28

Dragones Rojos, Dragones Púrpura

El rey Salember recorrió los salones del castillo Obarskyr gritando para llamar la atención de sus cortesanos, de sus guardias, de la servidumbre. Nadie respondió a sus gritos, y no encontró a nadie arrodillado a la espera de recibir sus órdenes en ninguno de los corredores por los que pasó. Sus pisadas resonaban en los salones de piedra, encontrando un eco en la distancia.

Los guardias habían abandonado sus puestos ante las puertas, los sirvientes ya no estaban en los nichos donde esperaban órdenes, no encontró a los cortesanos en las antesalas. ¿Dónde estaban los escribas, los sanadores, los pajes? ¿Dónde estaba su corte?

No era posible que lo hubieran abandonado, pensó. Cierto que las deserciones estaban a la orden del día, pero había logrado mantener a unos cuantos a raya. Aún podían vencer. Había gobernado el país durante nueve años, y lo había gobernado bien. «¡Cormyr, fuerte como una roca!», gritó como había hecho tantas veces antes al finalizar sus discursos. Al devolverle sus palabras, el eco pareció burlarse de él. ¿Acaso la gente era incapaz de comprender cuánto habían mejorado las cosas con él como regente? Y mejor que hubiera ido todo, de no haber entrado en escena ese príncipe de tres al cuarto, dispuesto a echarlo todo a perder.

La situación se había torcido desde la aparición de ese príncipe advenedizo. El trabajo se descuidó, no se recogieron las cosechas, los tratos quedaron pendientes de una firma. Incluso los proyectos emprendidos en el interior del castillo se suspendieron mucho antes de que huyeran los sirvientes. Los tapices estaban a medio colgar, y cierto que habían descolgado de las paredes los escudos pertenecientes a las familias traidoras, pero estaban en el suelo en lugar de guardados bajo siete llaves. Salember pasó junto a la Doncella Azul, su estatua favorita, tumbada junto al pedestal, esperando a que acudieran los trabajadores para llevarla al lugar que le correspondía. Salember maldijo la pereza de su servidumbre, sin olvidar también su falta de lealtad.

Salember se detuvo ante uno de los ventanales que dominaban la ciudad. El sol desaparecía por el oeste, y la mayor parte de Suzail se extendía ante su mirada, casi oculta por las sombras del atardecer. Vio algunas hogueras en la ciudad, hogueras innecesarias por encontrarse cercano el solsticio de verano. Señalaban los lugares donde su facción se había enfrentado a la de Rhigaerd; el asunto se dirimía entre Rojos y Púrpura, entre quienes servían al legítimo regente y quienes seguían al pretendiente al trono. Las llamas de los edificios le hacían pensar en Dragones Rojos arremetiendo contra la ciudad, mientras el humo que ascendía en espiral le recordaba a los Dragones Púrpura recortados contra un sol moribundo.

Allí fuera, tanto en la ciudad como en el campo que se extendía al otro lado de las murallas, ambas facciones luchaban o se disponían a hacerlo. En las calles de Arabel y de la pantanosa Marsember, en la boscosa Dhedluk y la montañosa Cuerno Alto, todo el territorio sufría las consecuencias de la guerra. Los Dragones Púrpura se habían dividido, con unidades y magos que adoptaban posturas opuestas, según fuera el caso. La Hermandad de los magos guerreros se había fraccionado en un centenar de magos individuales, todos ellos dispuestos a encerrarse en sus torres y cuevas. Incluso las Iglesias —los de Helm, los de Lathander, los de Mystara— formaron en bandos distintos.

Y todo porque había quienes no estaban dispuestos a permitir que el regente siguiera rigiendo, porque querían que entregara el reino al hijo mequetrefe del anterior rey.

Hacía nueve años que había muerto el hermano de Salember, Azoun Tercero del País de los Bosques, dejando a un hijo demasiado joven para regir siquiera una guardería, y mucho menos un reino. Jorunhast ofreció la regencia a Salember, un gobierno temporal hasta que el príncipe de la corona Rhigaerd fuera mayor de edad. Salember ascendió al Trono Dragón, posición que jamás había soñado ocupar.

Había servido durante nueve años, y lo había hecho bien. La gente vivía mejor, las importaciones habían aumentado, y las incursiones de orcos, trasgos, bandidos y dragones iban de capa caída. De modo que después de nueve años, no era tan extraño mantener la misma mano firme al timón del reino.

Pero no; los tradicionalistas, los monárquicos, los leguleyos de tres al cuarto, incapaces de modificar las normas, se habían opuesto. Rhigaerd había exigido la corona, y después había buscado refugio en los bosques, para liderar sus tropas. Había asumido la insignia del Dragón Púrpura, y se había llevado con él a unos cuantos hombres. Salember luchaba con la insignia de un Dragón Rojo, el color de la batalla, de la sangre, el color que había enarbolado en las almenas del castillo.

Salember se quitó la pesada corona y la depositó en el alféizar del ventanal. Había asumido la corona de Palaghard, que ya tenía un siglo de antigüedad, como la suya propia, y su estructura con gemas incrustadas, ornamentada, pesaba demasiado.

Suspiró. Cuando aplastaran a los Púrpura, quizá pudiera recuperar la antigua corona de las criptas. Sí, eso es lo que haría cuando los rebeldes Púrpura quedaran reducidos a la nada, y Rhigaerd abandonara para siempre el agujero en el que se había escondido. Cuando destruyeran a los Púrpura de Rhigaerd, todas las piezas volverían a encajar en su lugar. Finalmente, el reino de Cormyr recuperaría la normalidad, y podría mirar hacia adelante y hacer de aquella tierra un lugar aún más fuerte. «Cormyr, fuerte como una roca», masculló, descargando un puñetazo lento y suave sobre el alféizar. Debía ser cuidadoso como el gigante de las tormentas, o de lo contrario su fuerza bastaría para romper todo lo que más quería en el mundo.

Un sonido lejano reverberó en el recibidor, un golpe seco que encontró un eco a través de los salones y las estancias vacías.

—¿Jorunhast? ¿Eres tú? —preguntó el Rey Dragón Rojo.

La Doncella Azul le devolvió la mirada, tranquila, imperturbable, tumbada en el suelo como estaba, junto al plinto adonde él había ordenado subirla. ¿Cuánto hacía de ello? ¿Diez días? Se trataba de una doncella de tamaño real, esculpida en liso cristal azul, que permanecía sentada esperando al dragón que iba a devorarla, según decían los sabios. También había quien aseguraba que tenía las manos demasiado grandes, igual que los pies, pero a Salember le gustaba su coraje, su fortaleza para sentarse desnuda, salvo por una capa con la que intentaba cubrirse, esperando su final. Era la clase de espíritu que más cormytas deberían tener. Además, los sabios decían que la doncella estaba unida a la buena suerte de la familia Obarskyr y que su voluntad era inquebrantable, que jamás caería en desgracia, que jamás se extraviaría. Tendría que volver a ordenar que la subieran al plinto al que pertenecía, sin mayor dilación. Si al menos algún condenado sirviente respondiera a sus voces…

—¿Jorunhast?

El mago aún estaría en palacio. Estaba atado a la monarquía cormyta igual que un perro, como había sucedido con todos y cada uno de los magos reales, los señores de la magia y los magos del rey que habían servido en el pasado.

¡Sí! Él, Salember, lo había descubierto en los libros que pertenecían a Baerauble: los magos estaban obligados mágicamente a proteger la corona. La mayoría de la gente lo había olvidado, pero no el sabio y viejo Salember. Sucediera lo que sucediese, podía contar con el mago real.

Sin embargo, la voz de Salember recorrió las salas sin obtener respuesta.

Cobardes, pensó Salember. No tenían fuego en las entrañas, ni pasión en el corazón para luchar como unos verdaderos caballeros. Todos esos Dauntinghorn, los Marliir, los Wyvernspur, retirados en sus posesiones alejadas de la capital, esperando a que pasara la tormenta. ¡Los Truesilver, los Crownsilver, los Huntsilver! ¡Eran primos tanto suyos como de Rhigaerd y, sin embargo, no dejaban de repetir sus votos de lealtad, erraban y hablaban remilgados cuando se les pedía tropas, ayuda!

Salember poseía el terreno elevado, la corona, el trono y el castillo, y al principio los nobles se mantuvieron fieles a él. Pero lentamente empezaron a hacerse los remolones. No apoyaron abiertamente a Rhigaerd, por supuesto… nunca lo habían apoyado. Valoraban demasiado su propio pellejo, y algunos traidores habían sufrido una muerte horrible, para dar ejemplo. Salember había empleado bien el oro, y los Cuchillos de Fuego eran de lo más efectivo, al menos a la hora de dar ejemplo.

Sin embargo, los nobles cobardes habían seguido abandonándolo. Habían jurado lealtad mientras se miraban la punta de los pies, para después huir al bosque, llevándose consigo a sus estudiantes, escribas y sirvientes. ¿Qué reino podía aspirar a la grandeza con semejantes sabandijas, con hombres de paja como aquéllos?

Salember volvió a gritar; el suyo fue un grito incoherente. Escuchó claramente el ruido de puertas al cerrarse, y los pasos de alguien en la distancia.

Quizá fuera algún sirviente, deseoso de ocultarse de la ira de su amo. Quizá Jorunhast habría regresado por fin. Uno hubiera creído capaz al mago, con toda esa magia en la yema de los dedos, de encontrar al príncipe errante con el más simple de los conjuros. No obstante, el anciano mago estaba siempre fuera, supervisando los enclaves, en busca de alguna que otra pista o informándose del resultado de tal o cual batalla.

Salember recorrió el salón y descendió lentamente por la escalera de piedra en espiral hasta llegar a la planta baja. Sus pasos cansados resonaron ante él. A su derecha estaba la sala del Trono Dragón. Probablemente ya se habían reunido allí algunos cortesanos leales, algunos capitanes, esperando a que les asegurara que todo iba bien, y que los rebeldes habían emprendido la huida. A su izquierda estaban las cuatro salas de las Grandes Espadas.

Salember giró a la izquierda. Los capitanes y cortesanos podían esperar. El rey estaba convencido de que Jorunhast, o uno de sus predecesores, había enmudecido aquella parte del castillo, y a causa de ello reinaba en su interior una atmósfera densa que amortiguaba cualquier sonido. Incluso cuando el castillo hervía de actividad, aquella sala disfrutaba de un ambiente tranquilo, como la nave de cualquier templo de generosas proporciones dedicado a Helm o a Tempus. A menudo acudían visitantes a ver las grandes espadas; sin embargo, aquel día no había visitas… como durante las semanas anteriores. Tampoco vio a ningún guardia.

Allí era donde reposaban, sobre terciopelo, los cuatro grandes aceros de Cormyr. Ansrivarr, Espada de la Memoria, era la primera. Se trataba de un acero enorme de cruda hoja que se remontaba a los primeros tiempos de la colonización, cuando los elfos aún moraban en los bosques. Symylazarr, Fuente de Honor, ante la cual los nobles traidores habían jurado lealtad, era tan ancha como la Espada de la Memoria y tenía grabadas en la hoja runas antiguas. Orblyn, la espada forjada por magos del rey Duar, con la que había liderado el reino durante el Exilio Pirata, era una espada moderna de hoja más fina. Y Rissar, la Espada del Compromiso, era un arma pequeña, de factura delicada y elegantes formas, que se empleaba para las ceremonias matrimoniales y los juramentos de sangre. Era la que más se acercaba a la naturaleza del Cormyr actual, pensó Salember: adornada, bonita y completamente inútil en un combate.

Salember levantó el domo de cristal y separó a Orblyn del terciopelo. Lejos, en algún lugar, oyó un solitario gong, pero no fue seguido de ningún rumor de pasos apresurados, calzados con botas o mallas; tampoco de los gritos de los guardias, ni pánico alguno entre los magos de la Hermandad de magos guerreros, ningún indicio que revelara la presencia, la llegada de gente a palacio.

Orblyn estaba cubierta de preciosas runas grabadas suavemente en la hoja. Salember levantó la espada, a la luz, para distinguirlas con claridad. Las inscripciones mágicas parecían retorcerse, debatirse, ante su mirada. Después de todos aquellos años, Orblyn aún mantenía intacto su filo.

Salember la envainó en su cinturón. Sí, había llegado el momento de librar la verdadera batalla. El rey Salember disponía de la corona, del trono, el castillo y las espadas. Contaba con la lealtad de las tropas restantes, y del apoyo de la gente que se había ganado a pulso después de nueve años de paz y prosperidad. Poco importaba la falsa amistad de la nobleza. En cuanto aplastaran por completo a los Púrpura, los nobles supervivientes se arrastrarían a sus pies pidiendo perdón. A algunos los perdonaría, pero otros servirían de ejemplo.

Se dirigió a la sala del Trono Dragón. Debía recuperar el mando de las tropas e impresionar a los demás nobles. Cabalgaría hacia su destino y golpearía al enemigo dondequiera que se ocultara. Incluso antes de la rebelión, Salember había pasado demasiado tiempo en el castillo, dedicado a supervisar las cuentas, los tratados, las previsiones. Lo cierto es que había permanecido demasiado tiempo encerrado, después de que Rhigaerd declarara la revuelta, protegido por la solidez de sus murallas y el poder que destilaba la magia. Había llegado el momento de que el Dragón Rojo corriera libre por los campos, pensó, sonriendo ante la perspectiva.

No había guardias que flanquearan las puertas de la sala del Trono, como tampoco los había encontrado ante las salas de las Grandes Espadas. ¿Acaso habían desertado? ¿O se encontraban en la ciudad, combatiendo incendios y a los traicioneros Púrpura? Encontró las puertas abiertas.

La sala del Trono era una de las partes más antiguas del castillo, el corazón de la morada de los Obarskyr desde tiempos inmemoriales. A un lado se encontraba la enorme y sellada tumba de piedra donde reposaba Baerauble, cuya superficie habían tocado millones de manos en el transcurso de los años. En el lado opuesto había unas escaleritas que conducían al trono. En ocasiones había dos sillas en el último peldaño, una para el rey y otra para la reina, pero en aquel momento sólo había una.

Encontró a tres personas de pie junto al trono, dos hombres y una mujer. Al entrar en la sala, Salember se preguntó si serían reales o sólo ilusiones mágicas.

Ahí estaba Jorunhast, por supuesto. ¿En qué otro lugar podría estar el mago de la corte, excepto junto al trono, para proteger a la corona? Pero, Rhigaerd, el cachorro traidor, también estaba allí, vestido con el blanco y el púrpura de su pandilla de rebeldes. La mujer era Damia Truesilver, la noble más cobarde y traidora de todos, confidente de Rhigaerd. El vientre de la mujer albergaba un retoño, y Salember recordó que lord Truesilver en persona había decidido plantar la semilla de otro hijo, en caso de que pereciera en combate.

¿Habría llevado Jorunhast a los conspiradores para juzgarlos y castigarlos? No era aquél el lugar más adecuado, debiera haberlos teletransportado a la mazmorra más profunda del castillo.

El mago estaba ojeroso y cansado, como si hubiera dormido las últimas tres noches en las zanjas del camino. Tenía hundidos los hombros a causa de la edad y las preocupaciones. Todas aquellas batallas también habían pasado factura a su salud.

—Aquí estáis, por fin —dijo—. Debemos terminar con esto de una vez por todas.

El anciano mago descendió un par de peldaños y se colocó a un lado de la escalera, entre el rey y el príncipe rebelde. Por lo visto, el mago quería celebrar una entrevista entre ambas partes. Salember pensó que no serviría de nada.

—Saludos, amado tío —dijo Rhigaerd, cuyo joven rostro pareció esforzarse en aparentar seriedad.

—Lo mismo digo, sobrino —saludó el rey—. ¿Has vuelto a la morada de tu padre para rendirte y terminar de una vez por todas con esta locura?

—Cierto es que he vuelto al hogar de mi padre —repuso el príncipe—, y también que mi intención es la de poner punto final a esta locura. Pero no he venido a rendirme, sino a parlamentar.

—Convencí a Rhigaerd de que hiciera las paces con vos —intervino Jorunhast—. Venimos de Wheloon, donde se ha celebrado una batalla cruenta; las facciones Roja y Púrpura se han atacado con denuedo hasta no dejar más que cadáveres alfombrando el terreno… sin ningún resultado.

—Si perseveramos en este derramamiento de sangre, no habrá Cormyr que valga la pena gobernar —añadió Rhigaerd—. Al parecer los sembianos no cejan de hablar sobre la protección del comercio. Agentes de la Guardia Negra y los magos de Thay cruzan libremente nuestras fronteras. Esto debe acabar.

—De acuerdo —respondió fríamente Salember—. Estoy dispuesto a aceptar tu rendición. Tus hombres serán perdonados. Por supuesto, tú tendrás que acatar un exilio en Aguas Profundas o en los Valles.

El joven príncipe enrojeció de ira y masculló una maldición. A su espalda, Damia apoyó suavemente una mano sobre su hombro, y pareció tranquilizarse.

—¿Rendir mi trono? —preguntó finalmente.

—¿Tu trono? —preguntó a su vez, burlón, Salember—. Nada de eso, ¿debo recordarte quién ha gobernado el reino en estos últimos nueve años de paz? ¿Quién ha sacrificado su propia vida por el bien del pueblo? ¿Quién ha empleado todas sus horas conscientes, toda su energía, en enriquecer la estirpe de los Obarskyr? En esas mismas horas de tu juventud, tú estabas cazando, de aventuras, de pindonga, mientras que yo tenía que resolverlo todo. ¿Crees que voy a entregar las riendas de este reino a un muchacho inexperto?

El rostro de Salember se había vuelto rojo como un tomate, y el rey sintió arder la llama de un nuevo fuego en su interior. ¡Ningún cachorro malcriado iba a disputarle y robarle la corona sin antes luchar!

—La sucesión al trono Obarskyr siempre ha pasado a manos del varón primogénito —dijo Rhigaerd—. Ha habido excepciones, y reinas Obarskyr que han gobernado cuando no había hijo varón. Durante nueve años no ha habido un sucesor de Azoun Tercero que fuera adecuado, pero ahora sí lo hay.

—¿Y esperas que te conceda el reino como si de un regalo de cumpleaños se tratara? —replicó Salember.

Rhigaerd volvió a enrojecer de ira, pero supo contenerse.

—Mientras vos permanecíais a salvo en el castillo —respondió el príncipe con voz serena— con vuestros libros de contabilidad, los cortesanos y entregado a vuestras mezquinas intrigas, yo trotaba por el reino. Lo que vos tacháis de pindonga, yo lo considero aprender de mi patria. He cazado en el Bosque del Rey y bebido hasta emborracharme con los soldados de Cuerno Alto. He arado la tierra con los campesinos, conocido a los contrabandistas, luchado contra los bandidos y los trasgos, aprendido la lengua de los elfos errabundos y sacado provecho de cuantos sembianos nos visitaban.

—Juventud ociosa —se burló el rey.

—Conozco a mi gente y a mi tierra. Estoy preparado para asumir la responsabilidad de mi padre —concluyó el príncipe—. No quiero luchar por ella, pero lo haré si es necesario. Os lo advierto, no intentéis dividir a mi pueblo más de lo que ya lo habéis hecho.

—Bonito discurso —escupió Salember—. ¿Os ha ayudado lady Damia? No, joven sobrino, tenéis un conocimiento muy pobre de la política que rige la corte. Los cortesanos os comerán vivo.

—A juzgar por cómo están las cosas, son los cortesanos los que han sido devorados en el interior del castillo —gruñó Rhigaerd—. O han huido a refugiarse a los bosques, donde ocultarse hasta que ambos lleguemos a un acuerdo.

—Hemos considerado la opción, lord Salember, de concederle a usted una baronía o un ducado del reino, además de nombrarlo consejero vitalicio en reconocimiento de vuestro buen hacer —intervino lady Damia.

—¿Entregar la corona a un niño, a cambio de un puñado de tonterías y títulos honoríficos? —repuso Salember, en cuyas entrañas se enroscaba una serpiente de fuego.

—Admito que vuestra experiencia resultaría muy valiosa, a la hora de… —empezó a decir Rhigaerd, el único, aparte de Jorunhast, que lo trataba de vos.

—¿Para arreglar tus desmanes, sobrino? —interrumpió Salember—. ¿Para apoyarte como rey? ¿Para hacerlo todo en la sombra?

—No tiene por qué ser algo inmediato, tío —sugirió tranquilamente Rhigaerd—. Después de tres años más de regencia, se podría llevar a cabo el traspaso de poder, sin mayores incidencias.

—¡No! —gritó Salember—. ¡Tan sólo obtendrás la corona cuando yo ya no tenga ninguna necesidad de ella! Ríndete ante mí, aquí y ahora, príncipe. ¡Si es cierto que amas a este país tanto como dices, demuéstralo!

—Amo el País de los Bosques —repuso Rhigaerd, cuyos ojos brillaron angustiados—, tanto como honro a mis ancestros. Sea como fuere tío, debéis renunciar a la corona. ¿Acaso no oís los gritos de los moribundos? ¿El rumor de un reino que se resquebraja? No podemos sobrevivir con dos reyes, uno legal y otro temporal.

—¡Basta ya! —gritó Salember, volviéndose hacia Jorunhast—. ¡Mátalos, mago!

El silencio envolvió a los cuatro como una capa, mientras el eco de las órdenes de Salember rebotaba en los muros de piedra, como si de cachones se tratara al golpear con furia contra el rompiente.

—¿Disculpad? —preguntó Jorunhast, inexpresivo.

—¡Mátalos! —rugió el rey—. ¡Mátalos ahora mismo! Es la mejor oportunidad que tendremos para acabar con este conflicto sin sentido… ¡Ahora!

—El príncipe Rhigaerd ha accedido a venir aquí a cambio de mi promesa de que procuraría su seguridad, sire —repuso tranquilamente el mago. Rhigaerd se situó frente a lady Damia, para protegerla, mientras llevaba la mano a la empuñadura de su espada.

Los ojos de Salember ardían presa de la ira, y su propia mano descansaba sobre el pomo de Orblyn.

—¡Soy tu rey, y te ordeno obediencia! ¡Mátalos a los dos! ¡Una serpiente sin cabeza no tarda en morir!

Jorunhast miró al joven noble y a la mujer embarazada que estaba junto al trono, y después se volvió para mirar al rey. El rostro de Salember era el epítome de la rabia, y soltaba espumarajos al gritar.

—No —respondió Jorunhast, mirando al rey.

Salember pasó del púrpura al rojo de las escamas de un dragón, mientras en su interior ardía un fuego incesante.

—¡Descubrí los archivos de Baerauble, mago! Los elfos forzaron a los tuyos a servir a la corona. ¡Estás obligado a obedecer mis órdenes! ¡A combatir la amenaza que se cierne sobre la corona! ¡Mátalos!

—El venerado Baerauble estaba obligado a servir a la corona, cierto, pero Amedahast, Thanderahast y yo servimos por propia elección, por lealtad —respondió en voz baja el mago, al oír las airadas palabras del rey—. Lealtad a la corona, pero también al rey, al pueblo y a la tierra. Pongamos punto final a esta situación, sire. Incluso Iltharl el Insuficiente supo cuándo debía hacerse a un lado…

Pero Salember ya no lo escuchaba, el fuego ardía en sus sienes, en sus oídos, y en su corazón algo descuajó un anclaje que lo contenía y lo impulsó a entrar en acción.

Con un grito incoherente, el rey Dragón Rojo tiró de la espada de Duar que colgaba del cinturón y cargó escaleras arriba contra la pareja.

Jorunhast dio un paso al frente al cargar el rey ante él y extendió una mano enorme que lo agarró por la cara con unos dedos largos y férreos. El mago pronunció algunas palabras en lengua antigua, y por toda la sala se extendió el hedor de la carroña. Entonces soltó a su rey.

Salember trastabilló medio paso hacia adelante y cayó al suelo, soltando a Orblyn, que fue a caer sobre los peldaños de piedra, lejos del alcance de Salember, mientras la corona de Palaghard caía en el lado contrario. El hedor a carroña volvió, una brisa hedionda que trajo consigo el grito tembloroso de Salember.

Rhigaerd bajó las escaleras de dos en dos, y se arrodilló junto al cuerpo del rey.

—Está muerto.

—Sí —dijo Jorunhast, en voz baja—. No he tenido otro remedio que abatir la amenaza que se cernía sobre la corona. —El mago extendió las manos ante sí, unas manos enguantadas, como si titubeara en mostrar las armas mortíferas que había llevado consigo.

—El rey ha muerto —musitó Damia Truesilver.

Jorunhast hizo un gesto de asentimiento y sacó de su túnica la corona, la primera corona de Cormyr, de factura élfica, que tendió a lady Damia. El joven príncipe se arrodilló, y la dama ciñó la corona sobre su frente.

—Larga vida al rey —dijo Damia—. Levantaos, rey Rhigaerd Segundo de Cormyr. Ojalá vuestra coronación hubiera ido acompañada de los festejos de rigor, pero vuestro reino os necesita.

Rhigaerd se incorporó de nuevo, y Jorunhast vio que tenía húmedos los ojos.

—Mi agradecimiento, mago —dijo el rey con voz firme.

—No he tenido más remedio que abatir la amenaza que se cernía sobre la corona —repitió Jorunhast, con tristeza—. Lamento que no hubiera otra manera. Era mi amigo, tanto como vuestro.

—Recordémoslo por su fortaleza, en lugar de por su locura —dijo Damia, como si con esas palabras terminara una plegaria.

—Aun así, habéis asesinado a un rey —dijo Rhigaerd, solemne—, y por ello la sentencia es la muerte. Conmuto esta sentencia por el destierro de por vida del reino. Abandonará usted Suzail, mago, adonde jamás regresará.

Jorunhast abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla e hizo un gesto de asentimiento.

—Nadie puede confiar en quien ha matado a un rey, por muy sobrados que fueran sus motivos para hacerlo —dijo Rhigaerd—, y nadie confiaría en mi gobierno si mantuviera a mi lado a la mano derecha de Salember.

—Como deseéis, sire —respondió Jorunhast, haciendo un nuevo gesto de asentimiento—. Respetaré vuestras órdenes, en virtud de mi lealtad a la corona. Recogeré algunas cosas y desapareceré. —El mago se retiró hacia la puerta que conducía a la sala del trono.

—Espere un momento, mago —ordenó Rhigaerd.

—¿Sire? —dijo Jorunhast, volviéndose.

—Cormyr siempre ha tenido un mago, no como ahora —se explicó el soberano, con tacto—. Durante su exilio, deberá usted buscar y adiestrar al mejor mago que encuentre. Cuando contraiga matrimonio y tenga un heredero, enviaré mensajeros a todos los rincones de Faerun para anunciarlo, y usted lo sabrá. Le ruego que me envíe a su pupilo para que se convierta en el tutor de mi hijo. Cormyr podrá sobrevivir sin su mago, pero no es necesario tentar a la suerte. Es una orden.

Antes de responder, Jorunhast se inclinó profundamente ante su rey:

—Como deseéis, mi señor.

—Y gracias —añadió Rhigaerd—. Gracias por los crímenes que habéis cometido en nombre de la corona.

La mirada de Jorunhast estaba tan empañada de lágrimas como la del nuevo rey.

—He cumplido con mi deber, animado por mi lealtad y el cariño que siento por esta tierra —dijo—, cosas ambas que enseñaré a mi pupilo.

Y aunque nadie lo vio marchar, a Jorunhast no volvieron a verlo nunca más en Suzail.