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Al morir en 1835, Dimitri Ivanovich Chvostov, senador y conde del reino de Cerdeña, había compuesto doscientos cincuenta mil trescientos veintisiete versos. Además, se había convertido en uno de los más temidos peligros de la vida social en San Petersburgo. A pie si el clima lo permitía, si no en una carroza celeste, recorría la ciudad escoltado por dos asistentes que cargaban bolsas llenas de libros, plaquetas, folletos y aun manuscritos. Las víctimas podían ser amigos, conocidos, aun lejanos conocidos de conocidos; tras un saludo ceremonioso y algún comentario de actualidad, Chvostov fingía recordar en el momento de despedirse que tenía consigo una de sus más recientes composiciones, y la obsequiaba al aterrorizado interlocutor. De nada valía que este la agradeciera y prometiese leer el opúsculo esa misma noche. “¿Para qué esperar?”, murmuraba Chvostov con una sonrisa y, en una confitería, en un jardín público, aun en medio de la calle, leía o recitaba los frutos de su inspiración ante el indefenso oyente.
Se cuenta que un grabador de San Petersburgo hizo fortuna con unas estampitas que representaban al diablo huyendo de un anciano con la cara de Chvostov y los brazos desplegados en plena declamación. Se suponía que esas imágenes protegían a quienes las llevaran del acoso del poeta. Se vendían en los principales mercados de la ciudad.
Fuente: Serena Vitale, La casa di ghiaccio, Milán, 2000.