14
Alumna
Moriann, Tharyann, Boldovar el Loco, Gantharla, Iltharl…
El mago anciano chasqueó la lengua ante lo que acababa de oír.
—Moriann, Tharyann, Boldovar el Loco, Iltharl, Gantharla, Roderin el Bastardo, Thargreve…
—¿Qué Thargreve? —interrumpió Baerauble.
—Thargreve el Menor —respondió Amedahast, ante lo cual el mago asintió y permitió que continuara con la particular catequesis de monarcas de Cormyr.
Baerauble era uno de aquellos maestros empeñados en las virtudes de la memorización y la repetición, tanto si el tema versaba sobre historia como sobre teoría de la magia. Amedahast lo odiaba. Las cabezas coronadas, las familias nobles, las tierras que limitaban con el mar de las Estrellas Fugaces, las tierras de antes, las de ahora. Las historias pasadas y presentes, aburridas todas ellas, que conformaban la leyenda cormyta. Toda la basura que debía aprender para que pudiera ejercer en calidad de escriba y aprendiz en la corte del rey Anglond.
Por aquel entonces Baerauble necesitaba un escriba. El mago estaba tan delgado como un esqueleto, y su cabeza era lisa como la superficie de un cristal. El único cabello que le quedaba apenas se componía de algunos pelos blancos y largos que señalaban el lugar que habían ocupado su barba y sus cejas. Para caminar necesitaba ayudarse de un nudoso bastón, y tenían que llevarlo en silla de un lugar a otro, eso por no mencionar lo agotadora que era para él la tarea de lanzar hechizos. Como mínimo necesitaba un asistente, y a ser posible un heredero. Cormyr siempre había disfrutado de un mago supremo en la corte. De hecho, iba a necesitar uno en los días venideros.
Sería Amedahast, llegada de la lejana Myth Drannor a petición de Baerauble. La joven llevaba la sangre de Baerauble en las venas. Era delgada de constitución y tenía un rostro anguloso; su melena pelirroja colgaba a media altura de su espalda, recogida en una coleta.
Ella aseguraba que era descendiente de Baerauble por la relación que había mantenido éste con un ancestro de raza élfica de la familia, llamada Alea Dahast. Esa historia es la que quería oír, la del humano y la elfa que se habían enamorado nada más verse, y la vida de aventuras y peligros de los que se habían salvado mutuamente, una y otra vez. No esa aburrida repetición de hechos y listados.
—Para servir bien a Cormyr, antes debes comprenderlo —dijo el mago con voz ronca—. Los hechos son simples herramientas con las que debes familiarizarte, para que, al emplearlas, puedan serte útiles.
Amedahast era completamente humana, era el resultado de años y años de sangre humana en la que se habían diluido poco a poco los rasgos élficos. Sin embargo, su aspecto era temible, sobrenatural, un aspecto al que esperaba sacar partido, parecer más peligrosa de lo que era en realidad. Una lección que Baerauble no tenía que enseñarle era que para parecer un hueso duro de roer no tenías por qué ser un guerrero.
La clase magistral se prolongó hasta bien entrada la tarde. Grandes batallas. Las armas legendarias del reino, empezando por la espada del primer soberano Faerlthann, de nombre Ansrivarr. Cuántas veces se había separado Arabel del reino (tres) y en cuántas ocasiones habían abandonado a la rival Marsember (dos). La leyenda del Dragón Púrpura y las veces que lo habían visto recientemente.
También la adiestraba para la magia. Visualización y meditación. Escuelas de hechizos y teorías. Ingredientes necesarios y sustitutivos adecuados. Runas personales e interferencia divina. Amedahast se preguntó si alguna vez vería el país por cuyo bien, al menos eso se suponía, estaba siendo adiestrada.
A media tarde, el rey envió un mensaje a Baerauble. Refunfuñando, el anciano mago se subió a la silla y, tras soltar un gruñido a los porteadores, se dirigió a la sala donde era esperado. Sus últimas palabras a Amedahast, antes de doblar la esquina y desaparecer, fueron que estudiara la lección de geografía. Su alumna asintió obediente y siguió mirándolo hasta que lo perdió de vista. Sus gritos, ahora incoherentes, a los porteadores continuaron escuchándose al menos durante otro minuto.
Amedahast sacó los pergaminos de rigor y los contempló durante unos veinte minutos antes de empezar a pestañear, a removerse inquieta en la silla y a ser consciente de que no había asimilado ni un solo dato en todo ese tiempo. Sus ojos registraban palabras y descripciones, pero debía de haber una especie de trasgo empeñado en cazar al vuelo el conocimiento antes de que alcanzara su mente y su memoria. Suspiró profundamente y miró por la ventana. Era una tarde de principios de primavera, y los manzanos que se extendían al otro lado del seto empezaban a florecer.
Amedahast plegó los pergaminos y miró por la ventana durante otros veinte minutos. Baerauble le había ordenado que estudiara aquellos pergaminos de geografía, pero no había dicho que tuviera que estudiarlos allí.
Recogió los pergaminos y los guardó en una pequeña bolsa, junto a un par de panecillos de la despensa y una botellita de vino dulce, y abandonó las habitaciones del mago.
El torreón originario se había extendido con cierta gracia a lo largo de las colinas que dominaban Cormyr. La mayoría de los aristócratas, cortesanos y burócratas habían sido desterrados hacía un centenar de años como castigo por una rebelión o alguna intriga, de modo que ahora ocupaban una maraña de construcciones de piedra que había en la base de la colina, y a la que todos denominaban la corte de la nobleza, o, simplemente, la corte. El torreón servía de hogar a la familia real, acogía las oficinas más importantes del Estado, el tesoro y la casa de la moneda, y también al mago de la corte. El castillo Obarskyr se elevaba sobre el territorio circundante, al igual que los propios Obarskyr.
Amedahast pasó por alto la ciudad de piedra y se dirigió en dirección opuesta, descendiendo por el otro lado de la colina. Aquella parte ofrecía un paisaje más pastoril, constituido en su mayor parte por jardines cuidados. Manzanos, perales y melocotoneros formaban dispuestos en hileras perfectas a un lado, y también había amplios y empinados caminitos de rosas, caléndulas y lilas chaparras. También vio un jardín acondicionado a la manera de un laberinto, un patio blanqueado y un estatuario en expansión, algunas de cuyas piezas las habían importado de la mismísima Myth Drannor. En la distancia, recortados por encima de las copas de los árboles, distinguió tejados de tejas coloreadas, los hogares de algunos de los nobles de mayor rango. Allí vivían los Truesilver, los Crownsilver, los Huntsilver, rodeados por el centelleo que despedían los hogares de las familias menos importantes: los Turcassan, Bleth y los prósperos Cormaeril y Dheolur.
Amedahast decidió dirigirse al patio. Desde allí se tenía una magnífica vista de toda la zona circundante y podría advertir el regreso de Baerauble. Al acercarse, torció el gesto sólo de pensar en lo que tenía que estudiar, y sacó un pergamino de la bolsa.
Fue en aquel preciso instante cuando se golpeó contra él al doblar una esquina con la cabeza gacha, hurgando con una mano entre los pergaminos que llevaba en la bolsa. Él había rodeado una estatua en dirección opuesta, y toparon con fuerza.
Amedahast retrocedió tres pasos como si acabara de chocar contra una pared enorme. Cuando estaba a punto de caer, unas manos firmes y rápidas la cogieron con fuerza de los hombros.
—Lo siento… ¿se encuentra bien, buena señora? —preguntó el joven.
Amedahast recuperó pie, y apartó aquellas manos de sus hombros. Era tan alto como ella, ancho de espaldas. Su rostro ofrecía una expresión afable y su sonrisa parecía enmarcada por los primeros indicios de una barba incipiente. Vestía pantalones de montar y una amplia camisa blanca; en la cadera, a la derecha, ceñía una espada de hoja ancha y corta. En su frente lucía una corona fina, una cinta dorada que carecía de grabados o joyas.
—Podrías mirar por dónde vas —le reprochó Amedahast mientras asimilaba la información de cuanto acababa de ver, sobre todo la corona, que sólo lucían los miembros de la familia real de Cormyr, según aseguraban los libros, tales como príncipes o princesas. Como en ese momento en Cormyr sólo había un príncipe…—, si no es molestia, alteza —añadió consciente de a quién se dirigía.
—Lo intentaré —dijo el joven príncipe, cuya sonrisa se hizo más amplia. Amedahast se sonrojó. Su primer encuentro con un miembro de la familia real, y no se le ocurría otra cosa que regañarle. Aunque según contaba Baerauble, gritar al rey parecía formar parte del deber del mago de la corte.
El joven no se despidió.
—¿Puedo preguntar qué haces en el jardín real? —A la joven le sorprendió la suavidad de su voz. Había dado por sentado que alguien tan musculoso tendría una voz cavernosa, de barítono, pero allí estaba aquella voz modulada y suave.
—Es… estudiaba unos pergaminos por orden de mi señor Baerauble, y pensé que sería mejor hacerlo al aire libre —empezó a decir Amedahast antes de callar, al sorprender en el joven una mirada de sorpresa y regocijo.
—¡Conque tú eres el proyecto secreto de ese viejo espantapájaros! —exclamó—. Los sirvientes llevan haciendo conjeturas sobre ti las dos últimas semanas. Eres la figura misteriosa que Baerauble introdujo a escondidas en el castillo en plena noche, y que ha mantenido oculta en sus estancias. Algunos aventuraban que eras una criatura de los abismos, y que el viejo estaba dispuesto a vender el reino a cambio de la vida eterna, y otros decían que eras una diosa que había arrancado de las mismas fauces del Dragón Púrpura. Por lo visto los rumores se acercaban más o lo segundo que a lo primero.
Amedahast fue consciente de que lo que al principio era un leve sonrojo iba adquiriendo la tonalidad del tomate. Al menos éste podía dar algún juego a los cortesanos de lengua afilada de la Myth Drannor de los elfos.
—No creo que tenga nada que ver con ninguno de los dos —dijo, convencida—. Tan sólo un aprendiz que lord Baerauble ha tenido a bien elegir. Es cierto que llegué en plena noche, pero no fue algo premeditado.
—¡Ah! —exclamó el joven, asintiendo y esbozando una sonrisa. Después, en tono teatral y grandilocuente dijo—: Respetad el primer mandamiento de Baerauble, a saber: ¡Nada es coincidencia, si en algo está relacionado con magos, y en particular con el mago de la corte!
—No creo que pueda decir que me tenga encerrada, aunque a veces tenga esa sensación —continuó Amedahast—. Ha estado muy ocupado enseñándome la historia y las costumbres de estas tierras, antes de presentarme ante la corte. —Entonces extendió el dorso de su mano, y añadió—: Soy Amedahast, mago pasable de Myth Drannor, aprendiz de lord Baerauble, hechicero supremo de Cormyr.
El joven hincó una rodilla en tierra, gesto que a Amedahast casi le provocó un ataque al corazón. Cogió su mano con decisión y estampó un beso en el dorso. Su aliento era cálido y sus labios suaves.
«Sí —pensó—, confirmado, éste daría juego a los cortesanos elfos».
La suavidad de sus modales se vio compensada por la sonrisa torcida que dibujaron sus labios al incorporarse. Era la sonrisa del cachorro feliz, tanto era así que Amedahast casi esperaba a que le colgara la lengua por la comisura de los labios.
—Me llaman Azoun —dijo—, es decir, príncipe Azoun, hijo de Anglond y descendiente de una cincuentena de otros reyes que se remontan hasta el propio Faerlthann, joven señor de Cormyr y fundador de la estirpe Obarskyr. Azoun Primero, puesto que doy por sentado que habrá otros.
—Lo sé —dijo Amedahast, que se inclinó levemente con la formalidad que requería la situación—. La corona os delata.
Azoun se llevó la mano a la fina corona que llevaba en la cabeza como si acabara de darse cuenta de que la tenía allí. Entonces volvió a sonreír.
—Tengo entendido que es cosa del título. Baerauble ha adiestrado a los Obarskyr de modo que por muchos pecados que cometan al escoger la indumentaria, siempre lleven el sombrero apropiado.
A Amedahast se le escapó la risa al imaginar a Baerauble eligiendo el guardarropa de la realeza.
—Si no fuera por eso, hubiera dicho que erais un soldado del castillo.
—¿Por esto? —Azoun levantó ambos brazos y agitó las amplias mangas de la camisa—. Tengo por costumbre montar a diario, más o menos a esta hora, y he aprovechado para dar un rodeo desde los establos al castillo.
—Comprendo. —Se impuso un breve silencio, que rompió Amedahast—: En fin, había venido a estudiar. Baerauble es un maestro muy exigente.
—¿Historia? —preguntó Azoun.
—Geografía —respondió ella, alejándose dos pasos por las escaleras—. Geografía local.
—Deja que te ayude —dijo el joven príncipe encogiéndose de hombros con un gesto exagerado—. Conozco muy bien toda la zona, lo cual es comprensible teniendo en cuenta que son las tierras de mi familia.
Amedahast esbozó una sonrisa y subió por los escalones decidida a encontrar un lugar en la parte posterior desde donde poder ver el castillo y a Baerauble cuando regresara. Azoun se tumbó a cierta distancia. Ella se sentó de lado en un banco, con las rodillas en la barbilla, antes de desenrollar el pergamino sobre su regazo.
—El prado del Soldado —dijo en voz alta.
—Un pedazo de tierra al noroeste de aquí —contestó Azoun.
—Que se emplea para adiestrar a los guardias de palacio y la milicia en todo lo relacionado con maniobras en el campo de batalla —asintió ella.
—En tiempos fue un enclave atacado por los trasgos, antes incluso de la fundación de Cormyr. Allí fue donde Keolan Dracohorn de Arabel se ganó a pulso el apellido de su familia al matar a un dragón azul, y también allí ordenó Gantharla a sus exploradores que acamparan cuando marchó sobre Suzail y asumió el trono cedido por su hermano.
Amedahast pestañeó. Lo del dragón azul recordaba haberlo leído en los libros, pero lo otro no.
—¿Y qué me decís de Arabel?
—Es casi tan antigua como Suzail —respondió Azoun—. En un principio era un campamento de leñadores, poblado por quienes seguían los movimientos migratorios de los elfos. Ha formado parte de Cormyr, de manera intermitente, durante trescientos años. Arabel solicitará su incorporación al reino, la conquistaremos o será absorbida a lo largo de una generación, pero para cuando llegue la siguiente se volverá inquieta y se rebelará contra la corona. En este momento forma parte de la nación, aunque como comprenderás siempre ha sido bastante independiente. Según un dicho de la corte, «un kobold rabioso sería capaz de llevar a Arabel a la rebelión». Lo cierto es que, si se los menciona, se muestran algo reticentes al respecto.
Así transcurrió la tarde. El joven príncipe era un pozo de conocimientos, aprendidos a lo largo de toda una vida de escuchar las historias que circulaban por la corte de Anglond. Resultó que Baerauble había enseñado bien al joven príncipe; Azoun se divirtió mucho al saber que el viejo espantapájaros seguía siendo tan exigente y pesado como siempre.
Amedahast compartió el pan que había llevado consigo, así como la botella de vino dulce, que pasó de uno a otro. Las sombras de la tarde se alargaron y la joven mago cayó en la cuenta de que hacía rato que se había olvidado de Baerauble. Lo más probable es que a aquellas alturas el anciano mago ya hubiera regresado, y se preguntara dónde en los Siete Cielos había desaparecido su alumna. Por supuesto, estaría planeando un castigo acorde con la gravedad de su falta.
Al pensarlo dio un brinco en el banco, que sorprendió a Azoun, quien hacía rato que se había acercado para despatarrarse a su lado.
—¡Debo volver! —exclamó Amedahast, mientras enrollaba los pergaminos a toda prisa y los metía en la bolsa—. El viejo… es decir, mi señor Baerauble hará que me arranquen la piel a tiras si se entera de que he estado mariposeando toda la santa tarde. —Echó a correr por las escaleras, que bajó de dos en dos mientras el príncipe se incorporaba para gritar:
—¿Nos veremos mañana? Estaré aquí después de cabalgar.
—Si no me cortan en pedazos o me encierran en una torre de palacio, aquí estaré —respondió Amedahast volviéndose y agitando la mano a modo de despedida, y siguió corriendo hacia las dependencias del mago, con los faldones de la túnica ondeando al viento.
Cuando llegó, encontró a Baerauble sentado en el banco, examinando un mecanismo complicado a través de unas lentes.
—¿Has estado estudiando? —preguntó el mago, sin levantar la mirada.
Amedahast esperó a recuperar el aliento para responder, no sin antes tragar saliva.
—Sí, lord Baerauble.
—Háblame, pues, de geografía.
—El prado del Soldado —empezó Amedahast después de respirar profundamente— sirvió en un principio como escenario de una masacre orca. Allí fue también donde la familia Dracohorn se ganó su nombre. Keolan Dracohorn mató a un dragón azul. Las ruinas de Marsember son lugar de refugio ocasional para los piratas, de modo que, de tanto en cuanto, se contrata en secreto a grupos de aventureros para que las limpien. Cuerno Alto fue la primera fortificación de los Cuernos Tormentosos, y sigue siendo la más importante, ya que suele contratar a enanos emigrados de Anauria para excavar la montaña.
Hizo una pausa para recuperar el aliento, y el anciano mago la interrumpió sin levantar la mirada.
—Muy bien, pero tu resumen resulta algo inexacto. Keolan Dracohorn encontró allí el cadáver de un joven dragón azul, hundió la espada en su cuerpo frío y después contó la versión de la historia que más le convino, versión que se convirtió en leyenda familiar. No todo a lo que llamamos historia es cierto. No lo olvides. Ahora ve a preparar la cena. Hablaremos de filosofía lathanderiana.
Amedahast hizo una respetuosa inclinación y se retiró a sus aposentos subiendo las escaleras de dos en dos. No pudo ver el rostro del mago al inclinarse de nuevo ante el ingenio mecánico, ni la amplia sonrisa que dibujaban sus labios.
Amedahast y Azoun se encontraron en el jardín cada tarde de aquel mes. Azoun siguió hablando de historia, de leyendas familiares, de chismorreos de la corte y de las costumbres locales.
—Ahora mismo, todos los nobles de segunda se encuentran en sus tierras para supervisar las cosechas. Hacia finales de mes empezarán a llegar a Suzail. Habrá una gran ceremonia que dura una eternidad, y en la cual cada familia presenta un listado de los triunfos obtenidos desde el final de la anterior estación de los nobles. Naturalmente, habrá toda suerte de intrigas y peleas para determinar quién de ellos se presenta el primero ante mi padre.
Amedahast habló al príncipe de la poesía élfica, de las noticias del mundo exterior, de antiguas leyendas de héroes y magos, y de las amenazas que acechaban las fronteras de Cormyr. Azoun permaneció sentado, sin quitar ojo a la joven mientras recitaba de memoria los poemas épicos y los sonetos de amor más populares en Myth Drannor.
Y al caer la tarde Baerauble le preguntaba qué había aprendido, y corregía los errores más destacables de la versión de Azoun. De vez en cuando ella discutía con el mago por algún pasaje concreto de la historia, y el mago explicaba por qué razón había sucedido como él decía, y por qué la otra versión, de ser cierta, hubiera implicado toda una serie de circunstancias que no habían concurrido. Amedahast le daba la razón, aunque casi siempre a regañadientes.
—Tú serás mi mago, ¿lo sabías? —le dijo una tarde, durante el estudio, Azoun, volviéndose hacia ella.
Amedahast se sorprendió al oírlo.
—Baerauble es el mago del rey. Yo tan sólo soy un aprendiz.
—Ese viejo espantapájaros es el mago de mi padre y ha sido el mago de la corte de Cormyr desde el inicio de los tiempos —admitió Azoun—. Pero jamás había tenido un aprendiz. Creo que empieza a acusar el peso de la vejez. Diría que está a punto de retirarse o de morir, o de hacer lo que hagan los magos ancianos. Tú serás mi mago.
La idea de convertirse en el mago real de Cormyr inquietó un tanto a Amedahast. Sí, pensó, probablemente disfrutaría al alcanzar semejante posición y ser objeto de tanto respeto. Pero Baerauble había sobrevivido a todos, a excepción de los elfos más ancianos, gracias a los poderes que le confería la magia. Incluso pese a estar tan frágil, parecía invulnerable, eterno.
Aquella noche, mientras cenaban, intentó sacar el tema a colación.
—Cormyr siempre ha tenido un rey, desde el principio —dijo el mago, asintiendo de forma imperceptible—. Pero también ha contado con un mago dispuesto a aconsejar, corregir y ayudar al soberano. Sin su mago, Cormyr no hubiera sido nunca una verdadera nación. Con el tiempo tú asumirás esa posición, aunque no será hasta dentro de un tiempo. Aún tienes mucho que aprender.
El mes terminó y empezó la estación de los nobles en Suzail, un breve lapso de celebraciones en la capital, antes de que la nobleza se enfrentara al veraneo. Amedahast fue presentada al rey Anglond y a la reina Eleriel, y juró lealtad a la corona sobre Symylazarr, la espada también conocida como Fuente de Honor. También fue presentada a la nobleza. Allí de pie, después de pronunciar el juramento, vio que tanto Baerauble como Azoun le dirigían una sonrisa, el primero con aprobación y seriedad, y el segundo con una sonrisa de oreja a oreja y cierto orgullo en la mirada.
Los festejos y diversiones eran más simplones que en la elegante corte de Myth Drannor, aunque disfrutaban de una vitalidad de la que carecían los elfos. Las danzas eran muy vivaces, y todo el desorden quedaba compensado por el entusiasmo. La misteriosa mago, alumna de Baerauble, estaba preciosa vestida de verde y con la melena pelirroja recogida en una trenza adornada de oro, y fue objeto de todas las miradas mientras bailaba con los vástagos nobles y charlaba con las hijas de la nobleza. Cuando toda aquella gente la observaba, sus miradas reflejaban ante todo curiosidad, pero también respeto e incluso miedo.
No le disgustaba en absoluto ni la atención ni el respeto. Una parte de su persona estaba convencida de que desaparecería con el tiempo, cuando ya no fuera esa maravilla llegada del norte, cuando asumiera el fardo de la responsabilidad. Pero de momento, su corazón surcaba los cielos con alas concedidas tanto por la alabanza como por la adoración de los presentes.
Entonces se percató de que Azoun no estaba.
Se le ocurrió pensar que el príncipe querría bailar con ella. Las demás testas coronadas estaban allí, así como el mago de la corte, por lo que su ausencia no se debía a un asunto de Estado. Se libró de un joven de los Turcassan que alardeaba de sus virtudes a la hora de matar osos, y salió en busca del atractivo príncipe.
Lo encontró en el jardín, junto a los árboles, pero no estaba solo.
Ellos no la vieron, pero Amedahast se acercó lo suficiente para ver a la pareja, ella con la cabeza apoyada en su regazo, él depositando uvas en la boca de ella, ya roja. Pertenecía a una de las familias nobles de menor categoría, quizá fuera una joven debutante de los Bleth. Lucía un vestido de corte sureño, con un escote demasiado atrevido, tanto que parecía algo indecente, y ajustado en las caderas. Por su mayor altura, Azoun podía disfrutar de una magnífica perspectiva de sus encantos.
Amedahast estaba también lo bastante cerca como para escucharlos, tanto la risita de la muchacha como las palabras del príncipe. Él recitaba poesía, y al final de cada estrofa la recompensaba con una uva.
Era poesía élfica. La poesía que Amedahast le había enseñado. Se dio cuenta de que estaba temblando, aunque aquella noche no fuera precisamente fría.
Amedahast giró sobre sus talones y regresó al castillo, donde parpadeaban las luces cálidas y el bullicio de fiesta animaba la brisa nocturna. Se detuvo en el umbral para llevarse ambas manos a la cara. No lloraba; eso ya era bastante.
Sin embargo, su rostro reflejaba sentimientos cuando entró en el recibidor. Estuvo a punto de tropezar con una noble anciana; a juzgar por las lecciones impartidas por el traidor de Azoun, pertenecía a la familia Merendil. Azoun la había descrito como una matrona vengativa, mezquina y anciana, y Amedahast creyó recordar que había sorprendido a Azoun de pequeño, mientras robaba manzanas.
Volvió a pensar en aquella historia. Lady Merendil tenía tres hijas. Lo más probable era que a Azoun lo sorprendieran con algo más que unas simples manzanas en las manos.
Lady Merendil observó de pronto a Amedahast con una mirada inquisitiva, que a continuación dirigió al jardín al tiempo que esbozaba una sonrisa:
—Ah, ya veo, el joven príncipe golpea de nuevo.
—Sinceramente —masculló Amedahast—, me tiene sin cuidado qué pueda estar golpeando el príncipe por ahí, y a quién.
Lady Merendil apoyó una mano en el hombro de Amedahast.
—No eres la primera en caer en sus redes, querida. ¿Acaso te hizo pensar eso? Me temo que es como los demás Obarskyr. En cuanto se entrometen sus pasiones, se desvanece la poca decencia que tienen.
Amedahast no respondió, y la señora la condujo hacia una alcoba lateral. Al hablar, lo hizo en susurros.
—Entiendo que te sientas herida, pero comprende que no eres la primera que se ha sentido así. Azoun y los de su estirpe continuarán actuando de esa forma hasta que alguien les dé una lección, igual que el perro al que golpean en el hocico se lo piensa dos veces antes de volver a meterlo en la cesta de los dulces.
—Hace que me sienta tan… —Amedahast buscó la palabra adecuada— enfadada. Yo confiaba en él. —Empezaba a sentir que sus lágrimas pugnaban por abandonar sus ojos, pero las contuvo al igual que contuvo la desesperación.
—Pobrecilla —dijo la señora—. Conozco la manera de devolverle el golpe. ¿Te interesa?
Amedahast consideró un momento su proposición, antes de asentir con la cabeza. ¡Se había servido de su poesía para una conquista del tres al cuarto!
—Conozco a un grupo de mercaderes extranjeros. Llamémoslos los Señores del Acero —sugirió con una sonrisa—. Se sienten dolidos por algunos de los impuestos del rey Anglond, y quieren forzar unas nuevas negociaciones. Estos Señores del Acero creen que el rey necesita una especie de lección, y yo personalmente creo que el joven Azoun necesita que le den una lección. Quizá podamos matar dos pájaros de un tiro.
—¿Matar? —preguntó Amedahast—. No, yo no…
—Discúlpame, querida… he elegido mal mis palabras —repuso lady Merendil, cuya sonrisa adquirió un tinte beatífico—. Aquí en Cormyr no somos ningunos salvajes. El plan consiste en capturar al príncipe, y retenerlo simplemente durante unos días, y liberarlo cuando los Señores del Acero hayan conseguido lo que tanto ansían. Si resulta que el rey se entera de que el príncipe ha sido secuestrado por andar mariposeando por ahí, quizá lo vigile un poco más en el futuro.
Amedahast guardó silencio. Tal vez fuera una buena idea darle una lección antes de que arruinara el buen nombre de los Obarskyr.
—¿Hay algún momento en que esté a solas? ¿Un lugar donde haya pocos guardias que lo acompañen, pocos testigos? —preguntó lady Merendil, acercando su cara a la de Amedahast.
La joven consideró aquellas preguntas. Cuando se reunían en el jardín no había guardias por ninguna parte. Lo cual significaba que…
Lo cual significaba que el muy idiota lo había planeado todo de antemano. El encuentro de hacía un mes no fue fruto de la casualidad. Ella sólo era un entretenimiento hasta el momento en que empezara la estación de los nobles.
No hay coincidencias. Primera ley de Baerauble, ¿cómo no?
—Nos vemos en el jardín —balbuceó—, en la parte trasera, junto a los árboles. Cuando vuelve de cabalgar. Aunque no sé si volverá a hacerlo ahora.
—Excelente —siseó lady Merendil sonriendo como un gato a punto de saltar sobre el canario.
—Supongo que no le harán daño —dijo Amedahast.
—Querida niña —respondió lady Merendil—, ¿qué gracia tendría en ese caso? —Y se levantó para reincorporarse a la fiesta.
Al cabo de unos minutos, en los que hizo lo posible por recuperarse, Amedahast se unió también a la fiesta. La mayoría de los jóvenes nobles se habían emparejado, y tan sólo algunos daban vueltas en la sala de baile. La mayoría había formado corrillos, repartidos a lo largo del perímetro, enfrascados en conversaciones de diversa índole.
Encontró a Baerauble sentado en una silla, conversando animadamente con uno de los Crownsilver, de cuerpo contundente y veterano. Su rostro se iluminó al ver a su alumna.
—Le ruego me disculpe —dijo a la Crownsilver—, pero mi alumna debe llevarme a casa.
La Crownsilver inclinó la cabeza y se retiró. Amedahast ayudó a Baerauble a levantarse. El mago se sentía débil, como si se hubiera quedado sin fuerzas.
—Te doy las gracias por rescatarme —dijo Baerauble en cuanto salieron al pasillo—. De haber tenido que escuchar de nuevo el ensayo épico de lord Crownsilver acerca de la reconstrucción de Marsember, creo que habría enloquecido. —El mago se inclinó un poco, y Amedahast creyó oler a licor en su aliento.
—¿Mi señor? —aventuró.
—¿Sí? —respondió él.
—¿Alguna vez ha tenido que servir a un rey malvado? —preguntó ella—. Es decir, a un hombre realmente malvado y estúpido.
—Dos preguntas distintas —dijo Baerauble—. Cormyr cuenta con la bendición de no haber tenido jamás un solo rey malvado de verdad. Uno loco, sí; otro insuficiente, también. Avaricioso, malo, violento, pusilánime, sí, sí, sí, sí. Y a un soberano dominado por la lujuria… oh, pues claro que sí. Pero los Obarskyr disfrutan de la bendición de no haber dado nunca a Cormyr un rey malvado. Los elfos hicieron bien al permitir que los Obarskyr se quedaran en sus tierras.
—Pero si eran locos, violentos y… la lujuria regía sus actos, entonces, ¿por qué les sirvió usted?
—Yo sirvo a la corona, no a la cabeza que la ciñe —respondió el mago volviéndose hacia ella y mirándola fijamente—. He vivido cuatrocientos años, y en ese tiempo he visto crecer a esta nación, desde un campamento hasta algo que merecía la pena conservar. Y si con tal de mantener los frutos de mi trabajo debo poner buena cara ante la adversidad, así lo haré. Nosotros no somos aquí quienes regimos, mi querida alumna. Pero protegemos, y eso significa proteger a quienes, por otro lado, probablemente juzguemos débiles y estúpidos, porque siempre hay una nueva esperanza puesta en la siguiente generación. «Haz lo que puedas», he dicho siempre, «y con eso bastará».
Llegaron a los aposentos de Baerauble, y el anciano le dio las buenas noches. Amedahast permaneció en el pasillo durante algunos minutos. En otra parte del torreón, el baile aún continuaba, y la música alta y animada recorría los salones como una serpiente sinuosa. Escuchó durante un momento, mientras pensaba en los hombres estúpidos, y también, cómo no, en las mujeres débiles.
Entonces se dirigió a sus aposentos y desempolvó los antiguos libros y tratados de hechizos que había traído consigo de Myth Drannor.
A la tarde siguiente, Azoun se retrasó y lucía un aspecto desaliñado, pero allí estaba, vestido como siempre para montar. Subió las escaleras de dos en dos.
Amedahast levantó la mirada del tomo que consultaba en aquel momento, sin reflejar emoción alguna en su rostro.
—Llegáis más tarde de lo habitual.
—Los reyes escogen la arena que más les interesa para sus relojes —repuso alegremente, para después añadir—: El de anoche fue un baile magnífico. Te eché de menos al final.
—Claro —dijo tranquilamente—. Lord Baerauble necesitaba mi ayuda, y algunos de nosotros aún tenemos deberes, aunque sea la fiesta de la estación. Me gustaría hablar con vos, de cara a una posible repoblación de Marsember.
—¡Oh, oh! Según parece Crownsilver habló contigo —dijo el príncipe, con una sonrisa que ella no pudo considerar sino molesta—. Él saldría ganando porque todas las tierras colindantes le pertenecen. Y sus primos, los Truesilver, también se beneficiarían si nos libráramos de una vez por todas de esos piratas y contrabandistas.
Continuó con los pros y los contras del asunto Marsember, aunque Amedahast tan sólo lo escuchaba a medias. Paseó la mirada por el jardín colindante. Los lechos de rosas, ahora en plena floración, le parecieron amenazadores, y todas y cada una de las estatuas podía servir de escondrijo a un posible asesino.
De pronto lo vio, un simple rizo de luz a lo largo de un lado del jardín-laberinto. Un temblor de hojas, como si éstas fueran víctima de las caricias de una brisa que no existía. El movimiento pudo pasar desapercibido para cualquiera que no mirara con intención de descubrirlo.
Sin embargo, Amedahast lo estaba buscando y sabía lo que significaba. Capas élficas, sacadas de contrabando de Cormanthor. Doblegaban la luz a su alrededor, de modo que quien las llevara casi era invisible siempre y cuando permaneciera inmóvil, camuflado contra el fondo. Con aquellas capas, a los secuestradores no les costaría mucho caer sobre su presa.
No, no eran secuestradores. Distinguió el fulgor característico del acero, de la punta de flecha de una ballesta, quizá. Tenían intención de darle una lección, pero sin duda se trataba de una lección mucho más dura de lo convenido.
Azoun repasaba en aquel momento la miríada de facciones que ejercían presión, a favor y en contra, de la repoblación de Marsember.
—De modo que las familias Silver no están dispuestas a dar marcha atrás, pero necesitan el apoyo de los Dracohorn, los Bleth y los Turcassan, que no quieren ver cómo éstos se fortalecen aún más. Están además las casas nobles más jóvenes, como los Cormaeril, quienes apoyan a… ¡Eh!
Amedahast dio un salto en cuanto vio que levantaban un arma, al tiempo que se abalanzaba hacia el atacante con la velocidad del rayo.
Era mucho más ligera que Azoun, pero el príncipe no esperaba ser atacado y, sin embargo, ambos abandonaron el banco casi al mismo tiempo. La flecha de una ballesta se hundió en la madera donde hacía apenas un instante Azoun apoyaba la cabeza. Otra fue a dar contra la posición ocupada por Amedahast.
La joven mago se levantó formulando el hechizo que había aprendido la noche anterior. Sus dedos se encendieron al surgir un fuego sobrenatural de las yemas, y las llamas danzarinas salieron disparadas en sendos arroyos imparables y atravesaron con un estampido el espacio que los separaba de sus dos objetivos. Cada uno de ellos encontró el rostro de un blanco distinto; ni siquiera tuvieron tiempo de gritar.
Al caer los asesinos, se desprendieron las capas de los cadáveres, revelando sus cuerpos postrados sobre los lechos de rosas.
Sin embargo, Amedahast no había acabado con ellos. Tuvo tiempo de comprobarlo cuando los asesinos se libraron de las capas, que los entorpecían, y cargaron escaleras arriba. Formuló otro hechizo, pero a aquellas alturas Azoun ya se había puesto en pie y había desenvainado la espada corta.
El príncipe se agachó para esquivar el tajo del primero de los asesinos, lo cual le permitió hundir hasta la empuñadura la hoja corta de su espada en el pecho del asaltante. El hombre ahogó un grito, de sus labios brotó un chorro de sangre y cayó hacia atrás después de trastabillar, llevándose consigo la espada.
El otro asesino intentó aprovecharse de que el príncipe estaba ocupado con su compañero. Quizá se precipitó demasiado al lanzar su estocada, el caso es que se quedó corto. Profirió una maldición, y el príncipe le propinó un golpe en la cara con la bota. La cabeza del asesino se dobló ante la fuerza del golpe, y cayó al suelo como un saco de patatas.
Amedahast miró al derredor en busca de otros adversarios, pero no se movía ni una hoja. Entonces las puertas lejanas del jardín, y las del castillo, se abrieron para dar paso a dos unidades de la guardia real, que no tardaron nada en llegar a aquel espacio donde reinaba la serenidad. Las llamas que surgían de sus dedos se extinguieron después de temblar.
Azoun daba órdenes a voz en cuello a los hombres, que se reunieron alrededor del muerto, y se dispusieron a curar al herido para interrogarlo más tarde. Apareció Baerauble, moviéndose lentamente apoyado en su bastón.
—Milord —empezó a decir Amedahast con firmeza—, lady Merendil…
—… A estas alturas, probablemente ande a medio camino de las colonias chondatianas de Sembia para reunirse con sus hermanas —interrumpió el mago de carrerilla, mientras la observaba con sus ojos ancianos y sabios—, pero enviaremos un mensaje por si podemos capturarla. Has cometido una estupidez al creer que podrías apañártelas tú sola, pero supongo que querías probarte a ti misma que eras capaz de hacerlo.
Amedahast quiso explicarse, pero cerró la boca.
—Así es, señor —dijo finalmente—. De aquí en adelante seré más cuidadosa.
Finalmente, Azoun se reunió con los dos magos y rodeó los hombros de Amedahast con un brazo.
—Estaríamos muertos de no ser por vuestra aprendiz de mago, lord Baerauble. ¡Será estupenda como mago de la corte!
A continuación, Amedahast cogió con cuidado la muñeca de Azoun con sus dedos todavía calientes, y se libró de su brazo.
—Recordad lo que voy a deciros, sire —dijo, dirigiendo al joven príncipe una mirada dura—. ¡Si me convierto en mago de la corte, mi juramento será para con la corona, no para con vos, independientemente de que la testa que la ciña esté hueca, o no!
Amedahast giró sobre sus talones y se dirigió hacia la corte. Azoun observó cómo se alejaba su delgada figura hasta que se perdió en la distancia, momento en que se volvió al mago del rey, con una expresión inquisitiva dibujada en su rostro.
Baerauble se limitó a encogerse de hombros.