10

Coronación

El humo de Ondeth se pegó a Faerlthann Obarskyr cuando irrumpió en la corte de los elfos, seguido a escasos pasos por el mago Baerauble, que no tuvo más remedio que apretar el paso para ponerse a la altura del joven.

La corte de Iliphar, Señor de los Cetros, había levantado un enorme pabellón en el lugar de la masacre de Mondar, desde la que habían transcurrido unos diez años. La razón de que apareciera allí era tan obvia como atenazadora. Pocos humanos sabían que la masacre había sido algo más que un ataque de los orcos, que por cierto se había convertido en toda una advertencia para quienes deseaban establecerse más allá de la empalizada de madera que rodeaba Suzail. Sin embargo, alrededor de las hogueras, las lenguas corrían raudas y más de uno había dicho a sus hijos que anduvieran con cuidado con los elfos, y que no fueran tan estúpidos como lo había sido Mondar.

El que los elfos hubieran elegido aquel preciso momento para presentarse también obedecía a un motivo obvio: Ondeth había muerto la noche anterior, su enorme corazón había cedido después de una vida repleta de trabajo duro y dificultades. Cayó redondo cuando ayudaba a Smye, el herrero, a sacar del lodo la rueda de su carro. Ondeth aguantó un día, debilitado, pero aun así pudo despedirse de familia y amigos. Cuando los dioses por fin llegaron a buscarlo, Faerlthann estuvo a su lado, acompañado también por Minda y Arphoind. Minda y Ondeth se habían casado, y Faerlthann finalmente había aprendido a aceptarla no ya como el nuevo amor de su padre, sino como su legítima madre. A Arphoind, que a la sazón tenía dieciséis años, lo habían llevado a vivir con ellos, aunque retenía el apellido de su padre, en honor de Mondar.

Baerauble no estaba presente cuando Ondeth murió, aunque eso no sorprendió a Faerlthann. Sólo había visto al mago una docena de veces desde el día en que incineraron a Mondar, y cada vez que se iba parecía que Ondeth cerraba la puerta que los separaba con más fuerza, haciendo oídos sordos a cuestiones de peso para el futuro de Suzail. Faerlthann recordó las historias que había explicado el mago junto al fuego cuando él apenas era un niño, y se preguntó si evitaba el poblado por vergüenza, o por sentirse culpable por estar enterado de la matanza y no haber hecho nada por evitarla.

Ondeth murió a medianoche. Se reunió madera y se preparó una pira funeraria al pie de las colinas Obarskyr, bajo la mansión que habían ampliado. Vistieron el cadáver del anciano granjero con un traje azafranado, y colocaron sobre su pecho el antiguo martillo. Cuando los primeros rayos de sol descendieron sobre Suzail, se prendió fuego a la leña y el espíritu de Ondeth fue enviado a reunirse con los de sus hermanos, y también con el de Mondar, en las estancias donde moran los dioses.

Fue entonces cuando corrió la voz de que los elfos estaban allí. No uno o dos, como en ocasiones visitaban el poblado, ni siquiera una partida de caza como la docena que una vez pasó cerca de la taberna cinco años atrás, sino más, muchos más: había llegado la corte de los elfos.

Al noroeste del poblado instalaron sus enormes tiendas de diáfanos verdes y amarillos, que destacaban recortados sobre las copas verdes de los árboles, como los hombros de una bestia draconiana.

Qué extraña coincidencia, decían, que nos visiten después de morir Ondeth. Faerlthann ya no creía en coincidencias, y menos aún cuando vio que Baerauble, con la ropa verde y tan delgado como siempre, hizo acto de presencia.

El mago se lo llevó aparte cuando la pira todavía ardía con fuerza. Faerlthann abrió la boca para protestar. ¡Las mejillas de ese hombre…! Eso, si el mago seguía, después de todo, siendo un hombre…

El mago se disculpó ante Minda y el joven Arphoind, y explicó que unos asuntos de la máxima urgencia exigían que lo acompañara el descendiente de los Obarskyr. Lord Iliphar quería entrevistarse con Faerlthann Obarskyr.

Faerlthann protestó, pero la mirada del mago le impidió dar rienda suelta a las palabras con tanta firmeza como si se tratara de un hechizo. Miró a su familia. Minda inclinó la cabeza para animarlo a acompañar al mago, mientras el rostro de Arphoind estaba surcado por el ceño fruncido, y su conformidad fue más reticente.

Seguían en el salón donde estaba la pira, delante de todas las familias de peso en Suzail, cuando Baerauble cogió con fuerza de los hombros al joven Obarskyr, para a continuación murmurar algo ininteligible y encontrarse ambos rodeados por un fulgor brillante que no tardó en envolverlos. Gracias a las historias de su padre, Faerlthann sabía lo que iba a suceder, de modo que permaneció inmóvil en manos de Baerauble. Cuando desapareció aquel fulgor, los dos se encontraban en la entrada de una caverna del pabellón de caza de los elfos.

La estructura se había erigido, y también se mantenía en alto, gracias a la magia élfica. Una serie de chapiteles se elevaban como los cuernos de la cabeza flotante de un dragón, dando pie a varios espacios enormes. De los chapiteles colgaban tejidos diáfanos que despedían un brillo debido, quizás, al reflejo del sol, y que en definitiva conformaban las paredes del pabellón. El aire olía como la tierra cálida en verano. Las mariposas, cuya estación parecía eternizarse en aquel lugar, aleteaban de un lado a otro mecidas por una brisa suave. Más allá surgió el sonido inconfundible de las cuerdas de un laúd, suave, casi líquido, tocado con mayor destreza de lo que el hijo de Obarskyr había oído jamás. Al separarse de Baerauble y dirigirse hacia allí, la voz de un cantante se unió a la música, una voz aterciopelada, casi un sollozo ahogado, mucho más clara y aguda que la voz de una mujer humana.

Faerlthann no tenía tiempo, ni paciencia, para las maravillas de los elfos; estaba demasiado enfrascado en avanzar. ¡Ese mago de pacotilla y los condenados elfos ni siquiera le habían permitido cambiarse! Aún vestía el blanco de luto, y el tabardo y la capucha constituían el resto de su atuendo. De su cadera colgaba la espada de hoja ancha de Mondar, que ahora le pertenecía, acero que se había labrado un nombre durante la pasada década: Ansrivarr, palabra élfica para «memoria». El humo de la pira no lo había abandonado, y al pasar vio que algunas mujeres elfas, las más delicadas quizá, se llevaban los guantes a la nariz. Ese ligero desliz no hizo sino servir de acicate a la furia que sentía.

Irrumpió en la sala principal sin ser anunciado, puesto que el mago no hizo nada por impedírselo. Faerlthann se había situado junto al chapitel de mayor altura, más alto que cualquier iglesia humana a ese lado del Mar de las Estrellas Fugaces.

La voz y el laúd enmudecieron de inmediato, y creyó oír un grito ahogado que no era más que un sonido leve, sibilante, proferido por un centenar de gargantas elfas. Algún que otro grupo de cortesanos que había junto a Faerlthann se apartaron, como separados por la hoja de una espada, gracias a lo cual el joven Obarskyr tuvo espacio suficiente para caminar. El último en apartarse de su camino fue la trovadora elfa, que inclinó ligeramente la cabeza antes de ceder su lugar al recién llegado.

Había un trono tripartito al fondo del pabellón. No parecía hecho aposta, sino que más bien le dio la impresión de que había crecido allí, porque parecía arraigado con fuerza a la misma tierra, y a sus asientos elevados se llegaba después de subir unos peldaños cristalinos, bajos y anchos, que brillaban como charcos de hielo. El asiento de la derecha estaba ocupado por un elfo con el entrecejo fruncido, enfundado en una armadura completa; las hebras de su cota de malla parecían adaptarse perfectamente al contorno de su cuerpo. En el asiento de la izquierda vio a una mujer elfa, cuyo vaporoso vestido tenía el mismo tono verde que el de Baerauble.

En el centro se sentaba el más alto y anciano de los elfos. Era una criatura delgada, y a ojos de Faerlthann parecía tan viejo como el propio bosque… quizá más. Los ojos del elfo brillaban como dos gemas en el fondo de sendos abismos, y su piel irradiaba una luminiscencia cetrina, acentuada por la luz que se filtraba a través del tejido que formaba las paredes del pabellón. El anciano elfo tenía alguna que otra tara; su rostro lucía una cicatriz enorme. En su cabeza, el elfo ceñía una corona de oro, cuyas tres agujas tenían engarzadas amatistas púrpura.

—Saludos, Faerlthann Obarskyr, hijo de Ondeth —saludó el elfo anciano con la mayor naturalidad del mundo; su voz reflejaba una rica sinfonía de complacencia—. Te transmito los saludos de Iliphar Nelnueve, Señor de los Cetros, y de todo el pueblo elfo. Nuestras condolencias por la muerte de tu padre.

—Usted no me ha sacado del funeral de mi padre para comunicarme simplemente sus condolencias, señor elfo —repuso Faerlthann, irritado—. ¿Qué asunto tan importante no ha podido esperar a que terminara de honrar la memoria de mi padre?

El elfo de la armadura, el que se sentaba a la derecha, irguió la espalda, y Faerlthann lo vio crispar las manos con fuerza en torno a los brazos del asiento. La mujer de la izquierda, por otra parte, se limitó a enarcar las cejas y a sonreír tímidamente al joven Faerlthann.

Si al elfo sentado en el centro le sorprendieron las palabras del humano, no pareció dispuesto a hacer nada por demostrarlo.

—Precisamente es de tu padre de quien tenemos que hablar. Más aún, del legado de tu padre a ti y a los humanos que permanecen en Cormyr.

Baerauble dio un paso al frente para situarse a un lado, entre Faerlthann y el triunvirato elfo. Faerlthann pensó que el mago estaba considerando qué posición debía adoptar de cara a la discusión: ninguna. Faerlthann se sintió abandonado, solo, pero no permitió que ello enturbiara la expresión de su rostro, ni su capacidad de juicio.

—Hubo algunos humanos que llegaron a los bosques del Lobo antes que Ondeth —continuó el elfo, sin prestar atención al mago humano—. Algunos lo atravesaron. Otros se dedicaron a expoliar nuestras tierras. A los primeros los dejamos pasar. A los segundos… los destruimos. Tu padre, y quienes llegaron con él, no atravesaron el bosque. Tampoco expoliaron nuestro coto de caza. Se establecieron en el primer claro y apenas se aventuraron a explorar la tierra que había más allá. Las gentes de Ondeth cuidaron bien de la tierra bajo el liderazgo de tu padre.

—Mi padre no era… —empezó a decir Faerlthann, antes de que Baerauble levantara la mano para advertirle que no debía interrumpir a un noble elfo.

—Tu padre era el líder de tu pueblo, aunque él se negara a aceptarlo. Cuando los de Suzail necesitaban algo, se volvían hacia él. Cuando necesitaban fuerza, a él. Cuando necesitaban sabiduría, recurrían a él. Quizá no ostentara el título de rey, de príncipe ni de duque, pero era el líder de tu pueblo, y ahora ha muerto sin dejar a nadie preparado para asumir su papel. Un gesto de imprudencia, típico de los humanos.

Faerlthann hizo ademán de protestar, pero de nuevo Baerauble levantó la mano, dirigiéndole una mirada ceñuda. Deja que hable el elfo, parecía decir, y escucha. Faerlthann asintió y se mordió la lengua.

—Ahora tenemos un poblado lleno de humanos, no una docena como nos dijo hace sólo veinte años. Un poblado que está prácticamente en medio de nuestros bosques, a rebosar de humanos sin un líder, sin un amo, sin leyes escritas. Durante un breve período, un solo humano bastó para mantenerlos a raya. Y ahora que ese humano ha muerto… —Y levantó una mano, en lo que pudo parecer un saludo, o un gesto de resignación—. Nosotros los pocos miembros de la corte élfica nos hemos dividido, tanto como los vuestros se han multiplicado. —Una leve sonrisa cruzó fugazmente la expresión de su rostro. Acto seguido hizo un gesto para señalar al elfo de la derecha—: Aquí, Othorion Keove cree que al morir Ondeth nuestro acuerdo es nulo y carece de valor, de modo que podríamos empujar al pueblo de Ondeth hacia el mar.

»Alea Dahast —prosiguió, señalando a su izquierda—, quien en tiempos cazó hombres en este mismo bosque, cree que debemos permitiros permanecer en el asentamiento, confinados en vuestro territorio. Sólo en caso de que os expandierais, o aumentara el número de habitantes más allá de cierto límite, nos veríamos obligados a destruiros para evitar nuestra propia destrucción.

Faerlthann reprimió la rabia que sentía, y prestó más atención al elfo… no sólo a sus palabras, cargadas de sentido, sino al tono. Iliphar parecía viejo y cansado, como el padre de Faerlthann después de haber discutido toda la noche con su mujer.

Lo más probable es que hubieran sido otros quienes lo habían presionado hasta forzar la situación, pensó Faerlthann. Probablemente, el de la cota de malla, sentado a la derecha; ése con la mirada de cazador feroz. Parecía esperar a tener la menor excusa para prender fuego a Suzail.

Sin embargo, las opciones de las que hablaba el rey eran inaceptables. Aunque Faerlthann quisiera hacerlo, no podía abandonar Suzail, ni tampoco impedir que siguiera creciendo. Cada mes llegaba más gente. Corría la voz de que había una plaga y monstruos surcando las aguas que bañaban las costas de Marsember, de modo que los botes pasaban de largo por la ciudad, con intención de fondear en la más pequeña pero segura Suzail. Quizás optar por no crecer fuera una decisión propia de los elfos, pero también era una decisión que no podía tomar ningún ser humano.

—Cabe una tercera posibilidad —dijo Baerauble—. Podrías reconocer la soberanía de lord Iliphar sobre todas las cosas, y permitir el nombramiento de un ministro, cuya misión sería velar por tu comunidad. De ese modo, podríais permanecer en la Tierra del Dragón Púrpura.

Baerauble miró hacia el trono tripartita. La mujer de la izquierda lo obsequió con una sonrisa radiante. Faerlthann se dio cuenta de lo que sucedía. Baerauble sería ese ministro, y gestionaría la población al gusto de los elfos. Ningún habitante de Suzail permitiría nada parecido.

Faerlthann estaba a punto de hablar cuando se produjo un pequeño tumulto a su espalda, fuera del pabellón. El hijo de Ondeth consideró cuánto tiempo necesitaría una banda de hombres para organizarse y cabalgar en pos del pabellón de caza de los elfos. Casi soltó una carcajada. Ni siquiera el más inteligente de los habitantes de Suzail podría imaginar adónde había ido el amigo de los elfos, después de desaparecer en compañía del único hijo y heredero de Ondeth.

Cargaron con las espadas desenvainadas y cubiertos de armaduras de cuero hacia el claro. Los nobles elfos retrocedieron sin discutir ni amenazar. Faerlthann vio que algunos de ellos sonreían con indulgencia ante aquel gesto de los humanos, igual que un hombre sonreiría ante las cabriolas de un perrito faldero.

Los humanos llegaron formando un grupo compacto, con Arphoind a la cabeza. A ambos lados del hijo de Mondar cabalgaba uno de los hermanos Silver, acompañados por sus respectivos primogénitos, y varios Turcassan y Merendil iban en retaguardia. Estos últimos habían llegado hacía muy poco del sur, donde a la gente no le costaba mucho formarse enseguida una opinión de los elfos y los magos.

Al ver a Faerlthann, Arphoind dio un grito, al que respondieron los demás. El joven Obarskyr levantó ambas manos para imponer el silencio. El grupo se tranquilizó y, lentamente, las espadas volvieron a sus vainas, pese a no rodearlas con la cinta que impediría desenvainarlas rápidamente, en caso de necesidad.

Al volverse de nuevo hacia el trono, Faerlthann vio que el guerrero elfo se había puesto en pie y tenía la espada desenvainada. Mientras observaba a los intrusos humanos, la hoja élfica emitió una luz propia, y diminutos arcos de luz relampaguearon a lo largo de la hoja. Iliphar puso una mano en el hombro de Othorion, y el elfo de la armadura envainó lentamente su acero y volvió a hundirse en el asiento. Sin embargo, no desapareció la ira de su mirada azul cielo.

—Caballeros —saludó Baerauble—, discutíamos acerca del destino de esta tierra, llamada Cormyr por algunos, bosques del Lobo por otros, mientras que algunos, unos pocos, aún la conocen por el nombre de Tierra del Dragón Púrpura. Hasta el momento se han sugerido las siguientes alternativas: una purga de todos los humanos; un confinamiento de todos los humanos; o el reconocimiento de la soberanía elfa, que nombraría un ministro como supervisor de la actividad humana.

Los humanos presentes empezaron a proferir gritos, mostrando su rechazo a las tres opciones ofertadas. Faerlthann levantó la mano, y de nuevo guardaron silencio.

—He oído dos opciones de los elfos, y una del amigo de los elfos. Pero ¿qué me decís de una solución humana? ¿Acaso Ondeth no aceptó cuidar de estas tierras, confiadas a sus cuidados?

—Así fue —admitió Baerauble, hablando en nombre de los elfos.

—¿Y cuánto tiempo llevamos en estas tierras?

—Veinte veranos —respondió el mago.

—Mi padre tenía sesenta cuando murió —dijo Faerlthann—, de modo que pasó una tercera parte de toda su vida aquí, labrando la tierra y ayudando a los demás granjeros, ¿cierto?

Baerauble hizo un gesto de asentimiento, con una inclinación exagerada.

—Lord Iliphar —preguntó Faerlthann, con voz serena—. ¿Podría preguntarle su edad?

—Sé adónde pretendes llegar —dijo el elfo, con una sonrisa en los labios—. No, esta tierra no es como era hace una tercera parte de mi edad. En cierto modo, está domesticada, hay muchas menos bestias, bestias que nunca volverán. El búfalo de los bosques se extinguió antes de vuestra llegada, y Ondeth en persona demostró su temple al enfrentarse a un oso lechuza gigante. Ni siquiera los dragones son ya lo que eran; viven inmersos en un sueño, lejos de nosotros. Y también nosotros somos cada vez menos, a medida que más y más elfos viajan hacia el norte para reunirse con nuestros parientes de Cormanthor. Los lobos sobreviven, por supuesto, igual que los ciervos y los grandes felinos, pero no, esta tierra no es lo que era. Sería una estupidez negarlo.

—¿De modo que, en estos años, hemos demostrado ser capaces de cuidar el pedazo de tierra que nos fue confiado?

—Ondeth lo hizo, pero ahora ha muerto.

—Ondeth vive en mi interior —replicó Faerlthann con firmeza—. Y estoy dispuesto a asumir mi responsabilidad.

—Ofrecimos una corona a tu padre, humano —replicó el guerrero elfo, Othorion—. Y él la arrojó a nuestros pies.

Se levantó un murmullo a espaldas de Faerlthann. El joven Obarskyr conocía la oferta, al igual que los Silver, pero éstos habían mantenido el secreto de lo sucedido aquel día.

—Rechazó una oferta de los elfos para convertirse en guardián de los humanos. No quería ser un monigote que bailara al son de vuestra música. ¿Recuerda bien sus palabras, mago?

—Sí, bastante bien —respondió el mago delgado. Baerauble lucía una expresión nerviosa en el rostro, que Faerlthann interpretó como una buena señal.

—Una regencia exigida a los elfos es tan débil como una regencia ofrecida por los elfos —respondió Iliphar sin inmutarse.

—No tengo intención de exigiros nada —aclaró Faerlthann, antes de volverse hacia los hombres que habían ido en su busca—: Buenos caballeros, estos elfos no tratarán con nosotros en serio, a menos que yo ostente algún tipo de poder en nuestra comunidad. Me conocéis de toda la vida. Si es necesario que tengáis un líder oficial, ¿habría alguien más adecuado que yo, alguien a quien prefirierais servir?

Arphoind fue el primero en responder. El joven caminó hasta llegar a la altura de Faerlthann. Desenvainó la espada al tiempo que éste hacía lo propio, y la hundió en la tierra blanda.

—Juro lealtad a la casa Obarskyr, a la memoria de Ondeth y a la sangre que corre por sus venas —dijo Arphoind, arrodillándose ante la espada. Su voz aguda pareció vacilar, pero sus palabras pudieron escucharse en todo el pabellón.

Faerlthann sacó la espada de Mondar de la tierra, y descargó un golpe suave en el hombro del joven.

—Levántese, sir Bleth, primero en servirme.

Al juramento arrodillado de Arphoind siguió el de los hermanos Silver e hijos.

Después prestaron juramento los Turcassan, y los Merendil, y uno de los Rayburton. Todos juraron lealtad a la casa Obarskyr, y llamaron señor a Faerlthann.

Éste se volvió de nuevo hacia el trono con un nudo en la garganta, y vio que Iliphar se había levantado y descendía suavemente los escalones amplios, para acercarse a él. El elfo anciano se movía sin apenas esfuerzo, y su túnica gualdrapeaba como las velas de un enorme barco antes de hacerse a la mar.

Finalmente, el elfo llegó a la altura del joven humano. Iliphar era más alto que Faerlthann. Su rostro de pómulos prominentes y rasgos afilados lo miraba ceñudo. Faerlthann quiso impedir que su expresión reflejara lo maravillado que estaba al mirarlo a los ojos. La mirada profunda del noble elfo parecía juguetear con la idea de hacer una… ¿travesura?

—Por fin hablamos de igual a igual —dijo Faerlthann, al erguirse no sin cierto esfuerzo—. Como líderes de nuestras respectivas gentes. Establezcamos ahora un pacto.

—Un rey debe tener una corona —dijo el elfo, llevando sus manos elegantes a la corona que ceñía en su propia frente. Por detrás de Iliphar, el guerrero elfo protestó enérgicamente, pero el anciano elfo se quitó la corona y la mantuvo sobre la cabeza de Faerlthann.

—No puedo hacer de ti un rey, puesto que tu propia gente ya lo ha hecho —dijo Iliphar, y aunque parecía hablar en voz baja, los árboles que había fuera del pabellón parecieron devolver el eco de sus palabras—. Sólo reconozco ese hecho al ceñirte esta corona, Faerlthann Obarskyr, hijo de Ondeth, señor de Suzail, señor de quienes en ella moran y rey de Cormyr, de los bosques del Lobo… del Reino de los Bosques. Te exijo que protejas esta tierra, igual que lo han hecho los elfos, que reconozcas los derechos de éstos a cazar en sus dominios y que tú y tus descendientes hagáis gala de sabiduría y compasión para con vuestros súbditos. Tu padre reinó veinte años, pese a rechazar cualquier tipo de título. A ti te espera un trabajo duro, puesto que mucho se te exigirá.

Y con ésas, el elfo puso la corona en la cabeza de Faerlthann. Jaquor Silver entonó un hurra al que se unieron todos los humanos.

Othorion, el guerrero elfo, profirió un grito iracundo desenvainando de nuevo su espada.

—¿Acaso la edad ha hecho mella en mi señor, y ahora se dedica a convencer a estos niños, rudos, analfabetos, incapaces de albergar sentimientos, y sucios, para que protejan nuestros bosques? —preguntó irritado—. ¡Yo digo que tendríamos que expulsarlos como a los rothé antes que nosotros, y conseguir que esta tierra vuelva a pertenecernos por completo, después de limpiar la mancha con su propia sangre! ¡Volvamos a enseñorearnos del bosque, una vez más!

Se produjo un murmullo de conformidad que, por muy leve que fuera, parecía indicar que Othorion no estaba solo, y que contaba con cierto respaldo entre los nobles elfos, testigos de la escena. Los humanos cerraron filas, con las manos en el pomo de la espada. Arphoind Bleth se puso junto a Faerlthann, con la espada a medio desenvainar.

—Es su primer reto, oh señor de la Tierra del Dragón Púrpura. ¿Qué responde? —dijo Baerauble. No se percibía ni rastro de burla en el tono de su voz.

No, no se había burlado de él, pensó Faerlthann cogiendo el hombro de Arphoind. El mago había hecho especial hincapié en el nombre de aquellas tierras. El rey de Cormyr observó a Baerauble, para asegurarse de que el mago no pretendía burlarse de él. No, lo vio nervioso… mucho más que antes. ¿Qué significaba eso? ¿Y por qué no dejaba de mencionar al mítico dragón púrpura?

De pronto se hizo la luz para Faerlthann Obarskyr no sólo sobre las intenciones del mago, sino también sobre el bando al que pertenecía Baerauble.

—Cuando no era más que un niño —empezó a decir, después de inclinar levemente la cabeza ante Baerauble—, un amigo de los elfos, sabio y venerable, compartía en ocasiones nuestro fuego y nos explicaba historias. Sus cuentos eran asombrosos y magníficos, y entre ellos el que más nos gustaba era el del rey elfo que había vencido en combate singular a un dragón gigante, cuyas escamas negras se habían vuelto purpúreas con la edad. Era fuerte el rey elfo en la batalla, pero sus palabras aún eran más fuertes. Demostró al dragón que veinte elfos estaban dispuestos a morir para matar a un solo dragón, pero que después llegarían otros veinte elfos para ocupar el lugar de los caídos, y enfrentarse de nuevo a otro dragón, ya que la pérdida de un dragón era más difícil de asumir que la pérdida de un puñado de elfos.

El joven miró a Iliphar. Sí, las luces traviesas que había en su mirada eran inconfundibles… y algo más, quizá. Respeto.

—De modo que le ofrezco a usted la misma lección, Othorion. Puede descender de su elevado trono y matarme, y tal vez consiga matar a todos mis compañeros. Quizá pueda prender fuego a Suzail, igual que otros campamentos humanos han ardido en el pasado. Sin embargo, eso no pondrá el punto final al asunto: llegarán más seres humanos. Y quizás éstos no sean tan amigables y diplomáticos como las gentes de Ondeth. Si encuentran nuestros restos, sabrán que el bosque encierra peligros. Se armarán de fuego, de acero y de magia. Es posible que prefieran destruir los bosques para apropiarse de las tierras. E incluso desde el interior de nuestras tumbas, en ese momento, habremos ganado, aunque sea por haber arruinado vuestro mundo. ¿Es ésa la decisión del guerrero elfo?

Othorion abrió la boca, pero no consiguió pronunciar una sola palabra. Miró a lord Iliphar. El elfo anciano enarcó una ceja, desafiando al otro a pronunciarse. Lentamente, a regañadientes, Othorion volvió a envainar su espada.

—Asumes una pesada carga —dijo Iliphar volviéndose hacia Faerlthann—. La labor de tu padre, y las tierras y estos bosques de los elfos son considerables y comportan una gran responsabilidad. Habrá más humanos, y tú y los tuyos tendréis que educarlos, como hizo Ondeth, para usar la tierra sin olvidar respetarla. Sin duda será un trabajo arduo.

Faerlthann hizo un gesto de asentimiento.

—Por esta razón, creo que necesitarás un consejero —continuó el señor de los elfos—, alguien que permanezca a tu lado y que te ayude, tanto a ti como a tus descendientes. Alguien impregnado de la sabiduría del pueblo elfo, y que entienda las pasiones que motivan a los humanos. —Se volvió hacia Baerauble.

—¿Yo? ¡No puedo! ¡Señor, le he servido con lealtad! —exclamó el mago, sin poder simular su sorpresa.

—Y volverás a servirnos de nuevo —replicó Iliphar—. Los humanos tienen escasa memoria y vidas breves, es necesario que tú los guíes.

—¡Pero yo tengo una vida aquí, entre los elfos! —protestó el mago, señalando a la mujer elfa sentada en el trono—. ¡Aquí tengo a mi amor y a mis hijos… incluso a mis nietos!

—Ve sin miedo, cuidaremos de ellos —dijo Iliphar, dando un paso hacia el mago—. Te conozco bien, Baerauble Etharr. Supiste que los humanos seguirían al joven Faerlthann hasta aquí, y te las apañaste para que buscaran en sus corazones y honraran la memoria de Ondeth y de su hijo con la corona. Ayudaste a este joven rey a encontrar la historia perfecta que pudiera calmar los ánimos de Othorion. Has intrigado, y nos has manipulado a todos. Y todo, confío, por tu deseo de proteger esta tierra. —El anciano elfo sonrió—. Y ahora tú protegerás esta tierra y quienes la rijan. Servirás de consejero, intrigarás y enseñarás a los humanos. Te encomiendo la responsabilidad de proteger la corona de Cormyr.

Baerauble balbuceó algunas palabras de protesta, hasta quedar sumido en el más absoluto de los silencios. Miró a los ojos a Iliphar, e inclinó la cabeza, doblegado ante sus deseos.

El anciano elfo murmuró algunas palabras en una lengua que Faerlthann no pudo comprender, y después colocó sus manos en las sienes del mago, como si también lo estuviera coronando a él, pero con una corona invisible. En el lugar donde el elfo había colocado las palmas de sus manos, Faerlthann creyó distinguir un fulgor súbito, leve.

El señor de los elfos dio un paso atrás. Parecía más viejo, aunque en sus ojos aún bailaba una luz maliciosa.

—Ahora nos iremos. Con el paso de las generaciones cada vez nos veréis menos, porque seremos menos. Quizá nos convirtamos en leyenda como Thauglor el Negro, el gran dragón púrpura. Sin embargo, recordad que hemos vivido, como vivió él, y recordad también la antigua leyenda que has mencionado, pues encierra tanto una promesa… como una advertencia.

Entonces Faerlthann cayó en la cuenta de que los elfos estaban desapareciendo. Uno tras otro, se volvían translúcidos, y desaparecían de su vista como la niebla en una soleada mañana de verano. Al parecer, la corte de los elfos era capaz de obrar una magia muy poderosa. Mientras los hombres ahogaban gritos de sorpresa, con los nudillos blancos de tanto apretar la empuñadura de la espada, los elfos se limitaron a desaparecer, de uno en uno, por parejas, como avispas de humo. Cuando Iliphar habló, desapareció otro, y al final los únicos presentes eran los humanos y los tres elfos que ocupaban el trono.

El guerrero elfo Othorion inclinó la cabeza ante ellos al desaparecer y, al hacerlo, la tienda de los elfos empezó a desvanecerse en el aire.

Alea Dahast se levantó y descendió los peldaños del trono con paso firme, hasta llegar a la altura de Baerauble. Los peldaños se fundieron en humo bajo sus pies, y al fundirse en sombras el trono, la noble elfa apartó las manos extendidas del mago humano, para ser ella quien extendiera sus manos hacia el rostro de él.

El mago parecía destrozado cuando ella acarició sus mejillas con las palmas de sus manos, lo atrajo hacia sí y lo besó, suave pero profundamente… como si fuera la primera vez. El beso continuó por espacio de dos latidos del corazón, quizá más, momento en que todos pudieron oír el suspiro de Jaquor Silver, su inquietud. Entonces, de improviso, Alea desapareció, dejando a Baerauble contemplando la nada, con lágrimas en las mejillas, abrazado al vacío.

—Gobierna con justicia, hijo —dijo amablemente Iliphar, apoyando su mano en el hombro de Faerlthann.

Entonces también él desapareció, y con él lo que quedaba del pabellón de caza. El rey Faerlthann y los nobles de Cormyr se encontraban a solas en aquel paraje del bosque, en un anochecer brumoso del primer día de mandato de un Obarskyr.