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Enciendo la grabadora en la Sala de la Guerra:

Y cuando hayamos muerto

y allá en la noche

de la Vía Láctea

flotemos para siempre,

mientras nos elevamos

me oirás decir tu nombre

y repetir de nuevo:

gracias por ser mi amigo.

Cuelgo en la pared la décimo tercera foto: el olor a tierra y a humedad en las otras, en el mapa, en los expedientes, el olor a tierra y a humedad en el suelo y en las paredes. Y vuelvo a sentarme en la tierra y la humedad, con los ojos cerrados.

No más dormir, no más soñar, no más sangre en las sábanas.

Sólo en el suelo y en las paredes.

En las paredes, en todas las paredes.

Cierro con llave la puerta del cobertizo y vuelvo a casa.

Me lavo, me visto. No la despierto.

Subo al coche y vuelvo a recorrer el centro de Manchester con la radio encendida:

Afganistán, Polonia, Irán, Irlanda del Norte, el mundo.

Este mundo completamente vacío y olvidado, en guerra.

Y las mentiras.

Los asesinatos y las mentiras, los gritos y los susurros, el ulular de los cables y las señales, de las voces y de los números:

Aumentos de sueldo del 13%, 10.000 participantes en la marcha en apoyo a la huelga de hambre, 150 de 701 palabras, 20.000 puestos de trabajo en peligro en la industria del acero, Leeds 1, Forest 0, Destripador 13, Policía 0, 13-cero, 13-cero, 13-cero, 13-cero

En el aparcamiento de la Jefatura Superior de Policía de Manchester otro coche ha ocupado mi plaza, el espacio reservado que dice:

Peter Hunter. Comisario jefe.

Aparco al lado del otro coche, aunque hay muchas plazas vacías.

Dentro del coche hay dos hombres.

No conozco a ninguno de los dos, pero el que está al volante me mira.

Sonríe.

Salgo del coche, lo cierro y entro en el edificio.

Firmo la hoja de registro y le digo al sargento que está en recepción que vaya a hablar con los hombres que están en el coche.

Subo a mi despacho.

Está cerrado.

Saco las llaves y abro.

Todo está tal como lo dejé.

Me siento a la mesa y empiezo a hacer las llamadas necesarias:

Nadie contesta en casa de Richard Dawson.

No consigo dar con Roger Hook.

Y el jefe estará ocupado hasta las doce o doce y media como mínimo.

Miro el reloj:

Son las nueve.

Sábado, 14 de diciembre de 1980.

Suena el teléfono:

—¿Diga?

—Señor. Llamo de recepción. El coche se ha ido. Su plaza está libre. ¿Quiere que ordene que muevan su coche?

—No se moleste. Gracias.

Cuelgo.

Vuelve a sonar el teléfono.

—Señor. Es su mujer.

Pulso el botón naranja que está parpadeando:

—¿Joan?

—¿Peter?

—¿Qué pasa?

—Te llamo por los Dawson, cariño. Ha llamado Linda, histérica. Han asaltado su casa…

—¿Asaltado?

—La policía. La policía de Manchester. Lo han puesto todo patas arriba.

—¿Cuándo?

—A las cinco de la madrugada. Se han llevado todos sus documentos, fotos.

Mierda.

—De acuerdo —digo—. Haré un par de llamadas.

—Lo siento, por lo que dijiste anoche, pero Linda está destrozada…

—No importa. ¿Dónde está Richard?

—Creo que estaba en casa de los padres de Linda, pero…

—De acuerdo. Haré un par de llamadas para ver qué está pasando.

—¿Qué le digo a Linda?

—Dile que no se preocupe, que ya estoy en ello.

—Gracias. Lo siento.

—No te preocupes. Tengo que dejarte.

—Adiós —dice.

—Adiós.

Cuelgo y busco la agenda inmediatamente.

Encuentro el número de casa de Bob Douglas.

Marco.

Suena la señal.

Douglas contesta.

—¿Está Deirdre?

—¿Qué?

—Soy Mike. ¿Puedo hablar con Deirdre?

—Se ha equivocado, amigo —dice Bob Douglas, y cuelga.

Hago otras dos llamadas.

En casa de los Dawson no contestan.

Tampoco en casa de Hook.

Repaso mi agenda:

Mark Gilman, del Manchester Evening News ha salido.

Neil Hanley, en Cheshire, ha oído decir que Hook está investigando un caso de financiación irregular.

John Jeffreys ha oído decir que rodarán cabezas.

Cabezas importantes, nada más.

Cojo mi abrigo y vuelvo al coche, aparcado en una plaza que no es la mía.

Bob Douglas vive en un chalet, en la zona más bonita de Levenshulme, la zona que linda con Stockport.

Subo por el jardín y llamo al timbre.

Douglas abre la puerta.

Ha engordado, ha perdido pelo y la ropa que lleva le da aspecto de hombre culpable camino de los tribunales.

—Buenos días —digo.

—Señor Hunter —sonríe.

—Tenemos que hablar.

—Esperaba que dijera eso.

—¿Me invita a entrar?

Bob Douglas abre la puerta y me hace pasar al salón.

Me siento en un sillón grande. Huele a carne asada.

—¿Algo de beber?

—Una taza de té estaría bien.

—Tardaré un minuto. Mi mujer no está —dice, y me deja solo en el salón, con una lámina de Degas sin enmarcar, los christmas en el árbol de Navidad, las fotos de su mujer y de su hija.

Vuelve con dos tazas de té y me ofrece una:

—¿Azúcar?

—No, gracias.

Se sienta en una silla.

—Una niña muy guapa —digo, al ver un retrato escolar.

—Sí. Me ayuda a conservarme joven.

—¿Cuántos años tiene?

—Cumplirá siete en febrero.

—Es usted un hombre afortunado.

Bob Douglas sonríe:

—¿Eso quería decirme?

—No. —Niego con la cabeza—. No es eso.

—Adelante, entonces.

—Anoche vi a Richard Dawson.

—¿En el baile de Midland?

—Sí. Aunque no estaba bailando precisamente.

—¿Estaba preocupado?

—Sí, y creo que en este momento debe de estarlo todavía más.

—¿Lo sabe entonces?

—Su mujer ha llamado a la mía esta mañana. ¿Le ha llamado a usted?

—No, pero supongo que me llamará esta misma mañana.

Bebo un sorbo de té y espero a que diga algo más.

Bebe un sorbo de té y no dice nada.

—¿Qué está pasando, Bob?

—¿Qué le contó Dawson?

Dejo la taza en el reposavasos, un grabado de un famoso torneo de golf.

—Lo que me haya contado importa un carajo. Le estoy preguntando a usted —digo.

Se inclina hacia delante, con las manos en las rodillas. Parece nervioso.

—Suéltelo de una vez —insisto.

—Sólo sé que Roger Hook está dirigiendo una investigación sobre Richard Dawson. Hace tiempo que se veía venir, pero alguien…

—¿Qué clase de investigación?

—Dawson tiene negocios turbios. Todo el mundo lo sabe.

—Yo no lo sabía.

—Bueno, pues así es. Al principio iba a ser cosa de Hacienda, pero luego oyeron decir que alguien de muy arriba podría estar implicado, y Smith designó a Hooky. Supersecreto.

—¿Oyeron decir? ¿A quién?

Se abre la puerta principal.

Pisadas infantiles y una voz de mujer detrás.

La puerta del salón se abre de golpe.

Me pongo en pie.

La niña se queda paralizada. Es larguirucha y flaca como un rastrillo de juguete.

—Hola, bonita —digo.

La niña mira a su papá.

Su papá sonríe:

—Ven a saludar, Karen.

Pero la niña se agazapa detrás de la silla.

Entra la mujer de Douglas, con lluvia en el pelo, y se para en seco.

—Sharon, cariño, éste es Peter Hunter. El comisario jefe —explica su marido.

—¿Sí? —La mujer me da la mano, pero mira a su marido.

—Terminaremos en seguida —dice Douglas, tratando de aparentar naturalidad.

Asiento con la cabeza y sonrío.

La mujer se lleva a la niña de la mano, con gesto preocupado.

—Vamos, Karen. Vamos a preparar la comida —dice, cerrando la puerta.

Vuelvo a sentarme.

Douglas está blanco.

—¿Quién? —sonrío.

—No lo sé.

—No me joda. Sí lo sabe.

—No lo sé.

—¿Otro poli?

Se queda mirando la alfombra, las flores y los pájaros grandes, y niega con la cabeza:

—No lo sé.

—Pero dicen que soy yo. Que estoy metido en algo sucio.

Me mira y asiente.

—¿Dicen que esto ha empezado por mí?

—Alguien les dio un soplo…

—¿Quién?

—No lo sé.

—Pero si lo supiera, me lo diría, ¿verdad, Bob?

Sonríe.

Yo no.

—Muy bien. ¿Quién cojones le ha contado todo esto?

—Ronnie Allen —murmura y mira hacia la puerta.

—Eso sí que es una buena sorpresa.

Douglas se encoge de hombros.

—¿Y está seguro de que Ronnie no le dio otros nombres?

—Lo juro.

—¿No le dijo quién se lo contó?

—No.

—¿No dijo quién les dio el soplo?

—No.

—Ése no es el Ronnie Allen que yo conozco.

Douglas vuelve a encogerse de hombros.

—Muy bien —digo—. Entonces, según el cabrón de Ronnie Allen, ¿en qué se supone que estoy metido?

Vuelve a mirar la alfombra.

—¿Señor Douglas?

—Nada concreto —dice—. Negocios.

—¿Negocios?

No levanta la mirada.

—¿Y todo lo hemos urdido Dawson y yo?

Asiente.

—¿Quieren ponerme en mi sitio?

—Eso dijo Ronnie.

—¿Por qué? ¿Quién?

—No lo sé.

—¿Quién me odia tanto, Bob?

—No lo sé. De verdad, no lo sé.

—¿Usted?

Me mira:

—¿Yo? Yo no lo conozco.

—Muy cierto. Por lo tanto, no vaya por ahí hablando de gente a la que no conoce.

Vuelve a mirarme, pero no dice nada.

Me levanto.

—No hace falta que me acompañe, señor Douglas.

Sigue sentado en la silla.

Me acerco a la puerta y me detengo antes de abrir.

—Y yo en su lugar, señor Douglas, me andaría con mucho cuidado —digo.

—¿Por qué dice eso?

—No le conviene dar la sensación de que sabe más de lo que sabe.

Se pone en pie.

—¿Eso es una amenaza, señor Hunter? —pregunta.

—Es sólo un consejo. —Abro la puerta.

Su mujer y su hija están en el vestíbulo, sentadas al pie de la escalera. La madre abrazada a la diminuta cintura de la niña.

Nadie dice nada.

Abro la puerta, salgo y doy media vuelta para decir adiós.

Pero Douglas está en el vestíbulo y cierra de un portazo.

Me quedo parado en el jardín, con la lluvia y la puerta en la cara, todo mal, todo triste, todo muerto.

Voces acaloradas dentro.

Vuelvo al centro de Manchester, desierto un domingo lluvioso antes de Navidad, con las luces apagadas.

Entro en el aparcamiento de la comisaría y vuelvo a ver el mismo coche en mi plaza.

Dos hombres dentro.

Me acerco, bajo del coche y doy un golpecito en el cristal.

El conductor baja la ventanilla.

—Esta plaza está reservada —digo.

—Disculpe —dice, y sube la ventanilla.

Vuelvo a dar en la ventanilla.

—¿Puede decirme…?

Pero el coche da marcha atrás y se aleja.

Anoto la matrícula:

PHD 666K.

Subo a mi despacho y llamo al jefe Smith.

Ha vuelto a casa:

—¿Qué coño te pasó anoche? —dice—. De pronto estabas allí y de pronto…

—Siento molestarte pero tengo que hablar contigo.

—¿Es por trabajo?

—Sí.

—¿No puedes esperar hasta mañana?

—Mañana no estaré aquí. Tengo que volver a Leeds.

—¿Estás en tu despacho?

—Sí.

—Muy bien, dime.

—Por teléfono no, jefe.

Una pausa:

—¿De qué se trata?

—Creo que ya lo sabes.

Se enfada:

—Si lo supiera, no lo preguntaría.

—Lo siento. Se trata de la investigación de Roger Hook sobre Richard Dawson.

Silencio y:

—Estaré allí dentro de una hora.

—Gracias.

Cuelgo y miro el reloj.

Es poco más de mediodía y ya es de noche.

A la una y media el jefe superior Clement Smith llama por teléfono y me dice que pase a su despacho.

Llamo a la puerta y me invita a entrar.

Smith está sentado detrás de su escritorio, con chaqueta de sport, escribiendo; Roger Hook está frente a él, de espaldas a la puerta, esperando.

—Buenas tardes —digo.

Roger vuelve la cabeza y sonríe:

—Buenas tardes, Pete.

Me siento en una silla a su lado, mirando a Smith.

Smith no dice nada, no levanta la vista, sigue escribiendo.

Roger Hook sigue sentado, esperando.

Pasan un par de minutos, hasta que Smith me mira y dice:

—Adelante.

Trago saliva, enfadado:

—Me gustaría hacerte unas preguntas sobre una investigación que al parecer tiene algo que ver conmigo.

—Adelante.

Miro al inspector jefe Hook y vuelvo a mirar a Smith.

—¿Ahora? —digo.

—¿No nos has hecho venir para eso?

—Preferiría tener esa conversación en privado.

—Lo que prefieras importa muy poco, Pete. Es domingo por la tarde.

Hook se pone en pie.

—Siéntate —dice Smith.

—Jefe, no tengo inconveniente… —dice Hook.

Smith levanta una mano:

—Yo sí tengo inconveniente.

Hook vuelve a sentarse.

Smith me mira, con ojos negros, a la espera.

—Muy bien —digo—. Se trata de un amigo, Richard Dawson. Creo que todos lo conocemos.

Smith y Hook asienten.

—Anoche, en el Hotel Midland, me contó que ayer por la mañana unos policías se presentaron en su banco y se llevaron toda la documentación de sus cuentas. Dijo que un ex policía de Yorkshire… ¿Bob Douglas? ¿Lo conocéis?

Asienten de nuevo.

—Dijo que Douglas le contó que lo están investigando por tener amistad conmigo. Para ponerme en mi sitio. Richard Dawson me pidió ayuda y se la negué, porque está siendo objeto de una investigación. Sin embargo, esta mañana he sabido que han registrado su casa. También he tenido una conversación con Bob Douglas, y me gustaría mucho saber hasta qué punto esa investigación tiene algo que ver con mi amistad con Richard Dawson o conmigo personalmente.

Hago una pausa y continúo:

—Comprendo que esto es irregular, que va contra el procedimiento, y me gustaría dejar muy claro que no estoy pidiendo ninguna información sobre la investigación de Richard Dawson más allá de lo que me afecte a mí.

Guardo silencio y espero.

Smith suspira, mira a Hook y asiente con la cabeza.

Hook se encoge de hombros y dice:

—No te afecta.

Smith vuelve a mirarme, con ojos negros y centelleantes.

—¿Eso es todo? —pregunto.

—A Dawson lo están investigando —dice Hook—, pero por el momento no tiene nada que ver ni contigo ni con ningún otro oficial de policía.

—Entonces, ¿a qué viene tanto secreto?

—Richard Dawson es un hombre relacionado con oficiales veteranos, además de con otras personalidades locales. Por eso somos discretos.

—Y tú también deberías serlo —dice Clement Smith, fijando en mí esos ojos negros.

Suspiro y me acomodo en la silla.

—Las cosas podrían complicarse —prosigue Smith—, sobre todo si la prensa empieza a sacar las mismas conclusiones que mis propios comisarios jefes.

—Lo siento —digo—. Ten en cuenta que estoy atrapado en Yorkshire oyendo historias que…

—Sólo llevas dos días allí y esa ciudad de mierda ya te ha vuelto paranoico.

—No más de lo habitual —sonrío.

—Ahora ya sabes cómo se sienten otros cuando tú los investigas —se ríe Hook.

—¿Se trataba de eso? —pregunto sin sonreír.

—No —dice el inspector jefe Hook.

—Entonces, más vale que le digas a Ronnie que cierre el pico. Ha sido él quien le ha contado a Douglas esas gilipolleces, quien le ha hablado de brigadas secretas montadas para ponerme en mi sitio.

—Lo siento —está cabreado—. Es un bocazas y dice muchas chorradas.

Smith está mirando a Hook, sus ojos negros ahora en él.

—Se lo diré —dice Hook.

Smith se levanta y dice:

—¿Puedo irme a casa?

Vuelvo al aparcamiento y veo a un hombre al lado de mi coche.

Familiar. Me resulta familiar.

—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunto.

Levanta una mano y niega con la cabeza. Se dirige hacia otro coche.

Un coche blanco.

—Me he equivocado —sonríe.

Subo al coche.

Mi coche es negro.

Mientras cruzo los Moors recuerdo que es domingo, que estamos casi en Navidad, y de pronto me odio, me pregunto qué cojones acabo de hacer, qué cojones creía que iba a sacar en claro. Las pesadillas no me abandonan, siguen acosándome, igual que los dolores de cabeza y el dolor de espalda, los asesinatos y las mentiras, los gritos y los susurros, los aullidos de los cables y las señales, las voces y los números:

Trece.

Cinco de la tarde.

Domingo, 14 de diciembre de 1980:

Millgarth, Leeds.

Oscuro fuera, más oscuro dentro:

Un ritual.

Una sesión de espiritismo:

Alrededor de la mesa, entre las cajas de cartón y los repugnantes expedientes, manos y rodillas rozándose.

Mike Hillman está convocando a los difuntos. Reparte fotografías y dice:

—Theresa Campbell, asesinada el 26 de junio de 1975. 26 años. Madre de tres hijos y prostituta convicta. Su cuerpo, parcialmente vestido y cubierto de sangre, fue encontrado por Eric Davies, un lechero, en el parque Prince Philip de Scott Hall.

Acribillada.

»El examen post mórtem reveló múltiples puñaladas en el abdomen, el pecho y la garganta, producidas por una hoja de 10 cm de largo y 8 mm de ancho, con uno de los bordes más afilado que el otro; laceraciones severas en el cráneo y fracturas en la coronilla, posiblemente causadas por un hacha. Se echó en falta en el bolso de la víctima un monedero blanco con la palabra Mami que contenía alrededor de cinco libras en monedas. Nunca se encontró el monedero ni las armas homicidas.

Se detiene para que las fotografías hablen por sí solas.

Todos apartan la vista de las copias de quince por diez; todos menos la detective Marshall.

¿Tiene lágrimas en los ojos?

—Ésos son los hechos —dice Hillman. Y subraya—: Los hechos. Lo demás son habladurías. Campbell había pasado la noche en una habitación del club Top, en Sheepscar. Fue vista por última vez haciendo autostop en el cruce de Sheepscar Street South y Roundhay Road, en Leeds, a la una.

»Según los testigos que figuran en esos expedientes, parece ser que un camión con la cabina oscura y la carga cubierta con una lona se detuvo en el cruce donde estaba Campbell y habló con ella.

»Ese punto es la ruta principal desde la rotonda de la A1 en Wetherby a la circunvalación de Leeds. Por allí pasan todos los camiones que circulan por la M62 hacia el este o hacia el oeste.

Hillman hace una pausa y todos lo miramos; todos menos Marshall.

Una melodía en la cabeza, una canción que he oído en alguna parte.

Sólo tengo ojos para ti.

El sueño sigue ahí, en mi boca, suspendido en la habitación, el sabor en mi boca.

El sabor a sangre, el olor.

—Lo llaman el Box —dice Hillman.

Llaman a la puerta y un agente joven le entrega una nota a Bob Craven.

La mira, me mira y me la pasa.

La abro:

Llamar a Richard Dawson.

La guardo en el bolsillo.

—Y ésa fue la última vez que la vieron, hasta que la encontró el lechero —dice Hillman.

—Gracias —digo—. Si no hay preguntas, pasemos a la estructura de la investigación. ¿Mike?

—Al principio pensaron que sería coser y cantar, pero le encargaron el caso de todos modos al jefe de la Brigada de Investigación Criminal, Maurice Jobson, y a un par de hombres más que aparecerán en breve: los detectives jefe Alderman y Prentice, que en el 75 eran inspectores.

Asentimientos de cabeza.

—Un buen equipo. —Miro a Craven.

Su expresión no revela nada más que un leve brillo en los ojos oscuros y una leve sonrisa.

—Los mejores hombres que teníamos —dice de pronto.

—El caso —continúa Hillman— es que todos eran altos mandos y todos habían dirigido la investigación de los asesinatos anteriores, desde Joan Richards hasta Marie Watts. A partir de ese momento Oldman y Noble tomaron las riendas y a Jobson lo mandaron al vestuario.

—¿Y qué pasó con Alderman y Prentice? ¿Qué fue de ellos? —pregunta McDonald.

—Siguen en el caso. En las copias que os he dado figura la lista completa de todos los polis que han intervenido, por orden de rango.

Sigo observando a Craven, sabiendo que él participó en la investigación.

Sabiendo que su nombre sigue ahí, aquí.

—Muy bien —digo—. Gracias, Mike. Volveremos a repasar todos los casos con más detalle cuando veamos qué relación hay entre ellos. ¿De acuerdo?

Silencio.

—¿Siguiente?

—¿Richards o Strachan? —pregunta Marshall.

—Por orden cronológico.

—Muy bien. —Mike Hillman le hace una seña a Helen Marshall—. Yo me ocupo.

—De acuerdo. Tanto si aceptamos que el caso de Strachan es obra del Destripador como si no —dice Hillman—. Murió así:

»Prostituta convicta y alcohólica, Clare Strachan frecuentaba garajes abandonados de Frenchwood Street, una conocida zona de prostitución en Preston. Tras hacer un servicio la golpearon en la cabeza con un objeto contundente, recibió patadas en la cara, la cabeza, los pechos, las piernas y el cuerpo. A continuación el agresor se puso a dar saltos encima del pecho de la víctima y le provocó un neumotórax que a su vez le causó la muerte. Tenía marcas de mordeduras en los pechos y la habían penetrado por la vagina con distintos objetos, y por el ano en dos ocasiones, una de ellas después de muerta. La encontró a la mañana siguiente una mujer que estaba paseando a su perro.

Silencio, un silencio oscuro.

Mike tose y dice:

—Alf Hill estaba al mando de la investigación y Frank Fields era su número dos. Otra vez dos altos mandos. Al principio no se estableció ninguna relación con el caso de Theresa Campbell. Tras el asesinato de Joan Richards dos detectives fueron a Preston y tampoco esta vez encontraron ninguna relación entre las dos muertes. ¿No es así, Bob?

Bob Craven asiente y no dice nada.

—¿Tú estabas allí?

—Sí.

Mike Hillman mueve la cabeza y sonríe:

—Muchísimas gracias, Bob. Muy bien, la relación con el Destripador se estableció a raíz de las cartas recibidas tras el asesinato de Marie Watts en 1977. Como sabéis, en las cartas se hablaba del asesinato de Clare Strachan, y las pruebas revelaron que el asesino de Strachan y Watts y el autor de la carta tenían el mismo grupo sanguíneo…

—B —dice Craven.

—Gracias, Bob —dice Mike—. Una vez más, tenéis los nombres y las fechas en esos papeles.

—¿Bob? —dice John Murphy, volviéndose a Craven.

—¿Sí?

—¿Enviaron a alguien de Preston?

—¿Qué?

—Tú llegaste después de la muerte de Joan Richards. ¿Y ellos? ¿Enviaron a alguien después de la muerte de Clare Strachan?

—A Frank Fields.

Murphy asiente.

—¿Y Frank no vio ninguna relación? —pregunta.

—No.

—Como acaba de señalar Mike —digo—, la relación está en las cartas y en la cinta, en las cartas y en la cinta que en gran medida se han incluido a la fuerza en la investigación de este asesinato.

—Y en el grupo sanguíneo —señala Craven.

—Gracias —digo—. Pero… a ver si lo entendemos. ¿No es verdad que al principio usted y…?

—John Rudkin.

—Eso es. ¿Usted y Rudkin afirmaron que este asesinato no debía considerarse obra del mismo hombre que mató a Campbell y a Richards?

—Así es —dice—. No vimos la relación hasta que recibimos las muestras de Watts y los resultados de las pruebas del sobre.

—Entonces, ¿qué les hizo pensar al principio otra cosa?

Craven sonríe:

—Me siento como si estuviera ante un tribunal.

—Relájese, Bob. Está entre amigos —digo.

—¿De verdad?

—Sí —dice Murphy.

Sigue sonriendo:

—Al principio, la única relación entre Campbell y Strachan, y entre Richards y Strachan era que todas eran fulanas. A Strachan la violaron y le metieron una botella de leche por el culo, después la mataron a patadas. En un espacio cerrado. Era completamente distinto.

—¿Hasta que aparecieron las cartas y la cinta?

—Hasta que aparecieron las cartas y la cinta.

—Y entonces vieron la relación —digo.

—Eso es.

—¿Quiere añadir algo más? —pregunto.

—Dos hijos en Glasgow.

—¿El marido?

—Ahogado en el mar.

—¿Algo más?

Craven sonríe para sus adentros:

—Sobre ella, no.

—¿Quiere hablarnos de Joan Richards?

—No.

—Vamos. Usted trabajó en el caso desde el primer momento, ¿no?

—Más o menos.

—Por favor, nos ayudaría mucho.

—Espero no estar ofendiendo a nadie. —Mira a Helen Marshall.

Tiene lágrimas en los ojos.

¡Joder!

—No —intento llamar la atención de Marshall.

Con lágrimas en los ojos.

Craven suspira, se encoge de hombros y dice, casi automáticamente:

—A Joan Richards la encontraron el 6 de febrero de 1976 en un callejón del polígono industrial de Manor Street, cerca de Roundhay Road, en Leeds. Presentaba heridas graves causadas por un martillo y un total de cincuenta y dos puñaladas en el cuello, el pecho, el estómago y la espalda. Tenía el sujetador subido, las tetas al aire y una estaca encima del culo. En sus piernas se encontraron huellas de botas. Unas Wellies. Farley, el patólogo, relacionó el caso de inmediato con el de Theresa Campbell. Maurice Jobson, El Búho, seguía al mando, con Dick Alderman y Jim Prentice. A Rudkin y a mí nos llamaron después de que Farley estableciera la relación con el caso Campbell. Nos enviaron a Preston y lo demás ya lo saben.

Marshall lo mira fijamente.

Con lágrimas en los ojos.

—¿Antecedentes? —pregunto.

—Ella era nueva en el negocio. El marido lo sabía. Era su chulo. A veces usaba la furgoneta de él, pero esta vez no. Los periódicos contaron un montón de chorradas que sólo sirvieron para complicar las cosas. Dijeron que el asesino se había llevado la furgoneta y otras gilipolleces por el estilo.

—¿Fue entonces cuando se empezó a hablar del Destripador? —pregunta Hillman.

—No, eso fue después de Marie Watts.

—¿No fue Jack Whitehead quien se inventó el nombre? —pregunto.

—Probablemente.

Silencio. La habitación se vuelve más pequeña, más oscura.

Los armarios más altos.

Llaman a la puerta.

—¿Señor Hunter?

—Sí.

—Al teléfono. Es una emergencia.

Me levanto.

Craven:

—Vaya a la sala. No hay nadie.

Asiento con la cabeza y salgo.

La Sala del Destripador vacía.

Sólo las fotos me miran desde las paredes.

—Peter Hunter al habla.

—Soy Richard.

—¿Qué pasa?

¿Qué pasa? ¿Cómo que qué pasa? ¿No sabes lo que ha pasado esta mañana? ¿A las cinco en punto de esta puta mañana?

—Joan me lo ha contado.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¡Y qué los cojones! Esos tíos…

—Richard, no puedo hacer nada. Estoy atado de manos.

—¿Estás atado de manos? Vete a tomar por culo, Peter. Dime…

—Lo siento —digo. Y cuelgo.

Vuelvo al despacho con el corazón acelerado, enfadado.

Están callados.

Son casi las siete.

—A la mierda —digo—. Ya está bien por hoy.

Los espíritus se dispersan, se escabullen.

Se levantan todos a la vez.

—John —le digo a Murphy—. ¿Podemos hablar un momento?

Asiente con la cabeza y me sigue a la sala contigua.

Nos sentamos a una mesa en la Sala del Destripador.

La Sala del Destripador que no es nuestra, que es de ellos.

—En casa está pasando algo. ¿Puedo hacerte unas preguntas?

—Claro. Dispara.

—¿Bob Douglas? ¿Te acuerdas de él?

—Sí, claro. El compañero de Craven en la matanza del Strafford —se ríe Murphy—. Dejó la policía, ¿no?

—Sí. ¿Has sabido algo de él últimamente?

—Creo que se dedica a asuntos de seguridad.

—¿Conoces a Richard Dawson? Ha contratado a Douglas para un par de trabajos y ahora resulta que están investigando a Dawson por irregularidades financieras o algo así. El caso es que Douglas le ha dicho que lo están investigando por la amistad que tiene conmigo. Que lo están investigando para ponerme a mí en mi sitio.

—Chorradas.

—Eso mismo pensé yo. Pero esta mañana fui a ver a Douglas.

—¿Sí? —dice Murphy en voz baja—. ¿Crees que es prudente?

—Quería aclarar las cosas. Joan es amiga de Linda Dawson, ya lo sabes. Además yo tengo que concentrarme en la investigación en vez de estar pensando en ese mamón de Bob Douglas.

—¿Y?

—Douglas me dijo que lo ha sabido por Ronnie Allen.

—¿Eso te dijo?

—Sí.

—¿Ese Ronnie no es un cabrón de cuidado?

—La cosa es peor todavía. Hooky está al mando.

—¡Joder!

—Sí. Y esta madrugada han registrado la casa de Dawson.

—Joder, joder.

—Sí.

—¿Quieres que ponga en funcionamiento las antenas?

—Ya he hablado con Hooky y con Clement Smith y dicen que no hay nada oscuro. Asuntos financieros. Que soy un paranoico.

—¿Peter Hunter paranoico? —se ríe Murphy, pero no hay ni una pizca de alegría en sus ojos.

—Supongo que lo soy.

—Pero él te conoce. Eso no es paranoia.

—No se trata sólo de mí. Se trata de los hombres de Smith.

—Yo también lo conozco. ¿Podría ser el siguiente?

Sonrío:

—Somos muchos.

—Oye, no te preocupes —dice—. ¿No te dijo lo mismo el jefe?

—Ya conoces a Smith. Me dijo que guardara las distancias por el momento. Pero…

—Pero si por casualidad oigo algo o puedo preguntar a alguien…

Sonrío:

—Gracias.

—Te tendré al corriente —dice.

—¿De qué? —dice Craven, que ha entrado de repente en la Sala del Destripador.

Su sala.

Su Destripador.

—Nada importante, Bob.

—¿Nos vemos mañana para desayunar? —sonríe Murphy.

—Sí —digo—. Buenas noches a los dos.

—¿No se toma una rápida? —dice Craven.

—Esta noche no, Bob. —Le doy una palmada en el hombro mientras salgo por la puerta.

Me guiña un ojo:

—¿Tiene una cita, eh?

Headingley.

Llevamos ya cuatro noches y todo sigue muerto.

Muerto para siempre.

Entro en el aparcamiento del Kentucky Fried Chicken y aparco de nuevo mirando a la calle principal.

Vuelvo a ser el único cliente en el local.

Pido el mismo pollo con patatas fritas, el mismo café, y espero bajo las mismas luces blancas otros diez minutos mientras el mismo personal asiático prepara el pedido, contemplando el reflejo de la luz en el café.

Me llevo la comida al coche y vuelvo a sentarme con la ventanilla bajada a mordisquear la misma carne fibrosa mientras observo la calle.

Nadie.

Me tomo el café frío.

Salgo del coche y cruzo la calle hasta la parada del autobús.

Son las 9:53 y el número 13 sube por Headingley Lane.

Como un reloj.

Y otra vez, no para.

Vuelvo a cruzar la calle y voy en coche hasta Alma Road.

Alma Road, con su precinto policial y su coche de vigilancia.

Recorro de nuevo la calle en penumbra, flanqueada de árboles, cruzo para eludir el cordón y paso por delante de los agentes que están dentro del coche.

Al final de la calle, en el colegio, vuelvo a detenerme delante de las verjas y me quedo mirando Alma Road.

Otra vez Alma Road.

La calle corriente del barrio corriente donde un hombre asesinó con un martillo y un cuchillo a la hija de otro hombre, a la hermana de otro hombre, a la prometida de otro hombre.

La calle corriente del barrio corriente donde un hombre asesinó con un martillo y un cuchillo a Laureen Bell, una chica corriente: le hizo añicos el cráneo y le asestó cincuenta y siete puñaladas en el abdomen y en el útero y una en el ojo.

Y en esa calle corriente de ese barrio corriente de este mundo corriente oigo el silencio y la canción que dice:

Y cuando hayamos muerto

y allá en la noche

de la Vía Láctea

flotemos para siempre,

mientras nos elevamos

me oirás decir tu nombre

y repetir de nuevo:

gracias por ser mi amigo.

Este mundo corriente.

Este mundo corriente completamente vacío y olvidado, en guerra.