26
Muerte de Dhalmass
Rhodes Marliir, el primo más joven de un pariente lejano perteneciente a esta familia noble que había caído en desgracia, recorría las calles de Marsember en busca del rey de Cormyr. Enfundada en la vaina, una daga con el filo dentado goteaba veneno.
La caída de Marsember había acaecido una generación después de establecer la frontera occidental con Sembia. En cuanto el Dragón Púrpura acordó una frontera permanente con Sembia, empezó a apretar con guantelete real la ciudad portuaria. Finalmente, para mantener su independencia, la familia regente Marliir se vio obligada a apoyar públicamente el comercio pirata en la ciudad y a declararse hostil al Reino de los Bosques.
Entonces Dhalmass, el poderoso Dhalmass, el rey guerrero de Cormyr, cruzó las marismas y tomó la ciudad de las Islas.
Rhodes Marliir era noble sólo de nombre. Su familia directa no se encontraba ni a la distancia suficiente para escupir al trono de Marsember, pero ésta era la única rama que no había perecido luchando contra la horda invasora. Y ahora, daga en mano, el malhechor tenía intención de cobrarse venganza.
El resto de la ciudad celebraba una gran fiesta, lo cual no hacía sino enfurecer aún más a Rhodes. Aquéllos eran los mercaderes, los contrabandistas, los ladrones y la nobleza menor, como los Eldroon y los Scoril, quienes habían conminado en voz alta a los regentes Marliir a plantar cara al Dragón Púrpura. Después, aquellos seguidores supuestamente leales desertaron de la causa cuando las fuerzas del rey entraron en las marismas, y algunos —Rhodes sospechaba que se trataba de la familia de traidores Eldroon— incluso guiaron al ejército cormyta a través de los senderos tortuosos de las marismas, hasta las puertas abiertas de la ciudad. Ahora los mismos traidores tocaban cuernos de plata y arrojaban trocitos de papel para celebrar la llegada de sus nuevos señores, y la incorporación de Marsember a la nación de Cormyr…
Sus tíos y los tíos de sus tíos yacían en las ciénagas de Marsember sin que nadie los vengara, junto a los últimos de los Janthrin y Aurubaen. Todos ellos poderosos nobles de Marsember, quienes en vida no hubieran permitido que alguien como Rhodes, nacido en el lado equivocado de la sábana debido a una relación ilícita, franqueara la puerta de sus casas solariegas. Pero eso no tenía importancia para Rhodes. Lo único que había obtenido de sus parientes nobles era el nombre, y ahora, gracias a la tozudez de que habían hecho gala, la influencia de ese apellido se había convertido en nada.
Sin embargo, Rhodes tenía sus contactos en la ciudad. Todos sabían que Dhalmass se había apoderado de la antigua mansión de los Marliir como base de operaciones desde hacía unos quince días, más o menos. No obstante, fue Mediamano Elos quien le informó de que la reina recién llegada, Jhalass Huntsilver, se había puesto enferma de pronto y que el rey estaba en los alrededores de la ciudad. El prestamista Jacka Andros le dijo que el rey estaba en el Escudo Hendido, brindando a la salud de las tropas victoriosas. Para cuando Marliir llegó al Escudo, otra de sus fuentes aseguró que el rey se había dirigido al Salón del Pez Ahogado. La propietaria del Pez, la anciana Magigan, había dicho con seriedad que su lujuriosa majestad acababa de irse, tras vaciar los consiguientes pellejos de vino, acompañado por dos jóvenes señoritas, cada una de las cuales lo aguantaban de un brazo. A cambio de cierta cantidad, Magigan recordó adónde habían ido, y por una cantidad aún mayor se comprometió a olvidarlo —y a no contárselo a nadie— después de confesárselo a Rhodes.
El último de los Marliir pagó a la arpía la tarifa que le había pedido, y emprendió la búsqueda del lugar que le había mencionado Magigan. Se encontraba en una de las islas exteriores de la ciudad, lo cual servía a los propósitos de Rhodes. La mitad de la ciudad estaba situada en un puñado de islas sin nombre, amontonadas a lo largo de la costa cenagosa. Estos islotes pequeños estaban comunicados entre sí por innumerables puentes de piedra temblorosa y madera sucia, que no hacían sino contribuir a la naturaleza laberíntica de Marsember.
Las estrechas calles y los puentes de las islas interiores estaban atestados de juerguistas y soldados. En los últimos veinte días habían caído más guerreros, víctimas del hambre y el cansancio, que durante el breve asedio de las murallas bajas de la ciudad. Aquellos veinte días del aniversario del cambio de gobierno, además de la llegada de la reina Jhalass, y del rumor de que el rey estaba en la ciudad, habían servido de pretexto para incitar a los habitantes a una nueva ronda de celebraciones, que siguieron de inmediato a la conclusión de las anteriores.
Las islas exteriores estaban prácticamente desiertas. Los últimos grupos de juerguistas se arremolinaban en torno a los puentes, arrojando botellas vacías e insultos a las barcas que pasaban por debajo. Allí los edificios se inclinaban unos hacia otros como borrachos, y las sombras se antojaban más oscuras y más discretas bajo la luz mortecina del sol. La dirección que le había dado la vieja arpía era un edificio de dos plantas, ligeramente inclinado y de paredes de estuco y madera azotada por los elementos; el techo, de corteza dura de madera, daba pena verlo.
La muchacha salió corriendo al acercarse a la puerta. A medio vestir con sedas vaporosas de Theskan, apretujaba una sábana con la que se cubría los hombros. Era pequeña y rubia y tenía los ojos azules bañados en lágrimas. Se detuvo al ver a Rhodes, entonces sollozó y echó a correr con los pies desnudos golpeando los guijarros que cubrían el suelo, y la sábana gualdrapeando como la vela de un barco.
Encontró a la otra muchacha sentada en el suelo del segundo piso. Era de piel oscura y de ojos almendrados, tenía el pelo largo y oscuro, suelto. Sentada como estaba, cogida a las rodillas, llevaba también puesta una seda y apretujaba una almohada bordada. Contemplaba la puerta abierta sin decir una palabra, parecía atontada.
¿Acaso aquel rey era una especie de león lujurioso, que volvía locas a sus compañeras de cama? Rhodes entró en la estancia, que estaba deshecha después de la pasión. Vio ropa perteneciente a ambos sexos, tirada en el suelo, en las sillas, los arcones y las mesillas de noche. Una sola cama presidía la habitación, una cama enorme con dosel. Habían arrojado las mantas a un lado. En mitad de la cama, enredado en sábanas de algodón, yacía el rey guerrero Dhalmass, desnudo, muerto.
Rhodes Marliir se acercó con precaución a la cama, con la mano en la empuñadura de la daga. El cuerpo fortachón y musculoso del rey empezaba a tornarse azulado, en contraste con las sábanas blancas. Tenía abierta la boca regia, quizás en un grito de batalla inacabado y postrero, y su mirada perdida contemplaba el techo. Rhodes tocó el cadáver con el dorso de la mano. Estaba frío y húmedo. El calor corporal del rey había desaparecido, después de que lo hiciera su vida.
El joven noble maldijo en voz alta. ¡Cómo se atrevía Dhalmass a morirse, allí y ahora, antes de que él tuviera ocasión de vengarse!
Se produjo un cambio sutil en el ambiente que se respiraba en la habitación, como si alguien hubiera abierto una ventana durante apenas un instante, para cerrarla de nuevo. Rhodes se dio cuenta de que ya no estaba solo en la habitación con el cadáver del rey.
Se volvió. El recién llegado era un hombre de espalda ancha cuya barriga asomaba por encima del cinturón. Vestía una túnica roja y negra de exquisita factura. Tenía el escudo de una sociedad mágica bordado en el pecho, sobre su corazón. Rhodes no reconoció el símbolo, pero sabía quién debía de ser aquel hombre gracias a las descripciones que Mediamano le había hecho de la corte real. Era Jorunhast, el mago de la corona de Cormyr.
Rhodes empezó a tartamudear que había encontrado al rey así, pero el mago lo apartó de un manotazo y se acercó a la cama. Tocó al rey en el cuello, el pecho y el interior del muslo. Entonces maldijo templado y sacó un librito de su zurrón. Levantó el libro y murmuró algo en una lengua extraña. Unas chispas de luz danzaron alrededor de las páginas, hasta alzarse y crecer en intensidad y número, para después orbitar alrededor del libro como un cúmulo de estrellas en los cielos de Faerun. El mago colocó el libro en la frente del rey.
Las chispas siguieron danzando, lanzaron un súbito destello y se desvanecieron. Dhalmass siguió donde estaba, tieso y azulado. El mago se inclinó en la cama con ambos puños crispados, y los hombros hundidos. Volvió a proferir una maldición, más elaborada y en un tono más elevado de voz que la anterior.
—Eso es —dijo el mago—. Está muerto y bien muerto. Le ha fallado su corazón fuerte, resulta obvio que fue en un momento de pasión. Ni siquiera el Libro de la Vida podría resucitarlo esta vez. —Entonces se volvió para mirar al joven noble—. ¿Estaba usted aquí cuando sucedió?
—¿Yo? —preguntó Rhodes, haciendo un gesto de negación—. Acabo de llegar. Al parecer estaba… esto, entretenido. —El joven Marliir señaló la puerta abierta con la barbilla. Más allá, la muchacha de piel morena los observaba boquiabierta.
—¿La único testigo? —preguntó el mago.
—Había otra joven —respondió Rhodes—. Pero se ha ido.
Jorunhast volvió a escupir una maldición, y miró duramente al noble.
—¿Estaba usted aquí con las muchachas?
—No soy ningún alcahuete, mago —repuso Rhodes, después de sacar pecho y mirar a los ojos del de Cormyr—. La sangre de los Marliir corre por mis venas. Soy el último de la estirpe, gracias a este hombre.
—Por eso vino aquí con la daga envenenada, en busca de venganza —acusó el mago.
—Vine en busca de justicia —dijo Rhodes—. Lamento haber llegado tarde para cobrármela.
—¡Justicia! —escupió el anciano mago, como si de una maldición se tratara—. ¿Así es como denominan en estos tiempos a la sed de sangre?
Rhodes Marliir abrió los ojos como platos.
—¿Y cómo supo usted dónde podría encontrarlo?
Jorunhast levantó la mano.
—Soy portador de tristes nuevas. Su alteza real la reina Jhalass ha muerto, al parecer a causa de una reacción alérgica provocada por un pescado que le sirvieron para comer. Al igual que en el caso de Dhalmass, no hay hierba ni magia de los clérigos que puedan salvarla. Ambos regentes de Cormyr han muerto con muy pocas horas de diferencia. Temo por su ciudad, Marliir.
Aquellas noticias dejaron asombrado a Rhodes. Era como si los dioses mismos hubieran declarado, de un modo particular y sutil, que conquistar Marsember no era el mejor de los pasos para la corona de Cormyr. Olvidó que Jorunhast no había respondido exactamente a su pregunta.
—¿Teme usted por mi ciudad, mago? —preguntó Rhodes, reparando en el último comentario del mago.
—Así es —respondió éste, con expresión preocupada—. En cuanto se sepa en Marsember que tanto el rey como la reina han muerto, no importa cómo, todo el mundo será presa de la ira y correrá en busca de venganza. O, como usted diría, de «justicia». Siete compañías de Dragones Púrpura deambulan por la ciudad, todos han bebido lo suyo. Dígales que su rey guerrero está muerto, y que la reina también. ¿Puede usted imaginarse la carnicería y los altercados que seguirán?
Por primera vez, Rhodes lo pensó detenidamente.
—Destruirán la ciudad —dijo sin alterarse—. Arrasarán Marsember —dijo, viendo en la mente aquellas islas convertidas en cenizas, las casas ardiendo como teas en la noche, los puentes colgando, los buitres volando en círculos…
—Marsember volverá a quedar abandonada —aseguró el mago—, y su abandono no será pacífico. Es mucho mejor que no tenga usted nada que ver con estas muertes, porque la venganza será pronta y dura, y ningún mago, guerrero o pirata podrían protegerlo. —Dirigió la mirada hacia el cadáver que yacía despatarrado sobre la cama, y profirió un suspiro—. Incluso ahora, temo que Marsember quedará devastada por estas muertes. Algunos de los mismos mercaderes intrigantes que abrieron las puertas para que pudiéramos entrar han salido durante la noche fuera de la ciudad a lo largo de estos últimos diez días. Puede que regresen cuando haya pasado todo y la ciudad esté destruida, para establecer un reino propio. Entonces Cormyr volverá. Muerte a muerte, año tras año. Riñas que nunca cesan, niños que mueren. A menudo los dioses gastan terribles bromas a los humanos.
Rhodes Marliir contempló al mago, consciente de que no fingía la tristeza que emanaba de sus palabras al pensar en el sino de Marsember. Sintió que las lágrimas se agolpaban en su garganta, al mismo tiempo que una curiosa sensación de gratitud. Nunca se había detenido a mirar más allá de su propio orgullo, en mirar más allá de generaciones y edades, en los destinos de los reinos, sus ciudades y sus gentes. Supo entonces por qué razón la gente consideraba extraños a los magos.
Rhodes pensó en las diversas islas de aquella ciudad que era su patria, en las callejuelas retorcidas llenas de ratas, en los antiguos edificios decadentes. Las tabernas, los prostíbulos y los salones donde se celebraban las fiestas. Todo desaparecería arrasado por una pasión tan ardiente como el odio que él mismo había albergado contra el rey.
—¿Y si no hubiera muerto aquí? —preguntó de pronto Marliir—. ¿Y si lo teletransportara usted mediante la magia, junto a su reina, y todos pensaran que habían muerto juntos, mientras dormían?
—No por ello habrían dejado de morir en Marsember —negó el mago con la cabeza—. Fueron muchos los que oyeron a la reina quejarse de la comida, por lo que concluirán que los dos han sido envenenados por los marsembianos rebeldes. Después, de forma inevitable, seguirán la ira y el fuego.
Rhodes suspiró, presa de una repentina desesperación.
—En tal caso, mi ciudad está condenada. ¡Por qué no lo habré matado con mis propias manos! Entonces yo sería el único culpable, y no toda la gente de Marsember.
—Noble idea. Aunque eso no nos libra de los tiempos que están por venir, malos tiempos, sin duda —dijo el mago—. A menos…
—¿A menos? —repitió Rhodes.
—Rhodes Marliir, ¿juraría usted lealtad a la corona de Cormyr, que pasará ahora a ceñir Palaghard, hijo de Dhalmass? —preguntó el mago real de Cormyr, levantándose.
El joven noble observó al mago asombrado. ¿Acaso era tan sordo que no lo había oído hablar hacía un momento de lo mucho que deseaba matar al rey?
—Sabiendo —continuó el mago— que al hacerlo salvará usted a Marsember del caos y la ruina que lo amenazan, y que recuperará el título de nobleza y las recompensas que sean menester, tanto para usted como para su descendencia.
—Supongo que… —se encogió de hombros Rhodes, momento en que se encontraron sus miradas. Volvió a suspirar, estiró el brazo, y recogió el libro de Jorunhast de la frente fría del cadáver.
El mago hizo un movimiento reflejo, pero se contuvo.
—Para salvar a Marsember de siete compañías de Dragones Púrpura enfurecidos y borrachos, juraré lo que sea —respondió con firmeza el noble, tendiendo el libro al mago y mirándolo a los ojos—. Juro pues… siempre y cuando usted proteja la ciudad.
—Hecho —asintió Jorunhast—. Espero.
Rhodes enarcó una ceja, y el mago empezó a caminar de un lado a otro de la habitación.
—Dhalmass fue un gran líder guerrero, pero como regente era mediocre. Demasiado esclavo de su amor por la batalla, al igual que su amor por… pasiones más mundanas. Debió morir en el campo de batalla. Podemos apañarlo, si está dispuesto a ayudarme.
—¿Dispuesto en qué sentido? —preguntó Rhodes, boquiabierto.
—Su majestad debe ser visto abandonando este lugar, para regresar a sus cuarteles, donde dormirá sin que nadie lo importune durante toda la noche —dijo el mago—. Yo me teletransportaré de regreso a Marliir con el cadáver, allí lo guardaré, digamos que en el mismo carruaje que trajo a Marsember a la reina. Subiremos al carruaje a la reina Jhalass de igual modo. Por la mañana, el rey partirá de regreso a Suzail. Viajará en carruaje para estar junto a su reina, y rechazará escoltas en un viaje seguro que lo llevará por territorio conocido. Lamentablemente, serán objeto de una emboscada en el camino de la costa, por alguna banda de renegados y bandidos. ¿Qué le parecen los Cuchillos de Fuego?
—Aquí en Marsember nadie siente el menor afecto por la guilda de los Cuchillos de Fuego —respondió Rhodes.
—De acuerdo, entonces —dijo el mago con una sonrisa, carente de sentido del humor—. El rey morirá protegiendo a su reina, y pasará a la historia como un rey guerrero, en lugar de como un libertino. Y todo ello sucederá lejos de las murallas de Marsember, lo cual permitirá a esta bella ciudad engrosar las posesiones de la corona de Cormyr sin más derramamiento de sangre.
Rhodes guardó silencio. Aquel plan tenía más recovecos imposibles y escalones peligrosos que el mercado de los comerciantes de Marsember. Sin embargo, si salía bien, salvarían la situación.
—¿Quiere que yo me haga pasar por el rey? —preguntó—. ¿Acaso no hay leyes en contra de eso?
—Si lo descubren —repuso el mago, encogiéndose de hombros—. Y, Rhodes Marliir, yo responderé por usted. A menos que alguien tenga la consabida presencia de espíritu como para comprobar una y otra vez que su monarca beodo es quien parece ser, nadie sabrá jamás lo sucedido. Sin embargo, si existe alguna duda al respecto, lo más probable es que me llamen a mí para establecer su identidad.
—¿Y a cambio recibo mi título y posesiones en Marsember? —inquirió Rhodes, esbozando una sonrisa.
—Recuperará usted su título nobiliario —dijo Jorunhast—, aunque todo el mundo se haría muchas preguntas si fuera en Marsember.
—No quiero ser ningún señor segundón que críe cabras en cualquier desfiladero —repuso Rhodes, malhumorado.
—¿Y qué me dice de Arabel? —sugirió el mago—. Una ciudad próspera con mucha nobleza, retirada de la influencia del trono.
—Arabel estaría bien —admitió Rhodes.
—Además también se rebela contra la corona cada centenar de años, más o menos. Creo que usted encajará allí —sonrió el mago—. No creo que tenga ningún problema en extraviar el oro necesario del tesoro real, como para, cuando usted sea tan viejo y gordo como yo, y tenga hijos en que pensar, comprar todas las islas que quiera en Marsember. No obstante, debe darme su más solemne palabra de honor de que jamás hablará a nadie de lo sucedido. Ni a su esposa, ni a sus herederos, ni a nadie.
—Lo juro por mi estirpe noble y mi lealtad a la familia Obarskyr y a Cormyr —respondió Rhodes, haciendo un gesto de asentimiento—. Ahora quiero oír de su boca que jura proteger Marsember.
—Más que eso —replicó el mago—. Dhalmass habría considerado Marsember como un problema menos, nada más que otra muesca en su lista de conquistas, algo que se olvida en cuanto se consigue. Palaghard, es decir, el rey Palaghard Segundo, es hombre más reflexivo. Creo que me resultará fácil convencerlo de que mejore la última adquisición de su difunto padre, que se financien construcciones de piedra y nuevos cimientos para reforzar los antiguos. Juro que lo aconsejaré en ese sentido. ¿De acuerdo?
—Mago de la corte —dijo Rhodes con voz serena—, acabamos de cerrar un trato. Yo cumpliré mi palabra ante cuantos dioses crea necesario invocar.
—¿Invocar a los dioses? —inquirió Jorunhast esbozando una sonrisa reprobatoria—. Dejo ese tipo de tonterías para los jóvenes nobles que no tienen nada en la cabeza. La gente considera extraños a los dioses, ya sabe usted.
Rhodes rió, incapaz de evitarlo, pero de pronto Jorunhast lo miró ceñudo.
—Quieto —ordenó—, o tendré que golpearlo hasta dejarlo inconsciente y meterlo en la cama con Dhalmass para lograr que se le parezca.
El joven noble permaneció inmóvil como una piedra. El mago lo observó y se puso manos a la obra, disfrazando lentamente a Marliir con el aspecto del rey. Cuando hubo terminado el último hechizo, Rhodes se examinó a sí mismo en el espejo roto, y después miró al cadáver que había en la cama. El parecido era asombroso, pues lo había obrado alguien que conocía al rey desde su nacimiento.
—No hable mientras esté de camino, puesto que eso es algo que ahora no puedo arreglar —dijo el mago de la corte—. Limítese a gruñir. De hecho, el rey no era muy hablador cuando estaba borracho.
—Una última cosa —dijo el «rey» con la voz de Marliir—. ¿Va a emplear la misma magia con la reina?
—Supongo que sí —respondió Jorunhast, tras un breve instante de reflexión—. Reclutaré a alguna chica del servicio para que haga el papel. Alguien de carácter fuerte, como usted. Muchos cortesanos conocen el malestar de la reina, pero no su muerte.
—Creo que se echaría en falta a una de las sirvientas de la reina —apuntó Rhodes.
—¿Tiene alguna sugerencia? —preguntó el mago.
Rhodes se volvió hacia la puerta. Al seguir el recorrido de su mirada, Jorunhast reparó en la mujer de piel morena. Seguía allí, en el umbral, inmóvil y con los ojos y los oídos bien abiertos; al parecer los había estado observando sin atreverse a decir palabra ni a moverse. Tenía los ojos grandes y oscuros.
—Moza —dijo Jorunhast—, que sepas que soy el hechicero supremo de Cormyr, y que en mis manos dispongo del poder de chamuscar las entrañas de cualquier dragón que se me ponga por delante. —Levantó una de sus manos, en un gesto amenazador, y añadió con una sonrisa—: Pero también tengo el poder de transformar a jóvenes fulanas en reinas…
Fue necesaria alguna que otra coacción más para convencer a la joven de que aceptara el plan, enfrentada a la elección entre una muerte horrible —que sufriría en aquel mismo momento o en cualquier otro si hablaba— y la nobleza, una casa señorial llena de vestidos bonitos, con manjares en la mesa, servidumbre, un lago con cisnes, y la atención del hechicero supremo de Cormyr para ayudarla a alcanzar cualquier cosa que pudiera desear. Eso por no mencionar un buen marido, si estrechaba los lazos que la unían al atractivo joven al que acababa de ver transformarse en el rey. En aquel momento lo miró de arriba abajo, y frunció el entrecejo.
—Quítese la ropa —ordenó la muchacha tranquilamente a Rhodes—, y póngase la que esparció el rey por toda la habitación. Ahora es usted el rey, y nada de lo que lleva puesto lo demuestra.
El noble observó su aspecto y comprendió que la joven tenía razón. Su ropa y su daga acabaron encima de la cama, mientras envolvían el cadáver de Dhalmass con el colchón y lo ataban para que no resbalara. El mago echó un último vistazo a la habitación, asintió e hizo un gesto rápido e intrincado.
El cadáver, la muchacha y él empezaron a despedir un fulgor débil.
—Una última cosa —dijo mientras el fulgor ganaba en intensidad y se extendía—. Dhalmass era muy querido en Arabel. Espero que considere la opción de erigir usted una estatua en su honor.
—Así lo haré, una vez que se hayan emprendido las mejoras en Marsember —repuso el noble, testarudo, antes de sonreír de puro gozo por primera vez en mucho tiempo.
El fulgor aumentó hasta adquirir una intensidad cegadora, y de pronto se fundió; Rhodes estaba solo en la habitación del segundo piso. Registró el lugar por si habían pasado por alto cualquier detalle que pudiera delatar lo sucedido allí, una joya o algo que bastara a un cormyta fisgón para deducir la presencia del rey, la muerte del rey. Pero no encontró nada.
El rey temporal cerró la puerta ya en el rellano de la habitación donde había fallecido Dhalmass, y se dirigió hacia las escaleras. El rey era —es decir, había sido— más alto que él, y se le antojó más difícil de lo que había pensado en un principio mover aquel cuerpo por la escalera. Por suerte, pensó Rhodes, el rey de verdad estaba borracho; nadie repararía en si, de vez en cuando, no andaba con paso firme.
Encontró a la otra chica, la rubia, abajo en la puerta. Al parecer parecía dispuesta a volver a la habitación, para ver si era cierto que el rey borracho había muerto en sus brazos, y al encontrarse cara a cara con su majestad, que al parecer rebosaba salud, estuvo a punto de dar un bote hasta el techo de la impresión.
Marliir la besó con suavidad en la frente, le dedicó un guiño y se dirigió hacia la ciudad, de vuelta a la residencia real en la mansión Marliir. Encontraría otras mozas de camino a las que poder besar. Si lo hacía con propiedad, serían muchas las miradas que se fijaran y recordaran al rey Dhalmass aquella noche, y por la mañana él y su reina subirían al carruaje que los llevaría de regreso a Suzail. Una semana más tarde todo el reino se cubriría de luto en recuerdo de las testas coronadas de Cormyr, ambas fallecidas, y un nuevo noble y su señora se sentarían tranquilamente junto al lago de los cisnes, en Arabel.