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6:00 h.

Lunes, 15 de diciembre de 1980:

Comisaría de Millgarth, Leeds.

El despacho contiguo a la Sala del Destripador.

La puerta abierta, la luz encendida.

—¿Helen? —digo.

La detective Marshall levanta la vista del expediente que tiene sobre la mesa y se lleva una mano al corazón.

—Peter.

—Perdona, no quería asustarte.

—Estaba muy concentrada.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No lo sé. —Mira el reloj.

—¿No podías dormir?

Afirma con la cabeza.

—Yo tampoco. ¿Quién te ha dejado entrar?

—No estaba cerrado.

—¡Serán capullos!

—Lo siento.

—No te preocupes, no es culpa tuya.

Se acomoda en la silla y aparta el expediente.

—¿Qué estás leyendo? —pregunto.

—He tenido suerte, ¿verdad? 1976.

—Es de los más suaves. Favoritismo del jefe.

—No tardarán en hacer comentarios.

Me sonrojo y digo:

—¿Sí?

—Sí. Dirán que eres sexista. Sobre todo porque nunca me dejas exponer los casos.

—¿Sexista yo? ¿Un asesinato, una agresión, Joan Richards y esa chica china? No lo creo.

Helen sonríe.

—Y perdona por lo de anoche —digo—. Pero es que Bob Craven…

Deja de sonreír:

—¿Sabes que está muerta? —dice.

—¿Quién?

—La chica china.

—¿Su Peng? No. ¿Cuándo murió?

—En el 77. Suicidio.

Fantasmas, más fantasmas.

Fantasmas chinos.

—¿Qué dices? —pregunta Helen Marshall, mirándome como si no me viera.

—Digo que no lo sabía.

—Es como si la hubieran asesinado.

Nos quedamos callados.

Helen se frota los ojos y yo vuelvo a sentir el mismo sabor en la boca.

—¿Has desayunado? —pregunto.

—No.

—¿Te apetece?

Dejamos las bandejas en una mesa de la cantina, junto a los periódicos abandonados por los del último turno.

Los titulares duelen:

Recompensa de 100.000 libras por el Destripador.

La madre de la víctima se querella contra el Destripador.

Las mujeres se arman contra el Destripador.

Se analizan las amenazas telefónicas del Destripador.

Esa cantinela insultante de patio de colegio, inquietante:

Destripador, Destripador.

Cacería, cacería.

Destripador, Destripador.

Cabrón, cabrón.

—Bueno, bueno, bueno. ¿Qué tenemos aquí? —Murphy se suma al grupo.

—Perdona, John.

—¿Por qué no me has despertado? —Le hace un guiño a Marshall—. Ten cuidado con él, cariño. Te hará muchas promesas: desayuno en Millgarth, cena en el Ritz. Y luego si te he visto no me acuerdo.

Helen Marshall no levanta la vista del plato, no sonríe.

—¿Anoche bien? —pregunto.

—Tranquilo, con tu amigo el sargento Bob.

—¿Sí?

—Sí —suspira.

—¿Tan horrible fue?

—Es un tío raro, ¿no?

—No lo sé. La última vez que nos vimos estaba entubado en el hospital de Pinderfields.

—Por lo visto lograron recomponerlo, pero se olvidaron algunas piezas.

—¿Por ejemplo?

—No sé. Sólo me parece raro.

—¿Te has enterado de algo?

—La verdad es que modesto no es, nuestro Bob. Cree que él debería estar al mando.

—Eso significa que no valora mucho lo que se ha hecho hasta ahora.

—Cree que han perdido un montón de tiempo. Piensa lo mismo que nosotros: que probablemente estuvieron a punto de cazar al Destripador y lo dejaron escapar.

—¿Algún nombre?

—No ha dicho que sepa nombres, pero tiene sus teorías.

—¿Te las ha contado?

—No, pero estoy seguro de que sabe algo, nuestro Bob. No me sorprendería que nos la jugara; que vaya con sus teorías a los periódicos. —Señala con el dedo el Yorkshire Post.

—¿Crees que es un topo?

—Eso seguro.

—¿De quién?

—Ésa es la cuestión —dice Murphy en voz baja—. Ésa es la cuestión.

Helen Marshall levanta la vista y hace una señal con la cabeza hacia la cola que se ha formado.

El inspector Robert Craven está pidiendo más salchichas.

Los tres cruzamos una mirada, una sonrisa, y nos reímos un momento antes de levantarnos.

Me quedo en la puerta de la Sala del Destripador escuchando el final de las instrucciones del día, las espaldas de cien cabezas frente a las paredes con sus extraños paisajes de descampados y edificios, de neumáticos y herramientas, de heridas.

Las superficiales y las profundas, las marcas.

Las mismas que en las paredes de mi cobertizo.

Mi Sala de la Guerra.

El subdirector general en funciones Noble está anunciando a la sala abarrotada:

—Así será la rueda de prensa.

No hay vítores.

—Muy bien. A trabajar.

La sala se despeja. La mitad de los presentes salen por la puerta y los demás vuelven a sentarse encorvados sobre las mesas, ocultos tras montañas de papel que se elevan como torres en todas las superficies.

Espero a que salgan y me acerco a Noble, que está en un corrillo con Alderman, Prentice y un par de jefes más.

Todos dan un paso atrás al verme y guardan silencio.

—Buenos días, caballeros —digo.

Responden sólo con un asentimiento de cabeza.

—¿Podemos hablar un momento cuando haya terminado? —le pregunto a Noble.

—Pensaba pasar por su despacho —dice.

—¿Sí?

—Sí. Voy a Alma Road. ¿Quiere venir a echar otro vistazo? ¿De día?

¿Otro vistazo? ¿De día?

No me doy por aludido, desconcertado.

—Gracias —sonrío—. Se lo agradezco.

—Sólo hay sitio para usted, téngalo en cuenta.

—Muy bien.

—¿Nos vemos en la puerta dentro de diez minutos?

—De acuerdo.

—No lo envidio —dice Noble mientras el conductor sale de la circunvalación para tomar Woodhouse Lane.

—Nunca se me había pasado por la cabeza —digo.

Vamos sentados atrás. Dickie Alderman va delante, con el conductor.

—Pero —añado— tampoco yo lo envidio a usted.

—Espere y verá —se ríe Noble.

—¿Por qué? —pregunto con una sonrisa, contemplando el hormigón al otro lado de la ventanilla, el hormigón gris manchado de negro por la lluvia.

—Cuando coja a ese cabrón.

—¿Cree que tendrá suerte?

—Siempre. Deme un mes.

—Eso debería decírselo a la prensa —digo, riéndome.

—Que les den —sonríe.

Nos quedamos en silencio cuando Woodhouse Lane se convierte en Headingley.

Estamos llegando a Alma Road cuando Noble pregunta de pronto:

—¿Qué tal se lleva con Bob Craven?

—Bien —digo—. ¿Por qué?

—Sólo por saberlo —sonríe—. Sólo por saberlo.

Ésa es la cuestión.

El coche gira a la derecha para entrar en Alma Road y se detiene delante de un Panda aparcado.

Está lloviendo a cántaros.

Salimos.

Precinto policial alrededor de las plantas y los arbustos.

Y allá vamos.

Noble, a mi lado, entorna los ojos para enfocar la calle bajo la lluvia.

—La mujer bajó del autobús a las nueve y veinte —está diciendo.

Habla para sus adentros:

—Cruzó la calle y llegó hasta aquí.

Se vuelve y mira el otro extremo de la calle.

—Su casa está allí —dice.

Nos paramos bajo la lluvia junto a los arbustos, Noble, Alderman y yo.

—Él la siguió —dice Alderman—. Le dio un golpe en la cabeza y la arrastró hasta detrás de los arbustos.

Nadie dice nada.

Las palabras de Alderman quedan suspendidas en el aire hasta que…

Hasta que Noble da media vuelta y lo seguimos al coche, donde el conductor espera debajo de un paraguas negro, fumando.

Subimos al coche.

—Han pasado quince meses, ¿verdad? Desde la última —pregunto.

Noble asiente y Alderman nos mira por encima del hombro desde el asiento delantero.

—¿No les parece raro que haya tardado tanto en volver a actuar?

—Lo estamos buscando en las cárceles —dice Alderman.

—No ha cumplido condena —digo.

Noble aparta la vista de la ventanilla.

—¿Por qué está tan seguro? —pregunta.

—Porque si lo hubieran encerrado, lo habrían encontrado ya.

—¿Y si estuviera haciendo el servicio militar? ¿En Irlanda?

—Podría ser, aunque lo dudo.

Noble está de acuerdo.

—Alguien habría dicho algo.

—¿Entonces? —dice Alderman.

—¿Tiene usted alguna afición? —le pregunto.

—¿Qué?

—¿Cuál es su afición? —repito.

—Disparar. Cazar. ¿Por qué?

—¿Adónde va?

—A todas partes.

—¿Adónde?

—A Eccup, por ahí.

—¿Con cuánta frecuencia?

—Menos de lo que me gustaría.

—¿Y eso por qué?

—El trabajo.

—¿El trabajo?

—Sí, el trabajo. Por ese Destripador de los cojones, para empezar. ¿Por qué?

—Pero antes, antes de todo esto, ¿iba con más frecuencia?

—Sí, menos cuando los niños eran muy pequeños, sí.

—¿Y antes de que nacieran los niños?

—Siempre que tenía un día libre.

Asiento con la cabeza.

—A eso iba.

—¿Qué quiere decir?

—A él le pasa lo mismo —digo.

—¿A quién?

—Al Destripador.

Alderman sonríe.

—¿Qué quiere decir? ¿Que se va de caza?

Noble mueve la cabeza.

—Quiere decir que tiene una vida complicada, como todos. ¿No es eso?

Asiento:

—Cuando lo cacemos ya verán como lleva la misma vida que nosotros, con las mismas presiones, los mismos ritmos: trabajo, mujer, hijos, vacaciones.

Alderman:

—¿Cree que el Destripador está casado y tiene hijos? Vamos, no me joda.

—Apuesto a que está casado.

—¿Cuánto apuesta?

—Lo que usted quiera.

—¿A que el Destripador está casado y con hijos?

—Casado —digo—. Sin hijos.

—Cien libras a que no. —Alderman me tiende la mano.

Nos damos la mano:

—Cien libras a que sí.

—¿Por qué está tan seguro? —dice Noble.

—Usted atrapó a Raymond Morris —digo—. Verá como esta vez es lo mismo, Pete.

Strafford, 1965-1967.

Noble se queda mirando la lluvia en la ventanilla del coche.

—¿Qué quiere decir? —pregunta Dickie Alderman.

Noble, sin apartar la vista de la lluvia, susurra:

—A Raymond Morris lo encubría su mujer.

Tres niñas violadas, asfixiadas y arrojadas a la basura.

La ventanilla se ha empañado. Hace calor dentro del coche.

Alderman niega con la cabeza:

—A este cabrón no lo encubriría nadie.

—Ella no sabe que lo está encubriendo; no sabe quién es él —digo—. Pero nosotros tampoco lo sabemos.

—Y un carajo.

—No, la mitad de los que trabajan en la Sala del Destripador están buscando a un lugareño encorvado, con pelos en las manos manchadas de sangre, restos de carne entre los dientes y un martillo en el bolsillo.

Noble, con desprecio y temor:

—Sí. ¿Y a quién tendríamos que estar buscando, Pete?

Le digo lo que ya sabe, lo que en el fondo de su corazón y de su pensamiento ya sabe:

—Ese hombre va y viene, tiene coche propio. Seguro que hemos visto ese coche un montón de veces en los controles, y tiene una razón para estar donde no debería: es taxista, camionero, repartidor…

—¿Poli? —dice Noble.

—Poli…

—Y un carajo —resopla Alderman.

Me encojo de hombros:

—Debe de conocer bien la zona, por su trabajo, y porque es de los alrededores: vive y trabaja en los alrededores.

—¿Y eso por qué? —dice Alderman—. Si es camionero, podría vivir en cualquier parte.

—No —digo tranquilamente, negando con la cabeza y limpiando mi ventanilla—. Es de los alrededores y por eso odia este lugar; lo odia hasta el punto de matar. Debe de llevar por aquí tiempo suficiente para odiarlo hasta el punto de matar.

—Continúe —dice Noble.

—Seguramente tiene antecedentes, aunque sea por un delito menor.

—¿Por qué? —pregunta Alderman.

—Porque cuando era joven no era capaz de controlar el odio como ahora. Seguramente ha cometido errores.

—Lo sabríamos —dice Alderman.

—No pueden saberlo si no lo buscan.

—¡Claro que estamos buscando! ¡No te jode! —escupe Alderman, casi abalanzándose sobre mí.

Levanto las manos:

—Pero ¿qué están buscando? ¿A un lugareño soltero, encorvado, con pelo en las manos manchadas de sangre y restos de carne entre los dientes, con un martillo en el bolsillo?

—No me toque los cojones, Pete —dice Noble.

—No —insisto—. Tendrían ustedes que repasar todas las declaraciones de sospechosos encubiertos por su mujer.

—Y un carajo —dice Alderman.

—Empezando por los diez principales.

—Imposible —dice Noble.

—Lo tenían y lo saben.

—No me toque los cojones.

—Por alguna razón lo han dejado escapar.

Silencio.

Sólo la lluvia en el techo.

Noble se inclina para dar un golpecito en la ventanilla del conductor.

El conductor abre la puerta, sacude el paraguas y sube al coche, trayendo consigo un olor a tabaco y a humedad.

—A Millgarth —dice Noble.

Cuando entramos en el aparcamiento subterráneo me vuelvo al subdirector general en funciones Peter Noble.

—¿Cómo cogió a Morris? —le pregunto.

—Suerte —dice—. Puta suerte.

—No me venga con chorradas, Pete —digo—. No me venga con chorradas.

Alderman vuelve a girar la cabeza en el asiento, pero Noble ya ha salido del coche.

Subo a nuestro despacho, en una sala contigua a la de ellos, a la de él, y cierro la puerta a mis espaldas.

Están todos allí, incluido Bob Craven. Me miran con expectación:

—Tendría que haberlo dicho antes: cuando anotéis los nombres, subrayad a los que están casados.

John Murphy sonríe:

—Ya lo hemos hecho.

—Gracias —sonrío también yo—. Seguid así.

Otra tarde en Millgarth.

Fuera oscuro, dentro más oscuro todavía:

Otra sesión de espiritismo.

El mismo ritual.

Sentados alrededor de la mesa, manos y rodillas rozándose, volvemos a convocar a los difuntos.

Esta vez es John Murphy quien va leyendo, pálido como un cadáver y con ojeras negras:

−1977 fue un año muy jodido:

»La primera, Marie Watts, de soltera Owens, treinta y dos años, la encontraron muerta el sábado 29 de mayo en Soldiers Field, Roundhay, con múltiples heridas en la cabeza, puñaladas en el abdomen y degollada. Watts era una prostituta muy conocida y la relación de su muerte con las de Campbell y Richards era evidente. Por eso se formó lo que entonces se conocía como la Brigada del Asesino de Prostitutas. Dirigía el equipo el subdirector general Oldman y Peter Noble llevaba el mando en el día a día.

Murphy hace una pausa, mira a Bob Craven y continúa:

—Como dijo ayer Bob, fue entonces, con el asesinato de Watts, cuando la prensa acuñó el alias del Destripador de Yorkshire. Y también cuando llegó la primera carta. Además, la sangre del grupo B identificada en los restos de semen que se encontraron en el abrigo de Watts permitió establecer la relación con el caso de Clare Strachan en Preston, junto con las cartas, los restos de saliva en el sobre y la cinta que llegó más tarde.

Una larga pausa, un suspiro hondo y:

—Los nombres, los números, las descripciones, toda la puta información esta ahí, y, para ser sinceros, si no hubiera ocurrido lo que ocurrió después, quizá hoy no estaríamos aquí sentados.

Ya está aquí, ya está aquí, ya está aquí:

—Pasaremos por alto, de momento, la agresión a Linda Clark en Bradford. Una semana después de que apareciera muerta Marie Watts se encontró el cadáver de Rachel Johnson, de dieciséis años, en el parque de Reginald Street, la mañana del miércoles 8 de junio, el día siguiente a la celebración de los 25 Años de la coronación de la reina. Presentaba brutales heridas en la cabeza, aunque probablemente murió poco después de recibir el primer golpe. No era prostituta, era «una chica fácil», una dependienta de Leeds de dieciséis años que volvía a casa después de una primera cita.

Nos quedamos todos mirando las paredes o el techo, nuestras uñas o los bolígrafos o los papeles, lo que sea con tal de no mirar a Murphy, sus papeles y sus fotos.

—Seguro que os acordáis de ella, igual que yo —dice.

Todas vosotras, pienso.

Me acuerdo de todas vosotras.

—Un descanso —digo. Me levanto y salgo a la luz del pasillo, paso entre los teléfonos y las máquinas de escribir. Entro en los lavabos, me meto en un cubículo y vomito.

Bajo las escaleras en busca de un periódico y un poco de aire fresco, y noto una mano en el brazo. Es Bob Craven:

—¿Hunter?

—¿Sí?

—Quería hacerte una pregunta.

—Adelante.

—¿Eso de anotar a los casados es porque crees que el tío está casado?

Miro a Craven, la barba negra y amenazadora, los ojos a juego.

—¿Tienes tiempo para un café, Bob?

—¿Y tú?

—Para uno rápido sí —digo. Y volvemos a subir a la cantina.

Traigo los cafés y nos sentamos a una mesa de plástico.

—Te estás tomando esto muy en serio —digo.

—¿Hay otra manera de tomárselo?

—Perdona, no quería decir eso. Lo que quiero decir es que estás muy comprometido.

—¿Y eso es un crimen?

—No.

Deja de remover el café y me mira:

—Voy a ser sincero contigo, porque esto me está consumiendo. Y a la mayoría de los chicos les pasa lo mismo.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—Demasiado tiempo.

—¿Tienes alguna teoría?

Sonríe:

—Sí, claro.

—¿Quieres compartirla?

—¿Contigo?

—¿Por qué no?

—Porque tú no estás aquí para eso, ¿verdad que no, Hunter? Ésa no es la razón verdadera.

—¿Qué quieres decir?

La barba y los ojos brillan a la luz de la cantina:

—Tú no estás aquí por el Destripador, ¿verdad? Estás aquí para ver a cuántos de nosotros puedes llevarte por delante.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Es tu forma de ser.

Aparto la taza de café y me levanto:

—Estoy aquí con un único propósito: atrapar al Destripador de Yorkshire.

Me mira, casi sonriendo, con ironía.

Debería largarme, dejarlo plantado, pero no me voy. Me quedo y digo:

—Esta policía tiene una paranoia, una paranoia que os vuelve a todos sordos además de ciegos.

Esta vez sonríe abiertamente, se echa a reír. Los dientes blancos cortan como un cuchillo la barba negra.

No puedo irme ni contenerme:

—O eso o todo el mundo tiene algo que ocultar.

—¿Algo como qué? —Me mira fijamente—. ¿Como qué?

—¿Quién coño lo sabe? ¿Su propia estupidez? —digo. Lo lamento al instante y sé que lo lamentaré siempre.

—Te diré una cosa, Hunter: nosotros cazaremos a nuestro Destripador, no tú.

—En ese caso más vale que os mováis de una puta vez —digo, dando media vuelta.

Ni adónde huir ni dónde esconderse.

—Janice Ryan —dice Murphy, y se calla bruscamente.

Todos lo miramos; la habitación fría y oscura.

Nada puede calmar este dolor.

—No sé por dónde empezar —dice, mirando a Bob Craven, que acaba de llegar y se sienta a mi lado.

No se puede escapar de tu corazón.

—Prostituta de Bradford, se trasladó a Leeds, pero apareció muerta debajo de un sofá en un descampado de White Abbey, en Bradford. No pudo determinarse con certeza el momento de la muerte, pero se cree que debió de producirse en algún momento de los siete días previos al descubrimiento del cadáver, el 12 de junio de 1977.

No se puede escapar de tus labios.

—Además, cuando se descubrió el cuerpo, no se relacionó a Ryan inmediatamente con el Destripador, y no se hizo por dos razones: quizá porque el lugar de los hechos se encontraba en Bradford en lugar de en Leeds, aunque la semana anterior sí se había incluido entre sus víctimas a Clare Strachan, asesinada en Preston.

No se puede escapar de ti, cariño, de tus dedos.

—La segunda razón fueron las heridas. Aunque Ryan tenía heridas en la cabeza, la causa de la muerte fue una hemorragia abdominal interna provocada porque alguien se puso a dar saltos encima de ella. Por eso sólo se la relacionó con Strachan.

No se puede escapar de ti, cariño, ni de noche ni de día.

—La conexión con Ryan se estableció gracias a la carta que llegó al Telegraph & Argus el lunes 13 de junio, una carta escrita por un hombre que afirmaba ser el Destripador de Yorkshire y anunciaba una sorpresa en Bradford.

No se puede escapar de ti, cariño, no hay dónde esconderse.

John Murphy nos mira:

—En mi opinión, eso puede significar dos cosas: o era el Destripador o no era. Pero si no lo era, tampoco lo era en el caso de Clare Strachan. Y eso sólo significaría una cosa: que tenemos dos Jacks en vez de uno.

No se puede escapar, nunca se puede escapar.

A las diez y media, en la cantina demasiado iluminada, ocupamos dos mesas sobre las que reposan seis platos intactos. La luz nos hace daño en los ojos cansados.

Hablamos poco. El detective jefe McDonald y la detective Marshall siguen hojeando sus cuadernos, los demás ordenando, elaborando índices y referencias, racionalizando lo que hemos leído.

—Deberíamos dejarlo por hoy —digo.

Responden con asentimientos y bostezos, Hillman se estira, alguien propone una copa antes de acostarse.

Bajo las escaleras con Murphy, los dos en silencio.

—Voy a dar un paseo —digo cuando llegamos al vestíbulo.

—¿No te tomas una rápida?

—Esta noche no, John. Gracias.

—¿Te veo entonces en el desayuno?

—Si no tengo una oferta mejor… —Me río y le doy las buenas noches.

Está lloviendo, la ciudad oscura, las calles vacías.

Mientras espero en el semáforo observo los coches, las caras blancas al volante, me pregunto cosas, hago tratos, lanzo amenazas inútiles.

Paseo sin rumbo bajo las luces navideñas de Boar Lane, abrumado de pronto por un pesar y un dolor inmensos, por la aterradora y familiar sensación de lo que está por venir, y por la impotencia que eso arrastra.

Llego al Griffin con lágrimas en los ojos, en las mejillas, atroces lágrimas frías.

Pido la llave en recepción y al cruzar el vestíbulo lo veo levantarse de una butaca.

—¿Señor Hunter? —pregunta un hombre alto, demacrado, con el pelo largo, fino y gris, y las facciones igual que el pelo.

Asiento con la cabeza.

—Soy Martin Laws y quisiera hablar con usted si puede dedicarme cinco minutos.

Viste de negro. Lleva sombrero y un bolso.

—¿Es usted sacerdote, señor Laws?

—Sí.

—Muy bien —digo, mirando el reloj y señalando el par de asientos más próximos.

—Gracias —dice.

Nos sentamos frente a frente, él con el sombrero entre las manos.

—¿En qué puedo ayudarle, padre?

—Estoy aquí en nombre de Elizabeth Hall.

—¿Sí? —digo, mirando el bolso negro a sus pies.

—La mujer de Eric Hall. Libby Hall.

Asiento.

—La señora Hall lo vio en las noticias, en la rueda de prensa. Tiene mucho interés en hablar con usted.

—¿De qué?

—Del asesinato de su marido.

Me acomodo en el asiento:

—Con todo respeto, padre, creo que ese asunto queda fuera del ámbito de mi investigación. Si la señora Hall tiene alguna información sobre la muerte de su marido, estoy seguro de que…

El señor Laws levanta una mano.

Guardo silencio.

—Señor Hunter —dice suavemente, tendiéndome un sobre que saca del bolsillo—. Por lo que Libby me ha confiado, el asesinato de su marido tiene mucho que ver con el ámbito de su investigación.

Miro el sobre con recelo.

—Por favor —dice Laws.

—Yo…

—Señor Hunter…

Abro el sobre, saco la carta y leo:

Estimado señor Hunter:

Saber que se ha solicitado su ayuda en la investigación sobre el Destripador me ha dado esperanzas. Tengo información que le resultará muy útil, información relacionada con el asesinato de mi marido, el inspector Eric Hall, y su relación con el llamado Destripador de Yorkshire. Tengo la certeza de que a mi marido lo mataron porque conocía a Janice Ryan, la sexta víctima, y porque se enteró de una maniobra policial para encubrir el asunto.

Puedo demostrarlo.

Atentamente,

ELIZABETH HALL

Doblo la carta y la guardo en el sobre.

No se puede escapar, nunca se puede escapar.

—¿Cómo está ella? —pregunto.

—No está bien, pero quiere verlo a toda costa.

—¿Puedo enviar a alguien de mi equipo?

—Insiste en que sólo hablará con usted.

Puto infierno.

—¿Mañana por la mañana?

El señor Laws asiente, pero dice:

—¿Ahora? Está fuera, en mi coche.

Joder.

—Es muy importante para ella.

Suspiro y me levanto:

—De acuerdo. Vamos.

Sigo a Martin Laws. Salgo del Griffin y regreso a la noche y a la lluvia. Rodeamos el hotel, pasamos por delante del bar Scarborough, nos adentramos en los arcos oscuros por debajo de las vías del tren y llegamos a un Viva verde y viejo aparcado en la penumbra.

El señor Laws da un golpecito en la ventanilla del asiento trasero y un rostro blanco, asustado, surge de pronto al otro lado del cristal.

Me sobresalto. Se me acelera el pulso.

Laws abre la puerta.

—Pueden hablar dentro —dice—. Yo esperaré aquí hasta que hayan terminado.

Me asomo por la puerta abierta, con el corazón en la garganta.

—¿Señora Hall?

La mujer asiente con la cabeza y se muerde el labio inferior, se tira de la piel del cuello con una mano.

—Cierre la puerta, por favor —murmura.

Subo, cierro y espero.

Está sentada en la oscuridad, a mi lado, debajo de los arcos, frotándose el cuello y las pantorrillas con las manos.

—Ellos no me creen —dice—. Lo sé. Usted tampoco me creerá.

—Yo…

—Le contarán lo que me hicieron. Puede que usted ya lo sepa. Le dirán que por eso estoy así y digo lo que digo. Se quedarán callados, moverán la cabeza y dirán que más me valdría haber muerto, por lo que me hicieron.

Miro al frente, entre los respaldos de los asientos.

—¿Sabe lo que me hicieron?

—Sé algo…

—Se lo contaré. Para terminar cuanto antes.

—No es necesario, señora Hall.

—Usted sabe que es muy necesario, señor Hunter.

Se vuelve a mí en la oscuridad y apoya una mano en mi brazo:

—Fue el sábado 19 de junio de 1977. Fui a la iglesia a última hora de la tarde. Volví a casa, abrí la puerta, me sujetaron y me arrastraron del pelo hasta el comedor, donde estaba Eric, sentado delante de la tele, degollado. Entonces me ataron las manos a la espalda y me dejaron en el suelo a los pies de Eric, encima de su sangre. Se fueron a la cocina a prepararse unos bocadillos y se bebieron mi vino y la cerveza de mi marido. Al cabo de un rato volvieron y decidieron divertirse un poco conmigo allí mismo, en el suelo, delante de Eric. Me desnudaron y me pegaron, me metieron penes, botellas y patas de silla en la vagina, en el culo y en la boca, de todo. Me mearon en la cara, me cortaron mechones de pelo y me obligaron a chupársela, a lamerlos, a besarlos, a beberme su orina y a comerme sus excrementos. Después me llevaron al baño, intentaron ahogarme y me dejaron inconsciente en el suelo, para que mi hijo me encontrara allí.

Silencio, el silencio más negro.

—Una venganza por un atraco. Eso dijo la policía.

Me mira y asiento con la cabeza:

—Al parecer la misma banda que cometió varios robos y asesinatos en oficinas de correos.

Sonríe:

—¿La banda de los Negros?

—¿No eran negros?

—Sí, eran negros, señor Hunter. Como el as de picas.

—Bueno, yo…

—¿No entiende adónde quiero ir a parar?

Vuelvo a mirarla:

—No es eso, señora Hall. No es eso, ni mucho menos. Sólo me gustaría decirle cuánto lo siento, pero me parece insuficiente. Lo siento, siento mucho lo que le hicieron.

Traga saliva y me da la mano:

—Señor Hunter, a Eric lo apartaron del servicio antes de que lo asesinaran. No paraba de hablar de usted, de que usted intervendría; reconoció que había hecho cosas malas y que usted lo descubriría todo. Pensaba que estaba acabado. Pero usted no intervino, y a él lo mataron, y yo…

Verano del 77.

La A10 de buena racha:

La Brigada Antiporno, la Brigada Antivicio.

Drury, Moody y Virago:

«Los cerebros de esta trama de corrupción, hombres desmesuradamente malvados que vivían en las cloacas de la sociedad».

A continuación West Yorkshire, Antivicio de Bradford, y después alguien soltó a los perros

Eric Hall muerto.

—Él lo odiaba, señor Hunter. Todos lo odian. Lo odian porque saben que usted descubre cosas, que los desenmascara, que es usted un buen hombre. Hasta Eric decía que era usted un santo…

—¿Un santo?

—San Cabrón.

Sonrío, pero al instante vuelvo a la realidad:

Verano del 77.

El último aborto.

Un bebé muerto.

Miro a Elizabeth Hall.

—Por eso creo que puede ayudarme —dice.

—¿Cómo?

—Eric conocía a Janice Ryan. La conocía muy bien. Cuando apareció debajo de ese sofá, en seguida lo señalaron como sospechoso, y también a otro policía: un tal sargento Fraser de Millgarth. ¿Se acuerda de él?

—¿El que se suicidó en los Moors?

—Sí; dos días antes de que asesinaran a Eric. ¿Sabía que ese hombre participó en la caza del Destripador?

—No, pero lo cierto es que sólo llevo tres días aquí.

—Bueno, pues Eric estaba seguro de que el sargento Fraser había matado a Ryan. La dejó embarazada y, como digo, sospecharon de él.

—¿De quién?

—De ese hombre, de Fraser. Sospecharon de él, pero entonces llegó otra carta, supuestamente del Destripador, y ahí terminó todo. Lo soltaron sin cargos. Ella fue la sexta víctima.

—¿Y usted no cree que el asesino fuera el Destripador?

—No.

—¿Cree que la mató Fraser?

—O algún otro.

—¿Algún otro?

—Bueno, Eric hablaba más de la cuenta. Dijo que había sido Fraser, insistió sobre todo cuando se quitó la vida. Ese sábado, el día anterior, no paraba de repetirlo. Llamó a mucha gente, a los periódicos. El periodista Jack Whitehead estuvo en casa esa misma semana. Eric llamó a todo el mundo, a todo el que quiso escucharlo. Y alguien decidió cerrarle la boca.

—¿Cree que alguien contrató a esa banda para asesinar a Eric? ¿Porque él pensaba que Fraser había matado a Janice Ryan?

—Porque sabía que no había sido el Destripador.

Me quedo mirando entre los asientos. El tictac del reloj resuena en el coche. Veo las luces al fondo de los arcos.

—Dice usted que tiene pruebas —señalo.

—Eric dejó muchas notas. Guardaba copias, cintas. Sabía que algún día iba a necesitarlas.

—¿A quién se lo ha contado?

—¿Yo? A todo el que ha querido escucharme.

—¿Y esas copias, esas cintas? ¿Le ha hablado a alguien de ellas?

—A George Oldman.

—¿Qué dijo?

—Dijo que se lo entregara todo al responsable de la investigación por la muerte de Eric.

—¿Quién era?

—Es, señor Hunter. El caso sigue abierto. No han detenido a nadie.

—Lo siento. ¿Quién es?

—Maurice Jobson.

El Búho.

—¿Y lo hizo?

—¿Qué?

—¿Le entregó los papeles de Eric?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Cuando ocurrió; hace tres años.

—¿Y qué dijo Maurice Jobson?

—Dijo que me llamaría.

—¿Y la llamó?

—¿Usted qué cree?

—Entonces, ¿no tiene ni idea de qué hizo con las pruebas de Eric?

—No.

—¿Tal vez se las entregó a George Oldman? ¿A la Brigada del Destripador?

—Tal vez, sí. Y a usted podrían salirle alas y marcharse volando.

Sonrío:

—Entonces, ¿nadie ha vuelto a ponerse en contacto con usted desde entonces?

—No.

—¿Recuerda lo que había en esos papeles?

—Hice copias, señor Hunter.

—¿Quién lo sabe?

—Sólo usted.

Asiento con la cabeza:

—¿Y el señor Laws?

—Sólo usted.

—Comprendo.

—Eric hizo cosas que no debía. Lo sé. No era un santo.

—No como yo.

—No, no como usted. Pero no se merecía lo que le hicieron; eso no se lo merecía.

No como yo.

San Cabrón.

Subo a mi habitación en el ascensor.

Hace un calor sofocante. La calefacción está a tope.

Abro una ventana a la noche desapacible y a la lluvia fea, a la estación siniestra y al silencio.

Me siento en el borde de la cama asqueado de Leeds, asqueado de Yorkshire.

Cierro la ventana y las cortinas polvorientas.

Cierro los ojos, dejo que la radio devore el silencio y pienso:

Siempre lo mismo, siempre igual.

Vuelvo a despertarme en plena noche, sudando y asustado.

Himnos en la radio, ese sueño de la televisión y las caras sin rostro, ese sabor en la boca.

Despierto, con mi dolor de espalda, busco a Joan en la cama, intento contener las lágrimas, busco a alguien.

No hay nadie.