La Tierra moribunda
Jack Vance (nacido en 1920) era un escritor desconocido cuando se publicó oscuramente en 1950 este primer libro suyo. Está compuesto por seis historias relacionadas entre sí, ninguna de las cuales había aparecido en revistas. Desde entonces Vance ha publicado docenas de novelas a la moda, de ciencia ficción y literatura fantástica, así como varias obras de intriga muy elogiadas (la última con su nombre completo: John Holbrook Vance). La Tierra moribunda (The Dying Earth) es una obra notable para ser un primer libro, un clásico en su tipo, y pese a sus éxitos posteriores Vance nunca lo superó. Los relatos están situados en un horrible y decadente, pero muy colorido, mundo de un lejano futuro. Estamos en el crepúsculo del planeta, y la ciencia hace tiempo que ha cedido la primacía a la magia. Hay monstruos en las sombras, híbridos de plantas y animales, seres grotescos del tamaño de tinajas y espectros de milenios pasados. Contra este fondo poblado de fantasmas, seguimos las bufonadas de personajes como el aspirante a hechicero Turjan de Miir y su enemigo Mazirian el Mago. Aunque las tramas de estos cuentos son ingeniosas y divertidas, mucho de su éxito se debe a la evocación de una atmósfera. La prosa de Vance es lírica, y tiene olfato para lo colorido, como en su descripción del jardín de Mazirian y sus alrededores:
Ciertas plantas nadaban con cambiantes iridiscencias; otras tenían floraciones pulsantes como anémonas de mar, púrpuras, verdes, lilas, rosadas y amarillas. Allí crecían árboles como sombrillas con plumas, árboles con troncos transparentes atravesados por nervaduras rojas y amarillas, árboles con hojas como láminas metálicas, cada hoja de un metal diferente: cobre, plata, tántalo azul, bronce, iridio verde, etc. En un lado, flores como burbujas crecían apaciblemente de vítreas hojas verdes, en otro lado un arbusto tenía flores en forma de tubo, y cada uno de ellos emitía un silbido suave para hacer música con la vieja Tierra, con la luz del sol de color rubí, con el agua que se escurría por el suelo negro, los vientos lánguidos. Y más allá de la valla rocosa, los árboles del bosque formaban un elevado muro de misterio. En esta hora declinante de la vida en la Tierra, ningún hombre podía considerarse familiarizado con los estrechos valles, los claros, las hondonadas boscosas y las profundidades, los claros apartados, los pabellones en ruinas, el deleite de los baños de sol, los barrancos y las alturas, los diversos arroyos, las riadas, los pantanos, las praderas, las espesuras, los sotos y los afloramientos rocosos.
El más largo y el último de los seis cuentos es el de Guyal de Sfere, un joven que no puede dejar de hacer preguntas. Se lanza a la búsqueda del fabuloso Museo del Hombre, cuyo director puede ser capaz de responder a todas sus preguntas. En el camino recoge a una bella muchacha, y con mucha agitación, ambos logran llegar al Museo en ruinas. Como puede esperarse, encuentran un almacén de cosas tradicionales y muchos bellos objetos de tiempos pasados. «¡Qué grandes espíritus yacen en el polvo!», murmura Guyal. «¡Qué almas estupendas han desaparecido en las edades enterradas!… Nunca volverá a haber nada semejante; ahora, en los últimos momentos fugaces, la humanidad se descompone como una fruta podrida.» Encuentran al anciano director, a punto de morir, y le ayudan a derrotar a Blikdak, un vil demonio que ha surgido de la mente del hombre. Como explica el director: «La sudorosa condensación, el hedor y la vileza, los humores de las cloacas, los deleites brutales, las violaciones y la sodomía, los caprichos escatológicos, las múltiples lubricidades disimuladas que se han escurrido de la humanidad han formado un vasto tumor; así adquirió vida Blikdak». Destruyen al demonio con medios ingeniosos; el director muere y Guyal ocupa su lugar como custodio de todo el conocimiento. En la escena final del libro los dos jóvenes contemplan las blancas estrellas y se preguntan: «¿Qué haremos…?».