20

Era la víspera de Año Nuevo:

Yo iba andando por un aparcamiento, entre charcos de lluvia y de aceite de motor, en dirección a una puerta.

Una puerta que conducía a una habitación en la planta de arriba.

Una puerta batida por el viento y la lluvia.

Subí de uno en uno los peldaños de la escalera oscura y me detuve delante de la puerta.

La puerta que conducía a la habitación en la planta superior.

La puerta batida por el viento y la lluvia.

Abrí la puerta y entré.

Dentro:

Dentro había un hombre sentado delante de una mesa baja, un hombre con barba y una pistola en la mano, viendo la tele con el volumen apagado, las paredes tatuadas de sombra y dolor.

El dolor de las fotografías:

Joyce Jobson, Anita Bird, Grace Morrison, Carol Williams, Theresa Campbell, Clare Strachan, Joan Richards, Ka Su Peng, Marie Watts, Linda Clark, Rachel Johnson, Janice Ryan, Elizabeth McQueen, Kathy Kelly, Tracey Livingston, Candy Simon, Doreen Pickles, Joanne Thornton, Dawn Williams, Laureen Bell, Karen Douglas, Libby Hall

El dolor de veintiuna fotografías, más la que estaba en la mesa, a su lado.

La que estaba en la mesa, a su lado.

Cogí esa fotografía.

La que estaba en la mesa.

Era Helen Marshall.

El hombre apartó la vista del televisor.

De la gente que cantaba himnos en la tele, de la gente que cantaba himnos en la tele, sin rostro y sin rasgos, máquinas.

De la gente que cantaba himnos en la tele, sin rostro y sin rasgos, máquinas.

De la gente que cantaba himnos de odio en la tele:

«Eres una bestia sin sentimientos, un cobarde; no eres un hombre. Todo el mundo te odia. Eres el mismísimo diablo».

De la gente que cantaba himnos de odio:

«Eres un inútil, física y mentalmente. No puedes entablar una relación con una mujer viva. Puede que sólo sepas relacionarte con mujeres muertas».

Que cantaba himnos de odio:

«¿No te importa que los demás te odien por lo que haces? Lo que haces no es para estar orgulloso».

Cantaba himnos de odio:

«Eres el mayor cobarde que ha pisado este mundo. Tendrían que sacarte en el Libro Guinness de los Récords».

Himnos de odio:

«Mira por encima del hombro, Destripador. Mucha gente te está observando. Te odian».

Odio.

El hombre barbudo apagó la tele.

Dio la espalda a la tele y al odio.

Se volvió y dijo:

—Tú no los ves, pero yo sí los veo. Me están persiguiendo. Tengo que irme.

Se metió la pistola en la boca, puso los dedos en el gatillo y

… un disparo.

Me despierto.

Me despierto en el coche, en Alma Road, Headingley.

Sudando y asustado.

Los pájaros graznan en el cielo.

Miro el reloj:

06:03:00.

Martes, 30 de diciembre de 1980:

Alma Road.

Una calle corriente de un barrio corriente, a menos de cien metros de la carretera principal.

Una calle corriente de un barrio corriente donde un hombre cogió un martillo y un cuchillo y asesinó a la hija de otro hombre, a la hermana de otro hombre, a la prometida de otro hombre.

Una calle corriente de un barrio corriente donde el Destripador de Yorkshire cogió su martillo y su cuchillo y asesinó a Laureen Bell, le reventó el cráneo y le asestó cincuenta y siete puñaladas en el abdomen y en el útero y una en un ojo.

En esta calle corriente de este barrio corriente esta chica corriente.

Esta chica corriente que ahora está muerta.

—No puede hacer eso. —La mujer de blanco intenta sujetarme de la manga de la gabardina—. Tiene que pedirle permiso al señor Papps.

Pero sigo adelante.

Me alejo entre los muebles de segunda mano, los armarios grandes, las cómodas y las sillas, las alfombras y las cortinas gruesas.

Me alejo entre los pellejos y los huesos, con sus pijamas de rayas y sus camisones de lunares, sus zapatillas y sus rezos vespertinos, sus arañazos y sus murmullos.

Me alejo escaleras arriba, por sus pasillos.

Mitad verde, mitad crema.

Verde fresco, crema fresca.

Pintura húmeda.

Me alejo.

Despliego mis alas.

La mujer de blanco me pisa los talones.

—No puede hacer eso —dice.

Le pongo la placa en las narices.

—Abra las puertas —le ordeno.

Y empieza a girar llaves y a abrir puertas hasta que…

Hasta que llegamos a la última puerta del último pasillo.

A la puerta de Jack.

Allí nos paramos, jadeantes.

Jadeantes hasta que…

Hasta que digo:

—Abra, por favor.

Gira la llave.

—Gracias. —Abro la puerta.

Entro y cierro la puerta a mis espaldas.

Jack está tumbado con un pijama de rayas gris, las manos extendidas a lo largo de los costados, los ojos abiertos y la expresión ausente, la cabeza y la cara afeitadas.

—Señor Whitehead —digo.

—Señor Hunter —responde.

—Parece que han arreglado el váter —señalo.

—Y lo echo de menos —dice.

—¿El goteo?

—Sí, el goteo.

Y hay silencio.

Sólo silencio.

Silencio hasta…

Hasta que pregunto:

—¿Qué tal le fue en Pinderfields?

—Sangre en el suelo.

—¿Perdón?

—Allí siempre hay sangre en el suelo.

—¿En Pinderfields?

Y Jack suspira, se le llenan los ojos de lágrimas.

Las lágrimas resbalan por las mejillas.

Por el cuello.

Caen en la almohada.

En el colchón.

En el suelo, formando charcos.

Charcos de lágrimas en el suelo de piedra.

Las puntas de mis alas húmedas.

—¿Carol? —digo.

Me mira, llorando, y asiente con la cabeza.

—Las dos mitades de un corazón roto —dice.

—Pero ¿encajan?

—Ésa es la cuestión —solloza—. Ésa es la cuestión.

Miro las puntas de mis alas.

Los charcos de lágrimas.

La sangre en el suelo y…

Me inclino hacia él.

—Las cosas que ha visto…

Asiente, llorando.

—Todo lo que ha visto —digo—. ¿Quién lo hizo?

No para de llorar.

Me inclino un poco más, las alas desplegadas sobre ambos.

—¿Quién?

No para de llorar.

Un poco más, las alas sobre ambos.

—¿Quién?

Su lengua en mi cara.

—¿Quién?

Sus labios en mis oídos.

—¿Quién?

Sus palabras entre susurros.

—¿Quién?

Susurros.

Susurros en la oscuridad.

Y le oigo decir:

—Lo que parece la mañana…

Oigo sus susurros en la oscuridad:

—Es el comienzo de la noche eterna…

Los susurros y las lágrimas:

Hab rachmones.[15]

Calles vacías, lluvia.

Directo a Laburnum Road.

Jefatura Superior de Policía de West Yorkshire.

Voces que cantan.

Villancicos y canciones de fútbol.

Canciones de rugby y canciones del Destripador.

En recepción:

—¿Angus? ¿El director general Angus?

Un agente de uniforme niega con la cabeza. Le huele el aliento a alcohol.

—No está aquí, señor.

—¿Pete Noble?

—Tampoco está, señor.

—¿Bob Craven?

—No hay nadie.

—¿Dónde están?

—En Dewsbury.

—¿Dewsbury?

—Lo han cogido.

—¿A quién?

—Al Destripador.

—¿Qué?

—¡El Destripador de los cojones!

—¿Qué pasa con él?

—Han cogido al Destripador de los cojones —se ríe, saca una lata de cerveza de detrás del mostrador y la vacía de un trago.

—¡El maldito Destripador de Yorkshire!

Dewsbury:

12:03:03.

Martes, 30 de diciembre de 1980.

El fin del mundo:

En un aparcamiento próximo a la comisaría; charcos de lluvia y aceite de motor bajo los pies.

Los pájaros graznan en el aire.

Llueve a cántaros.

Las colinas negras alrededor; las nubes todavía más oscuras.

Cierro la puerta, me cubro la cabeza con la gabardina y echo a correr.

Corro hacia la comisaría de Dewsbury.

La comisaría de Dewsbury.

Ladrillos modernos entre la negra…

Muchedumbre concentrada tras propagarse la noticia.

Entran los policías que estaban fuera de servicio, no hay cambio de turno.

Me abro camino entre el gentío con el carné en la mano:

—Comisario jefe Hunter. Quiero ver al director general Angus.

—Abajo —grita uno de los hombres que están detrás del mostrador, tratando de contener a la multitud.

Y abajo voy.

Cruzo las dobles puertas y bajo las escaleras.

Abajo.

Al sótano.

Hasta que los encuentro.

Una habitación oscura llena de hombres oscuros:

Ronald Angus, Maurice Jobson, Peter Noble, Alec McDonald, John Murphy.

Y dos caras más.

Caras familiares, caras oscuras.

Caras oscuras en una habitación oscura.

Una habitación oscura con media pared de cristal.

Un cristal que funciona como espejo por un lado y como ventana por el otro.

Luz detrás del cristal.

El escenario preparado detrás del cristal.

Tres sillas y una mesa.

Los actores.

Alderman y Prentice.

Y el invitado especial del día:

Peter David Williams, de Heaton, Bradford.

Casado, camionero, de treinta y cuatro años.

Barba negra y pelo rizado, jersey azul con cuello de pico blanco.

Al otro lado del cristal.

Prentice está diciendo:

—¿Y el miércoles 10 de diciembre?

Williams:

—Estaba en casa, con mi mujer.

Alderman:

—Cada vez que te han visto has contado la misma historia: en casa con tu mujer.

—Porque es la verdad.

—A mí me parece raro.

—¿Por qué?

—¿Cómo estás tan seguro de que estabas allí?

—Porque paso todas las noches en casa a menos que tenga que dormir de camino.

Prentice:

—¿Y cómo es que el sábado estabas en Sheffield?

—Recogí a un par de autostopistas y me dieron diez libras para que los llevara a Sheffield.

—¿Dónde los recogiste, Peter?

—En Bradford.

—¿Y te dieron diez libras para que los llevaras a Sheffield?

—Sí.

Alderman:

—Y una mierda.

—Es verdad.

—¿Verdad? ¡Los cojones! Fuiste a Sheffield para recoger a una prostituta.

—Eso no es verdad.

Prentice:

—¿Y cómo es que se ha visto tu coche en tantos sitios raros?

—¿En sitios raros?

—En Manchester, para empezar. En Moss Side.

—¿En Manchester?

Alderman:

—¿No es verdad que has estado allí, Pete? ¿En Moss Side?

—No, nunca.

—¿Nunca?

—Nunca.

—Pues yo lo tengo aquí: FHY 400K, Moss Side, Manchester.

—No sé cómo es posible.

—Yo tampoco. Pero son muy malas noticias, eso te lo aseguro.

—¿Por qué?

—Bueno, el coche está pero tú no. ¿Quién coño va a tragarse eso?

—Ahora me acuerdo. Lo dejé aparcado en la puerta de la Biblioteca de Bradford una noche, porque se estropeó, y volví a recogerlo al día siguiente. Alguien debió de llevárselo para dar una vuelta y volvió a dejarlo en el mismo sitio.

Alderman se ríe:

—Que te den.

—Es verdad.

—¿Alguien se lleva tu coche y… no, espera un momento: primero lo arregla, luego se lo lleva para dar una vuelta por el barrio chino y vuelve a aparcarlo en el mismo sitio?

—Sí.

Alderman:

—No me jodas, Pete.

Silencio.

Silencio hasta que…

Hasta que Prentice dice en voz baja:

—Le pusiste una matrícula falsa porque sabías que estarías en Sheffield, sabías que irías al barrio chino y sabías que te estaríamos vigilando.

—Eso no es verdad.

—Yo creo que sí. Y creo que tú lo sabes.

—Para ser sincero, estaba tan deprimido que le cambié las placas de matrícula porque pensaba cometer un delito con el coche.

Silencio.

Silencio hasta que…

Hasta que Prentice dice:

—Cuando te detuvieron, Pete, ¿por qué saliste del coche y te acercaste al costado de esa casa?

—Fui a orinar.

Alderman:

—¿A qué?

—A mear.

Prentice:

—Yo creo que fuiste a otra cosa. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Williams asiente con la cabeza.

Alderman coge una bolsa de deporte marrón de debajo de la mesa, la abre y saca cuatro bolsas de plástico.

Dos martillos, un destornillador y un cuchillo.

Prentice:

—Creo que tienes un buen problema.

Peter Williams:

—Por algo han llegado ustedes hasta aquí.

—¿Adónde?

Silencio.

Silencio hasta que…

Hasta que Peter Williams dice:

—Al Destripador de Yorkshire.

Silencio.

Más silencio hasta que Prentice se inclina y pregunta:

—¿Qué pasa con el Destripador de Yorkshire?

Silencio.

Un último silencio hasta que…

Hasta que Peter Williams dice:

—Que soy yo.

Y Prentice se levanta y vuelve a sentarse. Alderman mira de reojo hacia el espejo sin moverse de la silla.

De reojo hacia el espejo.

Al otro lado del espejo.

Nueve corazones laten con fuerza.

Laten con fuerza y bombean.

Bombean adrenalina.

Bombean, se vuelven, sonríen, asienten con la cabeza y entonces…

Detrás de mí.

Oldman.

George Oldman.

El subdirector general George Oldman.

Sonríe, asiente con la cabeza y sale.

Va a la puerta contigua.

Noble:

—¡George, no vayas!

Nos deja a todos con las manos apoyadas en el cristal que por el otro lado es un espejo.

Con las manos en el cristal que por el otro lado es un espejo.

—¡George!

El cristal, el espejo.

Al otro lado del cristal, del espejo, donde Prentice está diciendo:

—¿Verdad que ahora te sientes mejor, Peter?

Y el Destripador de Yorkshire…

El Destripador de Yorkshire levanta los ojos al ver que la puerta se abre.

La puerta se abre y entra George.

Y se acerca a él.

Al Destripador de Yorkshire.

Y le dice al Destripador de Yorkshire:

—Yo soy ése al que también estuviste a punto de matar.

Y el Destripador de Yorkshire…

El Destripador de Yorkshire mira a George y dice:

—Están todas en mi cabeza, recordándome que soy un monstruo.

—Ahora te sientes mejor —dice Prentice.

—Sólo pienso en que todas ellas me recuerdan que soy un monstruo.

Y Alderman se levanta y coge a George del brazo, lo saca de la sala, mientras Jim Prentice le pregunta al Destripador de Yorkshire:

—¿Quieres algo, Peter?

—Quiero hablar con Monica —dice el Destripador de Yorkshire.

Dice el Destripador de Yorkshire, echando un vistazo al espejo.

Un vistazo al espejo.

Al espejo, al cristal.

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal.

Al otro lado del espejo donde Angus…

El director general Angus está diciendo…

Gritando…

—¡Sacad el whisky!

Noble da las órdenes:

—Encerradlo en una celda. Que alguien esté dentro con él y alguien se quede en la puerta, las veinticuatro horas.

Maurice Jobson le susurra al oído.

Noble asiente con la cabeza.

—Sí, y traed un par de escopetas.

Maurice vuelve a susurrarle.

Noble asiente de nuevo y vocifera:

—Esta noche no correremos ningún riesgo. ¡Quiero las armas listas y el papeleo ya!

Angus vuelve a gritar:

—¡Y el maldito whisky!

Arriba.

Polis radiantes en cada esquina.

En cada esquina encantados de indicar el camino.

De indicar el camino, de estrecharte la mano, de darte palmaditas en el hombro y de abrir otra lata.

Apretones de manos, palmaditas en el hombro, latas abiertas.

Latas, hombros y manos, hasta que…

Hasta que nos reunimos todos en un despacho del piso de arriba:

Ronald Angus, George Oldman, Maurice Jobson, Peter Noble, Dick Alderman, Jim Prentice, Alec McDonald, John Murphy.

Ni rastro de Bob Craven.

Y veinte caras que no conozco.

Veinte caras que no quiero conocer.

Más las dos caras que conozco.

Las dos caras familiares que sí quiero conocer.

Murphy me presenta:

—El sargento John Chain. Es uno de los que lo ha cazado.

—Con John Skinner —dice Chain.

—Y éste es el detective Ellis, de Dewsbury.

—Llámeme Mike. —Mike me tiende la mano.

Me llevo a Murphy a un lado.

—¿Qué cojones está pasando? ¿Qué ha pasado?

—Que lo trincaron en Sheffield.

—¿En Sheffield?

—Sí —dice, con un whisky en la mano.

—¿Quién?

—El sargento Chain y el agente Skinner.

—¿De qué comisaría?

—De Hammerton Road, creo.

—¿Cuándo?

—El domingo por la noche.

—¿Cómo?

Pero se oyen pasos en la escalera, suenan teléfonos.

Una cabeza asoma por la puerta.

—¡Ya ha llegado, señor!

Y todo el mundo sale.

Todos bajan las escaleras:

—¿Quién ha llegado? —pregunto—. ¿Su mujer?

El sargento Ellis, Mike, niega con la cabeza.

—La fulana con la que estaba.

—La zorra con más suerte del mundo —se ríe alguien.

Y entonces bajamos todos.

Policías radiantes en cada esquina.

En cada esquina encantados de indicar el camino.

De indicar el camino, de estrecharte la mano, de darte palmaditas en el hombro y de abrir otra lata.

Apretones de manos, palmaditas en el hombro y latas abiertas.

Latas, hombros y manos hasta que…

Hasta que llegamos abajo.

Al sótano.

Otra vez en el sótano.

En la habitación oscura con media pared de cristal.

Detrás del cristal que por el otro lado es un espejo.

Luz detrás del cristal

El escenario preparado.

Acto II:

Tres sillas y una mesa.

Los actores.

Alderman y Prentice y…

La invitada especial del día:

Sharon Yardley, de veinticuatro años, negra, prostituta convicta y madre de dos hijos de algún pedazo de cabrón de Sheffield.

—¿Qué pasa? —dice la chica.

Prentice, siempre gentil:

—Siéntese, señorita Yardley.

—Hay un lío de cojones ahí fuera —dice la chica.

Alderman sonríe, exquisito en el trato.

—¿Un cigarrillo? —le ofrece.

—No me importaría.

Alderman se inclina hacia ella con el mechero encendido:

—Aquí tiene.

—Muchas gracias —dice la chica.

—Le hemos echado el guante… sin ánimo de ofender… a uno de sus clientes.

—¿Sí? ¿Y eso por qué?

—Es un poco sinvergüenza.

—Como todos.

—Sí —dice Prentice—. Como todos.

Alderman:

—Háblenos de él. Del hombre con el que estuvo el domingo por la noche.

—¿Qué pasa con él?

—Cuéntenos qué pasó.

Pone los ojos en blanco y apaga el cigarrillo:

—A eso de las nueve estaba sentada con Karen en Wharncliffe Road, en el cruce con Broomhall.

—¿Karen? —pregunta Alderman.

—Sí, Karen.

—¿Y de apellido?

—Ni idea, oficial —sonríe la chica—. La primera vez que la veía.

—Continúe —dice Prentice.

—Alrededor de las nueve se acercó un Rover marrón, con la ventanilla bajada. ¿Estáis trabajando? Karen se acercó, le echó un vistazo y dijo no, gracias.

—¿Por qué dijo que no?

—Se asustó un poco.

—¿Por qué?

—No lo dijo.

—Continúe.

Al cabo de diez minutos pasó un paqui y Karen se fue con él.

—No es tan selectiva, esa Karen —dice Alderman.

—Oye, guapo —dice la chica—. Los paquis no tienen na de malo; disparan y se largan. Terminan en diez segundos.

—Continúe —dice Prentice.

—El caso es que el Rover vuelve a pasar, me acerco y me parece bien.

—¿Bien?

—Era guapo. Parecía un Bee Gee.

—¿Un Bee Gee guapo? ¿Qué coño es eso? —dice Alderman.

—Da igual —dice Prentice—. Continúe.

—Le dije que eran diez libras y dijo que sí. Entré en el coche y me preguntó si conocía algún sitio. Le dije que siguiera recto por la carretera y girara a la izquierda en la Casa de Gremios.

—¿A cuánto estaba eso? ¿La Casa de Gremios? —pregunta Prentice.

—A cinco o diez minutos.

—¿Dijo algo?

—No cerraba la boca el tío.

—¿Dijo su nombre? —pregunta Alderman.

—Dave.

—¿Qué mas dijo? —dice Prentice.

—Dijo que normalmente no hacía eso: lo de siempre. Habló de su mujer, dijo que le fastidiaba mañana, tarde y noche, que querían tener hijos y que ella había tenido varios abortos y que deberían adoptar y que estaban pensando en un niño vietnamita, esas cosas. Las puñeteras excusas de siempre.

—¿Y entonces llegasteis a la Casa de Gremios?

—Usó la marcha atrás, ¿sabe?

—¿Le pareció raro?

—Nunca lo había visto.

—¿Y?

—Siguió parloteando y al cabo de un rato le pedí las diez libras, me las dio y le di un condón.

—¿Y?

Me quité las bragas, pero dijo que quería hacerlo en el asiento de atrás, yo le dije que allí estábamos bien, que no se preocupara, se bajó la bragueta y se puso encima de mí, pero estaba muy nervioso, frío como el hielo, y al cabo de unos minutos le dije que no íbamos a poder hacerlo.

—¿Y qué dijo? ¿Se enfadó?

—No. —Se encoge de hombros—. Dijo que sí, que eso parecía.

—¿Y qué pasó después?

—Entonces aparecieron los polis.

—¿Y qué hizo él?

—Sé quedó helado. Dijo que le dejara hablar a él, que diría que era su novia. No tuve valor para decirle que había follado con todos los guripas de este lado del Hallam.

Alderman se echa a reír.

—¿Y eso incluye al sargento Chain y al agente Skinner? —pregunta.

—Eres un hombre muy malo, cariño. —Guiña un ojo mirando hacia el espejo.

—¿Qué pasó entonces? —dice Prentice.

Uno de los polis se acercó.

—¿Y?

—Tocó en la ventanilla, y Dave bajó la ventanilla y le preguntó al poli joven si pasaba algo.

—Al agente Skinner.

—Sí. Nos preguntó quiénes éramos y qué estábamos haciendo, y Dave dijo entonces que se llamaba Peter Logan y que yo era su novia, pero Skinny me alumbró con la linterna y dijo, hola, Sharon, creía que estabas en chirona, y le preguntó a Pete o a Dave quién era, si el coche era suyo y cómo cojones se llamaba y entonces el agente se puso chistoso y dijo algo así como no vais a ninguna parte tortolitos, y volvió andando al Panda.

—¿Y os quedasteis solos otra vez?

—Sí. ¡No veas qué romántico!

—¿Y qué dijo entonces?

—¿Dave? Dijo que si huíamos.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije que no tenía mucho sentido, porque me conocían de todos modos.

—¿Y qué dijo?

—Nada. Tararí y Tarará volvieron en seguida. Le quitaron las llaves, le pidieron el impuesto de circulación, le preguntaron quién era y entonces dijo que se llamaba Peter Williams y que no quería que su mujer se enterase y que ya había estado en la cárcel por conducir borracho o algo así y que perdería su trabajo. Las chorradas de siempre.

—¿Y luego qué?

—Bueno, nos sacaron del coche y vieron que las placas estaban sujetas sólo con cinta adhesiva y la verdad es que por un segundo pensé que el hijo de puta iba a intentar huir, pero dijo que iba a hacer un pis y cuando volvió nos llevaron a Hammerton Road.

—¿Dijo algo durante el trayecto?

—No —se ríe la chica—. Bastante tenía con no cagarse en los calzoncillos.

—Debía de tener muchas cosas en la cabeza —dice Prentice.

La chica deja de reírse de su propia broma.

—¿Por qué? —pregunta.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué me hacen tantas preguntas? ¿Dónde está él?

Alderman coge la bolsa del suelo, señala los dos martillos, el destornillador y el cuchillo que ha dejado encima de la mesa y dice:

—El Destripador de Yorkshire.

Y entonces lo ve.

Con sus ojos.

Ve su propia muerte.

Su propia muerte con esas herramientas.

Con esas herramientas.

Los dos martillos.

El destornillador.

El cuchillo.

Su muerte con esas herramientas.

Ve su propia muerte.

Con sus ojos.

Lo ve.

Y vomita.

Vomita a un lado.

En su pierna izquierda.

En la pata de la mesa.

En el suelo, un charco de bilis amarilla.

En la planta de arriba.

Policías radiantes por todas partes.

Encantados de estrecharte la mano.

De estrecharte la mano, de darte palmaditas en el hombro y de abrir otra lata.

Apretones de manos, palmaditas en el hombro y latas abiertas.

Latas, hombros y manos hasta que…

Hasta que volvemos todos al despacho:

Ronald Angus, George Oldman, Maurice Jobson, Peter Noble, Dick Alderman, Jim Prentice, Alec McDonald, John Murphy, Mike Ellis y yo.

Ni rastro de Bob Craven.

Y las veinte caras que no conozco.

Las veinte caras que no quiero conocer.

Más el sargento John Cain.

Rodeado de admiradores.

El Rey ha muerto, viva el Rey:

El Rey de los detectives.

El Rey de los detectives nos cuenta cómo fue:

—Cuando ves un coche cerca de la Casa de Gremios ya sabes lo que están haciendo.

—¿A qué hora fue? —pregunto.

—A las once. —Se encoge de hombros—. No era más tarde. El caso es que le dije a Skinny que se acercara con la interna. Y Skinny, que es hábil como un hurón, dice seguro que ahí hay un coñito y seguro que es Sharon Yardley con un cliente. Al rato vuelve trotando y comprobamos la matrícula…

Treinta cabezas asienten.

La mía no.

—¿Cómo eran las placas? —pregunto.

—No me acuerdo, pero en seguida vi que era falsas, eso desde luego. Así que llamamos a Hammerton y nos dijeron que esas placas tendrían que estar en un Skoda, no en un puñetero Rover 3500 marrón. Además, Skinny había visto que iban pegadas con cinta adhesiva. Así que volvemos al coche, le quitamos las llaves, le pedimos el permiso de conducir y nos dice que su verdadero nombre es Peter Williams, de Bradford, y que no quiere que se entere su mujer. Le digo que tendrá que venir a comisaría porque sabemos que las placas son falsas y dice que sí. Le pedimos que suba al coche patrulla y entonces se va detrás del depósito de agua. Y le digo, un momentito, ¿adónde vas? Dice que se está meando, que va a explotar y que vuelve en seguida. Se me pasó por la cabeza que quería huir, pero volvió y nos fuimos a Hammerton Road. No abrió la boca en todo el camino.

Treinta cabezas asienten al unísono.

La mía no.

—¿Y que pasó con su coche? —pregunto—. ¿Lo registraron?

—Sí, sí. Estaba hecho un asco. Herramientas, cuerdas, de todo. Escobillas para el parabrisas, un bañador, una alfombra, madera, de todo.

—Sigue, John —dice alguien—. ¿Qué pasó después?

—Bueno, los interrogamos a los dos y a ella la dejamos que se marchara, pero él nos dijo que había cogido las placas en un desguace cerca de Mirfield, en un lugar llamado Cooper’s Bridge. Muy bien, le dijimos, ¿y dónde coño está Cooper’s Bridge? Llamamos por teléfono a Leeds y a Wakey y averiguaron que estaba en Dewsbury, así que llamamos allí. Para entonces ya eran más de las cinco de la madrugada y nos dijeron que mandarían a un par de chicos cuando llegaran los del primer turno, así que avisamos a su mujer en Bradford y le dijimos que habíamos detenido a su marido por llevar una matrícula falsa.

—¿Qué dijo? —pregunto.

—No sé. —Se encoge de hombros—. No dijo mucho. El caso es que terminé el turno y me largué, y ayer por la noche, cuando volví a incorporarme, nos comunicaron que aún no habían soltado al cliente del domingo por la noche y que los de la Brigada del Destripador querían volver a interrogarlo. Entonces me puse a darle vueltas al coco y volví a la Casa de Gremios…

Treinta cabezas asienten con un respeto reverencial.

El Rey de los detectives.

La mía no.

—¿Llamó primero aquí? —pregunto.

—No.

—¿Le dijo a alguien adónde iba?

—No —niega con la cabeza—. No pensaba que fuera a encontrar nada. Sólo quería asegurarme.

—Sigue, John. Sigue.

—Pues llegué allí y me acordé de que había dicho que necesitaba evacuar y se fue detrás del depósito. Allá que fui. ¿Y qué me encontré en el suelo? Un puto martillo y un cuchillo.

—¿Los tocó? —pregunto.

—No.

—¿Qué hizo?

—Volví corriendo al coche y avisé a la comisaría. Ellos llamaron aquí y a la Sala del Destripador, y les dijeron que no tocara nada, que lo dejara in situ, que el fotógrafo ya estaba en camino y que alguien, Bob Craven, también venía desde Leeds.

Aplausos.

Treinta polis radiantes.

Todos le estrechan la mano.

Todos le estrechan la mano, le dan palmaditas en el hombro y le ofrecen latas.

Latas, hombros y manos hasta que…

Hasta que Noble dice:

—Es la hora.

En el sótano.

Otra vez en el sótano.

En la sala oscura con media pared de cristal.

Detrás del cristal que por el otro lado es un espejo.

Luz detrás del cristal.

El escenario preparado.

Acto III. El Acto final.

Cuatro sillas y una mesa.

Los actores.

Noble, Alderman y Prentice.

Y el invitado especial del día.

Regresa a petición popular:

Peter David Williams, de Heaton, Bradford.

Casado, camionero, de 34 años.

Barba negra y pelo rizado, jersey azul con cuello de pico blanco.

El Destripador de Yorkshire.

Detrás del cristal.

Noble:

—Aclaremos primero de quién estamos hablando. ¿De acuerdo?

El Destripador de Yorkshire:

—De acuerdo.

Noble:

—¿La primera fue Joyce Jobson?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Después Anita Bird?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Theresa Campbell?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Clare Strachan?

El Destripador de Yorkshire niega con la cabeza:

—No.

Noble:

—¿Joan Richards?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Ka Su Peng?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Marie Watts?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Linda Clark?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Rachel Johnson?

El Destripador de Yorkshire se queda callado y dice:

—Yo…

Noble repite:

—¿Rachel Johnson? ¿Sí o no?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Janice Ryan?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Elizabeth McQueen?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Kathy Kelly?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Tracey Livingston?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Candy Simon?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Doreen Pickles?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Joanne Thornton?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Dawn Williams?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Pariente suya?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Laureen Bell?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Nos hemos olvidado de alguien, Peter?

El Destripador de Yorkshire mira directamente al espejo.

Al espejo, al cristal.

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal.

Al otro lado del espejo, donde estamos todos sentados.

Angus, Oldman, Murphy, McDonald, Ellis y yo.

Mira directamente al espejo, el Destripador de Yorkshire.

Nos saluda a todos con la cabeza.

Noble:

—¿A quién, Peter? ¿A quién?

El Destripador de Yorkshire:

—Noorjahan Davit.

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal.

Al otro lado del espejo, donde Ellis se ha puesto en pie.

Donde yo estoy pensando:

Noorjahan Davit, asesinada en Bradford, en noviembre de 1978.

Noble, vuelve a la escena:

—¿Fuiste tú, verdad?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—Continúa.

El Destripador de Yorkshire:

—Tessa Smith.

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal.

Donde yo estoy pensando:

Tessa Smith, Batley, noviembre de 1979.

Noble, en escena, niega con la cabeza:

—Me temo que a ésa no la conozco, Pete.

Alderman:

—Agredida en Batley, en noviembre de 1979.

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Alguien más?

El Destripador de Yorkshire:

—Prudence Banks.

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal.

Donde estoy yo pensando.

Prudence Banks, asesinada en Harrogate, en agosto de 1980.

Noble:

—¿En Harrogate? ¿El último agosto?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Estrangulada, verdad?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—¿Alguien más?

El Destripador de Yorkshire:

—Nadie más.

Noble:

—«¿Nadie más?». Son un mogollón de mujeres, Peter.

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—Tardaremos un buen rato, Peter.

Y el Destripador de Yorkshire…

El Destripador de Yorkshire asiente con la cabeza y mira directamente al espejo.

Al otro lado del espejo, donde Ellis está saliendo por la puerta.

Sale por la puerta y grita.

Les grita a todos y a nadie:

—Davit, Smith y Banks… que traigan los expedientes.

Y vuelve al otro lado del espejo.

El espejo, el cristal.

Al otro lado del cristal, al otro lado del espejo…

Al otro lado…

En el escenario…

Noble dice:

—Muy bien Peter. Me gustaría aclarar un par de cosas. Me refiero a las que dices que no has sido tú.

El Destripador de Yorkshire:

—Muy bien.

Noble:

—¿Clare Strachan? Eso fue en Preston, en noviembre de 1975.

El Destripador de Yorkshire:

—Lo sé.

Noble:

—Pero ¿no fuiste tú?

El Destripador de Yorkshire:

—No, fue él.

Noble:

—¿Quién?

El Destripador de Yorkshire:

—Otro.

Noble:

—¿De quién estamos hablando, Peter?

El Destripador de Yorkshire:

—De ese pirado, el que escribió las cartas y envió la cinta.

Noble:

—¿Entonces no fuiste tú?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Sabes quién fue?

Silencio.

Silencio hasta que…

Hasta que el Destripador de Yorkshire, mira al espejo…

Mira al espejo…

Al espejo…

Al espejo, al cristal….

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal…

Al otro lado del cristal, donde estoy yo, con las manos y la cara pegadas al cristal…

Al cristal, al espejo…

Hasta que…

Hasta que el Destripador de Yorkshire dice:

—No.

Noble:

—¿Y Linda Clark?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿No fuiste tú?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Estás seguro de que sabes de quién estamos hablando? ¿De cuándo ocurrió?

El Destripador de Yorkshire:

—Sí.

Noble:

—Junio del 77. En Bradford.

El Destripador de Yorkshire:

—Lo sé.

Noble:

—¿Fuiste tú?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Crees que fue ese otro tío, ese pirado?

El Destripador de Yorkshire se encoge de hombros:

—No lo sé.

Noble:

—¿Janice Ryan?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—También fue en junio del 77. También en Bradford.

El Destripador de Yorkshire:

—Lo sé.

Noble:

—¿Fuiste tú?

El Destripador de Yorkshire:

—No.

Noble:

—¿Estás seguro?

Silencio.

Silencio hasta que…

Hasta que el Destripador de Yorkshire, mira al espejo…

Mira al espejo…

Al espejo…

Al cristal, al espejo….

Al otro lado del espejo, al otro lado del cristal…

Al otro lado del espejo, donde estoy yo, con las manos y la cara pegadas al cristal…

Al cristal, al espejo…

Hasta que…

Hasta que el Destripador de Yorkshire dice:

—Sí.

Noble:

—«¿Sí?».

El Destripador de Yorkshire:

—Sí, estoy seguro.

—¿Seguro de que no fuiste tú?

—Sí.

Noble:

—Sigamos entonces.

El Destripador de Yorkshire:

—Muy bien.

Noble:

—Vamos con las que sí fuiste tú.

El Destripador de Yorkshire asiente con la cabeza.

Dieciséis horas más tarde, en la habitación oscura.

En la habitación oscura a nuestro lado del cristal.

Nuestro lado del espejo.

Nos estamos ahogando.

Nos ahogamos en su maldito mar de sangre.

En la maldita marea de sangre.

En su maldita pleamar.

En las atrocidades que ha dicho.

En las atrocidades que ha hecho.

Noble:

—¿Joyce Jobson?

—La vi en el Oak. Me molestó por algo. La tomé por prostituta. Le pegué en la cabeza y le corté las nalgas con una sierra de metales, o puede que con un cuchillo. Lo siento, no lo recuerdo. Mi intención era matarla, pero me interrumpió un coche que pasó por la carretera.

Noble:

—¿Anita Bird?

—Le pregunté si le apetecía y dijo ni lo sueñes y entró en su casa. Cuando volvió a salir la abordé otra vez y me dio un codazo. La seguí y la golpeé con un martillo. Quería matarla, pero volvieron a interrumpirme.

Noble:

—¿Theresa Campbell?

—Estaba borracha y se burló de mí, dijo que a ver si terminaba de una vez. Le dije no te preocupes que en seguida termino y le di con el martillo. Hizo mucho ruido y como no paraba de hacer ruido volví a darle. Saqué el cuchillo del bolsillo y la apuñalé unas catorce veces.

Alderman:

—Fueron más.

—Puede que sí.

Alderman:

—Fueron quince, para ser exactos.

—Lo sé.

Alderman:

—¿Por qué a algunas las apuñalabas en el corazón?

—A las que no morían las apuñalaba en el corazón. Así las mataba más deprisa.

Noble:

—¿Joan Richards?

—Llevaba un perfume barato, muy fuerte, y le metí una estaca en la vagina para que se viera lo asquerosa que era.

Noble:

—¿Con qué la apuñalaste?

—Con un destornillador.

Noble:

—¿Cuántas veces?

—Unas cuantas.

Alderman:

—Cincuenta y dos veces.

—¿Tantas?

Alderman:

—Tantas.

Noble:

—¿Ka Su Peng?

—Se fue a orinar detrás de unos arbustos y luego dijo que lo hiciéramos en la hierba. Le pegué una vez en la cabeza con el martillo, pero no me decidí a darle otra vez. No sé por qué dejé que se marchara, me metí en el coche y volví a casa.

Noble:

—¿Marie Watts?

—Con ella usé un martillo y una navaja. Mientras se agachaba para hacer pis en la hierba la golpeé en la cabeza al menos dos o tres veces. Le levanté la ropa y la apuñalé en el abdomen y en la garganta.

Noble:

—¿Rachel Johnson?

—Tardó mucho en morir. Es lo único que recuerdo.

Alderman:

—¿Recuerdas cuántas veces la apuñalaste, Peter?

—No.

—Veintitrés veces.

Noble:

—¿Elizabeth McQueen?

—Volví para cortarle la cabeza y envolver su muerte de misterio.

Noble:

—¿Kathy Kelly?

—Era una guarra que sólo hablaba de sexo. Le di un golpe y como no se callaba le metí el relleno del sofá en la boca, pero un perro se puso a ladrar y tuve que irme.

Noble:

—¿Tracey Livingston?

—Otra malhablada. Por eso la elegí. Ninguna mujer decente se atrevería a decir esas barbaridades en plena calle a grito pelado. Después de matarla la cogí de las axilas y la dejé en la cama.

Noble:

—¿Candy Simon?

—Me desabrochó la bragueta y parecía que quería hacerlo allí mismo, en el asiento delantero. Me costó mucho convencerla para que saliera del coche. Estuve unos cinco minutos pensando qué método emplear con ella. Empezó a excitarme. Salí del coche con la excusa de que necesitaba orinar y por fin la convencí de que pasara al asiento de atrás. Vi que era el momento, pero se me enganchó el martillo en el marco de la puerta y sólo pude darle un golpecito. Dijo oye no te pongas así ni siquiera hace falta que me pagues. Pensé que iba a empezar a gritar pidiendo socorro. Se notaba que estaba asustada, pero sólo dijo ¿qué ha sido eso? Sólo una pequeña muestra de esto, dije, y volví a pegarle en la cabeza, esta vez con fuerza. Cayó al suelo y empezó a gemir y entonces me di cuenta de que estaba a la vista de dos taxistas que habían aparecido de pronto y estaban charlando cerca de allí. Así que la agarré del pelo y la arrastré hasta la otra punta del almacén. Dejó de gemir, pero no estaba muerta. Tenía los ojos abiertos y las manos levantadas para parar los golpes. Salté encima de ella y le tapé la boca con la mano. Pasó una eternidad y ella seguía forcejeando. Le dije que, si se estaba callada, no le pasaría nada. Como un momento antes me había excitado, no tuve más remedio que terminar la faena para que se callara. No tardé mucho. Ella no dejaba de mirarme. No puso mucho interés. Al rato los taxistas se marcharon y volví a por el martillo, pero ella consiguió levantarse y echó a correr hacia la carretera. Fue entonces cuando le pegué varias veces en la nuca. La arrastré hasta delante del coche y tiré sus cosas por encima de la pared. Pero, como vi que seguía viva, cogí un cuchillo y le di varias puñaladas en el corazón y en los pulmones. Creo que fue con el cuchillo de cocina. Está en casa, en el cajón de los cubiertos.

Noble:

—¿Doreen Pickles?

—Necesitaba matar a una mujer. El impulso de matar chicas era casi incontrolable y sigue dominando mis actos. Mientras la seguía notaba crecer el impulso dentro de mí, hasta que me desbordó por completo. Necesitaba matar a una mujer. Dicho así suena un poco malvado. Iba andando por la calle con un martillo y un destornillador Philips en el bolsillo, preparado para lo inevitable, y de pronto el impulso de matar se apoderó de mí por completo y no pude dominarlo.

Noble:

—¿Noorjahan Davit?

—Vi que andaba despacio, como hacen las prostitutas, y llevaba unos vaqueros muy ceñidos. Le di un martillazo en la cabeza. La arrastré por la carretera, le quité los zapatos y los tiré por encima de la tapia junto con su bolso. Luego la apuñalé.

Noble:

—¿Joanne Thornton?

—Había pasado mucho tiempo desde la última vez. Me di cuenta de que no era una prostituta. Tenía que convencerla para que se fiara de mí y le dije hoy en día no te puedes fiar de nadie. Lo hice con el destornillador Philips, el grande.

Alderman:

—¿Se lo clavaste, verdad? ¿En la vagina?

—Creo que se lo metí dos o tres veces, sí.

Alderman:

—¿Éste, éste de la punta afilada?

—Sí. El mismo que usé con Joanne Thornton y Dawn Williams.

Noble:

—Háblanos de Dawn Williams.

—Antes de apuñalarla la llevé detrás de la casa, sólo eso. Con las demás siempre tenía que hacer mucho teatro. Estaba muy confuso, muy alterado. Hacía todo lo posible por dominarme, y no paraba de preguntarme por qué tenía que pasarme a mí, pero cuando llegaba el momento sentía como si estuviera predestinado.

Alderman:

—¿Veintiocho veces?

—Sinceramente, no me acuerdo.

—Te lo estoy diciendo: le diste veintiocho puñaladas.

—Lo creo.

Noble:

—¿Tessa Smith?

—La ataqué porque fue la primera persona que vi. Creo que perdí el control al ver que llevaba una falda de tubo con raja.

Noble:

—¿Prudence Banks?

—Esta vez cambié de método, porque los medios de comunicación me habían etiquetado. Ya hacía tiempo que me llamaban el Destripador de Yorkshire y no me gustaba. Yo no soy así. No era verdad. Iba camino de Leeds con intención de matar a una prostituta cuando vi a Prudence Banks. Tuvo la mala suerte de pasar por allí. No me gusta el método de la estrangulación. Tardan mucho en morir.

Noble:

—¿Laureen Bell?

—Fue la última. Estaba en el coche, comiendo pollo del Kentucky Fried Chicken, cuando vi a la señorita Bell. Me pareció una víctima en potencia. Pasé a su lado, aparqué un poco más adelante y esperé a que se acercara. Bajé del coche y la seguí a unos tres metros de distancia. En cuanto vi la oportunidad, saqué el martillo del bolsillo y le pegué en la cabeza. Para entonces yo ya estaba en mi propio mundo, fuera de la realidad. La arrastré hasta un descampado. Apareció un coche y me tiré al suelo, pero el coche pasó de largo. No sé cómo no me vio. Vi que se movía y volví a darle un martillazo. Luego la arrastré un poco más por el descampado, mientras pasaba una niña. La desnudé casi del todo. Cogí el destornillador, el del mango amarillo, y se lo clavé en los pulmones. Tenía los ojos abiertos, como si me mirara acusadoramente. Me sobresaltó un poco, y se lo clavé en el ojo. Apoyé la punta en el párpado y apreté con la palma de la mano.

Dieciséis horas en la habitación oscura.

En la habitación oscura a nuestro lado del cristal.

A nuestro lado del espejo.

Nos estamos ahogando.

Nos ahogamos en su maldito mar de sangre.

En la maldita marea de sangre.

En su maldita pleamar.

En lo que ha dicho, en lo que ha hecho.

Dieciséis horas en la habitación oscura.

Dieciséis horas y seis años.

En habitaciones oscuras.

En silencio.

Silencio y lágrimas.

Al despacho de arriba.

Polis dormidos en todas las mesas.

En todas las mesas, las caras apoyadas.

Las caras apoyadas en ceniceros y latas.

Ronquidos, ventosidades, eructos.

Las latas, las colillas, el olor repugnante.

Volvemos todos al despacho de arriba.

El sargento Ellis pletórico, en plena ebullición, lo que sea.

Soy todo oídos.

Sólo yo.

—Nada más verlo les dije a los chicos: ese tío es muy raro.

Yo:

—¿A qué hora?

—En cuanto trajeron al cabrón. A las nueve.

—¿Y qué hizo después?

—Llamé a la Sala del Destripador. Hemos trincado a un fulano que llevaba matrículas falsas, con una putita. Voy a interrogarlo. Llamaron de Millgarth antes de que el capullo pudiera rozar la silla con el culo.

—¿Con quién habló en Millgarth?

—Con Bob Craven.

—¿Dónde está Bob? —pregunto.

—Ni puta idea —dice—. El caso es que le dije a Bob, quieres darle un par de hostias. Y Bob me dijo tú dale caña hasta que Jim Prentice vaya a echarle un ojo.

—¿Y le dio caña?

—¡Que si le di! Estuvimos hablando de diez a doce. Nos contó que cuando va a Sunderland, más allá de Preston, se lleva una Welly del ocho, y nos habló de su pasión por los coches, de todos los que ha tenido: Corsairs, Rovers, Escorts y su puta madre.

—¿Y mencionó usted al Destripador?

—Sólo dije lo que me dijo Bob. La rutina de siempre cuando se trinca a un tío con una furcia.

—¿Y qué dijo?

—No se alteró. Dijo que ya lo habían visto media docena de veces.

—¿Y que dijo usted?

—Yo me estaba frotando los nudillos, ¿sabe? Los tenía llenos de sangre. Pero le dije, ¿es verdad? Si lo es, no tienes de qué preocuparte. Y dijo que sólo se preocupaba por la parienta. Pero le dije ella ya ha llamado y cree que es sólo por unas placas falsas y que no te pasará nada.

—¿A qué hora llamó? —pregunto.

—Unos diez minutos después de que lo trajeran aquí.

—¿Y qué pasó entonces?

—Jim Prentice llegó después de comer. Tuvo que ir a Bradford a un funeral o algo. Le echó un vistazo a nuestro hombre y dijo lo conozco, John Murphy lo vio con esa fulana. Está fichado en Bradford, en Leeds y en Manchester. El caso es que Jim entró y estuvo un rato hablando con él, unos veinte o treinta minutos. Y volvió diciendo Mike, esto no me gusta. Y pensé vaya la hemos cagado y digo por qué, ¿qué pasa? Pero Jim dice que no está contento con Peter David Williams y se va a llamar a Millgarth por teléfono.

—¿A qué hora fue eso? —pregunto.

—Serían cerca de las tres.

—¿Y qué dijo Dick Alderman?

—Que le hiciéramos la prueba de sangre.

—¿Y qué dijo Williams cuando fueron a hacerle la prueba?

—Yo no fui. Fue Prentice… pero por lo visto dijo ¿y si fuera el mismo que estáis buscando? Y Jim dijo, con toda la calma del mundo, ¿eres el Destripador, verdad? Y el tío dijo que no. Y Jim se rio y le dijo entonces no te pasará nada.

—¿Y de momento estaba entre los sospechosos?

—Claro. Pero después llegaron los resultados y era del grupo B. Y ahí se volvieron las tornas.

—¿A qué hora fue eso? —pregunto.

—¿Los resultados? La verdad es que no recuerdo qué fue primero: si Chainey encontró el martillo y el cuchillo en Sheffield o si llegaron antes los resultados. De todos modos, debían de ser más de las doce.

—¿Medianoche?

—Sí, porque entonces aparecieron Dick Alderman y Pete Noble y dijeron que nadie podía irse a casa, que teníamos que quedarnos todos.

—¿Toda la noche?

—Eso pasa de vez en cuando —dice Ellis—. Cuando tienen reuniones de alto nivel para planificar sus cosas.

—¿Quiénes?

—Los jefes: Noble, Alderman, Prentice. Y el puto teléfono no paraba de sonar.

—¿Y qué hicieron con el sospechoso?

—¿El sospechoso? El muy cabrón estaba dormido como un bendito. Claro que, cuando lo despertamos, en seguida notó que pasaba algo.

—¿Y eso por qué?

—Porque en cuanto terminó de desayunar aparecimos Alderman, Prentice y yo.

—¿Usted?

—Sí, yo me encargué del primer interrogatorio de hoy.

—¿Qué dijo?

—No mucho. Ellos sólo querían que se relajara, ya sabe.

—¿Cómo?

—Hablando de coches, de sexo.

—¿De sexo?

—Sí. Alderman le preguntó qué tal se lo montaba con la parienta, con cuánta frecuencia lo hacían, porque él les había dicho que ella siempre lo estaba fastidiando y esas cosas. Dijo que lo hacían con la frecuencia normal, que no era un pervertido. Dijo que en cuanto se metían en la cama se olvidaban de las peleas y de todo.

—¿O sea que fue una conversación muy personal?

—Sí, pero a él no parecía importarle. Estaba muy relajado, el tío. Lo mejor fue a la hora de comer, justo antes de que llegaran usted y George Oldman. Jim Prentice propuso que pidiéramos pescado y patatas fritas, y el Destripador, que es un chulo de cojones, se rio y dijo ya voy yo si quieren, aunque puede que para cuando vuelva se hayan enfriado un poco.

Bajo.

Cruzo la doble puerta y bajo las escaleras.

Bajo al sótano.

Hasta que llego a un pasillo.

Con luces fuertes en el techo.

Las paredes mitad verde, mitad crema.

Los suelos negros y abrillantados.

Llego a las celdas.

Ocho celdas.

Cuatro a la derecha.

Cuatro a la izquierda.

Las puertas abiertas.

Nadie.

Ni guardias ni policías.

Nadie.

Recorro el pasillo.

Miro a la izquierda, luego a la derecha.

A la izquierda, luego a la derecha.

A la izquierda, luego a la derecha.

Hasta que llego a las dos últimas.

Y miro a la izquierda.

Nadie.

Miro a la derecha.

Y ahí está.

El Destripador de Yorkshire.

En Destripador de Yorkshire dormido en el catre de la celda.

De espaldas a la puerta, encogido.

Solo.

No hay nadie con él en la celda.

Nadie en la puerta.

Y me quedo mirando la espalda del Destripador de Yorkshire.

La espalda del Destripador de Yorkshire que sube y baja levemente.

Levemente debajo del jersey azul.

Y entonces oigo pasos.

Pasos en el suelo negro y abrillantado.

Me vuelvo.

Me vuelvo y ahí están.

Alderman y Murphy, John Murphy.

Con una escopeta cada uno.

Una mujer menuda entre los dos.

Una mujer de pelo negro.

Y los tres, Alderman, Murphy y la mujer, me miran fijamente.

Me miran fijamente hasta que Murphy dice:

—¿Qué estás haciendo aquí, Pete?

—¿Quieres ganarte cien libras? —gruñe Alderman.

—No había nadie vigilando. Tenía que haber alguien —digo.

—Andan escasos de personal. Hemos salido un momento a recibir a la señora Williams, aquí presente —dice Murphy.

Perlo la señora Williams no me mira.

Está mirando la celda.

Vuelvo la cabeza.

Vuelvo la cabeza para mirar la celda.

Y allí está él.

Sentado en el borde de la cama.

El Destripador de Yorkshire sentado.

Y ella pasa a mi lado.

Pasa a mi lado y entra en la celda.

—¿Te han dado algo de comer? —dice.

—¡Eh, que no somos unos salvajes! —protesta Alderman a sus espaldas.

Ella le coge de la mano y le pregunta por su ropa.

Y retrocedo, andando hacia atrás.

Y mientras retrocedo andando hacia atrás, él dice…

El Destripador de Yorkshire dice:

—Soy yo.

—¿Eres tú, Peter? ¿De verdad? —pregunta ella.

Y él asiente, y ella le suelta la mano.

La mujer del Destripador de Yorkshire se vuelve a Alderman, a Murphy y a mí, que estamos en el pasillo, con las armas en la mano.

—Quiero hablar con mis padres —dice—. No por teléfono, cara a cara.

—Yo no se lo aconsejaría —dice Alderman.

—¿Por qué?

—La prensa no la dejará en paz.

—¿De qué narices me está hablando? —dice la mujer.

—Hemos convocado una rueda de prensa. Están todos esperando en la puerta.

—¿Qué? —digo yo por ella—. ¿Qué habéis hecho?

Miro a Murphy, doy media vuelta y me alejo.

Me alejo y echo a correr.

Subo las escaleras.

Corriendo.