5

EL día de hoy ha amanecido bastante templado. Imagino que al final tendremos unas buenas fiestas este Marzo. Tampoco es que me haga ilusión; no soy mucho de este tipo de celebración: demasiada gente, demasiado ruido con los petardos y muchísimo agobio. Casi todos los años Santi y yo nos íbamos a pasar unos días fuera, pero este me temo que no va a poder ser, ni siquiera yo sola. No es que le eche de menos, pero sí a la sensación de saberme libre durante un par de días. Este año tendré que quedarme y encontrar un trabajo como sea.

Y eso me recuerda que no tengo la pasta. Es muy probable que mañana ya esté dada de baja en todos mis cursos. Ni siquiera sé por qué he venido hoy a la facultad. Supongo que mi subconsciente me ha traicionado y me ha traído para despedirme. Pero es que es todavía peor. Me siento fatal, y para colmo anoche tampoco dormí casi nada. Cyn me ha intentado animar esta mañana con unas tortitas y yo tenía el estómago cerrado. Ni la ducha caliente ha servido para quitarme el malestar del cuerpo.

Cuando he salido del baño la he encontrado muy contenta. Cierto es que su alegría matutina es conocida por todos, pero es que hoy parecía a punto de dar saltos. Y no ha dejado de lanzarme miraditas mientras me vestía. En el metro ha estado inusualmente callada, aunque la inspección ha continuado hasta que me he bajado del vagón y me ha despedido con un agitar de dedos.

En fin, que no estoy escuchando nada de lo que dice el profesor. Tampoco estoy tomando apuntes porque ya no me van a servir para nada. Cómo voy a echar de menos todo esto. Y lo que más me molesta es el desperdicio que supone. Qué rabia; qué mierda es esto de ser pobre.

En la pausa, mi amiga y compañera de clase, Eva se acerca y me ofrece unas rosquilletas. Las rechazo con una falsa sonrisa.

—Estás más seria que de costumbre —dice, fijándose en mis ojeras.

Si le digo lo que realmente me sucede, se me va a caer el mundo encima. Ella se inclina hacia mí y me acaricia la espalda. Es una de mis mejores amigas y gracias a la universidad nos vemos casi todos los días. Vivimos bastante lejos la una de la otra y entre que yo no tengo coche para ir a visitarla y que ella tampoco tiene mucho dinero para gasolina... ¿Cómo nos íbamos a ver entonces? Sé que no está bien ocultarle lo que me sucede, pero es que no quiero ponerme a llorar en medio de la clase como una desquiciada.

—Venga, que este finde nos vamos de birras, ¿vale?

Eva es una fanática de la cerveza. Puede tragar una tras otra y quedarse como si no hubiera pasado nada.

—No creo que esté de ánimos —respondo cabizbaja.

—Pero si es que precisamente lo que necesitas es salir, nena. —Se tantea los bolsillos de la chupa—. ¿Me acompañas a fumar?

Asiento con la cabeza y me pongo la chaqueta. Caminamos por los pasillos atestados de estudiantes. Lo hacemos en silencio, como casi todos los días. Pero hoy para mí es diferente. Ella me ofrece un cigarrillo y lo rechazo. Estoy intentando dejar de fumar. Antes empalmaba uno tras otro, sobre todo cuando tenía exámenes o trabajos. Mira, una cosa buena de tener que dejar la uni: no sentiré la tentación de fumar.

—Conozco un sitio que está de puta madre —dice Eva de repente—. Las birras no son caras y hay de las que te gustan a ti, de trigo. Además, hay un concierto allí este sábado. Yo iba a ir de todas formas, lo que pasa que no te lo había dicho porque como nunca quieres venir...

La verdad es que no me gusta mucho salir de fiesta. Con ella he ido contadas veces y sólo porque me obligaba. Prefiero quedarme en casa leyendo un buen libro o viendo una película. Cuando salía con Santi, al menos tenía compañía; ahora casi siempre estoy sola en el piso porque Cyn todos los sábados sale con su grupo en busca de conquistas.

Llegamos a la planta baja y, antes de darnos cuenta, nos envuelve un barullo enorme. Al acercarnos al hall veo un pelotón de gente en la entrada. Todas las mañanas hay bastantes estudiantes charlando o fumando, pero hoy el número de gente se sale fuera de lo normal.

—¿Qué pasa? —pregunta Eva.

Nos acercamos a las puertas con curiosidad. Un grupito de chicas de nuestra clase cuchichea a nuestra derecha. Lanzan grititos de expectación. Me pregunto qué puede ser lo que las hace estar tan emocionadas. Y no sólo a ellas: todos parecen interesadísimos en lo que hay delante. Como yo también quiero saberlo, doy suaves empujones y aparto a unos cuantos para abrirme paso. Eva se cuela por el camino que he logrado hacer y puede ver antes que yo.

—¡Cochazo! —exclama.

Efectivamente. Aparcado ante nuestra facultad hay un cochazo espectacular. Un Porsche descapotable de color plateado. Imagino que los chicos están alucinando con el carro, pero las chicas lo hacen por otro motivo. Y es que, apoyado en el lateral del coche con los brazos cruzados en el pecho, está Abel. Lleva unos pantalones azules y un suéter de color marrón claro que queda muy bien con su cremoso color de piel. Su pelo está encantadoramente despeinado como el otro día. Lo que más me sorprende es que no se inmuta ante las miradas envidiosas de los chicos ni las de deseo de ellas. ¿Estará acostumbrado a que babeen por él? Supongo que sí, pero aun así es un poco sorprendente. Un par de jóvenes que parecen de primer curso dan vueltas en torno al coche, con cara de estar flipando en colores.

—¡Tías, que es Abel Ruiz! —chilla Patricia, una de las compañeras de clase.

—¿Quién? —pregunta Eva entrecerrando los ojos.

Patricia la mira con disgusto.

—Es uno de los mejores fotógrafos del panorama español —Gira la vista hacia él y sus ojos hacen chiribitas—. Hay una exposición en...

—El Museo de Arte Moderno —termino por ella.

—Está buenísimo, ¿verdad?

Eva le contempla durante unos segundos y responde:

—No está mal.

Ella es como yo. Intenta hacerse la dura y fingir que no le importan los tíos. Y en la mayoría de casos es así. Pero no puedo creerme que Abel le parezca sólo un tío que no está mal. Está claro que la belleza es subjetiva, pero en el caso de este hombre no hay subjetividad ni leches. Es un dios griego, para qué vamos a mentirnos.

—Pero el coche me gusta más. Me encantaría conducirlo —añade, encendiendo el cigarrillo.

El grupo de chicos que está delante de nosotros se aparta y todos se van dentro. Y ahí estoy yo, totalmente descubierta, expuesta como una cervatilla ante su cazador. Cojo a Eva del brazo con brusquedad con tal de meternos en el edificio, con tan mala suerte que le tiro su amado pitillo.

—¿Qué haces, loca?

Vale. Ahora ya no hay escapatoria. Por el rabillo del ojo compruebo con pánico que Abel se está apartando del coche y que viene hacia nosotras. Las chicas de clase se ponen nerviosas ante la proximidad.

—Espera aquí —le digo a Eva, que ya está sacando otro cigarro del paquete. Me mira con cara de póquer.

Corro hacia las escaleras y antes de que él pueda subirlas, yo ya las he bajado. Me detengo en el primer escalón; ahora soy tan alta como él. Sonríe de forma burlona y a mí me entran ganas de gritarle. Me doy cuenta de que todos los allí presentes nos están mirando, pero en especial las compañeras de clase. Entiendo que les sorprenda que la callada, seria y empollona Sara conozca a alguien tan guay (nótese la ironía, por favor) como Abel, pero en el fondo me molesta un poco.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto entre dientes.

—Oye, oye, el que tendría que estar enfadado soy yo —Oh, ahí aparecen los hoyuelos—. Te estuve esperando y no hice otras cosas por ese motivo.

—En ningún momento insinué que fuera a ir —mascullo. Entonces me quedo pensativa y le pregunto—. ¿Cómo sabes que estudio aquí?

—Me lo dijo tu amiga. —Ahora sus ojos también sonríen socarronamente.

—¿Qué? ¿Ha sido Cyn?

—Te llamé al móvil esta mañana y lo cogió ella.

Entonces comprendo por qué estaba tan contenta y todas las miraditas. La voy a matar. Sí, lo haré de forma lenta y dolorosa.

—Por cierto, muy simpática.

—Sí, sí lo es —respondo hecha una furia. Pero, ¿cómo se le ocurre hacerme esto la muy capulla?

Me giro disimuladamente y veo a Eva y a las otras hablando entre ellas a la vez que nos miran. Cuando se dan cuenta de que estoy observándolas, se detienen y nos dedican una sonrisa.

—¿Ibas a esperar aquí toda la mañana?

—Pues sí. Pero he tenido suerte, ¿eh? —Se saca la mano del bolsillo y me aparta un mechón rebelde que se me va a meter en la boca—. Me gusta tu color de pelo. Quedaría muy bien en unas fotos.

Sus nudillos me rozan la parte trasera del pómulo. Me estremezco ante esa caricia. Uf, creo que se ha dado cuenta. Las otras parlotean como unas gallinas allá atrás. Pero la verdad es que no me importa. Ya casi no las escucho porque sólo puedo perderme en esos ojos azul intenso del hombre que tengo delante. No hay nada ni nadie más en este preciso instante. Sólo él y yo. Me tiene atrapada.

—¡Abel! ¡Abel!

Patricia se acerca a nosotros dando saltitos. Salgo de la burbuja y agacho la cabeza, avergonzada. Él continúa con su mirada posada en mi acalorado rostro.

—¿Me puedes firmar un autógrafo? —Mi compañera le tiende su cuaderno con una enorme sonrisa.

Él lo coge sin apartar la vista de mí y planta en la hoja en blanco su firma. Cuando se lo devuelve, por fin, se gira hacia ella y le dedica una devastadora sonrisa. Me doy cuenta de que Patricia está conteniendo la respiración. Sí, mírala, se está derritiendo. Bueno, tampoco estoy yo como para decir nada si hace un momento me sentía así.

—Gra... gracias —dice entre tartamudeos.

Se aleja dando un pasito tras otro. Cuando llega a los escalones los sube rápido y se une a la conversación de las otras, que parecen estar preguntándole algo. De todos modos, ya se ha terminado lo que haya sucedido antes. Han vuelto los sonidos a mi alrededor y me noto observada por decenas de personas.

—En serio, ¿qué quieres? —Intento poner cara de enfadada. Realmente lo estoy un poco. No me gusta llamar la atención y por su culpa voy a ser el tema del día en la facultad.

—¿Puedes ser un poco más amable, por favor? Deberías estarme agradecida. Voy a sacarte del lío en el que estás metida.

—¿Perdona?

—Te dije que tenía algo que te pertenece. —Otra vez con eso.

Se levanta un poco de viento y me llega su maravilloso perfume. No sé cuál es pero podría tirarme todo el día oliéndolo. La verdad es que me apetece mucho acercar mi rostro a su cuello y aspirar aquel sensual aroma. Vale, ya me estoy yendo otra vez por las ramas. ¡Que está jugando conmigo!

—No quiero tus malditas fotos —digo.

—¿En serio? Pues sales bien —sonríe. Y al final voy a tener que borrar esa sonrisa de creerse superior—. Pero no es eso lo que tengo para ti.

Se mete la mano en el bolsillo y saca una cartera de piel. Escarba en ella y tira de un fajo de billetes. Todos son de cincuenta y de cien. Se pone a contar un par de los verdes delante de mí. Yo estoy flipando.

—La sesión la pagaba a ciento cincuenta euros, ¿recuerdas? Tú no la completaste.

Le miro con furia. ¿A qué está jugando?

—Pero Cyn me ha explicado lo que te pasa. —Menea los billetes ante mi nariz. Los cuchicheos aumentan por todas partes. ¿Pretende comprarme con su dinero? Pero, ¿para qué?

—No lo quiero —espeto, apartándolo de un manotazo. Y ya estoy pensando con qué matar a Cyn para hacerla sufrir más.

—Creo que no estás como para hacerte la dura —dice sin borrar esa sonrisa petulante de la cara. Se guarda la cartera.

Voy a darme la vuelta para dejarlo allí plantado pero me coge del brazo y me aprieta contra él. Ay, madre, tengo la boca a unos milímetros de la suya. Tendría que apartarme, pero lo cierto es que me siento tan bien aquí. Es el perfume que usa, que me tiene atolondrada. Bueno, y sus ojos que me están traspasando. Y esos labios carnosos que hacen que me pregunte cómo me sentiré al besarlo.

—Tú necesitas dinero y yo puedo dártelo —me susurra al oído. Me roza el lóbulo con los labios y un escalofrío me recorre la espalda.

No lo mires. No lo hagas. O estarás perdida. Dale un empujón y corre para arriba y métete en una clase. Lo mejor es huir de los tíos como Abel. Se creen todopoderosos y les encanta jugar con las chicas. Y tú no quieres eso, ¿verdad?

—Suéltame. —Intento apartarlo pero sus manos se clavan en mis brazos y me aprieta más contra él.

—¿Te vas a jugar la carrera por tu orgullo? —Otra vez susurrándome al oído. ¡Ya basta, por favor!

—Me las apañaré yo sola —respondo. Pero es mentira. Es verdad que necesito el dinero. Para mañana. Y tal vez Santi no pueda dejarme en estos momentos esa cantidad. Oh, maldita sea, ¿qué hago?

—¿De verdad?

Me suelta y se encoge de hombros. El corazón me late a una velocidad descontrolada por la situación en la que me encuentro y por la indecisión.

—¿Qué tengo que hacer para conseguir el dinero?

Parezco una yonqui o una prostituta. Está claro que si me dice de tener sexo mi respuesta va a ser un no rotundo. ¿Pero qué tonterías digo? ¿Cómo me va a pedir eso si tendrá las tías que querrá y totalmente gratis? Bueno, pues quizás quiere que pose para las fotos con el conjunto de colegiala. ¿Lo voy a hacer?

—Ven a comer conmigo —dice.

Abro la boca como una tonta. ¿Va en serio? ¿Me va a dar doscientos euros tan sólo por ir a comer con él? No puede ser cierto. Nadie en su sano juicio haría algo así. Niego con la cabeza y lo miro esperando descubrir en sus ojos la respuesta. Pero su expresión es un interrogante para mí. No puedo adivinar lo que piensa.

—¿Esto es en serio?

—¿Por qué no iba a serlo?

—¿Me vas a pagar por ir a comer contigo? ¿Por qué?

—Me pareces divertida —responde—. Y, para ser sinceros, te debo la mitad de la sesión.

Me quedo pensando unos minutos. Qué hago, ¿voy con él? ¿No voy? ¿Y si es un psicópata realmente y me lleva a un campo en su cochazo y me deja allí? No, no puede ser. Se supone que es un fotógrafo bastante famoso. Pero los famosos también pueden estar locos, ¿no? Dicen que los genios lo están.

—Bueno, ¿qué dices? ¿Aceptas?

Me coge de la barbilla y me alza la cara. ¿Es esta su forma de ligar con las chicas? Bueno, he visto cosas peores.

—¿Y después qué? —pregunto.

—¿Qué quieres decir?

Me pongo colorada. Se va a dar cuenta de que he pensado en algo subidito de tono. Parezco una estúpida. Casi un año sin pensar en esas cosas y ahora este creído lo va a echar todo a perder. Aunque puede tratarse sólo de una comida. Yo no quiero nada más. No me apetece nada más. Iré con él a comer, me pagará las fotos y ya está. Todos nos quedaremos contentos. Lo único que quiere es intentar seducirme, como supongo que hará con muchas otras, pero si le dejo claro que no va a conseguir nada de mí me dejará en paz.

—Vale. Acepto.

Abel sonríe satisfecho. Se encamina hacia el coche con sus andares de felino. Antes de subirse a él, me dice:

—Pasaré por ti a las dos y quiero que estés aquí a esa hora. Ni un minuto más tarde. Y no se te ocurra darme plantón —Me guiña un ojo y se sube al coche.

Pero, ¿será posible? ¡Encima me da órdenes! ¿De verdad quiero ir a comer con un tío mandón? Suelto un bufido rabioso mientras lo veo alejarse con el magnífico coche.

Cuando me giro, todas mis compañeras están observándome con la boca abierta. Creo que se mueren de envidia. Supongo que querrían ser ellas las que estuviesen en mi lugar. Echo a andar y fingen que llegan tarde a clase y se meten en el edificio. Tan sólo Eva me espera, con su inseparable cigarro.

—Nena, me flipa la cabeza. —Es una de sus frases más habituales. Es única.

—No digas ni una palabra —le advierto.

—¿Pero quién era ese tío y por qué te estaba ofreciendo dinero?

—Tranquila que te lo contaré, pero ahora vamos a clase.

—¿Te has metido a prostituta?

—¿Qué dices? ¡Pues claro que no! Me quiere pagar una sesión de fotografía.

—¿Ahora eres modelo? Me tienes que explicar muchas cosas, cabrona.

Mientras subimos las escaleras de camino a clase le revelo lo de la matrícula. Se enfada un poco por no habérselo contado antes, pero enseguida se le pasa. Antes de entrar a clase se detiene y dice:

—La verdad es que el tío está jamelgo.

No puedo evitar sonreír para mis adentros.