12
Sala del Destripador.
Millgarth, Leeds.
Lunes, 22 de diciembre de 1980:
Todos en pie.
Sólo humo y sudor. Ni una sola sonrisa en 150 caras tristes.
El director general Angus y el subdirector general en funciones Noble al frente.
Yo en la puerta.
Ni Alderman ni Prentice.
—Ha sido un fin de semana muy largo —está diciendo Noble—. Sé que muchos de nosotros estuvimos el sábado en el funeral.
Mierda, pienso.
—Y sé que haber estado allí nos ha servido a todos para reafirmarnos en la determinación de atrapar a ese cabrón. Pero ahora ha llegado esto…
Coge un papel de la mesa y lee en voz alta:
—El sábado, 21 de diciembre, a las nueve de la noche, se recibió en las oficinas del Daily Mirror, en Manchester, una llamada de teléfono de un hombre con un acento muy parecido al de la cinta del Destripador. No se grabó la llamada, pero su contenido fue el siguiente:
Soy Jack y ya os advertí de que volvería a actuar. Volveré a matar el martes, esta vez a una estudiante. Así que avisadlas para que no salgan a la calle.
Noble deja de leer y mira a los presentes en la sala.
La Sala del Destripador.
Humo, sudor y 150 maldiciones.
—Jim Prentice y Dick Alderman están en Manchester, hablando con la gente del Mirror, pero, tanto si es él como si no —Noble levanta la voz sobre el creciente murmullo—, la noticia ya está en la radio y saldrá en portada de todos los periódicos esta noche y mañana.
Otras 150 maldiciones, en voz cada vez más alta, hasta que…
Hasta que el director general Angus se pone en pie:
—Muy bien. Sé que esto era lo último que nos faltaba, pero no tengo más remedio que suspender todos los permisos las próximas cuarenta y ocho horas. Ya estábamos al límite por culpa de esas malditas protestas en la puerta de los cines, aunque ya he hablado con varios concejales para que intenten prohibir algunas de esas películas.
Todos asienten con la cabeza.
—Por suerte —continúa—, la mayoría de los estudiantes ya han vuelto a casa. Esta noche y mañana por la noche tenemos que ofrecer una demostración de fuerza. El subdirector general Noble ha organizado los turnos para todos los aquí presentes y los distribuirá al final de esta reunión. Sólo quiero añadir, como ya ha señalado el subdirector general, que sé que muchos de vosotros estuvisteis en Hartlepool en el funeral, sé que estáis reventados y que esto es lo último que nos faltaba. Pero tenemos que coger a ese cabrón y para eso necesitamos estar todos alerta. Gracias.
Noble toma la palabra de nuevo:
—Muy bien, ahora noticias un poco mejores. Hemos descartado todos los vehículos vistos por los testigos en Alma Road entre la noche del miércoles y la mañana del jueves. Todos menos uno: el coche viejo de color oscuro al que se vio dando marcha atrás en dirección prohibida. Los oficiales han vuelto a interrogar a los testigos para conseguir una descripción más detallada del vehículo en cuestión, pero quiero que estéis muy atentos a los coches viejos y oscuros al cotejar las declaraciones antiguas y tomar nuevas declaraciones.
»Hoy mismo esperamos tener un retrato robot detallado y listo para su distribución. Como algunos ya sabéis, la descripción del hombre al que se vio en los alrededores de Alma Road la noche del pasado miércoles coincide en muchos aspectos con las descripciones ofrecidas por Linda Clark y otras declaraciones tomadas en Morley a raíz del asesinato de Joanne Thornton.
»Por último, seguiremos vigilando a los cinco individuos que encabezan nuestras listas y, evidentemente, redoblaremos los esfuerzos en las próximas cuarenta y ocho horas a la vista de la llamada recibida en Manchester. Gracias —dice, y hace una seña con la cabeza a un ayudante para que empiece a repartir unos papeles.
Soy el primero en salir por la puerta y voy hacia mi sala cuando alguien me pone una mano en el brazo.
Bob Craven:
—El director general me ha pedido que se reúna con él en el despacho del subdirector general Noble después de la reunión.
—Muchas gracias, inspector —digo.
—De nada —murmura mientras se aleja.
—¿Qué? —pregunto.
Da media vuelta y dice:
—¿Perdón?
—¿Qué ha dicho?
—De nada —sonríe.
—¿De nada?
—Sí —repite mientras se aleja—. De nada.
Llamo a la puerta.
—Adelante.
Entro en el despacho de Noble.
—Buenos días, caballeros —saludo.
Angus está sentado en la silla de Noble, Pete al otro lado de la mesa.
El director general me indica que me siente al lado de Noble.
Tomo asiento y espero:
—¿Ha estado en la reunión? —pregunta Angus.
—Sí.
—Lo que nos faltaba —dice Noble, a mi derecha.
—Me lo imagino —digo.
Hay un breve silencio, ruido de bolígrafos y crujir de papeles.
Un poco más de ruido hasta que Angus dice:
—Verá, me han dicho que ayer se cruzaron unas palabras algo subidas de tono. ¿Alguna confusión?
—¿Confusión? —digo.
—Bueno, eso tengo entendido. —Angus mira a Noble—. Al parecer su entrevista con los detectives jefe Alderman y Prentice terminó mal y se puso en tela de juicio cierta información relacionada con la investigación en curso.
—Lo siento —digo—. No entiendo qué quiere decir.
Angus frunce el ceño y coge un ejemplar de Spunk:
—Bueno, para empezar, ¿qué hay de esto?
—Como ya le conté ayer a Pete, he sabido que esa revista se la dio Maurice Jobson a George Oldman, o viceversa, por gentileza de la viuda de Eric Hall.
—Así es —asiente Angus.
—Bien —digo—. Supuse que George la habría entregado a la Brigada del Destripador, puesto que en ese momento estaba al mando.
—Eso tendrá que preguntárselo al subdirector general George Oldman.
—Me gustaría mucho.
Angus sonríe y levanta las manos:
—Un momento. Por si no lo sabía, George Oldman está de baja por enfermedad.
—¿De baja por enfermedad? No, no lo sabía.
—Lamentablemente, no es posible hablar con él en este momento.
—Comprendo. ¿Es grave?
—Está mal del corazón.
—Lo siento.
—De todos modos —dice—, me gustaría saber si han hecho algún progreso en la investigación o si dispone de alguna otra información que desee compartir con nosotros.
—Lo siento, señor —digo—. Creo que sería improcedente hablar con ustedes antes de haber hablado con el señor Evans o con sir John Reed.
—Por supuesto, pero yo mismo hablé ayer con el señor Evans y me pidió que le señalara lo excepcional de las circunstancias: esto es una investigación en curso y cabe la posibilidad de que ustedes descubran alguna información o dispongan de alguna información que podría ser relevante para darla por concluida.
—Señor, le aseguro que si tuviera alguna información que nos permitiera detener a un sospechoso, no tardaría ni un segundo en comunicárselo al subdirector general aquí presente.
—Eso espero.
—Le doy mi palabra.
—Muy bien entonces.
Asiento con la cabeza.
Silencio…
Silencio hasta que digo:
—¿Algo más?
—Sólo una cosa. —Noble se vuelve hacia mí—. Ha llegado una petición para hacerle una entrevista.
—¿De quién?
—Del Sunday Times, creo.
Miro al director general Angus, que ha torcido el gesto:
—¿Quiere hacerla?
—Preferiría no hacerla, a menos que nos venga bien la publicidad.
—Publicidad tenemos más que suficiente —suspira Noble.
—Tendrá que estar presente nuestro oficial de prensa —dice Angus.
—Veamos qué quieren —acepto—. Si surge algún problema, hablaré con usted y con Philip Evans.
Angus se encoge de hombros.
—Muy bien —dice.
—Hablaré con la oficina de prensa —dice Noble—. ¿Para esta tarde?
Digo que sí.
—Gracias —dice Angus.
Aprovecho el momento para salir de escena.
Pulso el play:
Soy Jack. Veo que sigues sin tener suerte y no me atrapas. Siento un enorme respeto por ti, George, pero ¡es increíble! Tienes tan pocas posibilidades de atraparme ahora como hace cuatro años, cuando empecé. Me parece que tus hombres te están fallando, George. No deben de ser muy competentes.
La única vez que se acercaron un poco fue hace unos meses en Chapeltown, cuando perdí la calma. Incluso entonces el que vino era un agente de uniforme, no un detective.
Ya te advertí en marzo de que volvería a actuar. Siento que no haya sido en Bradford. Te lo había prometido, pero no pude llegar. No estoy seguro de cuándo volveré a actuar, pero sé que será este año sin falta, puede que en septiembre, en octubre, puede que antes si se presenta la ocasión. No estoy seguro de dónde, puede que en Manchester. Me gusta Manchester. Hay muchas por allí. Nunca aprenden, ¿verdad, George? Seguro que las has advertido, pero no escuchan.
Cuento trece segundos de ruido de fondo:
Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez once doce trece, y luego:
Dije que la buscaría en Preston y cumplí mi palabra, ¿verdad, George? Una guarra. Como todas. Al paso que voy entraré en el libro de los récords. Creo que ya son once, ¿no? Bueno, tengo intención de seguir así por algún tiempo. De momento no me veo en chirona. Aunque consigas acercarte, siempre iré un paso por delante de ti. Bueno, ha sido muy agradable hablar contigo, George. Tuyo, Jack el Destripador.
No te molestes en buscar huellas dactilares. A estas alturas ya deberías saber que soy limpio como un silbido. Hasta pronto. Adiós.
Espero que te guste la melodía pegadiza del final. Ja, ja.
Y a continuación:
Me oirás decir tu nombre
y repetir de nuevo:
gracias por ser mi amigo.
Stop.
Silencio.
Segundos, minutos de silencio en la sala oscura.
Minutos de silencio hasta que…
Hasta que digo:
—La cinta se recibió el 20 de junio del año pasado. Seguramente estaréis tan asqueados de esa voz como yo, pero quiero que le dediquemos un poco de tiempo hoy, porque es de vital importancia para la investigación, tanto por lo que ocurrió después como por lo que había ocurrido antes.
Murphy, McDonald y Hillman asienten con la cabeza.
Craven en un rincón.
Marshall no está.
—Muy bien, como ya sabéis habían llegado las cartas, cuatro en total: las tres primeras en junio del 77, dos de ellas dirigidas a Jack Whitehead, del Yorkshire Post. —Miro a Craven.
No reacciona.
—La tercera iba dirigida a George Oldman, pero se envió a las oficinas del Telegraph & Argus, en Bradford. Y la última se envió en marzo de 1978, también a Oldman, esta vez al Daily Mirror, en Manchester.
Murphy:
—¿Fue allí donde se recibió la llamada anoche?
—Sí —digo—, pero, dejando al margen esa llamada por el momento, la cinta y las cuatro cartas son sin duda obra del mismo hombre. Todas comparten la misma caligrafía, el mismo grupo sanguíneo en las prueba de saliva y los mismos restos de aceite y minerales. Las tres primeras cartas y la cinta aluden concretamente al asesinato de Clare Strachan en Preston, mientras que la cuarta se refiere al de Doreen Pickles en Manchester.
—¿Puedo decir algo? —interrumpe Hillman.
—Adelante.
—La cuarta carta llevaba matasellos de Preston.
—Sí —digo—. ¿Y eso nos lleva?
—Al escenario de los crímenes de Strachan y Livingston.
—Muy bien observado, Mike. Por eso la publicidad que generaron la grabación y las cartas, y la cantidad de pistas que contienen, como todos habéis visto, es asombrosa.
—Abrumadora —dice Alec McDonald.
—Pero recordad que todo esto lo supieron por una maldita filtración —dice Murphy.
—Cierto. —Miro a Craven una vez más—. No decidieron hacer pública la grabación. Por lo visto George se opuso rotundamente, porque siempre había sostenido que la carta enviada al Argus en junio del 77 era una patraña. Pero entonces llegó la filtración, también al Argus, y no tuvieron elección.
—Fue un mal momento para ellos —dice Murphy—. No pararon de filtrarse informaciones sobre falsas horas extras y gastos dudosos, como un puto colador.
Craven, en su rincón, tiene los ojos cerrados y está cabizbajo.
—Y tres meses después —digo tranquilamente—, la cosa se complicó todavía más.
Abro el cuaderno y leo:
—La mañana del domingo 9 de septiembre del año pasado se encontró el cadáver de Dawn Williams oculto debajo de un montón de basura detrás de una hilera de adosados en Ash Lane, junto a la Universidad de Bradford, donde estudiaba la fallecida.
»La mataron de un solo golpe en la nuca. Volvieron a colocarle la ropa y le dieron nueve puñaladas en el tronco, principalmente en la región abdominal.
Me detengo y les paso las copias que he preparado de las listas de testigos, las listas de agentes de policía, las listas de vehículos, las listas con la posible medida de los neumáticos y otros detalles.
Veintitrés páginas de listas.
Continúo:
—Fue a raíz de este asesinato cuando Oldman difundió la siguiente información y las instrucciones pertinentes a todas las fuerzas policiales del norte de Inglaterra:
»Está tomada de la introducción revisada y actualizada a Asesinatos y agresiones a mujeres en el norte de Inglaterra, y dice así:
»Es significativo que, si bien la mayoría de las primeras víctimas son prostitutas o mujeres de moral laxa, en la mayoría de los casos no hubo trato sexual y la motivación del asesino es un odio patológico a las mujeres. En la mayor parte de los casos recientes las agredidas han sido mujeres inocentes. Se cree que la mayoría de las víctimas recibieron golpes brutales en la nuca con un martillo antes de ser apuñaladas. El asesino desnudó los pechos y la parte inferior del abdomen de las víctimas antes de apuñalarlas. En ningún caso hay cortes en la ropa.
»Todos estos crímenes tienen tres elementos en común:
»a)El uso de dos armas: un instrumento cortante y un martillo de bola de medio kilo de peso aproximadamente.
»b)La ausencia de trato sexual, excepto en un solo caso.
»c)La ropa levantada para dejar al descubierto pechos y pubis.
»A la vista de las pruebas encontradas deben tenerse en cuenta los cinco puntos siguientes para eliminar a los sospechosos:
»1) El hombre nació antes de 1924 o después de 1959.
»2)Es sin duda un hombre negro.
»3)Calza como mínimo un 44.
»4) Su grupo sanguíneo no es del tipo B.
»5)No tiene acento del noreste de Inglaterra.
»Debe recordarse que el asesino podría haber llamado la atención de la policía por agresiones leves a prostitutas y mujeres en el pasado, por lo que se agradecería cualquier información sobre agresiones similares, no necesariamente mortales.
Termino de leer.
Silencio.
—Y eso nos lleva a Laureen Bell.
Cierro la carpeta y miro el reloj:
Mediodía.
Joder.
Necesito un coche, tengo que volver a Batley, a Marshall.
Murphy, McDonald y Hillman me miran.
Craven se ha quedado dormido, el muy cabrón.
—Muy bien —digo—. Tenemos que recopilar todos los datos cruzados, completar las listas y hablar con los oficiales que intervinieron en los casos. Empezaremos ahora y nos reuniremos mañana a primera ahora.
—¿Lo despierto? —Hillman señala a Craven con cara de sorna.
Me llevo un dedo a los labios:
—Mejor que duerma.
Estoy en el mostrador de recepción, tratando de conseguir un coche, cuando alguien me dice al oído:
—Ha llegado la prensa, comisario.
Doy media vuelta.
Es un oficial del gabinete de prensa de Yorkshire, Evans creo que se llama.
—Sunday Times —dice.
—Mierda. —Vuelvo a mirar el reloj.
—¿Pasa algo, comisario?
—No. ¿Dónde están?
—En el despacho del subdirector general. El señor Noble nos dijo que podíamos reunirnos allí.
—Muy bien. —Lo sigo escaleras arriba.
Dos periodistas nos están esperando:
—Anthony McNeil —dice un hombre alto con gafas.
Le doy la mano.
—Andy Driscoll —dice el otro mientras nos damos la mano.
—Nunca me han entrevistado dos personas a la vez —le sonrío a Evans, que se sienta al fondo.
—Bueno —dice McNeil—. Andy sólo ha aprovechado el viaje.
Me siento a la mesa de Noble.
—¿De verdad?
—No, comisario. Es una broma.
—Muy bien. ¿Empezamos?
—¿Le importa? —Driscoll deja una grabadora de mano encima de la mesa de Noble.
—Tendría que haber traído la mía —digo. Y enciendo la que llevo en el bolsillo.
—Muy bien —dice McNeil—. Está usted aquí como parte del grupo de cerebros y…
—Eso lo dice usted, no yo —interrumpo.
McNeil sonríe:
—Así es, tiene razón. Me gustaría que nos contara qué progresos ha hecho hasta el momento esta superbrigada.
Sonrío:
—¿Ahora lo llaman superbrigada?
—Bueno, se supone que son los mejores detectives del país.
—Me siento halagado.
—Pero —se acomoda en la silla— ¿es un nombre merecido?
—¿Perdón?
—Lo que la gente quiere es saber que se han hecho progresos —dice—. ¿Qué progresos han hecho o no han hecho?
—¿Eso es una pregunta? —digo.
Cierra los ojos un momento:
—Sí, es una pregunta.
—Señor McNeil —digo, con la mayor tranquilidad posible—. Nuestro trabajo consiste en evaluar la investigación y ofrecer las recomendaciones que estimemos oportunas.
McNeil sonríe y me guiña un ojo:
—¿Eso es una respuesta?
—¿No es una manera muy suave de decirlo? —tercia Driscoll.
Intento sonreír:
—¿Usted no había venido sólo por aprovechar el viaje?
—Yo no, pero ¿podría decirse lo mismo de usted y de su superbrigada? —se ríe Driscoll.
McNeil, sin darme tiempo a responder:
—Lo que quiero decir es que este equipo se reclutó para, y cito, «una revisión a fondo de la estrategia policial pasada y presente en la caza del Destripador». ¿Fue o no fue ésa la orden?
—Ésa es la orden y eso es lo que estamos haciendo.
—Gracias —gruñe McNeil—. ¿Le importaría entonces decirnos si han progresado en su revisión del caso?
—Estamos en ello, señor McNeil.
—Evidentemente.
—Sí, evidentemente, puesto que estamos en ello y aún no hemos concluido, no puedo hacer comentarios. —Subo la voz, miro el reloj y pienso en Helen Marshall—. ¿Qué más quieren que les diga?
Y entonces salta:
—Algo que dé esperanza a las miles de estudiantes que esta noche saldrán de las ciudades del norte; algo que dé esperanza a los millones de mujeres que no tienen la suerte de poder huir de las ciudades del norte y tendrán que pasar otras navidades, las sextas, encerradas en su casa, dependiendo de sus padres, hermanos, maridos o hijos para poder salir, cualquiera de los cuales podría ser el Destripador de Yorkshire; algo que decir a estas madres y hermanas, a estas mujeres e hijas, por no hablar de la señora Bell y de las otras doce madres que han perdido a sus hijas y de los diecinueve niños que han perdido a sus madres, todo gracias a él; a él y a la inacción policial.
Silencio; sólo interrumpido por los ruidos de la comisaría.
La comisaría donde un grupo de voces masculinas entona una versión obscena del Jingle Bells. El oficial del gabinete de prensa, o como lo llamen, se levanta del rincón y sale del despacho.
Miro a McNeil, que sacude la cabeza sin apartar sus ojos de mí.
Los cánticos cesan y todo queda en silencio hasta que Evans vuelve a entrar en el despacho.
McNeil suspira:
—Si no puede contestar nada a eso, le pediría algún comentario sobre las críticas fundadas que ha recibido la policía de West Yorkshire por la investigación en su conjunto.
Levanto las manos en actitud defensiva, pero no sirve de nada.
—En primer lugar —continúa—, está la desaparición del bolso de la señorita Bell y su posterior aparición cubierto de sangre y registrado como un objeto perdido más de veinticuatro horas después de que se encontrara el cadáver, a pesar de que el bolso le fue entregado a la policía antes del descubrimiento del cadáver, por no mencionar las declaraciones de sus compañeras de piso, que al ver que la señorita Bell no llegaba a casa a su hora avisaron a la policía e insistieron en que la buscaran.
—El director general ya ha respondido públicamente a esas críticas, como ustedes saben.
—Entonces, ¿no tiene nada que añadir?
—Nada.
—Muy bien. En ese caso, ¿qué me dice de Candy Simon y Tracey Livingston? Su desaparición se denunció a la policía antes de que se encontraran los cuerpos y, en el caso de Candy, también se halló su ropa interior manchada de sangre.
—No tengo nada que decir al respecto.
—De acuerdo, pasemos a algo más reciente. ¿Ha encontrado alguna explicación al hecho de que la policía de Manchester tardara una semana en localizar el bolso de Elizabeth McQueen, a pesar de que se encontraba a menos de cien metros del lugar donde se descubrió su cadáver?
—Señor McNeil. —Levanto los puños—. Todas esas preguntas que usted me hace sin duda son motivo de preocupación para nosotros y forman parte de la revisión que estamos llevando a cabo, pero, con franqueza, y espero que por última vez, permítame decirle que sería poco profesional por mi parte hacer cualquier comentario en este momento.
—¿Poco profesional?
—Sí.
Driscoll saca un papel de la cartera y se lo pasa a McNeil, que dice:
—¿Puedo leerle algo?
—Con plena libertad —suspiro.
McNeil lee:
—«Hasta la fecha, todo lo que sabemos sobre el Destripador son “síes” y “peros”. No podemos estar seguros al cien por cien, por ejemplo, de que todos los asesinatos estén relacionados. Lo que decimos es que algunos son similares y ésos son los que más nos interesan. Por razones que para todos los oficiales son obvias, hay cierta información que debemos reservar para el careo con el hombre responsable de los asesinatos.
»Cabe la posibilidad de que el hombre que envió la cinta y escribió las cartas sea el Destripador, pero siempre queda la duda, y sería un error por parte de los oficiales descartar a un sospechoso por el hecho de no tener acento de Yorkshire. Hemos trazado unas líneas generales pero, al final, así lo creo, será la intuición de algún oficial lo que nos lleve hasta el asesino. Confiemos en que un oficial estará en el sitio oportuno en el momento oportuno y nos dará la ocasión que tanto necesitamos. Cuando tengamos esa ocasión lo atraparemos».
McNeil termina de leer.
Otro silencio.
Hasta que Driscoll toma la palabra:
—¿Verdad que no había oído antes esa declaración, señor Hunter?
Niego con la cabeza:
—No, es la primera vez. ¿De quién es?
—Del subdirector general Noble en la edición del West Yorkshireman de este mes.
Miro a Evans, que dice:
—Es el periódico de la Policía de West Yorkshire.
—Lo sé —digo.
—¿Algún comentario al respecto? —pregunta McNeil.
—Me parece un buen consejo.
—¿Y también le parece bien que diga que los asesinatos podrían no estar relacionados y que la cinta podría ser una patraña?
—Eso no lo dijo. Pero lo que dijo me parece un buen consejo.
—¿No dijo que no todos los asesinatos están relacionados? ¿No dijo eso?
—Y tiene razón. No podemos estar seguros al cien por cien.
—¿Y qué me dice de Janice Ryan? No ha sido siempre un gran interrogante.
—Como ya le he dicho, no podemos estar seguros al cien por cien.
—Entonces, ¿no están investigando la posible relación entre los asesinatos de Janice Ryan y de un detective de Antivicio de Bradford llamado Eric Hall?
Evans se levanta con intención de interrumpir.
Niego con la cabeza.
—No lo estamos investigando.
—Eso no es lo que dice su viuda.
—¿Han hablado con la señora Hall? —pregunto.
McNeil y Driscoll asienten.
—Pues está equivocada —digo.
—Entonces, ¿tampoco son ciertos los informes que afirman que los asesinatos de Hall y Ryan están relacionados de alguna manera con los registros practicados esta misma mañana en la zona del Gran Manchester, que a su vez están relacionados con los asesinatos de Robert Douglas y su hija de seis años, Karen, la semana pasada?
—No tengo noticia de ningún registro.
Driscoll:
—Nos han informado de que esta madrugada se ha registrado la sede de Asquith y Dawson y varios edificios de su propiedad en el centro de la ciudad.
Miro a Evans, que sigue de pie y me está mirando.
—No lo sabía —digo.
McNeil:
—¿Y sabe que se rumorea que van a apartarlo a usted de este grupo de cerebros, de esta superbrigada, por su relación con Richard Dawson, que es el objetivo de estos registros?
—Ya está bien —dice Evans—. Ya he oído suficiente.
McNeil y Driscoll se levantan a la vez y ponen las manos en alto en ademán de disculpa.
Murmuran esto y lo otro, dicen que se han levantado con mal pie…
Que han metido la pata, que no pretendían ofender a nadie…
Pero yo sigo sentado, dando vueltas a sus palabras.
Anthony McNeil se inclina sobre la mesa con la mano tendida:
—Gracias por su tiempo —dice.
Le doy la mano automáticamente, incapaz de decir nada.
Y entonces me aprieta la mano y susurra:
—Usted cree que la cinta es una patraña, ¿verdad que sí?
Evans intervine:
—Señor McNeil…
—¿Sí o no?
Evans:
—No conseguirá hacerle decir que…
—¿Sí o no?
Silencio, otro puto silencio.
McNeil, Driscoll y Evans me miran fijamente.
Me miran fijamente mientras sigo sentado detrás de la mesa de Noble.
En la silla de Noble.
—¿Sí o no, señor Hunter?
—No.
Me marean para conseguir un coche y un teléfono, me hacen subir y bajar, dar vueltas por toda la comisaría, me están puteando.
Por fin, después de mucho rato, consigo un teléfono en un rincón de la Sala del Destripador.
—¿Roger? —digo.
—¿Pete? Gracias a Dios.
Yo:
—¿Qué cojones está pasando?
—Smith ha enviado a los de Antivicio a registrar las oficinas de Dawson y ese edificio donde estuviste, en Oldham Street.
—Mierda.
—Y ha revelado a la prensa las posibles conexiones del asesinato de Douglas y su hija.
—¡Joder!
—Hay algo peor.
—¿Qué?
—Dawson no se ha presentado esta mañana.
—¿Dónde está?
—Ni puta idea.
—Su abogado no sabe nada. Lo estuvo esperando igual que nosotros y no ha podido localizarlo.
—¿Habéis llamado a su mujer?
—No sabe nada. Está histérica.
—Mierda. Seguro que ha ido a ver a Joan.
—¿Te ha llamado Dawson?
—No.
—¿Estabas al corriente de los registros?
—Lo he sabido por el puto Sunday Times.
—No me jodas.
—Sí, me han dicho que iban a apartarme de la investigación por ese motivo.
—¿Por Dawson?
—Sí.
—Hay que joderse. ¿Vas a venir?
—No puedo. —Vuelvo a mirar el reloj.
Joder:
Son más de las dos.
—¿Pete?
—Perdona, ¿qué has dicho?
—Que me tengas al corriente, amigo.
—De acuerdo.
Cuelgo, bajo corriendo las escaleras y mierda…
Tengo que volver a nuestra sala a por la bolsa de Spunks.
Murphy y McDonald me saludan con la cabeza y me miran con cara rara.
Vuelvo a bajar corriendo al aparcamiento.
Nieve.
Al menos me han dado un Saab.
Salgo de Leeds con la radio encendida:
Algunos comercios están cerrando hoy antes de lo normal para que los empleados puedan volver a casa antes de que anochezca, tras recibirse en el Daily Mirror una amenaza telefónica de un hombre que afirma ser el Destripador de Yorkshire y anuncia que volverá a matar hoy o mañana.
Nieve negra.
El coche está helado.
¿Esto es Navidad?
Carreteras desiertas en Morley, pensando en Joanne Thornton, camino de Batley, pensando en Helen Marshall.
¿Y qué hemos hecho?
Tomo la carretera de Bradford, salgo de Batley y veo el coche aparcado en el mismo sitio.
Aparco unos metros detrás, cierro el coche y echo a andar por la carretera. La nieve se ha convertido en lluvia sucia, fría y gris. La larga noche se aproxima.
Llamo en la ventanilla del conductor y miro dentro del coche.
No hay nadie.
Joder.
Intento abrir la puerta.
Está cerrada.
Miro a ambos lados de la calle y al edificio de RD News, enfrente.
Todo desierto: sólo una fila constante de camiones bajo la lluvia.
Joder, joder.
Y entonces la veo salir de la cabina de teléfono un poco más arriba, con la cazadora encima de la cabeza. Vuelve al coche corriendo entre las luces de los camiones y el aguanieve.
Me ve y da un salto.
—Justo te estaba llamando. —Abre la puerta del coche y echa un vistazo a la tienda de prensa por encima del hombro.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
—No, no —dice, mientras entra el coche y abre la otra puerta para mí.
Cerramos las puertas y nos quedamos sentados en el coche frío, con el aire cargado. Helen parece mayor, agotada.
—Sólo quería saber cuándo volverías. —Parece molesta.
—Perdona. Ha sido un día de mierda.
—Ríete un poco —sonríe.
—¿Todo tranquilo? —pregunto.
—Como una tumba.
—¿Has comido algo?
—Unos guantes de conducir y un mapa.
—Perdona, no te he traído nada.
—Puedo aguantar —dice.
—Ya puedes irte.
—¿Y tú?
—Yo me quedaré.
—¿A qué hora vuelvo?
—No vuelvas. Come algo y vete a dormir.
—No creo que pueda dormir.
—Tengo que pedirte algo. —Saco mi cuaderno.
—Ya lo suponía —dice, con una sonrisa.
—¿Podrías llamar a la señora Hall? Os caísteis bien, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué?
—Sólo para ver cómo está.
—¿Para eso? —se ríe—. ¿Para ver cómo está?
—No sé. —Muevo la cabeza—. Me han entrevistado un par de periodistas del Sunday Times. Dicen que han hablado con ella. Pregúntale por ellos.
—¿Que le pregunte por ellos?
—Qué le han preguntado y qué ha dicho.
—Muy bien. ¿Con sutileza?
Arranco la página donde está anotado el número de la señora Hall.
—Eso siempre —digo—. Es el número de arriba.
—¿Y de quién es el otro?
—Del reverendo Laws.
—Justo estaba pensando en él —dice.
—Qué horror.
—No te gusta, ¿verdad?
—No.
—A mí tampoco —dice.
Abro la puerta del pasajero.
—¿A qué hora quieres que vuelva? —pregunta.
Miro el reloj:
—¿Once? ¿Once y media?
Asiente con la cabeza y arranca el coche.
—Hasta luego —dice.
—Ten cuidado.
—No hagas nada que yo no hiciera —se ríe mientras cierro la puerta.
—No —contesto. Se aleja y desaparece.
Regreso al Saab, arranco y avanzo hasta que llego enfrente del parque y doy la vuelta en la entrada de una casa que tiene un árbol de Navidad apagado en la ventana. Vuelvo a pasar por delante de RD News y aparco a la distancia suficiente para vigilar la ventana de arriba por el retrovisor interior y la entrada de callejón por el retrovisor lateral. Abro la ventanilla una rendija para aliviar el calor sofocante del coche y enciendo la radio dispuesto a vigilar y a esperar.