11

A la sombra del rey

—Si alguna vez… viajas a Sembia… hay un pequeño lugar llamado Yuthgalaunt, en la carretera que lleva de Ordulin a Yhaunn —susurró el barón Thomdor, a quien faltaba el aire. Su mirada febril ganó en intensidad, tumbado como estaba en su cama con dosel, vigilado por guardias. Quiso coger con fuerza el brazo de Vangerdahast, pero no pudo—: Hay una dama en el campo, junto al manantial, tendrá unos cuarenta inviernos y es una beldad…

Vangerdahast volvió la mirada hacia Gwennath. La clérigo de Tymora había permanecido junto al enfermo desde el primer momento. Había conseguido recuperar un poco el sueño perdido, pero aún se la veía cansada, ojerosa. El anciano mago no pudo reprimir un suspiro.

—¡Escúchame! —dijo el barón, ignorando la mirada del mago—. Yo le hice daño hace tiempo; prometí que volvería a su lado para desposarla cuando me convirtiera en alguien… y yo… no cumplí mi palabra. ¿Podrías llevarle todo el dinero que necesite para pasar una cómoda vejez? ¿Y disculparte en mi nombre…? Es una de las pocas cargas que tiene mi conciencia…

—Pues claro que sí, Thom —aseguró el mago real—, eso en caso de que sea necesario. Pero no creo que debas preocuparte por todas las cosas que no has hecho antes de morir… porque aún te quedan unos cuantos años por delante. ¡Podrás cabalgar a donde sea y casarte con esa moza, si es eso lo que quieres!

—¡No me vengas con mentiras de cortesano, mago! —respondió el Guardián de las Marcas Orientales, clavando sus ojos grises y cansados en los del mago—. Sé lo que le pasó a Bhereu. Esta bonita tienda es mi lecho de muerte. Y Azoun está por ahí, en la misma situación que yo… —Hizo un gesto para señalar hacia el este, hacia la estancia contigua. Su mano tembló y no tardó en caer sobre la manta de pieles. Entonces, gruñó—: Y aquí me tienes, ninguno de mis hombres está presente para contarme chistes. Ni tampoco ninguna doncella que me obsequie flores, y me desee…

—¡Eh! —exclamó indignada Gwennath, obispo de los Espadas Negras, que estaba al pie de la cama—. ¿Y yo qué soy, sino una doncella?

—¡Oh, no empieces, por todos los dioses! —exclamó Thomdor, volviendo la cabeza con cierto esfuerzo para mirarla—. ¡Eres una doncella guerrera honesta, no una cortesana perfumada!

Gwennath guiñó un ojo a Vangerdahast, que ocultó una sonrisa observando cómo el barón se las ingeniaba para disculparse.

—¡No pretendía ofender! —protestó el veterano guerrero, momento en que su rostro palideció, cayó recostado sobre las almohadas y boqueó falto de aire—. Aquí estoy… esperando a la muerte a la sombra del rey… igual que me ha pasado, si lo piensas con detenimiento, toda mi vida.

Se las apañó para torcer el gesto al volverse para mirar al mago de la corte, y seguía riendo cuando se apagó la luz de sus ojos, una palidez grisácea sustituyó al color de sus mejillas, e inclinó la cabeza a un lado. Cerró las pestañas con un estremecimiento, y por toda la estancia corrió el sonido rasposo de su respiración.

Vangerdahast se inclinó sobre él con la prontitud nacida del miedo, y a punto estuvo de golpearse contra la clérigo, que hacía lo propio desde el otro lado de la cama. Thomdor seguía con vida, su respiración era lenta pero constante. Había caído presa del sueño más profundo.

—Esto podría durar años —murmuró el anciano mago.

—Tanto él como el rey han despertado esta mañana por primera vez. Sin embargo, ninguno de los dos ha tardado en volver al mundo de los sueños —dijo suavemente Gwennath, observando las profundas arrugas del rostro del barón—. Quería que muriera, si es que debe morir, en paz… pero despertarlo para seguir luchando si pudiera…

—Ha hecho bien en llamarme, obispo de los Espadas Negras —dijo el mago supremo de Cormyr, mirándola a los ojos apenas a unos centímetros de distancia—. Cuenta con todo mi agradecimiento. Continúa usted prestando un gran servicio a Cormyr. Sepa que, al menos yo, soy consciente de ello y le estoy muy agradecido.

Gwennath de Tymora le dedicó una sonrisa forzada, para después cogerlo del brazo. Vangerdahast tuvo cuidado de suprimir sus reacciones automáticas y recurrir a alguna de sus varillas, permitiéndose, aunque fuera en una ocasión, devolver el gesto.

—Yo me quedaré con él, pase lo que pase —dijo la clérigo, señalando una hamaca que había al otro lado del dosel.

—Yo me aseguraré de que algunos de los hombres que lo sirven vengan de visita y traigan un poco de vino, dulces y diversión —respondió Vangerdahast, sonriendo y observando a los cuatro Dragones Púrpura inmóviles, que permanecían de guardia con la punta del acero apoyada en el suelo, en las cuatro esquinas de la cama.

—De acuerdo —dijo la clérigo, sentándose en el borde de la hamaca, desde donde podía ver el rostro del barón. Entonces levantó una mano a modo de despedida.

Vangerdahast hizo lo propio, acusando el cansancio, por haber dormido poco, en forma de dolor de huesos, tanto en los hombros como en la base del cuello. Esperó a que los guardias abrieran la puerta, para dar paso a otros guardias de rostro adusto, se despidió de ellos con un gesto de la mano y se dirigió al salón de la Hoja de Grifo, donde permanecía el rey.

Había Dragones Púrpura por todas partes, vigilando con el acero desnudo en la mano a todos los presentes, desde los clérigos hasta los magos guerreros que velaban al enfermo, así como a los nerviosos nobles a los que también escoltaban uno por uno hasta donde reposaba la figura pálida del rey. Al igual que Thomdor, su majestad también había despertado aquella mañana, pero había permanecido más callado por temor a la enfermedad que corroía a ambos.

Había una especie de ansia en la atmósfera de palacio, la tensión fruto de la espera. Los nobles de medio reino, y más de un rico mercader de Suzail que estuvo dispuesto a sobornar al noble de turno para que lo introdujera en la burocracia de palacio, se habían reunido para presenciar la muerte de Azoun. Habían ido allí para ver al rey de cerca —más cerca de lo que muchos lograrían verlo en toda su vida— y para susurrar plegarias y deseos de recuperación a su majestad, con la esperanza de ser recordados en el testamento real, al igual que lo serían sus descendientes y vecinos. «Azoun conversó conmigo en el lecho de muerte, ya sabes, y yo le dije que…». Sin embargo, la mayoría se había reunido para ver morir al rey.

Si la guerra civil o la invasión de bárbaros dispuestos a arrasar el reino son conceptos que carecen de fundamento, lo mejor, lo más emocionante, sería estar justo allí cuando aconteciera cualquier suceso capaz de convulsionar toda Faerun.

Quienes realmente sabían qué era necesario para agitar la situación de toda Faerun, pensó Vangerdahast, se armaban a la carrera y patrullaban sus posesiones u ocultaban todo aquello que apreciaban, sin preocuparse de cotillear en las largas colas que surgían de las puertas de palacio, a la espera de poder entrar. La frase «¡el rey agoniza!» se había extendido de una punta a otra de Suzail apenas unas horas después del regreso de la partida de caza, y a la corte la habían encerrado —seguía encerrada— al lado de gente que exigía, que rogaba, que insistía y sobornaba para abrirse paso y poder ver al soberano… mientras aún lo fuera. Siempre cabía la posibilidad de que alguien armado con un cuchillo o un hechizo suicida intentara asegurarse de lo que el abraxus no había logrado hacer… aún, y por ello habían dispuesto toda una cohorte de hechizos para proteger la vida del rey.

«De hecho —pensó malhumorado el mago de la corte—, todos nosotros tendríamos que estar vigilados con tanto noble que entra y sale. O en lugar de entrar, ¿no sería más adecuado decir colarse?». Esa reflexión lo llevó casi a topar con la nariz alargada de un noble que en ese momento zarandeaba al rey, un soplagaitas que no parecía dispuesto a permitir que el regente, por muy comatoso que estuviera, se interpusiera en el camino que conducía a la búsqueda de favores personales. Blundebel Eldroon, perteneciente a la, así denominada, nobleza menor de Marsember, eso si no le fallaba la memoria…

—Majestad —dijo Eldroon en tono apremiante—, si al menos viera lo necesario para firmar…

—Hoy el rey no firmará nada —dijo Vangerdahast, con aplomo—. Hoy está nublado.

—¡Váyase, viejo! —repuso el noble, levantando la mirada con el ceño fruncido—. Es con el rey con quien estoy hablando, y sepa que soy un noble muy importante, por no mencionar…

—Su condición de bufón del reino es sobradamente conocida por todos, Blundebel Eldroon, entre otros… apelativos menos obsequiosos —interrumpió el mago—. Fuera. Vuelva cuando mejore el tiempo.

—¿Cuando mejore el tiempo? —repitió el noble—. ¡Guardias… llévense a este chiflado!

Un Dragón Púrpura, alto y musculoso como las grupas de un caballo, torció el gesto, envainó la espada y cogió obedientemente a Blundebel Eldroon del hombro y de un brazo, para levantarlo en el aire y llevarlo a una puerta lateral.

—Pero ¿qué…? ¡Eh! ¡Eh! ¿Puede saberse qué hace? —preguntó a grito limpio el noble marsembiano.

—Me llevo al chiflado, tal y como se me ha pedido que haga —respondió secamente el guardia. Un segundo antes de abrirse la puerta, Blundebel pudo ver cómo los demás guardias se reían disimuladamente de él, momento en que se abrió la puerta que daba a una escalera de mármol y lo soltaron del brazo. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba volando por los aires en dirección a aquella escalera llena de escalones sólidos y duros, que no tardó en dejar atrás, igual que su conciencia. El estruendo que hizo al caer y los gritos de dolor fueron ahogados por las risas de los guardias.

Arriba, en el salón de la Hoja del Grifo, el siguiente noble sonrió incómodo al mago más poderoso del reino y decidió que lo mejor sería guardar silencio, y esperar un mejor momento para conferenciar con el soberano.

—¡Viejo amigo! ¡Según veo tu sombrero cambia de forma a voluntad! —exclamó Azoun, que sonrió levemente antes de fruncir el entrecejo, consciente por fin de lo que acababa de decir—. Tu sombrero… —repitió— cambia de forma. —Entonces hizo un gesto de negación. Estaba claro que por poca fiebre que pudiera tener, no era capaz de expresar sus ideas con la claridad suficiente. El rey intentó agitar un brazo, pero éste no pareció muy dispuesto a obedecer más allá de arrugar las sábanas de seda, sobre las cuales volvió a reposar flácido.

—Sí —admitió el mago con seriedad—. Obviamente mi sombrero es en realidad una bestia capaz de alterar su forma. Ya lo había pensado antes. Pero ¿cómo se encuentra hoy mi señor?

—Varias botellas de una bebida fuerte corroen mis entrañas —respondió Azoun lentamente, esforzándose por pronunciar cada una de las palabras, y cerrando una de las pestañas en un lento pero genuino guiño—. Es lo único que siento. Dedos… pies… nada. Una punzada de dolor aquí y allí, eso es todo.

Cerró los ojos un instante, y el mago pensó que el sueño se había vuelto a apoderar de él, como había hecho con el barón. Entonces el entrecejo de Azoun se arrugó, y volvió a abrir los ojos, observando a Vangerdahast con fijeza.

—Me estoy muriendo, ¿verdad? —preguntó el rey.

—No creemos que sea eso, pero todos esos nobles buitres sí —murmuró el mago a su oído—. Os ruego que intentéis decepcionarlos en mi lugar, ¿me haréis ese favor?

Azoun quiso reír, pero tosió de forma preocupante y respiró débilmente, fue casi un sollozo, para después hacer un gesto de negación.

—Quizá… tengan razón… al menos en esta ocasión —logró decir en un hilo de voz.

—¡Y una plasta de caballo! —exclamó Vangerdahast, frunciendo el entrecejo—. Majestad, aún no hemos descubierto nada para detener los efectos del veneno, pero apenas acabamos de empezar…

—Toda una suerte de mejunjes que supondrán una tortura, lo sé —replicó el rey, que pareció elevar el tono de voz, a medida que se concentraba en las palabras—: Peor que los nobles, al menos a su modo.

—Vuestro estado puede achacarse a algo originario de climas cálidos, o incluso a una sustancia procedente de otros planos de existencia —explicó el mago de la corte, que seguía murmurando—. Todos nuestros sabios… y también los arpistas, eso me han dicho, conferencian con los suyos en otras ciudades.

—¿Consultan con los suyos? —inquirió el rey, mirándolo a los ojos—. ¿No utilizábamos esa misma frase para escaparnos en un viaje relámpago a Arabel, donde bebíamos a nuestra llegada, y había mujeres por doquier con quienes compartir el brindis? Sí, hombre, ¿cuando éramos jóvenes y fuertes?

El chiste era tan flojo como débil estaba quien lo había contado, pero Vangerdahast rió aliviado. Un atisbo, al menos, del verdadero carácter de Azoun significaba que el rey no había perdido toda su esperanza.

Pero el monarca tenía mal aspecto, tenía el rostro verdoso y había dejado caer la cabeza a un lado, sobre la almohada.

—Así que… agotado… cansado —respiró con dificultad, mientras su voz se perdía en el silencio. Un latido después estaba completamente dormido, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada a un lado.

—Necesita descanso, ¿verdad? —preguntó el mago a los clérigos que en ese momento se dispusieron a tomar el pulso y poner una mano en la frente del rey.

—Pues claro —espetó uno de ellos, uno bajito cuyo rostro casi siempre quedaba oculto por un generoso mostacho—. ¿Quién podría curar a nadie en paz, con todo lo que sucede por aquí? —Señaló con gesto impaciente la larga cola que esperaba para ver al rey, a todos los nobles que andaban de cháchara.

—En términos generales, debo decir que estoy de acuerdo —dijo otro, volviéndose hacia Azoun—. Pese a todo, tal vez sea mejor que el rey hable con esta gente, al igual que ha hecho con usted. La conversación lo obliga a recurrir al ingenio, sobre todo si se sacan a colación temas de su interés, o de los que no haya oído hablar en un tiempo.

—¡Tonterías! —exclamó el primero de los clérigos—. ¡No se ha dado en la cabeza, ni se ha golpeado contra una maza! ¡Es descanso lo que necesita, no conversación! Yo…

—La comprensión que tiene del estado de salud de su majestad resulta cuando menos…

—¡No estoy de acuerdo con ninguno de sus puntos de vista! Nosotros los de…

Vangerdahast llevó la mano al bolsillo de su cinturón, pero en lugar de tirar del silbato, sacó una piedra lechosa. Sostuvo la piedra mágica en alto, de la que surgieron unos rayos brillantes de luz, logrando atraer la atención de todos los clérigos presentes, haciéndolos callar.

La fuente de aquella luminosidad cegadora permaneció inmóvil con los brazos en jarras observándolos a todos ellos con el entrecejo fruncido.

—Si el rey se despierta y quiere hablar con ustedes, o con cualquiera de estos nobles, permítanselo. Si quiere que lo dejen en paz, encárguense de que así se haga. Si alguno de los nobles intentara despertar al rey o se quejara por tener que esperar tanto a que despierte, échenlo.

—¿Echar a un noble del reino de esta estancia? —inquirió uno de los clérigos, pestañeando—. Señor mago, todo esto es de lo más…

—Lo sé —respondió Vangerdahast levantando la palma de la mano en un gesto autoritario—. Ésa es la razón de que estos buenos caballeros de los Dragones Púrpura se encuentren presentes, para ejecutar mis órdenes y traer jergones y cojines para todos aquellos nobles que deseen hacer noche aquí y defender su valiosa plaza en la cola. —Se volvió lentamente para cruzar la mirada con los soldados, que a su vez asintieron y sonrieron satisfechos; algunos incluso rieron sin ningún disimulo—. En caso de que algún noble tuviera alguna queja formal que hacer, o intentara desobedecer mis órdenes, envíenlo a hablar conmigo… personalmente. —Se volvió de nuevo hacia los clérigos, y añadió malhumorado—: Será mejor que resuelvan antes sus problemas de sucesiones o titularidad con los de su calaña.

»¿Alguien alberga alguna duda respecto a lo que acabo de decir? —preguntó, mirando a los ojos, uno a uno, a los clérigos—. ¿Alguien cree que podría malinterpretar mis órdenes o especular sobre lo dicho? ¡En tal caso, espero que lo diga!

El silencio fue su única respuesta.

—Thanorbert, despache algunos pajes para que se repartan entre los nobles y comuniquen cuanto acabo de decir —ordenó a uno de los guardias, sonriendo fríamente—. No olvide enviar algunos de sus hombres para que no los maltraten. Cualquier noble que ponga un solo dedo encima de cualquiera de los pajes será arrojado al suelo, y azotado una sola vez en el trasero con la funda de la espada, pero que sea un buen golpe, antes de echarlo de palacio, con lo cual perderá su lugar en la cola. ¿Entendido?

—De sobra, señor —respondió el veterano Dragón Púrpura a su espalda—. Cumpliremos de forma entusiasta con sus órdenes… al pie de la letra.

—Excelente —dijo el mago de la corte, antes de abandonar la estancia sin volver la vista atrás. Pasó por el Horuenblow Bower, una de las muchas salitas de estar del palacio, adornada con macetas y cortinas tejidas. No dirigió la palabra a los cocineros y sirvientes que se habían reunido allí para preparar la comida a los magos guerreros, a los soldados y a los clérigos que cuidaban del rey. Taciturno, el anciano mago no prestó atención a los saludos y las preguntas, y se apresuró a través del Mirror Bower, a lo largo del salón de los Héroes, flanqueado por estatuas. Aquel salón, por lo general silencioso, estaba atestado de nobles que esperaban, además de un trío de Dragones Púrpura que caminaban arriba y abajo resolviendo alguna que otra discusión y devolviendo a su lugar a quienes intentaban colarse. Muchos fueron los nobles que llamaron la atención del mago, aunque no tardaron en comprobar que los soldados estaban dispuestos a facilitar el paso que los nobles pretendían impedirle.

Vangerdahast agitó la cabeza en un gesto de tristeza ante el caos que se ofrecía frente a su mirada, las burlas, las riñas, las posturas… ¿Acaso era aquélla la mejor muestra de sangre noble que destilaba la tierra de Cormyr? Pero no aminoró el paso. No tardó en llegar al extremo de la alfombra de color púrpura, donde la última pareja de estatuas guardaban tres puertas que conducían al exterior de la sala.

El mago se dirigió a la puerta de la izquierda, para entrar en la sala Argéntea, y llevar la mano a la bonita cadena que guardaba de su cinturón, y de la cual colgaba una llave. Volvió a bajar la mano cuando vio a un desconocido esperándolo; no tenía nada en las manos, pero iba enfundado en una armadura de combate manchada, maltrecha, y lo custodiaba una pareja de Dragones Púrpura.

—¿Sí? —se limitó a preguntar, en un tono rayano al desafío.

El de la armadura se inclinó tieso como un palo, con el esperado ruido de la armadura, y se llevó una mano al pecho al tiempo que decía:

—Eregar Abanther, siervo de Tempus. —Al ver que Vangerdahast asentía, el clérigo añadió—: Hemos preparado el cadáver del duque para que descanse, señor mago. —Levantó una mano para señalar los muros que lo rodeaban, y preguntar con suma educación—: ¿Dónde…?

—Le estoy muy agradecido, hermano de la espada —respondió el mago, muy serio—. Hagámoslo de forma adecuada. Algus de las Llaves, le haré a usted entrega de la espada del duque. Cójala y que lo acompañen cuatro de sus hombres más fuertes, y de altura similar, para repartir el peso. Encárguese de que haya más clérigos de Tempus con antorchas encendidas, para que sirvan de escolta. Encargue a los porteadores que bajen el escudo de honor de Bhereu de la galería de Valientes, Algus le mostrará dónde se encuentra, y llévenlo en procesión solemne a donde se encuentra el cadáver del duque, sin olvidar su espada envainada. Entonces recen cuantas plegarias considere Tempus oportunas, y que dispongan del duque.

—¿En el acto?

—Llévelos usted mismo desde allí —respondió Vangerdahast, haciendo un gesto de asentimiento—. Que caminen despacio, con campanadas incluidas, por todo palacio, de modo que los Dragones Púrpura junto a los que pase la comitiva puedan saludarlo espada en alto, después a la corte, y desde allí a la antesala de Mármol. Un féretro espera su llegada en esa estancia. Deposítenlo con la Despedida del Guerrero.

—Así se hará, señor —dijo el clérigo de Tempus, inclinando la cabeza.

Vangerdahast se quitó un anillo de una bolsita que colgaba de su cinturón, y lo colocó en la palma de la mano de Abanther. Tenía grabado un motivo dorado en forma de león, e inscrito el número tres.

—Entregue este anillo al tesoro después de celebrarse la ceremonia —murmuró—. Recibirán instrucciones conforme deben entregarle a usted nueve mil leones de oro, mil por cada uno de los clérigos de Tempus que acompañen al duque.

—Tempus se lo agradece, señor —dijo el clérigo, con una nueva inclinación de cabeza.

—Y yo se lo agradezco a Tempus —respondió el mago, que sorprendió a Abanther con la respuesta tradicional, sólo conocida por los fieles al dios de la guerra. A continuación hizo un gesto de asentimiento a modo de despedida, y ordenó a los guardias que se retiraran. Salieron todos juntos, dejando a solas a Vangerdahast. Miró a su alrededor, y vio a dos sirvientes desarmados que custodiaban la puerta por la que había entrado. El mago asintió y murmuró una palabra que no había pronunciado desde hacía mucho tiempo.

De pronto se hizo una completa oscuridad, una oscuridad en la que sólo él podía ver. Uno de los sirvientes dio un grito de alarma, pero el mago de la corte no dijo una palabra a modo de explicación al hacerse con la llave que había cogido antes, dirigirse a un panel de la pared que muy pocas personas sabían que era una puerta, y abrirla con la llave mientras murmuraba un hechizo para mantener a raya al sortilegio que la guardaba.

Hubo un instante en que todo dio vueltas, en que se escuchó un zumbido agudo como de cuento de hadas, un temblor en el aire, y de pronto se encontró al otro lado. En la estancia que acababa de abandonar, la oscuridad desapareció de forma paulatina. Delante de él había un pasaje largo, custodiado por sendas filas de guardias inmóviles enfundados en una armadura completa. Vangerdahast caminó entre ellos hasta dejarlos atrás; permanecieron inmóviles como estatuas. «Los horrores del yelmo», los llamaban algunos. Lo cierto es que eran poco más que armaduras vacías, animadas por sus propios hechizos. Custodiaban una puerta que se abrió al tocarla él, una puerta que conducía a las cámaras Ocultas.

Los rayos de sol se filtraban en la estancia cómodamente amueblada que surgió ante su mirada. Estanterías de libros cubrían las paredes, y sobre una enorme mesa destacaban los mapas a todo color de los dominios del Dragón, desde Tunland hasta el lejano oriente en Vast. En medio de la sala había unas butacas cómodas de alto respaldo, y mesitas que rodeaban una alfombrilla de piel de dragón que cedió bajo su peso, suave, cálida, cuando el mago de la corte abandonó el umbral de la puerta, situado en la pared que había al otro extremo de la chimenea, decidido a acercarse a las dos personas que permanecían sentadas, esperándolo. Uno era Alaphondar, sabio real de Cormyr, y la otra Filfaeril, la reina Dragón. Había pocas personas en todo el reino ante las que se arrodillara el mago, y lo hizo entonces con una reverencia sincera.

La reina Filfaeril Selzair Obarskyr había sido bendecida por los dioses, así como su descendencia, con unos gélidos ojos azules, pelo rubio, y un cuerpo de infarto —tanto era así, que allí donde fuera atraía todas las miradas de los hombres, y también las de algunas mujeres—. Tenía una figura delgada, y la piel de alabastro. Sin embargo, lo que atrajo el interés del joven Azoun, para quien no había precisamente escasez de pretendientes en cuestión de mujeres increíblemente bellas, no fue tanto su aspecto como su temple. Filfaeril era inteligente. Se daba cuenta de todo cuanto sucedía a su alrededor, y comprendía a las personas y las implicaciones mucho mejor que algunos de los sabios más reputados.

Su belleza excepcional había empezado a declinar, pero para quienes respetaban la inteligencia y el coraje —y Vangerdahast era uno de ellos—, no había hecho sino ganar en atractivo. Su pose y dignidad seguían atrayendo aquellas miradas que tan sólo recalaban en la belleza; lo único que delataba la pena intensa que sentía ante la inminente muerte de su marido eran las ojeras que servían de base a sus ojos azules. Proporcionaban a Filfaeril un aire de vulnerabilidad, y era obvio que lord Alaphondar se sentía afligido por ella, aunque Vangerdahast recordó cuán a menudo la reina había ganado al Dragón de Cormyr sobre el tablero de ajedrez.

—Levántate, viejo y leal amigo —dijo en voz baja—. Entre todos los hombres, tú eres el reino que tanto Azoun como yo servimos. Necesito de tu consejo y fortaleza, no tanto de tu cortesía.

—Gran señora, mi cortesía es mi fortaleza —respondió Vangerdahast, levantándose.

Ella asintió, y en sus ojos relampagueó una expresión de reconocimiento y conformidad a sus palabras.

—¿Qué nuevas traes? —preguntó la reina.

—Toda Suzail, y probablemente la mayor parte del reino a estas alturas, puesto que tengo la certeza que ha corrido la noticia tanto a Arabel como a Marsember, habla de la locura de vuestra majestad, de la pena que la aflige y de que os habéis recluido en Estrella del Anochecer. En las primeras horas de la mañana alguien descubrió una trampa de dagas voladoras y cerca de una docena de horrores del yelmo en el templo de Lathander, donde supuestamente debía refugiarse vuestra majestad. Fueron directamente y a cara descubierta al apartamento particular asignado a la hechicera de guerra que se hace pasar por vos, mi reina, cobrando las vidas de diversos clérigos y de toda la guarnición de Dragones Púrpura que destacamos. Una espada al completo de caballeros bregados, veteranos nombrados nobles por el rey, no reclutados de entre las familias de sangre noble del reino, estaban asignados a este apartamento privado e hicieron lo posible por proteger a la dama que creían su reina. Cuatro perdieron la vida; los supervivientes están convencidos de que las construcciones a las que combatieron, a las que se vieron obligados a matar para vencerlas, las dirigía alguien capaz de observar en todo momento el desarrollo del combate.

—En estos tiempos en que cualquiera puede alquilar los servicios de la magia —reflexionó Filfaeril, encogiéndose de hombros—, prácticamente cualquier persona en el reino, excepto los granjeros y los leñadores, pueden estar involucradas en un ataque de esta naturaleza.

Los dos hombres respondieron con un gesto de asentimiento.

—Lo que está claro, gran reina —dijo crudamente Alaphondar—, es que alguien está dispuesto a pagar una fortuna para acabar con la estirpe de los Obarskyr, o que al menos el trono lo ocupe una joven de fácil compromiso, que pueda ser manipulada.

—La seguridad exige que desaparezcáis durante un tiempo —añadió Vangerdahast. Filfaeril lo miró brevemente a los ojos.

—Es una sabia decisión —dijo finalmente—, pero, mis señores, debo advertirles que si las palabras de Alaphondar son ciertas, conclusión muy acertada y con la que estoy de acuerdo, ustedes dos corren tanto peligro como yo. Si hay alguien dispuesto a influenciar a Tanalasta o a Alusair, esa misma persona se ocupará de retirar de la escena todos los puntales y consejos que pueda tener.

—Para mí, desaparecer en este momento sería dejar el reino en manos ajenas y rendir el trono al primero que lo coja —respondió el mago de la corte, encogiéndose de hombros—. No conseguiríamos otra cosa que precipitar el reino en el caos más absoluto, del que se aprovecharían los codiciosos e, inevitablemente, la situación desembocaría en una guerra entre aspirantes al trono. Además, si todos desaparecemos, una persona observadora no tardará en llegar a la conclusión de que nos hemos escondido, e inmediatamente se desatará una caza y captura devastadora. —Hizo un gesto de negación y dio un paso al frente—. Sería como revivir el Tethyr.

»No, majestad —continuó—, nuestra única esperanza es hacer correr la voz de que hubo dos atentados en Estrella del Anochecer, y que el segundo alcanzó su objetivo, cobrándose vuestra vida, además de la de lord Alaphondar, mediante una bola de fuego o cualquier otra cosa que no deje ni los cadáveres.

—Mientras usted sigue en palacio para capear solo el temporal, corriendo un peligro mucho mayor que nosotros —repuso Filfaeril sin inmutarse, con una honda preocupación dibujada en la mirada.

—Mientras yo permanezco en la retaguardia —la corrigió Vangerdahast, esbozando una sonrisa—, disfrutando como un mancebo y observando a los desleales que pueblan el reino enfrentarse entre sí por el trono Dragón.

Algo parecido a una sonrisa se dibujó en los labios de la reina, aunque durante un breve instante.

—Casi lo envidio, señor —murmuró la reina—. De veras que me gustaría ver algunas de las cosas que sucederán en la bella tierra de Cormyr en los días venideros.

—¿Aceptáis mi plan, majestad? ¿Estáis de acuerdo en que debéis desaparecer durante un tiempo?

Filfaeril asintió.

—Sepan ambos que mi mayor deseo es permanecer junto a Azoun, tanto en la vida como en la muerte —respondió Filfaeril, haciendo un gesto de asentimiento—. De disponer el reino de la fortaleza necesaria y de un heredero al trono cuyo derecho nadie pudiera disputar, y que además estuviera dispuesto a aceptar la carga de la corona, yo misma ordenaría tanto a ustedes como a cualquier otro en la corte que facilitaran a mi marido una muerte lo más llevadera posible.

—Es una lástima que no podáis subir vos al trono —dijo el mago.

—Sí, es una verdadera lástima —respondió la reina—, pero tan sólo un heredero nacido Obarskyr puede regir el reino. Yo puedo ceñir la corona, pero no puedo reinar sin la presencia de mi marido. —Se levantó y dio dos pasos firmes hacia la chimenea—. El reino no está preparado para asumir la transición pacífica de un heredero legítimo, por muy legal que ésta sea… de modo que accedo a vuestro sabio plan, por la patria y la corona, por el soberano de Cormyr. —Su mirada estuvo perdida durante algunos latidos más de corazón, y después se volvió para mirar a Vangerdahast y a Alaphondar. Acto seguido se quitó la diadema que daba fe de su posición en la corte y la sostuvo ante sí. Los zafiros relampagueaban ante la caprichosa luz que despedía la chimenea—. Hagan cuanto crean necesario.

—Señora reina —se inclinó Vangerdahast—, mi intención es enviaros a vos y al sabio real a Aguas Profundas, disfrazados mediante la magia, a un lugar donde unos magos de guerra que son leales al reino ya se han instalado para cuidar de vos. —El mago y lord Alaphondar intercambiaron fugazmente una mirada; a espaldas de la reina, el sabio asintió de forma imperceptible—. Si vuestra mano tocase el jarrón que hay sobre ese plinto de allí, y a continuación pusiera la corona en su interior, ésta se hundiría en el metal y permanecería oculta a todas las miradas gracias a la magia del jarrón. Sólo al meter vuestra mano de nuevo en el jarrón podréis recuperarla.

La reina siguió sus instrucciones sin titubear. Pero al volverse, Alaphondar había desaparecido y en su lugar había un hombre con la cara marcada por la viruela, un tipo robusto y mayor con aspecto de mercader, y la ropa manchada de comida. El mercader inclinó la cabeza ante ella y sonrió, mostrando una boca a la que faltaban muchos más dientes de los que había perdido hasta el momento el sabio de la corte.

—¿Y cómo se supone que debo llamarlo ahora, Alaphondar? —preguntó la reina con una leve sonrisa.

—Ah, veamos: «gusano», «marido inútil» y «viejo estúpido» servirán —respondió el mercader—, pero me llamo Flammos Galdekund, y vuestro nombre es Aglarra, mi reina.

—¿Y a los vecinos no les sorprenderá ver nuevos habitantes en la casa o apartamentos que hayan ustedes escogido? —preguntó Filfaeril, enarcando las cejas.

—De ninguna manera, señora —respondió Vangerdahast—. Tanto Flammos como Aglarra son personas reales, y puesto que su equipaje los precede desde el muelle, se espera su vuelta hoy mismo de unas largas vacaciones en el sur de Amn, adonde fueron para tomar los baños en aguas curativas en el Balneario de Iritue, porque vos estabais tan enferma que perdisteis la memoria e incluso os cambió la voz.

—Supongo que, por muchas aguas que tomara, tengo el mismo aspecto desarrapado y soy tan gruñona como siempre —dijo la reina, esbozando una sonrisa.

—Vuestra majestad demuestra la misma inteligencia y sabiduría de siempre —dijo el mago de la corte, inclinándose ante ella.

Filfaeril rió a gusto, lo cual la hizo parecer una mujer mucho más joven, y entonces levantó ambos brazos.

—Entonces, cámbieme a mí también. ¡Tengo la sensación de que voy a disfrutar de esto! —Entonces frunció el entrecejo—. ¿Hay servicio, o Flammos tendrá que hartarse a comer perdiz, patatas, cebolla y cocido de champiñones? Creo que son las únicas cosas que sé cocinar.

—Habrá servicio, gran señora —respondieron los dos al unísono, burlándose jocosamente de su comentario. Flammos se rascó de forma visible y añadió—: Pero, oh reina de mi corazón, quizá podáis explicarles cómo preparar vuestros guisos, porque ya sabéis: lo más probable es que nunca estén las cosas a vuestro gusto.

—Cámbiame, Vangey —pidió casi en tono de súplica, riendo ante estas palabras.

—Perderéis parte de vuestra altura y elegancia —advirtió el mago—, y casi toda vuestra increíble belleza.

—Entendido —dijo ella—. ¿Cuánto debo esperar? Transfórmeme para que podamos irnos, antes de recordar la de cosas que tendría que recoger de mis dependencias y empiece a dudar de la decisión que he…

Vangerdahast tocó su mano, su pie, su pecho y su frente, dio un paso atrás y con mucho tiento murmuró un hechizo largo y elaborado. Se produjo un súbito centelleo de luz, y la reina Dragón desapareció.

En su lugar, una mujer más bajita y de aspecto hombruno con una impresionante barriga, un corpiño que no le iba a la zaga y una barbilla respingona y enorme lo observó desde donde lo había mirado la reina.

—¿Y bien? —preguntó, después de toser aposta—. ¿Sería una buena idea pedirle que me alcanzara un espejo?

Vangerdahast negó con la cabeza. La reina asintió con rudeza, dio algunos pasos experimentales, meneó las caderas al observar la inclinación de su cuerpo, y estampó los pies contra el suelo.

—Estupendo —dijo malhumorada—. Preparada. Hum… dime, marido mío, ¿necesito un afeitado tanto como parece? —preguntó con desenfado, acariciándose la barbilla al acercarse Flammos a cogerla del brazo.

Ambos hombres rieron hasta estar a punto de ahogarse, momento en que Vangerdahast se las apañó para coger su mano y besarla.

—Según parece, ansiáis el momento de convertiros en el terror de los jovencitos de Aguas Profundas —señaló—, de modo que me despediré de ambos por ahora, y…

—¡Bien! —exclamó Aglarra Galdekund, librando su mano del mago y gruñendo malhumorada. Entonces lo cogió de las orejas con fuerza, y lo arrastró hacia abajo hasta que tuvo el rostro del mago a su altura y pudo estampar un beso en sus labios. Después de besarlo, dijo apenas a unos centímetros de su cara—: Vele usted por el reino por nosotros, señor mago, al igual que nuestros pensamientos velarán por usted. Cuídelo y manténganos a todos a salvo.

—Señora —replicó Vangerdahast, que de nuevo volvió a mostrarse muy humilde—, así será. —Dio un paso atrás y murmuró—: Ahora no se muevan. —Se despidió de ellos con la mano, y lanzó el hechizo.

Un halo luminoso envolvió a los Galdekund mientras permanecían de pie sobre la piel del dragón, junto a la chimenea. La luz resplandeció con una súbita intensidad, y cuando se difuminó, ambos habían desaparecido con ella.

El mago de la corte movió la cabeza cansado mientras se dirigía a la silla más cercana, donde se hundió agradecido al descubrir que Filfaeril había olvidado allí un precioso vasito, además de su frasco de plata. Lo sostuvo en alto, y creyó percibir al tacto el calor de su cuerpo, y como para confirmarlo se llevó el frasco a la nariz para… sí, aún se olía el perfume de la reina. Sonrió y abrió el frasco. Dios, qué cansado estaba.

Era vino de especias: ¡Tethyrian tanagluth, su favorito!

—Gracias, mi señora —murmuró en voz baja, vertiendo el líquido en el vasito con mucho cuidado.

Al llevarse el vaso a los labios, Vangerdahast sorbió suavemente junto al fuego que recorrió su garganta, y pensó en los días venideros. Azoun había sido —no, no, aún era— un buen rey… quizá demasiado bueno. Incluso durante la cruzada pocos pensaban que podía morir. Se habían hecho pocos planes en tal caso… planes que debieron contemplarse.

No sabía cómo, pero el vaso estaba vacío. Vangerdahast extendió la mano para coger el frasco. ¿Acaso se había producido alguna vez un cambio de poder tan repentino y peliagudo como aquél?

¿Y sería cierto mago de la corte lo bastante fuerte como para hacer lo que debía?