13

Un disparo.

Me despierto en el coche, sudando y asustado, de noche. El coche sucio; la noche negra.

Miro el reloj.

Las doce.

Mierda.

Enciendo la luz interior y compruebo la hora en mi reloj.

Apago la luz.

Me quedo sentado en la oscuridad

y pienso:

¿Dónde está Helen?

Salgo del coche.

Voy por la carretera hacia la cabina de teléfono.

Abro la puerta y…

¡BUM!

Estoy tumbado de espaldas en la carretera. Llueven cristales por todas partes.

Se oyen alarmas y gritos, carreras.

Alguien sale corriendo del Chop Suey.

Intento levantarme cuando…

¡BUM!

Más cristales, más alarmas, más gritos, más carreras y consigo levantarme.

Un coche frena en seco y da un volantazo para esquivarme.

Sale humo de RD News, toda la fachada del edificio ha reventado.

—¡Gas! —grita alguien—. ¡Gas!

Paso corriendo por delante de la farmacia que se ha quedado sin cristales. El sonido de la alarma es ensordecedor.

Veo correr a camareros chinos en todas las direcciones. El restaurante se vacía.

Salen mujeres con vestidos largos y zapatos de tacón, hombres con sangre en el pelo, en la cara, en las manos.

Entro en el callejón y veo salir gente en pijama, con el abrigo encima. Los perros ladran.

Me acerco a la verja de la puerta trasera y está abierta. Entro en el patio y suenan las sirenas.

Alcanzo la puerta trasera, la abro y…

¡BUUUUUUUUUM!

Vuelvo a caer de culo.

El intenso calor, el humo y las llamas me queman la cara.

Llega gente al patio y me saca a rastras. Hablan en varios idiomas.

Cuando me dejan en el callejón una anciana me pregunta:

—¿Estás bien, cariño? Mira que les tengo dicho que esas bombonas eran un peligro.

Aparto a la mujer y vuelvo por el callejón, pero ya han llegado los bomberos y se acerca una ambulancia.

Las llamas lamen las ventanas y rozan las paredes.

Vuelvo la cabeza y veo dos policías de uniforme en el otro extremo del callejón, así que salgo corriendo en dirección contraria.

Rodeo el edificio para volver a Bradford Road y me confundo con la multitud que se está congregando calle abajo. Todos murmuran y protestan por el gas.

Escudriño los rostros.

Me alejo y regreso al coche.

Entro y desaparezco.

Piso el acelerador y subo por Hanging Heaton, vuelvo a pasar por Morley y llego a Leeds.

Aparco debajo de los arcos, cerca de la estación y enciendo la luz.

Tengo cortes en la cara, sangre en las orejas, sangre en el pelo, sangre en las manos.

Apago la luz, cojo la bolsa de Spunks del asiento trasero, salgo del coche, cierro con llave y echo a andar hacia el Griffin.

—¿Helen? —Aporreo su puerta.

Sigo llamando:

—¿Helen?

Una puerta se abre en el pasillo.

Es Hillman, con un pijama azul.

Mierda.

—¿Qué pasa? —Se acerca a mí—. ¿Qué ha pasado?

—Nada —digo, cubierto de sangre y aferrado a una bolsa de porno.

—¿Qué te ha pasado?

—Hubo un incendio. No es nada grave. ¿Dónde está Helen?

—¿Un incendio? ¿Dónde? Tienes muy mal aspecto, deberías ir al hospital.

Lo sujeto de los hombros:

—Mike. ¿Dónde está Helen?

Niega con la cabeza.

—La vi antes en el bar.

—¿A qué hora? —Miro el reloj.

—No lo sé. ¿Qué hora es ahora?

—Casi las dos —digo—. ¿Dónde está?

—No lo sé. —Repite—. Creo que iba a ver a alguien.

—¿A quién?

—No lo sé. —Vuelve a decir—. Estaba un poco rara.

—¿Rara?

—Como si tuviera algo en la cabeza.

—¿A qué hora fue eso?

—A las ocho, puede que a las nueve.

—¿Les dijo algo a John o a Alec?

—Lo dudo. Yo estaba con Mac y nadie ha visto a Murphy desde esta tarde.

—¿Dónde está?

—¿Murphy? Ni idea. —Y de pronto dice—: Me estás haciendo daño.

Veo que lo estoy agarrando de las hombreras del pijama. Lo suelto y lo dejo lleno de manchas de sangre.

—Perdona.

—Necesitas ver a alguien. —Me coge del brazo para ayudarme a andar.

—¿A quién? ¿Ver a quién?

—A un médico.

Me aparto de él:

—No puedo.

—Estás hecho polvo.

—Son sólo rasguños —digo mientras saco la llave.

—Necesitas que te los vean.

—Me voy a mi habitación. Estoy bien.

Se queda parado delante de su puerta.

—Hasta mañana —digo.

—¿Seguro que estás bien?

Asiento con la cabeza y levanto una mano, con el pulgar hacia arriba.

Cuando llego a mi puerta vuelvo la cabeza y miro hacia el pasillo.

Pero Hillman ya no está.

Abro los ojos.

Está sonando el teléfono.

Me estiro en la cama por encima de los ejemplares abiertos de Spunk, de las sábanas de la Exégesis, y contesto el teléfono.

—¿Helen?

—¿Peter?

—Perdona, Joan —digo.

—Estaba muy preocupada por ti.

—Perdona. —Trato de incorporarme. La luz gris entra por las finas cortinas del hotel.

—¿Dónde estabas?

Miro el reloj.

Son las siete en punto.

Martes, 23 de diciembre de 1980.

—¿Peter?

—Perdona, ¿qué has dicho?

—Te pregunto que dónde estabas.

—De vigilancia.

—¿De vigilancia?

—No había teléfono, lo siento.

—Sólo estaba preocupada.

—Lo siento.

—Tienes muy mala voz.

—Estoy cansado.

—¿Estabas dormido?

—Da igual. ¿Has sabido algo de Linda?

—Por eso te he estado llamando. Richard no ha vuelto a casa desde el domingo y Linda pensaba que podría estar contigo.

—¿Conmigo?

—Ha cogido el coche y va para allá.

—Ay, no.

—¿No sabes dónde está?

—No. Roger Hook me dijo que no se presentó al interrogatorio ayer por la mañana.

—¿Interrogatorio?

—Era simple rutina y Richard lo sabía, pero Clement Smith mandó a sus hombres de Antivicio a registrar sus oficinas.

—¿Antivicio?

Me estalla la cabeza:

—Sí, Antivicio.

—¿Crees que estará bien? —dice Joan.

—Creo que puede haber salido del país.

—No, Richard no haría eso sin avisar a Linda.

—Richard no es él en este momento, amor. Está muy nervioso, paranoico.

—¿Y adónde iría?

—A la casa de Francia.

—No. ¿De verdad lo crees?

—¿Adónde si no?

—¿Le digo algo a Linda?

—Díselo si vuelve a llamar —digo—. No recuerdo si allí había teléfono. ¿Tú te acuerdas?

—No había.

—Estás segura.

—Dijiste que era lo mejor de la casa.

Estoy sentado en la cama, encima de una de las revistas, con el teléfono en la mano.

Tengo una brecha en la cabeza.

—Tienes razón —digo.

—¿Cuándo vuelves, amor?

—No estoy seguro.

—Mañana es Nochebuena.

—Lo sé. Estaré allí mañana por la noche sin falta. Puede que antes.

—Eso espero.

—Te quiero.

—Yo también —dice.

—Adiós.

—Adiós.

Cuelga y sigo sentado en la cama, encima de una de las revistas, con el teléfono en la mano, la vista clavada en el espejo.

Pasados unos minutos me levanto, voy al baño, me cambio de ropa, me lavo la sangre de la cara, del pelo, de las manos, y limpio el agua oscura del lavabo.

—¿Helen? —Aporreo la puerta de su habitación.

Sigo llamando:

—¿Helen?

Intento abrir.

Está cerrada.

Joder.

Bajo a recepción y llamo al timbre.

—¿Puede decirme si la señorita Marshall está en su habitación? —le pregunto al recepcionista.

Comprueba su lista y se vuelve a la taquilla donde cuelgan las llaves. Niega con la cabeza.

—No está.

Ya me estoy yendo cuando se me ocurre preguntar:

—¿Algún recado para mí?

—¿Señor Hunter?

Digo que sí con la cabeza.

—Creo que su mujer llamó anoche varias veces.

—¿Algo más?

—No.

—¿Seguro?

—Sí. Seguro.

Tardo casi una hora en llegar a Levenshulme, entre lluvia, aguanieve, nieve, aguanieve, lluvia: las carreteras desiertas y el paisaje muerto.

A las diez en punto la radio local emite las noticias:

Una explosión destruyó anoche una tienda de prensa y causó graves daños en los edificios adyacentes en Bradford Road, Batley. Nueve personas tuvieron que ser trasladadas al hospital tras resultar heridas por los cristales que volaron por los aires. Uno de los heridos continúa ingresado. Los bomberos investigan la causa de la explosión, que podría estar en las bombonas de gas que se vendían en la tienda de la planta baja.

Muchos comercios volverán a cerrar temprano esta noche mientras la policía sigue investigando una llamada al Daily Mirror de un hombre que afirma ser el Destripador de Yorkshire y amenaza con volver a matar hoy. Entre tanto la policía ha difundido una nueva descripción y un retrato robot del hombre visto en los alrededores de Alma Road, en Headingley, a la hora en que se produjo el brutal asesinato de Laureen Bell.

Se ha descrito al individuo como

Apago la radio.

Ya sé qué aspecto tiene.

Aparco en su calle, en la mejor zona de Levenshulme, cerca de la salida a Stockport, con la Exégesis en las rodillas, las grabaciones en la cabeza:

Robert Charles Douglas: nacido el 12 de octubre de 1946 en Mirfield, West Yorkshire; en abril de 1964 se incorpora a la policía de Bradford; en agosto de 1973 se casa con Sharon Pearson; en febrero de 1974 nace su hija Karen; el 17 de diciembre de 1974 detiene a Michael Myshkin; el 24 de diciembre de 1974 resulta herido de un disparo en el Strafford Arms, Wakefield; el 13 de octubre de 1975 es obligado a retirarse de la Policía de West Yorkshire. Se traslada a Manchester.

Stop.

Rebobino:

Policía de Bradford.

Eric Hall, inspector Eric Hall.

Antivicio de Bradford.

Rebobino:

«Confía en tu tío Bob».

Pienso:

¿El tío Bob?

Me pregunto:

¿El inspector Robert Craven?

¿O el ex policía Robert Douglas?

Stop.

Me tomo un par de analgésicos para la espalda.

Guardo en una bolsa un par de ejemplares de Spunk y salgo del coche, cierro y echo a andar por la calle bajo la llovizna hacia su casa aislada.

No hay luces y no veo ningún coche en el jardín.

Subo hasta la puerta principal, llamo al timbre y espero.

Una voz de mujer pregunta al otro lado del cristal esmaltado:

—¿Sí?

—¿Señora Douglas?

—Sí.

—Policía, guapa.

Oigo que engancha la cadena antes de abrir la puerta.

Sharon Douglas se asoma por el hueco de la puerta.

—¿Policía? —dice.

—Sí —asiento, y le enseño mi placa.

—¿Es por Bob y Karen?

—En cierto modo. ¿Puedo pasar?

Retira la cadena y abre la puerta.

Entro en la casa aislada y oscura.

—Pase. —Señala con la cabeza la puerta del salón, a mano derecha.

Entro en el salón con sus láminas de Degas sin enmarcar, las felicitaciones de Navidad en el árbol, las fotos de su hija, la tele encendida, sin volumen.

—Siéntese —dice.

Me siento en el sofá.

Ella se acomoda en una de las sillas a juego, al lado de una chimenea eléctrica con destellos de carbón artificial.

Sigue teniendo los ojos rojos y ojeras negras, pero ya no parece atiborrada de té y de compasión. Es atractiva, rubia, con el pelo corto como lady Diana Spencer; pantalones morados y jersey negro.

—Anoche hubo un incendio en Batley, en una tienda que es propiedad de su marido —digo.

—Me llamaron anoche —asiente.

—¿Quién, guapa?

—La policía —vuelve a asentir, y contiene las lágrimas—: Quise ir a la tienda, pero no tengo coche.

—¿Familia, amigos que pudieran llevarla?

—Aquí no.

—¿De dónde es?

—De Bradford.

—Yo nací y me crié en Manchester —digo—. Vivo en Alderley Edge.

—Es bonito —sonríe.

—A nosotros nos gusta —digo—. Lo echa de menos, ¿verdad? Una chica de Yorkshire aquí entre nosotros, los paganos…

Asiente una vez más.

—¿Piensa volver? —pregunto.

Niega con la cabeza y se muerde el labio.

—No debería estar sola.

—Es demasiado pronto para marcharme. Aquí están todas las cosas de mi marido y de mi hija, sus juguetes.

—¿Por qué se mudaron aquí?

—Por Bob. Quería alejarse.

—¿De Yorkshire? —sonrío—. No me extraña.

Esboza una sonrisa de cortesía, con los ojos vacíos y muertos.

—¿Llevaban mucho tiempo casados?

—Siete años.

—Entonces, ¿Bob ya era poli cuando usted lo conoció?

—Sí, ¿lo conocía usted bien?

—No —digo—. Bien no.

—Él no quería dejarlo, ¿sabe?

—Eso he oído.

—Pero salimos adelante de todos modos.

—¿Nunca trabajó en la tienda de Batley?

—No. Se la alquiló a unos paquistaníes.

—¿Y a qué se dedicaba?

—Tenía negocios.

—¿Negocios?

—No me pregunte. —Se encoge de hombros.

—De acuerdo.

—Perdone la descortesía. —Se levanta bruscamente—. ¿Quiere una taza de té?

—Sí, si va a prepararlo.

Cruza el salón y se detiene en la puerta:

—Perdone, no me he quedado con su nombre.

—Peter Hunter —sonrío.

—Sharon —dice, sonriendo también—. Sharon Douglas…

Y guarda silencio.

Guarda silencio y gira en redondo.

Sigo sonriendo.

—¿Peter Hunter ha dicho?

Asiento, sin dejar de sonreír.

—Usted es el que estuvo aquí el domingo. Es el que investiga a los policías, ¿no?

Procuro seguir sonriendo:

—Y nos vimos en comisaría.

—Y estuvo usted en Wakefield cuando Bob resultó herido, ahora lo recuerdo. Ellos siempre…

—¿Siempre qué?

Pero me mira fijamente y mueve la cabeza.

—Creo que es mejor que se vaya —dice.

No me muevo del sitio.

—¿Siempre qué, Sharon?

—Quiero que se vaya.

Me levanto y saco un Spunk.

—Tengo que hablar con usted de esto.

—¡Fuera! —grita, sin mirar siquiera la revista.

—Éstos eran los negocios de su marido, ¿verdad?

—¡Fuera!

—Mírela, Sharon.

—¡Fuera!

Me acerco a ella.

—¿No fue así como se conocieron?

—Largo de aquí de una puta vez —grita, acercándose a la puerta.

La sigo al vestíbulo:

—No se preocupe, guapa. Tengo todos los ejemplares. No me falta ni uno.

Abre la puerta y me agarra del brazo, primero tira de mí y luego me empuja al jardín.

—¡Hijo de puta! —grita—. ¡Mi hija está muerta, hijo de puta!

—¿En qué número salía usted?

—Hijo de puta —escupe, y cierra de un portazo.

Pongo la revista en el cristal:

—Haré unas copias para sus vecinos.

—Estoy llamando a la policía —dice desde el otro lado de la puerta.

—Buena idea —digo—. Nos encantan las guarrerías.

Y otra vez en algún lugar de los Moors. Recuerdo que es casi Navidad, vuelvo a odiarme y me pregunto qué cojones he hecho, qué cojones creía que iba a conseguir. Las pesadillas no me abandonan, siguen siendo igual de malas, como los dolores de cabeza y el dolor de espalda, los asesinatos y las mentiras, los gritos y los susurros, los aullidos de los cables y las señales, las voces y los números:

666.

Aparcado junto a una iglesia en la entrada a Denholme, con la Exégesis en las rodillas, vuelvo a escuchar las grabaciones en mi cabeza.

Escucho, reviso y relleno las lagunas.

Cubro los huesos de carne.

Convencido:

Robert Charles Douglas nació en Mirfield, West Yorkshire, el 12 de octubre de 1946, el mismo día que el ocultista y nigromante Aleister Crowley. Cursó la enseñanza primaria en Mirfield, se matriculó brevemente en un instituto técnico y abandonó los estudios para incorporarse a la Policía de Bradford a los dieciocho años. A los veintisiete se casó con Sharon Pearson, una glamourosa modelo diez años más joven que él. En febrero de 1974 nació su hija Karen. Ese mismo año, siendo detective, Douglas se hizo famoso en todo el país por la detención de Michael Myshkin, el hombre posteriormente condenado por los asesinatos de Jeanette Garland, Susan Ridyard y Clare Kemplay. Dos semanas más tarde Douglas volvía a salir en los titulares de la prensa, esta vez como víctima de una herida de bala grave recibida cuando intentaba frustrar un atraco al bar Strafford Arms, en el centro de Wakefield. El 13 de octubre de 1975 fue obligado a abandonar el cuerpo por discapacidad, un día después de cumplir veintinueve años. Apeló tres veces la decisión. Con la importante indemnización que recibió por los daños, más la suma del retiro forzoso, Douglas compró una casa en Levenshulme, Manchester, y una tienda de prensa en Batley. Posteriormente subarrendó el local para concentrarse en otros negocios con un detective de Antivicio de Bradford llamado Eric Hall y un empresario de Manchester llamado Richard Dawson. Comenzaron a publicar una revista pornográfica de contactos: Spunk. Sin embargo, su vida se deterioró a partir del 13 de octubre de 1975. Douglas, que siempre había sido un bebedor compulsivo —incluso cuando era policía algunos de sus compañeros lo consideraban «inestable» y «un bala perdida»—, a partir de 1975 se vio envuelto en pequeños incidentes, todos los cuales apuntaban a una creciente dependencia del alcohol. En 1977 su mujer denunció su desaparición en varias ocasiones. Cuando regresaba intermitentemente a su casa en Manchester, los vecinos avisaban a la policía porque oían insultos, amenazas y agresiones físicas a su mujer. En junio de 1977 fueron asesinados Eric Hall y su amiga Janice Ryan, modelo ocasional de Spunk. El nombre de Douglas no figura en la investigación de ninguno de los crímenes. En el verano de 1979 la policía local llegó a incluirlo en la lista de personas desaparecidas, al no lograr encontrarlo. Apareció un día en casa de su hermano en Glasgow, en septiembre de 1979. Ese mismo mes volvió con su mujer, al parecer tras haber dejado la bebida. Continuó en Manchester hasta finales de noviembre de 1980, cuando volvió a desaparecer por espacio de varios días. Estaba asustado, huía. En algún momento comprendido entre el martes 16 y el miércoles 17 de diciembre de 1980 se encontraron los cadáveres de Bob Douglas y su hija, asesinados.

Douglas, Dawson y Hall.

Convencido:

Obsesionado, poseído, convencido.

Aparco otra vez en la puerta de la casa solitaria construida de espaldas al campo de golf de Denholme, cruzo el jardín y llamo al timbre.

Otra voz detrás de otra puerta:

—¿Hola?

—¿Señora Hall? Soy Peter Hunter.

Oigo soltarse la cadena y deslizarse dos cerrojos.

La puerta se abre:

—Buenas tardes, señor Hunter —sonríe Libby Hall.

—¿Son buenas? —Contemplo la noche en ciernes y el cambio constante del aguanieve en nieve en lluvia en aguanieve en nieve, que me obsesiona, me acosa, me atormenta.

—Pase —dice—. Parece que soy la mujer de moda.

—Gracias. —Entro en el salón.

—Siéntese.

—Gracias —vuelvo a decir, y me siento en el sofá dorado.

—¿Qué le ha pasado en la cara?

—No es nada.

—Seguro —sonríe—. ¿Le apetece una taza de té?

—No, gracias. Acabo de tomar una.

—¿Seguro que no puedo tentarlo? —Se ríe y se sienta a mi lado en el sofá.

—¿Dice que ha tenido muchas visitas?

—Eso parece —sonríe—. Primero usted y la detective Marshall, luego volvió el reverendo, aunque eso no es ninguna sorpresa; anoche volvió Helen Marshall, y ahora usted; por no hablar de mi hijo, que aparece y desaparece a todas horas. Seguro que viene a controlar.

—¿Dice que vio anoche a la detective Marshall?

—Sí, llamó por teléfono para preguntarme si podía venir, porque era un poco tarde.

—¿A qué hora llegó?

—Alrededor de las nueve y media, creo —dice, confundida.

—¿Se quedó mucho rato?

—No. ¿Por qué? ¿Pasa algo?

—No.

—¿Le ha pasado algo?

—No, ¿por qué iba a pasarle algo?

Se tira del cuello de la camisa y de la piel:

—Bueno, ya sabe que el Destripador ha prometido que volvería a matar.

—Le aseguro que no ha pasado nada, señora Marshall. Estaba cerca y se me ocurrió pasar a saludarla. Sé que la detective Marshall quería hablar con usted, lo que ocurre es que hoy no nos hemos visto, nada más.

—Lo siento, señor Hunter. Es que no parecía encontrarse muy bien.

—Creo que está cansada, entre la investigación del Destripador y todo lo demás.

—Eso dijo. Pensé que venía a decirme que ha tenido un accidente o algo así.

—No, no, en absoluto.

—Me alegro —sonríe.

—¿Le preguntó por esos dos tipos del Sunday Times?

—Sí, sí. Es muy raro.

—¿Por qué lo dice?

—Nunca he hablado con nadie del Sunday Times.

—¿No ha hablado recientemente con ningún periodista?

—Ya me habría gustado, señor Hunter —suspira—. Lo he intentando, pero nadie quiere saber nada.

—¿Y con alguien más? ¿Con algún policía? ¿Con alguien?

Niega con la cabeza.

—Eso me preguntó Helen Marshall y le diré lo mismo que le dije a ella: por desgracia, no.

—¿Le preguntó algo más Helen Marshall?

—Sí, me preguntó por el reverendo y por el señor Whitehead.

—Comprendo.

—He oído que el señor Whitehead no se encuentra bien.

—Así es.

—¿Ha sufrido un ataque?

—Eso creo.

—Pero ¿al parecer ya está fuera de peligro?

—¿Eso le dijo Helen Marshall?

—¿Helen? No, me lo contó el reverendo Laws.

—¿A qué hora se marchó entonces?

—Sobre las diez o las diez y media. Seguro que no se quedó más de una hora.

Miro el reloj.

—¿De verdad que no ha pasado nada? ¿No estará intentando ahorrarme un disgusto, señor Hunter?

—Helen está bien —digo—. ¿Puedo hacerle un par de preguntas más?

—Desde luego.

—He estado revisando los papeles de Eric, las cosas que me dio, y he encontrado una revista, una revista pornográfica.

—Sí —dice, sin titubear, sin pestañear—: Spunk.

—¿Sabe algo de esa revista?

—Sólo que salía Janice Ryan.

—¿Le habló Eric alguna vez de esa revista?

—No.

—¿Y de una empresa llamada MJM Limited?

—Eso sí me suena.

—¿Sí? —Me inclino hacia delante en el sofá.

—¿No se dedican a hacer películas?

—Puede ser. ¿Qué sabe de ellos?

—¿No es ésa en la que sale un león al principio?

Vuelvo a recostarme en el asiento y sonrío:

—Ésa es la MGM, señora Hall.

—Perdone. ¿Y usted qué ha dicho?

MJM.

—No, entonces no la conozco.

—¿Y conoce a un hombre llamado Richard Dawson?

—No —niega con la cabeza.

—¿No conocía su marido a ningún Richard?

Se queda pensando un momento y dice.

—No; no que yo recuerde.

—¿A nadie que se llame así?

—Bueno, a nuestro hijo Richard, claro.

—¿Y Bob Douglas? —pregunto—. ¿Le habló alguna vez de un policía llamado Bob Douglas?

—Sí. —Se incorpora—. ¿Dougie? Sí. Su mujer se llama Sharon, y la niña…

—Karen —digo.

—Eso, Karen.

—¿Eran amigos?

—¿Amigos? Supongo que sí… al menos lo fuimos.

—¿Ha estado alguna vez en su casa?

—Yo, no. ¿En Manchester?

—Levenshulme.

—Sí, eso es. Sé que Eric estuvo allí un par de veces y Dougie venía por aquí de vez en cuando a jugar un par de rondas con Eric.

—¿Al golf?

—Sí —sonríe—. Aunque, Dougie, quiero decir Bob, pensaba que jugaba mucho mejor de lo que jugaba en realidad. Una vez también vinieron a cenar.

—¿Bob Douglas y su mujer?

—Sí, sólo esa vez. Ella es mucho más joven que yo, por eso supongo que no venían muy a menudo.

—¿Cuándo los vio por última vez?

—No he vuelto a verlos desde…

—Muy bien —digo, deprisa.

—Como a tanta gente.

—¿Cómo se conocieron Bob y su marido? —pregunto.

—En Bradford, cuando Dougie entró en el cuerpo.

—Claro.

—Poco después lo trasladaron. —Se queda mirando las gruesas cortinas doradas—. Pero luego, cuando a él le pegaron un tiro y pasó todo eso y se compraron la casa allí, supongo que ya no tenían tantas ocasiones de verse.

—Pero ¿seguían llevándose bien?

—Después del tiroteo —frunce el ceño— Dougie no estaba bien.

—Eso he oído.

—Pero dígame una cosa —dice de repente—. ¿Yo estoy tan mal como dicen ellos?

—No —digo—. No lo creo.

—Mejor muerto que expulsado a patadas… eso decían de él. Mejor muerta… eso decían de mí.

—No es lo mismo.

—Mejor muerta, decían.

—Señora Hall, me temo que Bob ha muerto.

Se tira del cuello.

—¿Cuándo? —pregunta.

—La semana pasada. Pensé que lo sabía.

—No —niega con la cabeza.

—Lo asesinaron.

Vuelve a tirarse del cuello y a negar con la cabeza.

—No.

—Lo siento. —Vuelvo los ojos hacia la carretera y la noche inminente, el constante cambio de la lluvia en aguanieve en nieve en lluvia en aguanieve en nieve que me obsesiona, me acosa, me atormenta.

—Ésa era la peor pesadilla de Eric, ¿sabe? —dice de pronto la señora Hall.

—¿Cuál?

—Que lo echaran a patadas como a Dougie. Eso y acabar en la cárcel.

—A Bob Douglas no lo echaron a patadas. Le dieron mucho dinero.

—Eric siempre decía que se quitaría la vida antes de perder su trabajo o ir a la cárcel.

—Es un sentimiento muy comprensible —digo.

—Supongo que por eso lo odiaban a usted tanto y lo llamaban así.

San Cabrón, pienso.

—Supongo —digo.

—¿Por qué lo odiaba Eric?

No se me ocurre qué decir.

—No creo que fuera para tanto —respondo.

—No es verdad, señor Hunter —dice con una sonrisa—. Pero gracias.

Miro el reloj.

—¿Usted qué haría? —pregunta la señora Marshall.

—¿Perdón?

—Si lo echaran.

—No lo sé.

—¿Y si tuviera que ir a la cárcel? ¿Lo soportaría?

—Nunca lo he pensado.

—¿Pensaría en quitarse la vida, en suicidarse?

—No.

—Dougie era un buen policía. ¿No fue él quien detuvo a ese Myshkin? —pregunta en voz baja.

—Sí —me levanto.

—¿Se va?

—Creo que ya va siendo hora.

La señora Hall se levanta.

Me dirijo a la puerta.

Me sigue para despedirme.

—¿No le diría adónde iba? —pregunto.

—¿Helen? No.

—Bueno, gracias otra vez. —Y añado—: ¿Está completamente segura de que nadie más ha venido a verla o la ha llamado para preguntarle por Eric y Janice Ryan?

—Estoy segura.

—Me parece que tendré que hacer una llamada al Sunday Times —digo, contemplando la noche.

—Eso suena a que alguien le está mintiendo.

—No sería la primera vez —suspiro—. No sería la primera vez.

—Y no creo que sea la última —sonríe.

Voy hasta Brighouse por la A644, continúo por Kirklees y vuelvo a Batley, donde me detengo a echar un vistazo al esqueleto negro de RD News, que sigue echando humo entre el remolino de copos de nieve blancos iluminados por los faros de los coches que pasan. Veo entrar y salir a chinos y paquistaníes. Los escaparates de la farmacia y el Chop Suey están cubiertos con tablones.

Vuelvo a la M1, en las afueras de Leeds.

La radio encendida, cuando:

La policía aún no ha logrado identificar el cuerpo de un hombre encontrado esta tarde en el apartamento incendiado en Bradford Road, Batley. La vivienda se hallaba situada sobre una tienda de prensa que anoche fue arrasada por el fuego. En un principio, ni la policía ni los bomberos han atribuido el incendio a causas sospechosas; sin embargo, la policía ha confirmado esta noche que están pidiendo la colaboración de los testigos. Un portavoz policial se negó a especular sobre el incidente y la muerte del desconocido, si bien ha confirmado que no se descarta que el incendio pueda haber sido provocado.

Aparcado en el arcén, con los intermitentes encendidos, grito a la noche de Yorkshire:

¡Jooooooooooooder!

Millgarth, Leeds:

Busco a Marshall.

Busco a Murphy.

Subo y bajo, buscando a cualquiera.

La Sala del Destripador medio vacía; cuarenta ojos me miran cuando aparezco en la puerta y vuelven a sus libros y sus papeles, a sus expedientes y sus fotografías, bajo las guirnaldas navideñas que cuelgan del techo de esquina a esquina.

Cojo un periódico de una mesa vacía y paso a nuestra sala:

Desierta.

¿Dónde coño se han metido?

Titular del Evening Post:

Hallado un cadáver en el incendio de Batley:

Leo deprisa:

Los bomberos investigan la causa del incendio que anoche arrasó una tienda de prensa en Bradford Road, Batley, donde esta mañana se encontró el cadáver sin identificar de un hombre, en el apartamento situado sobre el establecimiento donde se cree que se originó el fuego. El cadáver ha sido trasladado al Hospital de Pinderfields donde le será practicada la autopsia y se procederá a su identificación.

Tanto el citado apartamento como las oficinas de la tienda sufrieron graves daños a raíz del incendio, que se propagó a otros edificios colindantes. Nueve personas han tenido que ser hospitalizadas. Los vecinos han declarado al Evening Post que oyeron tres fuertes explosiones simultáneas y atribuyen la causa del incendio a las bombonas de gas almacenadas en el edificio. La población está consternada por el desastre y sorprendida de que el apartamento estuviera ocupado.

Busco un teléfono para llamar a Pinderfields y averiguar quién se ocupa de la autopsia, pero todos se han ido a casa o están mintiendo.

Miro el reloj:

Casi las diez.

Me levanto, me siento, me vuelvo a levantar.

Cruzo el pasillo en busca de Angus o de Noble y estoy a punto de doblar la esquina cuando oigo dos voces al otro lado.

Dos voces que me hacen pararme en seco.

Craven:

—No pienso ser el chivo expiatorio. Eso ni de coña. Puedes decírselo de mi parte.

Alderman:

—No llegaremos a esa situación.

Craven:

—Más vale. Porque si llegamos, se acabó esa mierda de uno para todos y todos para uno. Será Bob para Bob.

Alderman:

—¿Eso es una amenaza? ¿Eso es lo que quieres que le diga?

Craven:

—Sólo digo que se nos ha ido de las manos.

Alderman:

—Hemos salido de cosas peores. Y tú lo sabes.

Craven:

—Sí, y por esto te lo digo: siempre hay un chivo expiatorio y no pienso ser yo.

Retrocedo unos pasos para acercarme a continuación haciendo el mayor ruido posible antes de doblar la esquina.

Se quedan helados al verme.

—¿Caballeros? —digo.

—Que te den por el culo. —Alderman echa a andar por el pasillo.

—¿Qué le pasa? —pregunto.

—Un mal día —dice Craven.

—¿No lo son todos? —Le paso el Evening Post.

Mira el titular y la foto del incendio en Bradford Road.

—Ya lo he visto —dice.

—¿Y quién es?

—¿Quién es qué?

—El cadáver.

—Ni puta idea. —Se encoge de hombros y me devuelve el periódico.

—¿Sabe de quién era el edificio?

—Me importa una mierda —dice, y se larga en la misma dirección que Alderman.

Me quedo allí con el periódico en la mano, en el pasillo, en su pasillo.

Momentos después llamo a la puerta de Noble.

No hay respuesta.

No está.

Aparco el Saab debajo de los arcos oscuros y vuelvo andando al Griffin, con la bolsa de Spunks en la mano.

Voy directamente al bar, pero allí no hay nadie, nadie conocido.

Subo y llamo a la puerta de Helen Marshall…

Luego a la de Murphy…

A la de Mac…

A la de Mike Hillman…

Joder.

Bajo al bar echando pestes, me tomo un whisky y decido volver a RD News, porque no tengo otro sitio adonde ir y no puedo dormir hasta que me comuniquen los resultados de la autopsia, aunque la espalda me está matando, aunque no tengo ni puta idea de cómo voy a conseguir los resultados de la autopsia. Voy camino de la puerta principal del hotel cuando el recepcionista me llama:

—¿Señor Hunter?

Me detengo.

—¿Sí?

—Hay un mensaje para usted.

—Gracias.

Me entrega un sombre arrugado, de papel manila. Lo abro y…