El Señor de los Anillos
Como todo el mundo sabe, esta obra imponente fue publicada por vez primera en tres volúmenes: La Comunidad del Anillo, Las Dos Torres y El retorno del Rey. Sin embargo, no es tanto una trilogía como una larga novela continua. Se tardó doce años en escribirla (fue compuesta principalmente en el período comprendido entre 1937 y 1949), y más larga aún fue su gestación (Tolkien inventó su «Tierra Media» a principios de los años veinte), por lo que El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings) es realmente la obra de toda una vida. Y tardó otros doce años en conquistar la aceptación del público: con la aparición de la segunda edición (1966) y con la simultánea publicación de ediciones norteamericanas en rústica, El Señor de los Anillos finalmente llegó a convertirse en uno de los principales best-sellers de la novelística del siglo xx.
¿Por qué mereció este inmenso éxito? El primer capítulo describe la celebración del cumpleaños «centesimodecimopri-mero» del hobbit Bilbo Bolsón, y es de tono muy juvenil; de hecho es una continuación directa de la famosa novela de Tolkien para jóvenes El hobbit (1937). He de confesar que durante años fui incapaz de pasar del capítulo inicial con sus pequeños personajes peludos y acogedor encuadre rural, «Bolsón Cerrado» y «Hobbiton» y un tono que hace recordar el humor de los cuentos ingleses para niños. Si me hubiesen dado a leer este libro cuando yo tenía seis años, probablemente me habría encantado, al menos así pensaba a los dieciocho. Pero más tarde seguí leyendo, y sucumbí a su hechizo, como millones de otras personas antes y después. Como el joven pariente de Bilbo, Frodo Bolsón, en el gran viaje que emprende a petición del hechicero Gandalf, el lector se ve sumergido profundamente en el maravilloso territorio de la Tierra Media de Tolkien. Como toda novela, El Señor de los Anillos tiene su carga de «contenido», sus actitudes sociales, expresadas abiertamente u oscuramente implícitas, pero creo que hay pocos ejemplos en toda la literatura en los que esa carga sea más ligera cuando se la compara con la atracción central del libro. En la medida en que esto es posible en nuestro mundo poco romántico, la obra maestra de Tolkien es puro relato. El libro se impone sobre todo como relato de una búsqueda intemporal; los portentos misteriosos, los duros viajes, los variados escenarios, la buena compañía, el cerco de enemigos, la urgencia de las tareas, las revelaciones mágicas, etc., todo está manejado con un soberbio sentido del ritmo. Es un ritmo lento, pues se trata de una novela muy larga, pero a su modo, exento de prisa, se convierte al fin en una poderosa e irresistible marea. La prosa es menos rica que, digamos, la de Mervyn Peake o T. H. White -y la descripción de los personajes mucho menos original-, pero el poder acumulativo de la enorme narración de Tolkien es innegable. Las decoraciones atmosféricas que para todos los lectores fervorosos de Tolkien son encantadoras -por ejemplo, los versos interpolados, las lenguas inventadas, las genealogías y mitologías obsesivamente complicadas- importan menos que la sencilla grandeza de la trama, el mundo imaginario y la dinámica narrativa. John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) siguió bordando sus fantasías sobre la Tierra Media durante toda su larga vida. Los resultados han sido publicados en El Silmarillion (1977) y otros varios volúmenes póstumos editados por el hijo del autor, Christopher Tolkien. Pero cualquiera que sea su brillo erudito, estos libros posteriores carecen de la cualidad central que da vida a El Señor de los Anillos: auténtico sentido del relato, en toda su gloriosa pristinidad.