33
A punto
La sala del Trono Dragón constituía una de las partes más antiguas de la corte; los Obarskyr habían pisado su suelo durante más de un millar de años. Columnas altas y acanaladas se levantaban a ambos lados de la sala, sostén de una galería de madera añadida por Palaghard II en una de las diversas renovaciones realizadas en el transcurso de los años.
Entre ambas filas de columnas, en un área abierta que, por lo general, estaba atestada de cortesanos susurrantes, se hallaba la tumba de piedra de Baerauble el mago, cuya superficie mostraba indicios de los millones de manos que la habían acariciado en todo aquel tiempo. Ante ella se encontraba el primer peldaño de una escalinata curva que conducía al estrado.
Allí, pulidos y relucientes, estaban los asientos de Estado con respaldo en forma de arco, destinados a las princesas de Cormyr, y entre ellos el trono surcado de filigrana de la Reina Dragón, además, por supuesto, del propio Trono Dragón, más alto, sencillo y mucho más antiguo. Todos ellos estaban vacíos.
—¿Qué hemos venido a hacer aquí, amor mío? —preguntó la princesa Tanalasta, que apoyaba la cabeza en el hombro de Aunadar. Había algo en aquel paseo que no le gustaba, no sabía por qué razón la había llevado hasta la sala del trono.
—Vamos a reunirnos aquí con unas personas, y si todo va bien, sucederá algo importante —dijo Aunadar Bleth. Las puertas oscuras que conducían a la sala se abrieron para dar paso a un grupo de jóvenes nobles, liderados por Gaspar Cormaeril. Tras él Tanalasta reconoció a Martin Illance, Morgaego Dauntinghorn, Reth Crownsilver, Cordryn Huntsilver, Braegor Truesilver y otros.
Tanalasta permaneció inmóvil.
—Esto tiene aspecto de ser una reunión de Estado —dijo, para después acercarse a la campana para llamar a los guardias. La cuerda cayó primero en su mano, y luego al suelo, cortada por la hoja de una espada. No sonó ninguna alarma.
—Esto no es… —dijo Tanalasta, que dio tres pasos apresurados para acercarse de nuevo a Bleth, y tirar de su manga—. ¡Aunadar! ¿Qué sucede? ¿Por qué nos hemos reunido aquí?
—Es necesario que escojamos la senda que espera a Cormyr —respondió Aunadar, volviéndose hacia el estrado como si esperara que aparecieran más personas por allí—. Tu padre ha muerto —añadió—. Creemos que murió hace tiempo, y que ese estúpido mago, nuestro mago de la corte, ha ocultado los hechos con la esperanza de hacerse con el trono antes de que pudieran coronarte a ti.
Tanalasta se apartó de él, aunque apenas tardó unos segundos en volver a agarrarse a su brazo, esforzándose por reprimir las lágrimas.
—¡Azoun! ¡Papá! ¡Oh, dioses crueles! —Por su mente pasaron imágenes de su padre, sonriente, barbudo, de las manos que la ayudaban a dar sus primeros pasos o a subir a aquella silla de montar que estaba tan alta que no pudo evitar gritar, y…
Aunadar temía que el mago pudiera aparecer junto al trono, porque no le quitaba ojo con rostro inflexible cuando el aire relampagueó y despidió un fulgor en el amplio escalón que estaba al pie de los tronos, donde se arrodillaban los hombres que iban a ser nombrados caballeros y donde algunos también lo hacían para implorar piedad al rey. Cuando la descarga de luz desapareció, dejó tres hombres en aquel escalón: el gordo mago supremo de Cormyr y, a ambos lados, sendos nobles de expresión inflexible y espada en mano. Eran lord Giogi Wyvernspur, a la derecha del mago, y el joven Dauneth Marliir, a su izquierda.
Tanalasta los contempló a través de un velo de lágrimas. ¿Qué iba a suceder? ¿Habría un combate?
Se volvió para preguntárselo a Aunadar, pero estaba sola. Su amante se había acercado hacia Gaspar Cormaeril y los demás nobles que lo acompañaban.
La princesa de la corona paseó la mirada del trío que seguía de pie junto al trono hasta la línea de confiados nobles, cuando sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. «¡Padre! —gritó para sí—, ¡vuelve! ¡Cormyr te necesita! Yo te necesito».
Una voz interrumpió sus pensamientos, su angustia, una voz mesurada que alcanzó sus oídos como un jarro de agua helada.
—Los sinos de nuestro rey y sus dos primos han dejado a Cormyr un legado caracterizado por un vacío de autoridad —dijo el mago Vangerdahast—, aumentado por el desconocimiento de lo sucedido a la princesa Alusair y a la reina Filfaeril, cuyo actual paradero sigue siendo un misterio. Tan sólo cabe suponer que permanecen ocultas en algún lugar. En cualquier caso, la princesa de la corona Tanalasta ha expresado de palabra su falta de disposición por asumir el peso de la corona en este momento. —Sus palabras reverberaron en toda la sala. Uno de los nobles dio un paso al frente y levantó la cabeza con intención de hablar, pero el mago de la corte aún no había terminado.
»Actuaré en calidad de regente hasta que la princesa esté dispuesta a asumir el trono. Si al cabo de cinco años a partir de esta fecha no lo ha hecho, volveremos a reunirnos: los magos, los clérigos más importantes del reino y la nobleza, todos juntos, para formar un consejo en el que debatir el futuro del reino. Hasta ese momento, no habrá consejo alguno de nobles ni de cualquier otra cosa en Cormyr. Yo ayudaré a la princesa a prepararse para ascender al Trono Dragón, y durante este período de tiempo, si así lo desea, podrá casarse con su prometido Aunadar Bleth. Llevo conmigo un escrito de regencia —dijo el mago, levantando en alto un pergamino—, firmado por la reina Filfaeril. En él se me nombra por vía legal regente de Cormyr.
Tanalasta había escuchado al mago, debatiéndose entre la congoja y la soledad… y ahora, en pleno sentimiento de pérdida, sentía una rabia que iba en aumento. ¡El anciano mago se apoderaba de Cormyr como si le perteneciera! ¡Y todo era por su culpa! Pudo haberse hecho la fuerte ante él. Pudo haber insistido en que se arrodillara ante ella… pero no lo había hecho. Ahora ya era demasiado tarde.
Pero ¿por qué su padre la había abandonado sin prepararla para lo que pudiera suceder? ¿Dónde estaba Alusair? ¿Dónde estaba mamá? Secuestradas… como por arte de magia. Magia. Por supuesto. ¿Cómo podía confiar en gobernar con justicia su reino, rodeada por un poder tan oscuro?
Con los ojos anegados por las lágrimas, Tanalasta se volvió de nuevo para observar a los nobles que permanecían en línea. Lo más seguro es que alguno de ellos tomara la palabra.
—Está lamentablemente equivocado, señor mago supremo —dijo fríamente Aunadar Bleth—, y, para variar, ha errado a la hora de calcular sus posibilidades.
Al mirar a los nobles a través de un velo de lágrimas, la mirada de Tanalasta reparó en las puertas por las que éstos habían entrado a la sala del trono, y vio una figura oculta en las sombras que daba un paso al frente y la saludaba con la mano.
Tanalasta estuvo a punto de desmayarse. Era imposible no reconocerlo, esos gestos… y ese dedo que ante los labios le aconsejaba guardar silencio, antes de mover las manos para pedirle que mantuviera la compostura. Tanalasta se mordió el labio con la fuerza suficiente para hacerse sangre. La figura volvió a fundirse en las sombras que se extendían más allá del umbral, cuando logró recuperar el control necesario de sí misma como para adoptar una pose regia.
—Mírese ahora —decía Aunadar Bleth—, tal y como nosotros lo hemos hecho: está usted solo, a excepción de algunos lacayos extraviados, pertenecientes a familias segundonas. Pese a todo ahí está usted, exigiendo y dando órdenes con su orgullo como único baluarte de autoridad. Mago, su presencia en Cormyr ha constituido un obstáculo para el reino, y tan sólo se le permitirá quedarse aquí si accede a nuestras justas exigencias. ¡No necesitamos ningún regente manipulador e intrigante, sino a nuestra propia reina! —Su grito encontró eco en el techo elevado de la sala y fue respondido por un segundo rugido de aprobación por parte de los nobles que lo acompañaban.
»La inexperiencia de la princesa se verá contrarrestada por la guía de un consejo de nobles, cuyas deliberaciones estarán a disposición de las gentes de Cormyr. Mi amada Tanalasta y yo nos casaremos y, en calidad de consorte de nuestra soberana, yo presidiré el consejo y me aseguraré de que actúe de manera justa y honrosa.
»A cambio de su pacífico consentimiento a nuestras exigencias —prosiguió Aunadar, dando un paso al frente con mirada febril—, lord Vangerdahast, se le permitirá permanecer en la corte y conservar su título, además de un asiento en el consejo, aunque tendremos que disolver a sus magos intrigantes y desleales, los magos guerreros. La época en que los monarcas Obarskyr regían sin mirar por el pueblo, confiando en hechizos asesinos orquestados por sus magos títeres, encargados de mantenerlos en el trono ante un pueblo que los odia y los teme, pertenece al pasado. Cormyr no volverá jamás a verse inmerso en esa dinámica. Por fin el pueblo será libre.
Como si hubieran esperado a oír esas palabras para hacerlo, otros cortesanos, acompañados por algunos clérigos y funcionarios de la corte, irrumpieron a través de las puertas dobles que había en el extremo de la sala y se acercaron al centro entre el tronar de los pares de botas que no caminaban al unísono. Al acercarse levantaron la voz, y los nobles que había en la habitación se volvieron para ver a qué podía deberse aquella nueva interrupción… Cosa que hicieron a tiempo de ver cómo se abría otra puerta secreta, en una de las columnas del fondo de la sala, por la que salió la mago Cat Wyvernspur. Tenía levantadas ambas manos, con una varilla en una de ellas, mientras murmuraba algo. Se volvió para observar a quienes avanzaban, e hizo un súbito gesto pidiéndoles que se detuvieran, momento en que los clérigos y cortesanos que iban en cabeza parecieron topar con una barrera invisible. Dicha barrera no impedía que vieran u oyeran todo cuanto sucedía en la sala del trono, pero sí que pudieran atravesarla. Por espacio de algunos latidos de corazón lo intentaron arrojando los sombreros, incluso alguna que otra daga, aunque Cat ya se había vuelto tranquilamente hacia los nobles de Bleth, cruzada de brazos. Uno de ellos, Martin Illance, llevó la mano a la empuñadura de la espada, observando a la Wyvernspur, pero ésta cruzó su mirada con la del noble e hizo un gesto de negación. Illance apartó la mano de la espada.
—Más magia tramposa —dijo Morgaego Dauntinghorn, y apenas sus palabras habían abandonado sus labios cuando se abrió otra puerta secreta en uno de los pilares, y una línea de férreos Dragones Púrpura hizo aparición espada en mano, dispuestos a bloquear el paso a los nobles conspiradores.
Lareth Gulur, con expresión inflexible, dirigía a los soldados, y en mitad de la línea contaba con el apoyo de su superior, Hathlan Talar. La mayoría de ellos eran veteranos de muchas campañas, aunque a un extremo se encontraba también un nuevo recluta, incómodo en la ropa del uniforme impoluto, pero empuñando la espada con decisión. Los Dragones Púrpura observaron con mirada ardiente a los jóvenes ataviados con toda suerte de prendas lujosas.
—Sí, sí, más magia tramposa —corroboró el mago de la corte, cuyas palabras quebraron el silencio—. Piensen por un momento en lo bien que se manejaría un centenar de nobles si tuviera que enfrentarse a un centenar de magos guerreros.
—Acabo de pensarlo y se me ocurre que con un acero de mi confianza podría con un centenar de magos guerreros —dijo Aunadar Bleth, esbozando una aviesa sonrisa. Levantó la mano y trazó un rápido e intrincado gesto con la mano, mientras gritaba—: ¡Escúchanos, lady Brantarra! ¡Asístenos, oh Hechicera Roja de Murbant!
Un instante después, mientras todos los presentes en la sala permanecían expectantes y en silencio, un conjunto de luces móviles y parpadeantes aparecieron junto al hombro de Bleth.
—Saludos, Vangerdahast, mago real de Cormyr —dijo una voz suave como un maullido, pero que podía oírse de un extremo a otro de la sala—. Puedes llamarme Brantarra, tu némesis. Hace tiempo que te preguntas quién protege de tus hechizos a los rebeldes, a los nobles y forajidos que te han declarado la guerra, quién los ampara de tu magia autoritaria, dolorosa. Estoy dispuesta a proteger a cuantos nobles de Cormyr me lo pidan, tanto de ti como de todas tus intrigas mágicas. Soy el azote de los magos guerreros. Soy quien ha frustrado todos tus esfuerzos desde hace tiempo.
Vangerdahast basculó su peso, primero en un pie, luego en otro, y se irguió en el escalón donde estaba situado, pero no dijo una sola palabra. Aquella voz triunfante siguió hablando.
—¿Creías que éstos eran los cerebros de lo sucedido, estos avispados nobles incapaces de ver más allá de la punta de su espada? Mía fue la mano que robó el abraxus de tus preciosas criptas. Mía la mano que guió a estos peones ante ti. Mía la destreza que robó la voluntad de tu soberano, cierta noche, hace dieciocho años, al pie de las murallas de Arabel. Mío el cuerpo que alumbró al hijo que será el próximo rey de Cormyr. —Aunadar Bleth volvió la cabeza hacia las luces, sorprendido. Al oír las palabras que surgían de las luces parpadeantes, el joven ahogó un grito—. Sabed, nobles de Cormyr, que los magos guerreros a quienes tanto teméis, no tardarán ni una estación en correr despavoridos, cuando los magos que me deben lealtad se dispongan a exterminarlos definitivamente.
—Y entonces, ¿quién protegerá Cormyr contra la Hechicera Roja y sus magos? —preguntó Vangerdahast, mesurado, mientras descendía un escalón del trono. Giogi y Dauneth se movieron a su lado, sin perder detalle de cuanto sucedía a su alrededor.
—¿Proteger a Cormyr de mí? —replicó aquella voz suave y rica en matices que despedían las luces—. ¿Por qué? Conozco y amo a este reino. He dado a luz un hijo del rey Azoun para probarlo. Un futuro rey…
Procedente de la muchedumbre que asistía como espectadora desde el umbral de la sala del Trono se oyeron más murmullos, e incluso alguna que otra carcajada. Las luces sisearon una maldición y la risa cesó, pero los murmullos continuaron. Incluso los cortesanos más duros de mollera eran conscientes de las aspiraciones mínimas que debía tener todo hijo ilegítimo de Azoun.
Tanalasta echó un vistazo al umbral oscuro donde había visto la figura que le había aconsejado guardar silencio, y después volvió a prestar toda su atención a lo que sucedía en la sala del trono.
—Esta tierra ya ha tenido bastantes reyes —dijo Aunadar Bleth, con aplomo—, y pese a todo lo que le habéis oído decir, esta Hechicera Roja y yo hemos llegado a un acuerdo solemne al respecto. No conozco de qué están hechos los de Thay, pero las familias nobles de Cormyr mantienen su palabra y dan por sentado que los demás harán lo propio.
—¿De veras? —preguntó Vangerdahast, con una voz tan suave como la seda o como el filo de una daga recién afilada—. No sabe cuánto me complace conocer este nuevo cambio de rumbo en sus naturalezas.
—No esgrima palabras como la falsedad conmigo —respondió Aunadar Bleth, mostrándose airado por primera vez, echando atrás la cabeza y mirando de hito en hito al mago anciano—. Durante los últimos mil años, quizá más, los Bleth han servido bien a la corona de Cormyr, han luchado y dado la vida por la patria. Pese a todo, los Obarskyr, a quienes con tanta lealtad sirvieron, se las apañaron para hacer caso omiso una y otra vez de los Bleth. Uno puede acostumbrarse a que abusen de él, pero no tiene por qué llegar a gustarle. Ahora que la sangre de los Obarskyr se ha diluido, como es evidente, los Bleth rendirán un último servicio a los Obarskyr y a Cormyr: la fusión de los orgullosos linajes de las familias más antiguas de Cormyr en una sola, en unos Bleth que no se sentarán en el Trono Dragón para gobernar con mano de hierro, sino que compartirán la regencia con todo el pueblo. —Se volvió hacia la princesa de la corona, y sonrió fríamente—. Cuánto he llegado a amar el poder.
Los labios de Tanalasta temblaron durante un momento, mientras se esforzaba por encontrar las palabras que quería decir, pero cuando se decidió a hacerlo, su voz surgió firme, alta y clara.
—Me sorprende, Aunadar Bleth, descubrir que tan sólo me amas por mi posición y mi linaje, y por el poder que puedes alcanzar a través de mí. ¿Tan poco te importa Tanalasta, como mujer?
Los ojos del joven noble lanzaron un destello triunfal al cruzar la mirada con la princesa y encogerse de hombros.
—No importa mucho que pueda amarte, o no —dijo—. Lo que importa es que el poder de los Obarskyr quedará en nada, y que la rueda del tiempo conducirá a este reino a tiempos mejores, más justos, tiempos que serán del agrado del pueblo. La vieja Cormyr desapareció al morir tu padre… su último rey.
Los murmullos de los cortesanos estuvieron a punto de fundirse en un solo grito, cuando la figura que había permanecido envuelta en sombras caminó lentamente hacia el interior de la sala. Cuando los presentes observaron la corona que ceñía su frente, cesaron los murmullos y se hizo un profundo silencio.
—Yo diría que da usted por sentado muchas cosas, antes de tiempo, joven Bleth —dijo una voz que todos los presentes reconocieron de inmediato—. Le ordeno que se rinda. Arrodíllese ante mí, su legítimo y verdadero rey Azoun Obarskyr, quien, pese a todo cuanto haya podido hacer usted, aún sigue vivito y coleando.
Aunadar Bleth palideció y tragó saliva. Miró tranquilamente a su alrededor, como quien busca una vía de escape.
—No, no soy peor que usted —respondió Aunadar, irguiéndose orgulloso y con mirada desafiante—. ¿Por qué tendría que arrodillarme ante alguien que pertenece al pasado, alguien cuya moral nos rebaja a todos? ¡Por qué debería arrodillarme ante quien debiera estar muerto!
—¿Por qué deberías arrodillarte ante un muerto? —susurraron las luces que giraban junto a Bleth.
Un rostro frío de mujer, dotado de una belleza increíble y oscura, surgió de entre las luces danzarinas. Era un rostro que Vangerdahast había visto en una ocasión, la noche antes de la caída de Arabel. De sus ojos surgieron dos haces cegadores de luz roja.
Los nobles que estaban junto a Gaspar Cormaeril lanzaron un grito y corrieron a buscar algún lugar donde refugiarse, cuando los haces mágicos cubrieron el espacio que los separaba del rey.
Los rayos se convirtieron en llamas de fuego lacerante al chocar contra una barrera invisible. Arremetieron contra dicha barrera sin poder acceder a su objetivo, mientras el soberano, con una sonrisa carente de humor, observaba lo que sucedía. Después, el fuego se extendió a su alrededor, dispuesto a encontrar un hueco por el que infiltrarse, con lo cual quedaron al descubierto las auténticas dimensiones de la barrera.
Estaba ésta anclada en tres puntos. Uno de ellos era la hechicera Cat, quien sostenía en alto un óvalo pequeño de color blanco, talismán de poder mágico defensivo. Los otros dos puntos se encontraban muy por encima de la sala del trono, en el vacío balcón de los juglares, sobre el rey, donde dos personas sostenían en alto sendos talismanes. Una de ellas era una Arpista con el pelo color miel y unos ojos que eran como dos teas caprichosas. Emthrara. La otra era un mercader con barba de tres días, de nombre Rhauligan.
Algunos coletazos del fulgor carmesí que despedían los ojos de Brantarra se extendieron por toda la barrera, en dirección a los tres óvalos que había en sus extremos, para después rebotar como el agua que brota de una fuente. Las llamas que allí se encontraron parecieron temblar, parpadear y dar forma finalmente a una gigantesca lengua de fuego que rugió rápida y furiosamente en dirección al rostro que la había alumbrado en un principio, hacia el rostro que surgía por entre las luces danzarinas.
La Hechicera Roja profirió un grito. Los rasgos de su rostro desaparecieron bajo el embate de su propia magia, rebotada, y unos sollozos de dolor reverberaron por toda la sala del trono durante un breve instante antes de que las luces parpadearan, centellearan con intensidad y, finalmente, desaparecieran junto al rostro agonizante de la mujer.
En su lugar había algo brillante y dorado, algo que de alguna forma parecía un toro inmóvil, erguido.
—¡El abraxus! —exclamaron al unísono una docena de voces horrorizadas. Aunadar Bleth sonrió con la mandíbula apretada, y dijo:
—Gracias, mago, por haberme devuelto mi juguete mecánico. Necesita un alma humana que alimente su motor mágico, aunque mi señora Brantarra ha pensado incluso en ese detalle. —Colocó una mano en el lomo de la bestia dorada. Se oyó un ruido metálico, seco, como el de una palanca, y Aunadar señaló a Gaspar Cormaeril—. ¡Ahora necesito tu nobleza de espíritu, Gaspar! —gritó Aunadar.
Gaspar Cormaeril profirió un chillido agudo. Los nobles que antes habían permanecido de pie a su lado echaron a correr como un montón de pollos asustados, encerrados en un corral. Gaspar se llevó las manos al justillo, de cuyo interior sacó un rubí enorme, el cual le había entregado hacía unos días su amigo Aunadar Bleth. Unas llamas de un verde rojizo surgieron de la piedra preciosa, extendiéndose por su pecho y brazos como si estuvieran revestidas de aceite. Gaspar se encogió, víctima de una agonía insufrible, mientras el fuego mágico lo consumía sin remedio.
Las temblorosas llamas verdes aumentaron hasta convertirse en una suerte de fuerza mágica crepitante similar a una serpiente al alzarse hacia el techo de la sala, por encima de las cabezas de los nobles, para caer a continuación como una flecha vengativa y golpear al abraxus.
Para golpear… Aunque, más bien fuera para verse absorbida. El toro dorado tembló despidiendo una luz verde, y las llamas abandonaron del todo el cuerpo inmolado del noble, para infundir vida al abraxus. Gaspar Cormaeril se resquebrajó como hoja de otoño al caer de un árbol, antes de convertirse en polvo. Ni siquiera su esqueleto llegó a chocar contra el suelo.
El abraxus tembló, se agitó de un lado a otro, y se movió al levantar la cabeza y estirar los hombros, despidiendo en el proceso un crujido metálico. Empezó a girar la cabeza, y Aunadar, que parecía dispuesto a saltar de alegría al verlo, señaló, gritó y dirigió al autómata hacia el rey. En esta ocasión, no parecía dispuesto a cometer errores.
Olvidado en el trono, el mago real de toda Cormyr finalizó el conjuro que había preparado y dejó caer ambas manos a los costados, con una sonrisa inflexible en los labios.
De pronto, la princesa real se movió agitando a su paso la túnica, para acercarse a la carrera a su padre.
—¡No! ¡Aunadar, no lo hagas!
La expresión inflexible del rostro de Aunadar no cambió lo más mínimo.
—Únete a mí, cariño —siseó a través de la mandíbula apretada—. Despréndete de tu pasado, y únete a mí para afrontar un futuro mejor. Yo te confortaré, cuidaré de ti y te protegeré como ninguno de éstos podrá hacerlo.
Tanalasta retrocedió al ver el brillo que tenía la mirada de Aunadar, pese a no apartar los ojos de él. No miró ni a Vangerdahast ni a su padre, tampoco a la cohorte de nobles allí reunidos.
—No. No pienso hacerlo. Basta ya de toda esta locura —dijo Tanalasta, dibujando con los labios una fina línea.
La mirada febril de Aunadar abandonó en apenas un instante la figura de la princesa, para concentrarse en su enemigo, Azoun, que permanecía de pie tranquilo, dueño de una calma aparente, observando el mal metálico que se cernía sobre él.
—¡Aunadar! ¡Basta ya! No… —gritó Tanalasta, levantando las manos, como si pretendiera detener la carga del abraxus.
Los labios de Aunadar dibujaron una sonrisa lobuna, y a continuación siseó justo antes de que el abraxus expeliera su aliento venenoso, que se elevó en espiral como si fuera humo, pero que no alcanzó a la princesa aterrorizada. En lugar de ello, pareció dar contra algo duro e invisible, que se extendía en la estancia, alrededor del monstruo… algo grande con forma curva. El aliento semejante al humo de la bestia se extendió por sus confines, con lo cual se dibujó en el aire una nueva barrera, una suerte de esfera que mantenía encerrado al abraxus… y con él, a Aunadar Bleth.
En los escalones que había al pie del trono, se dibujó una sonrisa en los labios del mago Vangerdahast. Giogi lo observó entonces, sólo durante un instante, y creyó ver en sus ojos la mirada febril del cazador implacable momentos antes de cobrarse una presa. A sus pies, Aunadar Bleth profirió un grito increíble, ronco.
El abraxus volvió a respirar, y la esfera pudo verse claramente a medida que los vapores mortíferos se extendían por ella. Se movía junto al monstruo metálico, que avanzaba lentamente por la sala del Trono Dragón, en pos del rey.
Tanalasta se volvió un instante antes de que el escudo mágico la tocara. Dio un paso atrás, seguido de otro, y se arrojó en brazos de su padre. Azoun la abrazó con fuerza, sin intención de soltarla.
A su espalda, el grito de Aunadar se convirtió en una serie de toses y gorgoteos que continuaron sin fin aparente a medida que avanzaba la esfera humeante. Tanalasta se volvió, abrazada al rey, para contemplarlo, víctima de una sensación a caballo entre la fascinación y el horror. El traidor de su prometido iba a morir, ¿pero sería él el único en hacerlo? ¿Serían capaces de detener aquel horror dorado, que avanzaba con metálico paso?
¿Era cosa de su imaginación o la esfera se empequeñecía de forma paulatina?
El abraxus volvió a sisear, y a través del humo, que iba en aumento, Tanalasta alcanzó a ver a Aunadar doblado sobre el estómago, trastabillando a ciegas hasta dar con la parte posterior de la esfera. Se agarró a ella sin fuerzas, y después cayó al suelo. ¡Al parecer, la esfera se cerraba en torno al monstruo dorado!
Arriba, junto al trono, Giogi y Dauneth observaron que Vangerdahast tenía la frente bañada en sudor. Se volvieron hacia el mago, abriendo la boca para protestar por el esfuerzo que éste llevaba a cabo. Gotas de sudor resbalaban por la nariz y la barba del anciano.
La esfera fue reduciendo paulatinamente su tamaño, a medida que el mago temblaba más y más. Los dos nobles lo cogieron por los hombros suavemente, para sostenerlo, cuando su cuerpo empezó a verse agitado por numerosas convulsiones y espasmos; temblaba de tal forma que resultaba imposible mantenerlo erguido.
—¿Hay algo que podamos hacer, señor mago? —susurró Dauneth, pero Vangerdahast cerró con fuerza la mandíbula y no respondió. Mantenía la mirada fija en la esfera que había a sus pies, haciéndose cada vez más pequeña. Alcanzó al abraxus, que se mantuvo firme ante su avance, aunque sólo fuera durante un instante. Entonces el autómata dorado se dobló de lado soltando un impresionante crujido metálico. Las placas metálicas crujieron a modo de protesta, a medida que la esfera se comprimía hacia dentro sin cesar. Observaron una explosión de sangre cuando el cuerpo de Aunadar Bleth se quebró junto al de la criatura. Entonces hubo otro grito, el grito inhumano del metal al comprimirse de forma imposible.
Algo cogió a Tanalasta de las manos. Era Cat, que puso en ellas el talismán oval. Cerró los dedos de la princesa en torno al objeto, sonrió a Tanalasta para animarla, dio un paso atrás y levantó las manos rápidamente, agitándolas en el aire.
En el trono, entre Wyvernspur y Marliir, Tanalasta observó que Vangerdahast parecía un anciano malherido. Cat trenzó una serie de movimientos en el aire, y Vangerdahast pronunció una sola palabra, ininteligible.
La esfera desapareció por completo, consumida por una súbita bola de fuego. Tanalasta se tapó los ojos con la mano, un instante antes de que el fuego adquiriese un fulgor insoportable.
Entonces la sala del Trono Dragón tembló bajo la fuerza de una explosión que despidió una llamarada en forma de columna, dirigida al techo, sin que nada ni nadie fuera alcanzado.
Cat Wyvernspur, cuyo hechizo había sido el responsable de dirigir las llamas hacia donde no pudieran dañar a nadie, se acercó a los Obarskyr, padre e hija. La hechicera, agotada, se hundió en brazos del rey durante un breve instante, y después se separó de él. De pronto, sus jadeos fueron lo único que pudo oírse en la silenciosa sala. Todos los presentes en la sala del Trono Dragón (los miembros de la realeza, los magos, los Dragones Púrpura, los nobles) guardaron silencio durante un momento.
La esfera había desaparecido, dejando tan sólo un círculo chamuscado en el techo de mármol. Aunadar Bleth había desaparecido también, al igual que el abraxus.
Y en los escalones que había al pie del trono, el anciano mago se incorporó con torpeza, cogido por los nobles leales que lo flanqueaban.
—¡El rey nos ha sido devuelto sano y salvo! ¡Larga vida al rey! —gritó Vangerdahast, aclarándose la garganta. El techo devolvió en eco las palabras del mago de la corte, que reverberaron por toda la estancia.
—¡Larga vida al rey! —repitió un noble de los que habían observado lo sucedido tras la barrera mágica.
—¡El rey! ¡El rey! ¡Larga vida al rey! —gritaron otras voces.
—¡Azoun! —rugieron los Dragones Púrpura, que levantaron las espadas a modo de saludo—. ¡Azoun!
—¡Larga vida al rey! —Aquella letanía se extendió fuera de la sala, resonando por todo el palacio a medida que la gente, extrañada, se acercaba a la sala del Trono Dragón.
—¡Larga vida al rey! —El estruendo reverberó en la sala como un trueno, momento en que un noble anciano se echó a llorar y se postró de rodillas ante su soberano—. ¡Azoun… lideradnos!
—¡Larga vida al rey! —Estalló de nuevo la multitud, cuyos gritos provenían del exterior de la sala. Dentro, todos los presentes, tanto hombres como mujeres, se arrodillaron, uno tras otro, hasta que el rey, Tanalasta y Vangerdahast fueron los únicos que permanecieron de pie. Dauneth hincó una rodilla en tierra, pero mantuvo la espada aprestada y ojo avizor, por si acaso a alguien se le ocurría que aquél era buen momento para rematar la faena.
Dauneth observó el rostro de Azoun, que sonreía quedo e inclinaba la cabeza ante cada noble, y ante la línea de Dragones Púrpura, antes de volverse hacia el rostro sonriente de la princesa de la corona.
El heredero de la familia Marliir observó pensativo aquel rostro durante un buen rato. Sabía que tanto lord Wyvernspur como Vangerdahast habían observado la intensidad de su mirada, y que eran conscientes del objeto de ésta, pero no le importó lo más mínimo.
Dioses, qué bella era. Podía arrodillarse ante una mujer así, pensó Dauneth mientras suspiraba profundamente, consciente de que Tanalasta no había derramado una sola lágrima por el amor que había perdido, por Aunadar. Quizás aún cupiera un atisbo de esperanza.
Dauneth Marliir, heredero de una familia cuyo nombre había sido tan denostado, se puso en pie como activado por un resorte.
—¡Larga vida al rey! —rugió como un león, levantando su acero, que refulgió reflejando las luces de la sala.
Azoun volvió la cabeza a tiempo de ver cómo la hoja de Giogi se unía a la de Dauneth en el saludo, y cómo el anciano que se encontraba entre ambos reía como una colegiala. De pronto un fuego mágico surgió de su mano para dar forma a una espada. Entonces la levantó también, cosa que no pudo sino empujar a la risa a Cat, Azoun y Tanalasta.
—¡Larga vida al rey! ¡Larga vida a Cormyr! —gritaron con todas sus fuerzas los tres hombres que estaban a los pies del trono.
Los ecos de sus gritos resultaron tan ensordecedores que sólo Giogi y Dauneth oyeron las palabras murmuradas por el mago:
—Nos hemos ganado a pulso un espléndido festín.