16
Amanecer.
Viernes, 26 de diciembre de 1980.
Estoy delante de un esqueleto quemado y pienso que es la segunda vez en una semana que veo los mismos destrozos, huelo el mismo olor y noto el mismo sabor, pero esta vez…
Los destrozos son en mi casa, el olor es el de mi casa, el sabor es el de mi casa, esta vez…
Tengo los ojos llenos de lágrimas.
Incapaz de contener el llanto. Empiezo a tener miedo.
Incapaz de contener el miedo.
El olor nauseabundo del miedo y todo lo que conlleva me escuece en la nariz y en la garganta, pero no puedo alejarme de allí.
Incapaz de contener el miedo.
Sólo acierto a dar vueltas por donde antes estaban las puertas y las ventanas, entre las paredes negras, sólo acierto a dar vueltas por el costado del garaje hasta que llego a la Sala de la Guerra.
La Sala de la Guerra.
Donde el olor es todavía peor, falta otra puerta, hay más paredes negras, las fotografías y el mapa han desaparecido, la antigua grabadora de carrete y la grabadora de casete, la televisión y la máquina de escribir, las piezas del ordenador fundidas, la Anábasis destrozada: todo destrozado. Los archivadores de metal tiznados de negro, las cajas llenas de papeles, los montones de revistas y periódicos carbonizados.
Todo destrozado.
Todo menos el miedo.
Pienso que me han hecho esto por ser quien soy y lo que soy.
Por lo que sé y por la gente a la que conozco.
Para darme miedo.
Para asustarme.
Me agacho y cojo un puñado de cenizas negras y calientes.
El miedo aquí.
—¡Me han quemado la casa! ¡Me han quemado la puta casa!
—Lo sé, lo sé. —Roger Hook levanta las manos.
—¿Dónde está? ¿Dónde cojones está Smith?
—No está aquí.
—Eso ya lo veo, ¿no te jode?
—Pete, por favor.
—¡Me han quemado la casa! ¡Me han quemado la casa y han amenazado con matar a mi mujer!
Asiente con la cabeza:
—¿Dónde está Joan?
—No pienso decírtelo. No pienso decírselo a nadie.
—¿Quieres un coche? ¿Dos coches? Pide lo que quieras.
—No. Quiero ver al puto jefe para preguntarle qué coño piensa hacer.
—Déjame hacer unas llamadas, a ver qué podemos hacer.
Asiento con la cabeza:
—Gracias, Roger. Muchas gracias.
Se levanta y me deja allí sentado, sentado en un despacho de la undécima planta de uno de los comisarios jefe de la Policía del Gran Manchester.
Mi despacho.
Miro las felicitaciones de Navidad y todo el correo sin abrir en la bandeja, las fotos y los certificados en la pared, los premios y las distinciones, sentado en mi despacho de la planta undécima.
Pero no parece mi despacho.
Miro el reloj, mi nuevo reloj digital:
10:09:36.
Y recuerdo que ayer por la mañana dejé mi reloj antiguo, el reloj de mi padre, en la repisa de la ventana, lo recuerdo como un recuerdo ajeno, y el día de ayer como un día ajeno.
Y allí, sentado en mi despacho que no parece mi despacho, soy incapaz de contener el llanto y vuelvo a sentir miedo.
Incapaz de contener el miedo.
Suena el teléfono en la mesa.
Mi teléfono en mi mesa.
—¿Diga?
—¿Señor Hunter? El señor Lees por la línea dos.
—Gracias. —Pulso el botón que parpadea y pienso:
Donald Lees, el número dos de la Jefatura Superior de Policía del Gran Manchester.
—Peter Hunter al habla.
—Señor Hunter, se le ha acusado de una posible falta disciplinaria. El señor Ronald Angus, el director general de la Policía de West Yorkshire, se ocupará de investigar la acusación.
—¿Qué?
—Señor Hunter, tiene que estar en su despacho esta tarde a las dos.
—¿Qué está diciendo?
—Es cuanto puedo decirle, señor Hunter.
—Señor Lees, ¿qué está pasando? ¿Qué acusaciones son ésas?
—El señor Angus le dará todos los detalles esta tarde. Adiós.
—Señor Lees…
Ha colgado. La habitación empieza a dar vueltas.
Las felicitaciones navideñas y el correo sin abrir en la bandeja, las fotografías y los certificados en la pared, los premios y las distinciones, todo está dando vueltas.
Mi despacho entero.
Pero no parece mi despacho.
Siento que me ahogo en un despacho ajeno.
Intento levantarme…
Me tambaleo…
Me acerco a la puerta…
La abro…
Roger Hook está en el pasillo, hablando con John Murphy…
Los miro…
Me rehúyen la mirada.
Estoy fuera, en el aparcamiento.
Fuera, en el aparcamiento, miro mi nuevo reloj digital:
10:27:09.
Forcejeo con la puerta del coche.
Me desplomo detrás del volante:
Estoy jodido.
Forcejando, desplomado y jodido.
En la plaza reservada que dice:
Peter Hunter. Comisario jefe.
Vuelvo al despacho, los pasillos desiertos.
Marco el número de su casa.
—Clement Smith al habla —contesta.
—Soy Peter Hunter.
—Buenos días, Hunter.
—¿Sabe que hemos perdido la casa?
—Sí. Lo sé.
—¿Y supongo que también sabe que he recibido una llamada de Donald Lees?
—Sí.
—Quiero saber qué cojones está pasando.
—Sería improcedente por mi parte decirle nada en este momento.
—Entonces, ¿sabe de qué se me acusa?
—No puedo decirle nada. Sería improcedente.
—¿No va a decirme de qué va todo esto?
—El señor Angus le dará en breve toda la información a la que tiene derecho.
—¿Y qué pasa con la investigación sobre el Destripador? Tiene que ver con eso, ¿verdad?
—Peter —dice tranquilamente—. En adelante sólo tendrá que preocuparse por usted.
—¿Ah sí?
—Son las órdenes. No puedo decir más.
—¿Qué?
—Adiós, Hunter.
Me quedo mudo. Cuelgo el teléfono con violencia.
El despacho de uno de los comisarios jefe del cuerpo superior de Policía del Gran Manchester.
Mi despacho:
Viernes, 26 de diciembre de 1980.
Festivo.
13:54:55.
Llaman a la puerta.
El director general Ronald Angus y el inspector jefe Maurice Jobson.
Asentimientos de cabeza y apretones de manos.
Angus:
—Señor Hunter.
—Peter —dice Maurice Jobson, El Búho.
Angus mira mi silla, detrás de la mesa, pero les indico que se sienten en la otras dos, delante.
Nos sentamos todos.
Observo desde mi lado de la mesa a Ronald Angus, director general de la Policía de West Yorkshire, y espero.
Dice:
—Ha venido Maurice porque por desgracia George Oldman no está bien, como ya sabe, y Pete Noble estaba ocupado.
Sonríe. Se han vuelto las tornas.
—Eso explica la presencia de Maurice, pero ¿y la suya?
Esta vez no sonríe, no sonríe y dice:
—Me han llamado de Asuntos Internos para investigar ciertos hechos que le conciernen. No se trata de un interrogatorio formal y no tomaremos notas.
Cojo mi bolígrafo:
—Yo sí.
—Como quiera.
—Mi mayor deseo, señor Angus, sería no estar aquí, sino con mi mujer. No sé si sabe, o si le importa, que un incendio destruyó anoche nuestra casa, un incendio posterior a una amenaza de un hombre que afirma ser el Destripador de Yorkshire, una amenaza de la que usted ya está al corriente. Por eso le agradecería mucho que pudiera decirme qué «hechos» son esos que le han pedido que investigue, para que pueda aclararlo todo lo antes posible.
—En este momento no puedo decirle de qué se trata. Son sólo rumores, insinuaciones y habladurías sobre su relación con distintas personas de Manchester.
—¿Quiénes?
—No puedo decírselo.
—¿No puede o no quiere?
—No puedo. Tenemos que interrogar a otras personas primero.
—Yo no he hecho nada malo y me gustaría que tome nota en este preciso instante.
No toma nota.
—No me han facilitado pruebas ni declaraciones escritas —dice—, pero estoy seguro de que esta investigación…
—¿Investigación?
—No, ésa es una palabra demasiado fuerte… Esta aclaración. Estoy seguro de que no requerirá mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Alrededor de un mes, calculo.
—Tengo que volver a Leeds el lunes.
Carraspea y se inclina ligeramente hacia delante.
—Asuntos Internos me ha autorizado a que lo invite a tomarse unos días de permiso. No volverá a Leeds y puede considerarse excluido de la investigación del Destripador.
—¿Por el momento o definitivamente?
—Definitivamente.
—¿Ha hablado ya con Philip Evans y con sir John Reed?
—Sí. Se ha acordado que el detective jefe Murphy se haga cargo de la investigación con el mismo equipo.
—¿Qué se supone que he hecho?
—No puedo decírselo.
Miro a Maurice Jobson.
Tiene la vista clavada en el suelo.
—Lo que sí le puedo decir —dice Angus— es que esto no tiene nada que ver con Leeds ni con la investigación del Destripador.
—No se lo he preguntado.
—Pero yo se lo digo.
—Pues déjeme decirle algo a mí. No tengo intención de tomarme ningún permiso. Si tiene motivos para suspenderme del servicio, hágalo. De lo contrario seguiré cumpliendo con mis obligaciones como comisario jefe.
Ronald Angus se pone en pie:
—Señor Hunter, le pido que abandone su cargo, su despacho y esta comisaría ahora mismo.
—¿Qué?
Maurice Jobson también se levanta.
—¿Está de coña? —digo.
Angus niega con la cabeza.
Jobson mira por la ventana, a mis espaldas.
Me levanto despacio y recorro el despacho con la mirada.
Las felicitaciones navideñas y el correo sin abrir en la bandeja, las fotografías y los certificados en la pared, los premios y las distinciones, mi despacho entero…
Pero no parece mi despacho.
Porque no es mi despacho.
Me ahogo.
Intento no perder el equilibrio.
Intento pensar.
Pensar, pensar, pensar.
Cojo mi cartera, la abro, guardo las tarjetas y el correo sin abrir…
Y me quedo mirando las fotografías y los certificados en la pared, los premios y las distinciones; sus premios, sus distinciones y pienso:
Que les den por el culo a todos.
Echo a andar hacia la puerta.
Intento no tambalearme, con la cartera debajo del brazo.
Y abro la puerta.
—Mañana a las dos —dice Angus.
—¿Qué?
—Que esté aquí mañana a las dos, por favor.
Me limito a asentir con la cabeza y salgo al pasillo.
Me quedo en el pasillo hasta que Jobson sale.
—Por aquí. —Me indica el camino al ascensor.
Pulsa el botón y esperamos.
El ascensor llega y las puertas se abren.
—Siento lo del incendio —dice.
Lo miro.
Evita mi mirada.
Fuera, en el aparcamiento:
Fuera, en el aparcamiento, miro mi nuevo reloj digital:
14:36:04.
Forcejeo con la puerta del coche y con mi cartera.
Me desplomo detrás del volante.
Estoy jodido.
Forcejeando, desplomado y jodido.
En la plaza reservada que dice:
Peter Hunter. Comisario jefe.
Alguien toca en la ventanilla.
Abro los ojos.
Noche cerrada.
El policía dice:
—Lo siento, no puede aparcar aquí.
Joder.
—Es una plaza reservada.
Arranco el motor y enciendo las luces en la plaza reservada que dice:
Comisario jefe.
Sin ningún nombre.
Sólo:
Comisario jefe.
Salgo de Manchester, cruzo Wilmslow y llego a Alderley Edge.
Allí tomo Macclesfield Road.
Esta noche no hay coches de bomberos.
Aparco en la entrada. El jardín lleno de escombros.
La casa, lo que queda de nuestra casa, en silencio.
Nuestra casa.
Destruida.
Una cerilla, y se acabó.
Salgo del coche y me abro paso por el jardín entre los escombros hasta la entrada del esqueleto quemado de mi casa: vuelvo a ver los mismos destrozos, a oler el mismo olor y a notar el mismo sabor en la boca.
Tengo los ojos llenos de lágrimas.
Incapaz de contener el llanto, el miedo.
Incapaz de contener el miedo.
Echo a andar por donde antes estaban las puertas y las ventanas, entre las paredes negras, y sigo por el costado del garaje hasta que llego a la Sala de la Guerra.
La Sala de la Guerra.
Todo destruido.
Todo menos el miedo.
Lo sé.
Sé que me han hecho esto por ser quien soy y lo que soy.
Por lo que sé y por la gente a la que conozco.
Para darme miedo.
Para asustarme.
Me agacho, cojo un puñado de cenizas negras y tibias, escupo en las cenizas negras, me froto las manos con ellas y dibujo una cruz en mi cara.
Una cruz para ahuyentar el miedo.
Una cruz para ahuyentar.
Una cruz para.
Una cruz.