme sonrisa.
—¿Mejor así?
Yo estoy pegada al asiento porque he llegado a pensar que iba a morir. Nunca había ido con nadie que condujera tan deprisa, aunque he de reconocer que parecía tenerlo controlado. Aun así, ha sido peligroso y él se ha quedado tan fresco y, por lo que parece, se ha divertido mucho con mi cara de terror.
—¿A dónde vamos? —pregunto, incorporándome un poco y mirando por la ventanilla.
—¿No te acuerdas? A comer —se burla.
—¿Pero dónde? —¿Es un psicópata o no?
Gira una rotonda y se adentra en una zona industrial. La pasamos y nos metemos en una estrecha carretera rodeada de campo. Diez minutos después se dibuja frente a nosotros una enorme mansión. Cuando nos acercamos descubro que se trata de un restaurante, aunque tiene dos pisos. Se llama Le Paradise y está rodeado de numerosas palmeras y otros árboles que no reconozco. Respiro tranquila; no va a matarme, al menos no de momento.
Abel entra en el aparcamiento y detiene el coche en una de las múltiples plazas libres. Aparte del suyo, tan sólo hay dos más. Nunca había venido a este restaurante; ni siquiera había oído hablar de él. Me desabrocho el cinturón y cojo mi mochila, pero cuando me doy cuenta él ya ha rodeado el coche y está delante de mí. La coge y la vuelve a dejar donde estaba.
—¿Para qué la quieres ahí dentro?
Frunzo el ceño y me quedo mirándolo. Él tiene una mano apoyada en el capó y está inclinado sobre mí con su irónica sonrisa. Estoy empezando a pensar que ha sido una mala idea venir.
—Deja al menos que coja el móvil.
Rebusco entre los libros y apuntes y por fin lo encuentro. Me lo meto en el bolsillo de la chaqueta y salgo del coche. Él cierra la puerta y echa a andar hacia el restaurante. Yo dudo unos segundos. Ahora que estoy cerca me parece que se trata de un lugar muy lujoso y yo no llevo un aspecto demasiado elegante. Abel se da la vuelta en la puerta y me mira con impaciencia.
—¿Vienes o qué? Estoy hambriento.
Me armo de valor y echo a correr hacia él. Abre la puerta y apoya su mano en mi espalda para hacerme entrar. Parpadeo un par de veces totalmente sorprendida. Yo tenía razón: el lugar es exquisito. Se encuentra tenuemente iluminado, con una luz anaranjada que proviene de unas modernas lámparas colgadas del techo. Las sillas son muy elegantes, de color blanco y negro y con unas extravagantes formas. Me pregunto si serán cómodas. Las paredes están cubiertas por unos enormes ventanales que dan a una terraza.
—Buenos días, señor Ruiz. —Un señor con bigote, alto y muy delgado se acerca a nosotros. Por su acento me imagino que es francés.
—Hola, Cécil —saluda Abel, estrechando la mano del hombre.
—¿Mesa para dos donde siempre?
—No. Hoy hace muy buen día. —Se pasa una mano por el pelo, visiblemente alterado. ¿Qué le pasa ahora?—. Mejor comemos en la terraza.
Cécil asiente con la cabeza y nos pide que le sigamos. Pasamos por delante de una pareja, un señor mayor y una chica bastante joven, que se dan de comer el uno al otro una extraña fruta. Les miro con curiosidad; al parecer se lo están pasando muy bien. El hombre abre una de las puertas correderas y salimos a la terraza. Es enorme y hay muchas palmeras. Pero lo mejor es que se puede contemplar el mar. Nos lleva hasta una de las mesas más cercanas a la barandilla. Yo me inclino y observo el horizonte. Debo de tener expresión de atontada, pero es que este sitio es hermoso.
—¿Me permite, señorita? —Cécil tiene una silla entre sus manos y me indica con un gesto que tome asiento. Obedezco y me arrima a la mesa. ¡Oh, guau! Nunca había estado en un lugar en el que me tratasen así.
Abel ya está sentado enfrente y tiene los codos apoyados en la mesa y las manos entrecruzadas delante de su rostro. Observa todos mis movimientos con una sonrisa encantadora y yo me sonrojo sin poder evitarlo. Espero que no haya visto Pretty Woman porque parezco Julia Roberts emocionada ante cualquier chorradita.
—Ahora mismo viene Dominique para tomarles nota, señor Ruiz —dice Cécil. Inclina la cabeza y añade—: Espero que disfruten de la comida.
Abel asiente y se despide de él. Yo alucino. Parece que viene por aquí a menudo. ¿Con quién? ¿Con las chicas que se liga? Frunzo el ceño ante ese pensamiento. Pero tampoco puedo pretender ser la primera con la que va a comer. Ya por su trabajo debe de conocer a cientos de ellas, y mucho más bonitas e interesantes que yo.
—Buenos días, señor —escucho decir a una voz femenina.
Levanto la cabeza y me encuentro con una preciosa camarera. Va vestida con un uniforme compuesto por una falda negra y una camisa blanca, ambos muy elegantes. Lleva el cabello recogido en un moño y tiene la piel muy morena, además de unos rasgados ojos verdes. No puedo pasar por alto cómo está mirando a Abel y la sonrisa de dientes blancos que le dedica.
—¿Va a tomar lo mismo de siempre? —pregunta la chica. Por el nombre y su forma de hablar, tiene que ser también francesa.
—Hoy prefiero cambiar —responde Abel—. ¿Puedes traernos la carta, Dominique?
La chica asiente y se va. La sigue con la vista hasta que desaparece por la puerta corredera. ¡Será posible! Estoy yo aquí y él mirando a otra. Bueno, vale, en realidad no soy nadie. No soy nada suyo como para enfadarme. Y de normal no me importa, lo juro. Cuando Santi y yo íbamos por la calle y nos topábamos con una mujer hermosa, yo era la primera en reconocerlo y no me importaba que él la mirase o soltase algún comentario. Pero ahora me ha molestado, y la verdad es que mucho, que Abel lo hiciera.
Va a decirme algo pero la camarera aparece otra vez con sendas cartas forradas de terciopelo. Cuando me la entrega me quedo boquiabierta. Es preciosa y el tacto es muy suave. La abro y leo los platos. No conozco ninguno. Tienen nombres extraños en francés. Levanto la vista de mi carta y me quedo callada. De todos modos, parece que es Abel el que lleva la voz cantante porque en ese momento dice:
—De entrante vamos a tomar la Salade Versailles, de plato principal Huîtres avec une sauce de radis épicé —Le echa otro vistazo a la carta—. Y para beber a ella le traes un Vanilla Honey y a mí un cóctel de jazmín. —Le devuelve la carta.
Yo le doy a la chica también la mía. Se está tomando su tiempo para anotar el pedido. Mientras lo hace, le dedica unas cuantas miraditas a Abel a la vez que le sonríe con sus labios carnosos. Creo que los tiene operados. Y seguro que también las tetas. Son demasiado altas y redondas. ¿Pero qué hago? ¿Desde cuándo soy una envidiosa que va criticando por ahí a las féminas? Es por culpa de este maldito fotógrafo, que saca la parte mala de mí.
—¿Quiere algo más, señor? ¿Postre?
—Después ya lo pedimos si nos apetece —dice él. Alarga su mano y acaricia la de ella—. Gracias por tu atención, Dominique.
La camarera deja caer las pestañas y se va meneando su perfecto trasero. ¿He visto bien? ¿Ha sido real lo de la mano? Estaba claro, yo tenía toda la razón. ¡Más razón que una santa! Este tío liga con todas y por lo que veo las tiene rendidas a sus pies. Y encima es de esos que tienen la poca vergüenza de coquetear con otras cuando están comiendo ya con una. Que en este caso soy yo. Una que se supone que tan sólo ha quedado con él para recibir un dinero. Así que me voy a relajar, a disfrutar de la comida sea lo que sea lo que ha pedido y a marcharme después con los billetes que me ayudarán a pagar la matrícula.
Nos quedamos en silencio unos minutos. Yo me dedico a observar el mar ya que si no le soltaré alguna impertinencia. Y sé que no debo hacerlo porque entonces haber venido hasta aquí habrá sido en vano. Por fin vuelve la tal Dominique con una bandeja en la que lleva dos copas. ¿Qué? ¿Me ha pedido alcohol? Espero que no, yo no bebo a estas horas del día.
—Su Vanilla. —Pone la bebida ante mí—. Y su cóctel, señor. —Con el suyo se inclina más. ¿Lleva un botón de la camisa más desabrochado o me lo parece a mí?
Cuando se marcha, cojo la copa y me la llevo a la nariz. La olfateo pero no puedo descubrir si lleva algo de alcohol. Tampoco voy a preguntárselo a él, así que la única manera de saberlo es probarlo. Me mojo los labios y enseguida noto un sabor dulce. Le doy un traguito y descubro que lleva miel, además de la vainilla. Y puede que algo de alcohol, pero el sabor es muy ligero. Bah, qué demonios, Eva me ha dicho que disfrute. Por una copita no va a pasar nada y está bastante bueno.
—Así que te gusta leer —Abel me saca de mis pensamientos.
—Pues sí. Mucho. —Bebo otro trago. Tengo la boca seca porque sé que ahora es cuando va a empezar la conversación. Y durará hasta que termine la comida. En tres, dos, uno se me cerrará el estómago y quedaré como una de esas chicas que cuando van a comer con un tío por ahí se piden una ensalada y se comen sólo una hoja.
—¿Qué te gusta? —Pasa un dedo por su copa, en la que hay un líquido dorado.
—Todo.
—Así que todo —Sonríe y bebe un poco.
¿Ya estamos con los dobles sentidos? Si va a ser así durante toda la comida no sé si voy a poderlo aguantar. Me gusta jugar con el lenguaje, pero cuando digo me gusta, quiero decir sólo a mí. No quiero que él lo haga; me hace sentir insegura.
Ahí viene otra vez la camarera. Deja en el centro de la mesa un enorme plato con una ensalada perfectamente elaborada. Lleva una salsa aunque no sé cuál es, así, a primera vista. Abel coge uno de los tenedores y pincha un poco. Yo busco entre los míos el que tiene la misma forma que el que él ha cogido. Cuando la pruebo, una mezcla de sabores exóticos y fantásticos me llena la boca.
—¡Está buenísima! —exclamo con placer.
—Toda la comida de aquí lo está —dice, con una sonrisa satisfecha.
Continúo atacando la ensalada con emoción. Por suerte no se me ha cerrado el estómago, sino que, al contrario, tengo un hambre canina. Me doy cuenta de que estoy comiendo como si hiciera semanas que no lo hiciera. Me detengo y veo que él está sonriendo sin quitarme los ojos de encima. Agacho la cabeza notando que la cara empieza a arderme.
—Por fin una mujer que disfruta de los placeres de la comida —dice con voz insinuante.
No digo nada. Doy otro trago a mi bebida y veo que ya casi no me queda.
—¿Quieres que te pida otra?
—Eh... No. Bueno, sí —acepto. Me muero de sed, cuanto más bebo más tengo, pero en realidad no me apetece agua sino esta bebida de sabores exquisitos.
Cuando llega Dominique con los platos principales, Abel le pide otro cóctel para mí. Ella asiente con su sonrisa imborrable. Se aleja con sus movimientos de cadera rompedores. ¿Lleva la falda un poco más corta o es mi imaginación?
Miro mi plato y con horror descubro que es langosta. Mierda. Yo no sé cómo se come esto. Hay una especie de tenedor a un lado del plato pero se me antoja un utensilio peligroso. Con un nudo en la garganta lo cojo con la mano derecha y con la izquierda alzo la langosta del plato. Giro la cabeza de un lado a otro.
—¿Te ayudo? —Veo que Abel ya ha partido la suya.
No quiero quedar como una idiota, pero la verdad es que no tengo ni idea y no quiero irme sin comer esto que tiene tan buena pinta. Asiento con la cabeza y le alargo la langosta; sin embargo, él se levanta de su silla y se acerca. Se sitúa a mi espalda y me rodea con los brazos. Desliza sus manos por las mías hasta llegar a mis dedos, los cuales me acaricia con suavidad. Mira, si es la misma táctica que ha empleado antes con la camarera.
—Haces así. —Su cara está pegada a la mía y su cálido aliento me roza la mejilla. Me ayuda a desenroscar las tenazas. Después coge el tenedor extraño y saca la carne que hay dentro—. Ahora así —¿Por qué el simple hecho de abrir una langosta me parece tan sensual si lo explica él?
No sé si será por la copa que he tomado que sí llevaba alcohol o por la cercanía de Abel, pero me están entrando unos calores tremendos desde la cara hasta el bajo vientre. Hasta me siento un poco mareada. Me remuevo en el asiento, un tanto incómoda. Él continúa enseñándome cómo despedazar la langosta, aunque yo ya no oigo nada. Sólo puedo escuchar los latidos de su corazón en mi omóplato. Son acelerados y me están poniendo cardiaca. Le noto respirar pegado a mi oreja.
Tengo ganas de girar la cara. Si lo hago, ¿me besará? ¿Es eso lo que quiero? ¿En realidad es lo que quería cuando acepté venir a la comida? Dios, dios, me muero de calor. Estoy empezando a sudar. Siento un cosquilleo en mis partes. Me doy cuenta de que estoy poniéndome muy caliente. ¿Pero qué había en la bebida, joder? Porque no me parece normal estar poniéndome así. Agarro la toallita que hay en el plato y me limpio las manos. Le hago gestos para que se aparte. Él deja la langosta en el plato y se sitúa a un lado.
—¿Pasa algo?
Me levanto y me quito la chaqueta. Me acerco a la barandilla e intento tomar aire. Me abanico con las manos y aspiro el aroma del mar. Qué mareada estoy. Me suben unos calambres desde los dedos de los pies hasta los de las manos. Pero no me puedo quejar, en el fondo es agradable. De repente noto la presencia de Abel a mi espalda y yo me sostengo en la barandilla. Él se coloca tras de mí y me acerca a la boca un trozo de langosta.
—Pruébala.
Abro la boca y me la mete en ella. El marisco se deshace en mi lengua. Uhm... Qué sabrosa está. La mastico al tiempo que Abel me acaricia el labio inferior con sus dedos. Luego apoya las manos sobre las mías y le siento apretarse contra mí. Espera, ¿está él realmente...? ¿Eso que estoy notando en mi trasero es...? En otro momento ya me habría girado y le habría plantado una bofetada, pero ahora mismo lo único que deseo es que no se aparte de mí.
—¿Te gusta? —me susurra en el cuello.
Oh, pues claro que sí. Me encanta. Como si no lo supiera. ¿O se refiere a la langosta?
—Sí... —respondo en voz baja.
Me empuja contra la barandilla y le escucho respirar con intensidad. Sus labios me acarician el cuello y yo cierro los ojos. Va subiendo poco a poco. Se roza contra mi trasero y se me escapa un pequeño gemido. ¿Nos estará viendo alguien? Me gustaría que la camarera nos estuviese observando desde los ventanales con expresión envidiosa. Chúpate esa, Barbie, ¿a quién es a la que está empotrando contra la barandilla?
Asciende hasta llegar al lóbulo de mi oreja y me lo lame y lo muerde. Oh, joder, estoy tan excitada. Incluso me están dando calambres en la parte interna de los muslos. Hacía tanto tiempo que un hombre no me ponía así... Bueno, en realidad nunca un hombre ha logrado excitarme de este modo. Noto su lengua jugar en mi oído. Su respiración entrecortada me pone todavía más.
—Sara... —murmura.
—¿Mmm?
—Sabía que ibas a ser mía.
Abro los ojos de golpe. ¿Perdona? ¿Cómo que lo sabía? ¿Qué demonios estoy haciendo aquí dejándome sobar en medio de la terraza de un restaurante por un tío al que apenas conozco? ¡Desde cuándo soy una fresca! Me remuevo entre sus brazos y como veo que no consigo apartarlo, me echo hacia atrás y, sin querer, le doy un cabezazo en la cara.
—¿Pero qué coño haces? —me grita, alejándose de mí.
—¡Eres un gilipollas engreído! —le suelto—. ¿Cómo que sabías que iba a caer? ¿Pero de qué vas? ¡Yo no soy una cualquiera!
—No parecía molestarte hace unos segundos —me dice mientras se acaricia la nariz.
—Es que... ¡me has echado algo en la bebida! —Suelto la primera tontería que se me ocurre.
—¿Has visto que te echara algo?
—¡Pues se lo habrás pedido a la camarera o algo!
—Sara, lo único que pasa es que este tipo de comida es afrodisiaca —Se aparta las manos de la nariz. Por suerte, no le he hecho sangre—. Pero está claro que tú también has puesto de tu parte —me mira con sus ojos burlones.
Rujo de la rabia y cojo mi chaqueta. Me la pongo en un santiamén y marcho hacia el restaurante para irme de allí. El tío me ha traído a un sitio donde se comen platos afrodisiacos. Debí haberme imaginado alguna de sus estratagemas. Sabe que soy una tipa dura, por eso tiene que ingeniárselas. Pero fíjate que conmigo no va a lograr nada.
—¿Te vas tú sola?
Me detengo. Oh, oh. Es verdad. He venido hasta aquí con su coche. Lo oigo acercarse a mí y pasar de largo. Veo que sonríe y sus hoyuelos me llegan al alma. Son tan seductores. ¿Por qué no está enfadado después del golpe que le he dado? No le entiendo; no puedo imaginarme lo que pasa por su cabeza. Entro al restaurante y lo veo en la caja. Está pagando la cuenta. Encima voy a quedar como una tacaña, pero es que realmente no tengo ni un duro. Me dirijo hacia la puerta de salida procurando pasar desapercibida. Me topo con Dominique, la camarera, y me despido de ella, la cual me sonríe de forma falsa. Claro, como que quiere a Abel para ella solita. Pues nada, maja, puedes quedártelo enterito. Yo paso de juntarme con un tío que cada noche estará con una. Me trago el orgullo y le espero junto al coche. Me hace esperar unos minutos y al fin sale. Se dirige a mí con sus andares, que son tan seductores como él. Se pasa una mano por el pelo y dice:
—¿Qué hacemos contigo?
Le lanzo una mirada mortal y él se echa a reír. Me abre la puerta del coche y yo entro en silencio. Y así nos tiramos durante todo el viaje de vuelta a la ciudad. Mientras él conduce, yo le observo disimuladamente y, al mirarle las manos, recuerdo lo que ha sucedido hace un rato y me pongo nerviosa una vez más. Cuando por fin llegamos a mi casa, detiene el coche y se queda con la vista fija al frente. Yo no sé qué decir, mi orgullo no me deja disculparme, así que lo único que hago es abrir la puerta. Veo que un par de billetes de cien caen en mi regazo. Los recojo con manos temblorosas.
—Recuerda, Sara —me dice cuando estoy saliendo del coche—. Ya eres mía.