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7:00 h.
Viernes, 12 de diciembre de 1980.
Jefatura de Policía de Manchester.
Undécima planta.
Despacho del comisario jefe.
Mi despacho.
Llego a la puerta con mi maletín, la radio encendida:
Se espera que continúe el éxodo de las vacaciones de Navidad desde todas las universidades del norte de Inglaterra mientras el director general de universidades hace pública la siguiente declaración:
«Quien se acerque hoy a alguna de las universidades del norte reconocerá de inmediato la consternación que este Destripador de Yorkshire ha causado entre la población estudiantil…».
En la bandeja de mi mesa las felicitaciones navideñas.
Se ha anunciado el sacrificio de 30.000 cerdos en un intento por contener la propagación de la fiebre porcina…
Oigo abrirse y cerrarse la puerta al otro lado del pasillo.
Dejo los últimos papeles en sus carpetas y salgo.
Me detengo delante de la puerta del jefe y llamo.
—Adelante.
Abro la puerta.
El jefe superior Clement Smith está detrás de su mesa.
—Buenos días —digo.
No me mira.
Sigo en pie, esperando.
Al cabo de un rato pregunta:
—¿Lo has aceptado?
—Sí.
Me mira entonces. El pelo rapado, la barba negra y los ojos oscuros le imprimen una única expresión:
Ortodoxo.
—Me han pedido que forme un equipo —digo.
Silencio.
—Me gustaría contar con John Murphy y Alec McDonald, además del inspector Hillman y la detective Marshall, de Delitos Graves.
—¿Helen Marshall?
—Sí.
—¿Nadie más?
—No.
—¿Sabes que puedes contar con tres más?
—Sí.
—¿Has hablado ya con ellos?
—No.
—¿Tienes algún plan en mente?
—Con tu permiso, me gustaría reunirlos a todos esta mañana.
Silencio.
—Tengo que ir a Wakefield esta tarde para la rueda de prensa y me gustaría que John Murphy viniera conmigo.
Silencio.
—Tengo que reunirme con el director general Angus, con George Oldman y con Pete Noble, para empezar inmediatamente.
Silencio.
—¿Si te parece bien?
Por fin dice:
—Tengo órdenes de proporcionarte todo lo necesario.
—Gracias.
Una pausa y:
—Les diré que estén a las diez en tu despacho.
—Gracias.
Clement Smith asiente y vuelve a ocuparse de sus papeles.
Me dirijo a la puerta.
—Peter —dice.
Doy media vuelta.
—¿Tomaste la decisión en el acto?
—No me pareció que pudiera negarme.
—Podrías haberte negado. Yo me habría negado.
—Creo que es un honor, jefe. Un honor para la policía de Manchester.
Vuelve a su trabajo.
Abro la puerta.
—Peter —dice otra vez.
Doy media vuelta.
—Confiemos en que así sea —dice—. Confiemos en que así sea.
10:00 h.
Mi despacho.
Detective jefe John Murphy: nacido en Manchester, de ascendencia irlandesa. Nuestras madres se conocían. Cerca de los cincuenta, con veinte años de experiencia en la Brigada de Investigación Criminal, un par de servicios juntos en la A10, directamente implicado en la caza del Destripador al mando de la investigación del caso de Elizabeth McQueen en 1977.
Detective jefe Alec McDonald: escocés, criado en Glasgow, cerca de los cincuenta, cinco años en Antivicio, cinco años en Delitos Graves, directamente implicado en el caso del Destripador en 1978 durante la investigación del asesinato de Doreen Pickles.
Inspector Mike Hillman: treinta y tantos, diez años en las Brigadas Antivicio y Antidrogas, ahora en Delitos Graves.
Detective Helen Marshall: treinta y tantos, diez años en las Brigadas Antivicio y Antidrogas, ahora en Delitos Graves.
Los mejores que tenemos.
Cuatro pares de ojos brillantes puestos en mí.
—Gracias a todos por venir habiendo avisado con tan poca antelación.
Asentimientos y sonrisas.
—Iré directo al grano. El Ministerio del Interior me ha pedido que dirija una investigación sobre los asesinatos y las agresiones a mujeres en el norte de Inglaterra, popularmente conocidas como obra del Destripador de Yorkshire. Asesinatos que, con el de ayer, ascienden a un total de trece.
Ni asentimientos ni sonrisas.
—La misión consiste en revisar el dossier de la investigación, poner de relieve posibles deficiencias, diseñar estrategias alternativas y perseguir y detener al responsable.
Cuatro pares de ojos puestos en mí.
—Os he hecho venir esta mañana porque me gustaría que todos forméis parte de ese equipo. Debéis saber que eso significa abandonar vuestras responsabilidades actuales, pasar mucho tiempo en Yorkshire separados de vuestras familias y trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana, sin descanso.
Ni asentimientos ni sonrisas, sólo miradas.
—Ya conocéis las condiciones y no es mi intención abusar de nadie. He trabajado con todos vosotros y creo que sois los mejores para esta misión.
Miradas duras.
—Si no podéis comprometeros, es el momento de decirlo.
Silencio al principio.
John Murphy:
—Yo acepto.
—Gracias, John.
Alec McDonald:
—Acepto.
—Gracias.
Mike Hillman:
—Odio Yorkshire, pero adelante.
—Gracias, Mike.
Helen Marshall:
—Supongo que tendré que buscar a alguien para que se ocupe de mi perro.
—Gracias.
Me acomodo en la silla:
—Gracias a todos. Sabía que podía contar con vosotros.
Sonrisas de nuevo.
—Dentro de un rato John y yo iremos a Wakefield para la rueda de prensa de esta tarde. Mientras tanto los demás os ocuparéis de traspasar los casos que tengáis entre manos. El jefe Smith os facilitará las autorizaciones necesarias esta misma mañana.
»Después de la conferencia de prensa tengo prevista una reunión con el director general Angus y el subdirector Oldman. John se encargará de encontrar un despacho y reservar el hotel. Provisionalmente nos reuniremos en Leeds mañana por la mañana, a las nueve. En breve confirmaremos el lugar del encuentro.
Asentimiento general.
—¿Preguntas?
Mike Hillman:
—¿Saben allí que vamos?
—Los mandamases lo saben, pero los chicos no y los periodistas tampoco, y no queremos que se sepa.
Asentimiento de nuevo.
Alec McDonald:
—¿Quieres que empecemos a embalar los expedientes de McQueen y Pickles?
—Todavía no. Esperemos primero a ver qué tienen allí.
Asentimiento.
Silencio.
—¿De acuerdo? —digo—. Hasta mañana.
Nos ponemos en pie.
—Y gracias de nuevo —añado, contemplado por cuatro pares de ojos.
Los mejores.
Míos.
Otra vez en la carretera, entre camiones, por los Moors inhóspitos y desiertos, sus huesos fríos y perdidos bajo la nieve.
John Murphy y yo, los recuerdos ni fríos ni perdidos.
Nuestros.
Agotado el tema del fútbol, agarro con fuerza el volante y fijo la vista en la carretera, en silencio.
Al cabo de unos minutos enciendo la radio. Los oyentes llaman a Jimmy Young para hablar de la muerte de John Lennon, de los rehenes en Irán y de la Tercera Guerra Mundial, de una fábrica de Alemania que no necesita trabajadores, sólo máquinas, y del Destripador de Yorkshire, sobre todo del Destripador de Yorkshire:
Cubriremos todas las paredes con miles de carteles que digan: «El Destripador es un cobarde…».
Asesinatos y mentiras; guerra:
El norte después de la bomba, las máquinas los únicos supervivientes.
Asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.
—¿Cuándo hiciste este camino por última vez? —dice Murphy.
—Ayer.
—Me refiero con la A10.
—Debió de ser en 1977, con Antivicio de Bradford. ¿Te acuerdas de eso?
Asiente.
—Todo auguraba un éxito seguro. Los interrogatorios, todo, y luego…
—Caso cerrado —digo.
—Aguas turbias, ¿eh, Pete?
—Con barro suficiente para sostener un palo, John.
Suelta un bufido:
—¿Y antes de eso fue lo del Strafford?
—Sí.
—Hay que joderse —silba Murphy—. Puto Yorkshire.
—Sí.
Los Moors, Murphy y yo.
Los recuerdos ni fríos ni perdidos:
La matanza del Strafford.
Víspera de Navidad de 1974.
Un atraco a un bar que se complicó.
Tres muertos, tres heridos, uno de ellos muy grave.
Dos de los heridos, policías.
Los sospechosos huidos, policías armados y controles en las calles de Yorkshire, posible vinculación con terroristas republicanos dada la proximidad de la cárcel de Wakefield.
Veinticuatro horas más tarde los muertos ya eran cuatro, dos policías heridos.
Nada nuevo.
Se ordena la investigación.
Enero de 1975 y allá vamos.
A10:
Clarkie y yo.
El inspector jefe Mark Clark, un amigo.
Cuatro semanas.
Una frenética llamada de teléfono y dos horas en coche por estos malditos páramos, otra vez. De vuelta en casa, las sábanas ensangrentadas y otro aborto.
Clarkie se hace cargo de la investigación con ayuda de Murphy.
Otras dos semanas.
Clarkie se funde: dolor en el pecho producido por el agotamiento.
Murphy al mando, Hillman a sus órdenes.
Otras dos semanas.
Clarkie muerto: dolor en el pecho.
Todo el mundo a casa.
Caso cerrado.
Los Moors, Murphy y yo.
Los recuerdos ni fríos ni perdidos.
—¿Hace mucho que no ves a George? —pregunta Murphy.
—Me muero de ganas —digo con mala leche.
—¿Has traído tu libro de frases raras?
—¿Mi libro de frases raras? Esos cabrones no dicen ni mu.
—Unos paganos de mierda —asiente Murphy.
Contemplo los carriles de los camiones, los páramos, los postes negros y los cables de teléfono.
El norte después de la bomba, las máquinas los únicos supervivientes.
Asesinatos y mentiras; guerra.
Mi guerra:
Asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.
—¿Cómo crees que nos recibirán?
—Con frialdad —digo.
—Puto Yorkshire.
Suyo.
Wakefield, un Wakefield desierto:
Viernes, 12 de diciembre de 1980.
Sólo las malas sensaciones y los malos recuerdos de las investigaciones frustradas, de los muros de silencio, de los secretos negros y de la paranoia.
Infiernos profesionales.
Enero de 1975.
Sólo las malas sensaciones y los malos recuerdos de los fracasos, de los muros de silencio, de la negra acusación y de la culpa.
Infiernos personales.
Enero de 1975.
Oraciones impotentes y promesas rotas, incumplidas y olvidadas.
Diciembre de 1980:
Wakefield, un Wakefield yermo.
Jefatura de la Policía Metropolitana de West Yorkshire, Laburnum Road, Wakefield.
Aparcamos nuestro Rover negro entre los demás Rovers negros bajo la lluvia y entramos para que al momento nos hagan salir y cruzar la calle, al gimnasio del Training College.
Hemos llegado temprano.
Oigo que los periodistas ya están allí, esperando.
Temprano.
Otro poli de uniforme nos conduce por otro pasillo hasta un cuarto pequeño junto a una cocina.
Y aquí, entre las provisiones, encontramos a los mandamases de Yorkshire:
Angus, Oldman y Noble.
Escondidos y derrotados de antemano, entre sus bocadillos y sus días mejores, sus Panteras Negras[4] y su atentado del IRA contra un autobús del ejército en la M62, su tiroteo en la A1 y sus Michael Myshkins esos días mejores tan lejanos.
—¿Director general Angus?
Da media vuelta y suspira:
—Señor Hunter.
El cuarto está en silencio, muerto.
—Éste es John Murphy —digo.
—Sí —dice, sin darle la mano a Murphy—. Ya nos conocemos.
Otros hombres se acercan desde el fondo de la habitación, caras familiares de conferencias y Gacetas antiguas, Oldman y Noble salen al pasillo.
Angus nos presenta a Murphy y a mí a Bill Meyers, el coordinador estatal de las Brigadas Regionales de Investigación Criminal. A Donald Lincoln, número dos de sir John Reed en Asuntos Internos. Y al doctor Stephen Tippet, de los servicios forenses, un hombre con el que ya he coincidido en un par de ocasiones.
Leonard Curtis, número dos de la Jefatura Superior de Policía del Valle del Támesis, no ha podido venir, y sir John se ha marchado al Caribe esa misma mañana.
—¿Crisis? ¿Qué crisis? —sonríe Murphy mientras nos conducen al gimnasio, donde espera un montón de gente.
Un montón de gente.
La conmoción de ayer se ha convertido en rabia, en pura rabia.
Claman contra nosotros; huelen a sangre fresca y quieren más.
En grandes cantidades.
El concejal de Orden Público nos hace pasar entre las dobles puertas y nos adentramos en un mar de odio.
Vadeamos las largas mesas de formica colocadas enfrente. Somos ocho; Murphy espera en la puerta.
Tomamos asiento frente al mar de periodistas, rodeados de fotógrafos y equipos de televisión en pugna para encontrar el ángulo de toma perfecto.
Al otro lado de los grandes ventanales del gimnasio casi ha oscurecido: un océano negro; los cristales devuelven el reflejo de los cuerpos de los periodistas, sus focos, sus cámaras, sus movimientos.
Angus da un golpecito al micrófono.
Me quedo mirando las cuerdas que cuelgan del techo.
—Caballeros —comienza Angus—. Como ya saben, anoche asistí a una reunión de emergencia de la Comisión de la Jefatura Superior de Policía de West Yorkshire, convocada tras confirmarse que Laureen Bell ha sido la décimo tercera víctima del Destripador.
»He propuesto una serie de cambios en la investigación y la Comisión los ha aceptado.
—¿Su dimisión? —pregunta alguien desde el fondo de la sala.
Angus finge que no lo ha oído:
—Hemos invitado a un grupo de detectives de todo el país, todos ellos veteranos, y también a un destacado científico de los servicios forenses, para que nos ayuden a cazar a este psicópata.
»Estos hombres son: el señor Leonard Curtis, número dos de la Jefatura Superior de Policía del Valle del Támesis, que lamentablemente no ha podido estar hoy con nosotros…
—Lo mismo que ese Destripador de los cojones, ¿eh, Ron?
—El señor William Meyers, coordinador estatal de las Brigadas Regionales de Investigación Criminal. El comandante Donald Lincoln, subdirector de Asuntos Internos. El señor Peter Hunter, comisario jefe del Gran Manchester. Y el doctor Stephen Tippet, de los servicios forenses.
»Estos caballeros constituyen el grupo de oficiales más experimentados para llevar a cabo nuestra investigación. Realizarán una revisión a fondo de la estrategia policial pasada y presente en la caza del Destripador. Analizarán la actuación policial con espíritu crítico y propondrán a sus colegas de West Yorkshire las estrategias más idóneas.
»Me gustaría anunciar asimismo que la Comisión ha aprobado algunos cambios de funcionamiento interno.
»A partir de hoy, Peter Noble ocupa temporalmente el cargo de subdirector general y queda relevado de todas sus responsabilidades para ocuparse exclusivamente de cazar al Destripador.
»Confío sinceramente en que, con la ayuda y el respaldo de la opinión pública, estos cambios permitan agilizar la investigación para resolver con éxito estos crímenes atroces.
»Gracias.
El mar de odio se encrespa.
Un rugido ensordecedor:
—¿Tendría la amabilidad el director general de hacer algún comentario sobre las críticas que señalan que se ha perdido un tiempo muy valioso…?
—¿No se había notificado la desaparición de Laureen ya a las diez y media?
—¿Y no ha dicho su compañera de piso que llamó insistentemente a la policía para pedir que pusieran en marcha la investigación…?
—¿Algún comentario sobre los rumores de que se desangró hasta morir mientras la policía desoía las peticiones de sus amigos y de su compañera de piso?
—Y de que se encontró el bolso manchado de sangre de la señorita Bell después de…
—¿Que se entregó el bolso y se clasificó entre los objetos perdidos a pesar de las manchas de sangre?
—¿Por qué no se montaron controles en las calles?
—¿Se ha detenido a algún sospechoso o se ha encontrado a algún testigo…?
Ahogados por la marea y arrastrados hasta la playa.
Oldman, con el resplandor de una luz roja en la mano izquierda, las gafas quitadas, los ojos llenos de lágrimas.
Noble se esfuerza por seleccionar alguna pregunta entre la avalancha de comentarios.
Angus aprieta los labios y cierra los puños.
El concejal de Orden Público intenta mantenerse a flote al ver que se hunde.
Todos los demás a merced del mar.
Perdidos.
Vuelvo a mirar las cuerdas que cuelgan.
Busco una vía de escape.
Una salida.
Una salida de:
—¿… como sugieren algunos informes que dicen que la llamada cinta de Wearside, la cinta del Destripador, es un montaje?
Silencio.
Oldman con los ojos cerrados, Noble con la boca abierta, Ronald Angus de pie y gritando:
—Insto al público, a todo el público y a la prensa, a que ignoren las insinuaciones de que las cintas son falsas. Estoy seguro al 99% de que el hombre de la cinta, de que la voz de la cinta es auténtica, seguro al 99% de que es el hombre al que estamos buscando, de que es el Destripador de Yorkshire.
Miro las cuerdas que cuelgan.
Tropezamos en la escalera oscura.
Una vía de escape.
Una salida.
—Joder.
Portazos, chaquetas fuera, bocadillos que vuelan, latas que se abren.
—¡Un hatajo de cabrones!
En el cuarto trasero, el mandamás muy alterado.
—Un puto caos.
Las recriminaciones y las acusaciones, la búsqueda de chivos expiatorios.
El concejal de Orden Público al matadero. Angus empuña el cuchillo:
Es hora de hacer sangre.
Oldman a un lado, mirando al vacío:
El chivo expiatorio.
Dejo a Murphy junto al papel de aluminio y los sándwiches.
—George —digo.
Me mira y se quita las gafas, más delgado que nunca.
—¿Puedo sentarme?
Me mira fijamente con unos ojos como diminutos agujeros negros.
—¿George?
—Váyase a la mierda, Hunter.
Una mano, la de Noble, me sujeta del codo y me aparta.
—Nos veremos en la comisaría de Millgarth a las seis —dice.
Asiento y miro a Oldman, que sigue mirando al vacío, negro y diminuto.
—No se lo tome a mal. Está muy alterado —dice Noble.
Asiento y contemplo mi propio espacio.
Blanco y enorme.
Perdido.
—¿Qué ha pasado? —Murphy sacude la cabeza mientras saca el coche del aparcamiento.
La radio encendida:
Hoy se ha ordenado un cambio drástico en la caza del Destripador de Yorkshire…
—No le habían dicho nada —digo.
—¿Estás de coña?
El señor Ronald Angus, director general de la Policía de West Yorkshire, ha anunciado que un grupo de detectives veteranos de todo el país y un destacado forense se incorporan a la búsqueda del hombre que ya se ha cobrado…
—No pierden un puto segundo, ¿eh?
—No.
El señor Angus ha confirmado asimismo que George Oldman, subdirector general de la Policía y jefe de la Brigada de Investigación Criminal de West Yorkshire ha sido relevado del mando de la investigación.
Circulamos por la M1, escuchando en silencio las noticias que pasan a informar de que el paro afecta a dos millones y medio de personas, cada dos minutos se pierde un puesto de trabajo, y a continuación hablan del pabellón H de la cárcel de Maze y de los países del bloque comunista, para concluir refiriendo que una mujer de la ciudad se ha degollado con unas tijeras de podar setos.
—Joder —murmura Murphy cuando ya estamos llegando a Leeds—. ¡Qué asco de ciudad!
Leeds.
Wakefield desierto y yermo, Leeds un infierno mucho peor todavía.
Una colisión de las peores épocas con el peor de los infiernos.
La medieval, la victoriana y la del hormigón:
Los arcos oscuros, las brumas negras y las ventanas rotas de la decadencia industrial, del crimen industrial, del infierno industrial.
Una ciudad muerta, abandonada a los cuervos, a la lluvia y al Destripador.
Y hoy, este día:
Viernes, 12 de diciembre de 1980.
No es distinto de como lo recordábamos, de lo que temíamos.
El espectro aterrador de la realidad convertida en pesadilla.
Un pasado atrapado en el futuro, aquí y ahora:
Viernes, 12 de diciembre de 1980.
Gritos en el viento.
Un castillo siniestro se dibuja entre la lluvia, incontenible como una lágrima en el paisaje.
Leeds, la lúgubre ciudad medieval de hormigón:
Una ciudad muerta.
Los cuervos, la lluvia y el Destripador.
El Destripador, el Rey.
El Rey de Leeds.
En una cafetería infecta y fría, junto a un polígono industrial, nos tomamos un té infecto y frío para matar el tiempo, rodeados de chicos que juegan en las tragaperras y de camioneros que toman el plato especial de la casa: pescado.
Es noche cerrada cuando entramos en el aparcamiento subterráneo de la comisaría de Millgarth, y el mercado de Kirkgate está cerrando. Momentos después subimos corriendo por la rampa y salimos a la lluvia, porque el ascensor no funciona. Las alcantarillas del mercado están atascadas, cubiertas de verduras podridas y de agua hedionda. Murphy maldice Leeds y Yorkshire, a sus polis y a su asesino.
—El subdirector general Noble, por favor.
El sargento gordo que está en recepción, con la cara y las manos llenas de forúnculos, suelta un bufido:
—¿Y ustedes son?
—Comisario jefe Hunter y detective jefe Murphy, de Manchester.
Se limpia la nariz con los dedos:
—Esperen ahí.
—Tenemos una cita —dice John Murphy.
—De poco les servirá si no está aquí.
Me llevo a Murphy a las sillas de plástico, bajo los fluorescentes. Un olor rancio y fuerte a perros policías mojados.
—Será capullo —musita Murphy.
—No llega ni a eso, John.
Nos sentamos en silencio, mirando las huellas de botas en el suelo de linóleo y el pelo de perro, esperando.
Esperando a que todo empiece.
Y mientras espero, contemplando las huellas negras y el pelo de perro, comprendo cuánto tiempo llevo esperando.
Esperando a que todo termine:
Cinco años.
Cinco años de volver al punto de partida para enmendar los errores, de hacer las cosas bien, de intentar que todo valga la pena.
Cinco años de matrimonio y de abortos, de almohadas húmedas y sábanas manchadas de sangre, de médicos y tratamientos, de fármacos y pruebas, de promesas y de platos rotos.
Cinco años de…
—¿Manchester? Pueden subir.
—Ya era hora —dice Murphy.
El sargento nos mira desde detrás del mostrador:
—Sólo el señor Hunter.
Interpongo las manos entre Murphy y el sargento:
—Ve a ver si encuentras a alguien, busca un hotel. Yo hablaré con Noble. ¿De acuerdo?
Murphy mira fijamente al sargento, que a su vez mira el mostrador y sus forúnculos.
—¿John?
—Vale, vale, vale.
—Te veo dentro de una hora más o menos, ¿de acuerdo? —digo.
Sigue mirando al sargento, pero asiente con la cabeza.
—Otra muestra de la tradicional hospitalidad de Yorkshire —dice.
El sargento no levanta la vista.
—Disculpe por lo de antes —dice el subdirector Noble mientras se acomoda detrás de su escritorio.
—Está olvidado —me siento frente a él.
—Muy bien —dice, con una sonrisa.
Es mayor que yo, aunque no mucho.
Cuarenta y cinco a lo sumo; pelo negro canoso, un bigote que le da aspecto de hombre duro, de hombre que sigue en la brecha, y una mañana, mientras se está afeitando, piensa en Burt Reynolds, sopesa sus posibilidades, sigue en la brecha.
—No va a ser fácil para usted —dice—. Aunque supongo que a estas alturas ya estará acostumbrado.
—¿Perdone? ¿Acostumbrado a qué? —Miro la foto de dos niños en la repisa de la ventana, detrás de la mesa.
—A que no le pongan la alfombra roja.
—No lo espero.
—Mejor así —se ríe.
La puerta se abre y entra el director general Angus.
—Caballeros.
—Acabamos de empezar —dice Noble, poniéndose en pie.
—Creo que podemos dejarlo por esta noche —se ríe Angus—. Supongo que después del día de mierda que hemos tenido deberíamos ser un poco hospitalarios con el señor Hunter, ofrecerle algo de cenar.
—He quedado con John Murphy en…
—No se preocupe por John. —Angus guiña un ojo—. Dickie Alderman y dos de los chicos están con él. Les han reservado habitaciones en el Griffin y han ido a tomar un par de pintas. O tres.
—¿El Griffin?
—En el centro. Será ideal.
Tras una pausa digo:
—Preferiría empezar de inmediato.
—Naturalmente —sonríe Angus—. Y así lo haremos. Pero podemos trabajar igualmente con un filete y un par de copas.
Están los dos en la puerta, esperando.
—Tengo que hacer una llamada a Manchester.
Noble señala el teléfono que está encima de la mesa.
—Por favor —dice.
El Hotel Dragano es un moderno rascacielos próximo a la estación, con un restaurante oscuro y vacío en la tercera planta.
Nos sentamos junto a la ventana por la que resbala la lluvia. Las luces de la ciudad corren empujadas por el viento de la noche.
—Es bufet libre —sonríe Angus—. Puede comer lo que quiera hasta que tengan que sacarlo de aquí a rastras.
Pedimos las bebidas y nos acercamos al bufet, donde nos espera la comida bajo unas luces naranjas y tenues.
Noble y yo seguimos a Angus y llenamos el plato hasta los bordes de carne poco hecha y verdura demasiado hervida.
Ya en la mesa hablamos de la mediocre temporada de liga que están haciendo el Leeds y el Manchester, de que han metido en la cárcel a lord Kagan[5], del asesinato de John Lennon. Los tres intentamos eludir lo evidente, intentamos eludir el hecho de que somos los únicos comensales del restaurante de un hotel de cuatro estrellas en Leeds cuando sólo falta una semana para Navidad, intentamos eludir la razón por la que el restaurante está vacío.
Noble vuelve al bufet a servirse más comida.
—La verdad es que no me parece una gran pérdida —está diciendo Angus.
—¿No le gustaban?
—Si le soy sincero, Hunter, creo que por aquí no eran tan populares. Supongo que para usted será distinto, porque es de allí. Aquí nos preciamos de no seguir las modas.
—¿Siguen hablando de los Beatles? —dice Noble, cuando vuelve con un plato para él y otro para su jefe.
—Le estaba diciendo al señor Hunter que Yorkshire es siempre el último bastión del sentido común. Somos como la resistencia, ¡qué carajo! —se ríe Angus.
—La verdad es que no me parece una gran pérdida —asiente Noble, hundiendo el tenedor en su segundo plato.
Bebo un sorbo de ginebra, contemplo la lluvia y me pregunto si Joan ya se habrá acostado.
Angus sigue llenando el tenedor de comida, sin dejar de reírse:
—¿No estará en huelga de hambre, Hunter?
—¿Qué? —sonrío, pero sin seguirle la corriente.
Angus levanta la vista de la carne rosada y fría.
—Me refiero a los presos de Maze[6]. ¿No es usted católico?
—No.
—Perdone, no quería ofenderlo. Habíamos oído decir que lo era.
—No.
—Da lo mismo. —Suelta el cuchillo y el tenedor para sacarse un sobre del bolsillo interior de la chaqueta—. Ya que no come, échele un vistazo a esto.
Cojo el sobre y lo abro.
Contiene un informe de Angus dirigido a sir John Reed, a Philip Evans y a mí.
Un informe en el que se detallan las pautas de mi investigación sobre su investigación.
Los miro.
Angus y Noble han dejado de comer para observarme.
—¿Otra copa? —pregunta Noble.
Digo que sí con la cabeza y vuelvo al informe.
Al informe que en dos frases afirma que he sido invitado por la Policía Metropolitana de West Yorkshire para examinar la investigación previa de las agresiones y los asesinatos atribuidos al llamado Destripador de Yorkshire, en el que se me insta a proponer cualquier cambio de procedimiento que estime necesario y a formular directamente mis propuestas al director general Angus. Si en el curso de mi investigación hallara algún indicio que insinúe que alguna de las personas responsables de la investigación previa del caso del Destripador es culpable o sospechosa de haber cometido algún delito o negligencia, es mi deber comunicarlo de inmediato al director general y abstenerme de tomar ninguna decisión por mi cuenta.
—Espero que no vea en esto ninguna intención de restringir o limitar en modo alguno el alcance de su investigación —sonríe Angus—. Sin embargo, y sir John y yo estamos plenamente de acuerdo en este punto, una investigación abierta como la que nos ocupa, cualquier investigación abierta, puede terminar por convertirse fácilmente en un berenjenal de tal calibre que a la postre sólo sirva para oscurecer y obstaculizar la investigación inicial. ¿Estoy en lo cierto?
—Completamente —dice Noble.
Bebo un sorbo de mi segundo vaso de ginebra y empiezo a contar hacia atrás desde cien.
—¿Saben por qué me han pedido que viniera? —pregunto.
—Sí —dice el director general Ronald Angus.
—Entonces todo está claro. —Sonrío.
Ronald Angus y Peter Noble beben un buen trago de sus vasos. Angus mira primero su reloj y luego a Noble antes de dirigirse a mí.
—Hemos pedido que le preparen un despacho justo al lado de la Sala del Destripador. Eso le facilitará el acceso a las personas y los documentos necesarios —dice.
—Gracias.
Angus asiente con la cabeza y de pronto pregunta:
—¿Cómo está su mujer?
—Bien, gracias. —Vuelvo a sentirme perdido.
—Lo siento —dice—. No pretendía entrometerme, pero he oído que últimamente no se encontraba bien.
—Está bien, gracias.
Silencio.
Sólo el restaurante oscuro y vacío, la lluvia resbalando en la ventana, las luces de la ciudad empujadas por el viento de la noche.
Silencio hasta que…
Hasta que Noble propone:
—¿Pasamos al bar?
—¿Al casino? —dice Angus.
—La verdad es que ha sido un día muy largo y prefiero irme al hotel, si les parece bien —digo.
—Usted es el invitado —dice Angus.
—Yo lo llevaré —se ofrece Noble. Se levanta y hace una señal para pedir la cuenta.
Cogemos los abrigos, bajamos en el ascensor y esperamos en la noche fría y húmeda a que traigan los coches, agotada la conversación.
—Gracias por la cena. —Estrecho la mano de Angus.
—Una muestra de la tradicional hospitalidad de Yorkshire. —Me hace un guiño—. Que pase una buena noche, señor Hunter. No se preocupe por las chinches de Yorkshire porque no pican.
El Griffin, en Boar Lane, es un hotel antiguo.
Le doy las buenas noches a Peter Noble y entro corriendo en el vestíbulo.
Parece que están haciendo obras de remodelación. Hay sábanas blancas en las paredes y encima de los muebles.
Son casi las nueve.
No hay nadie en el vestíbulo.
Llamo al timbre y espero.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta un recepcionista que sale de una habitación trasera.
—Tengo una reserva. Mi nombre es Hunter, Peter Hunter.
Abre un libro sobre el mostrador y repasa una lista con el dedo.
—Lo siento, no tenemos ninguna reserva con ese nombre.
—¿Murphy? ¿John Murphy?
—Ah, sí. ¿Comparte habitación con el señor Murphy?
—Espero que no. Creo que la reserva la hizo el comisario jefe Alderman, de la comisaría de Millgarth.
—Sí, sí.
—¿El señor Murphy ya se ha registrado?
—No, todavía no.
—¿Podrían ofrecerme una habitación individual?
—Si es lo que quiere…
—Por favor.
—¿Puede darme media hora? Estamos remodelando las habitaciones y no quedan muchas libres.
—De acuerdo. ¿Podría prestarme un paraguas?
—El bar está abierto si quiere tomar algo mientras espera.
—Necesito dar un paseo.
Vuelve a la habitación y sale con un paraguas negro.
—Gracias —digo.
—¿Sabe adónde va?
—Sí.
—Claro —se ríe—. Es usted policía, ¿no?
Vuelvo a la lluvia, vuelvo a la noche y a las calles de la ciudad desierta, bajo las luces de Navidad rotas y a merced del viento en Boar Lane, entre centros comerciales y oficinas vacías, oscuras y enormes, entre paredes negras y acechantes, subo por Market Street, las paradas de los autobuses iluminadas y vacías, sin destino ni pasajeros, paso entre los puestos de Kirkgate, dejando atrás montañas de basura de la que se alimentan las ratas y los pájaros, entro en el aparcamiento subterráneo de Millgarth; dos minutos más tarde he sacado el coche y estoy siguiendo los carteles que indican el camino a Headingley.
Han pasado dos noches y todo está muerto.
Con una guía de Leeds & Bradford en la mano llego al punto donde Headingley Road se convierte en Otley Road, al Kentucky Fried Chicken, donde para el autobús, a Alma Road y a Laureen Bell.
Me adentro por una calle ancha y oscura y doy la vuelta.
Regreso al Kentucky Fried Chicken, entro en el aparcamiento, aparco mirando hacia la calle principal y entro en el local.
Ha dejado de llover, pero sigo siendo el único cliente.
Pido una ración de pollo con patatas fritas y una taza de café y espero diez minutos bajo las luces blancas mientras el personal asiático prepara el pedido, contemplando otra luz reflejada en otra taza de café solo.
Me llevo la comida al coche y me siento en la oscuridad, con la ventanilla bajada, a mordisquear la carne blanca y fibrosa mientras miro la calle.
Ni un alma.
Hace dos noches seguramente era distinto.
Me tomo el café frío y me quedo con ganas de otro, porque la comida está salada.
Salgo del coche y cruzo la calle hasta la parada del autobús.
Son las 9:53 y el autobús número 13 está subiendo por Headingley Lane.
No se detiene.
Vuelvo a cruzar y giro a la derecha para entrar en Alma Road.
Hay un precinto policial y dos coches oscuros.
Avanzo por la calle en penumbra, flanqueada de árboles, cruzo para evitar el cordón y paso por delante de los agentes sentados en los coches de vigilancia.
Al final de la calle hay un colegio: me paro delante de las verjas y me quedo mirando la calle.
Alma Road.
Una calle corriente de un barrio corriente donde un hombre cogió un martillo y un cuchillo y asesinó a la hija de otro hombre, a la hermana de otro hombre, a la prometida de otro hombre.
Una calle corriente de un barrio corriente donde un hombre cogió un martillo y un cuchillo y asesinó a Laureen Bell, le reventó el cráneo y le asestó cincuenta y siete puñaladas en el abdomen, en el útero, y una en un ojo.
Y después paró, en esta calle corriente de este barrio corriente.
Por ahora.