18

El desayuno grasiento, la conversación fría, el tiempo las dos cosas. La radio encendida:

Todos los periódicos dominicales se hacen eco esta mañana de las acusaciones y contra acusaciones relacionadas con la suspensión de Peter Hunter, comisario jefe de la Policía del Gran Manchester.

Bajo un titular que reza: Hunter: ¿Conspiración o coincidencia?, el editorial del Observer se pregunta si la suspensión podría estar relacionada con el informe al parecer hostil que el citado comisario estaba elaborando sobre la manera en que la Policía de West Yorkshire ha llevado a cabo hasta la fecha la investigación en curso sobre el Destripador, informe que ahora ha sido archivado.

Sin embargo, el Mail on Sunday cita fuentes policiales anónimas que afirman que la suspensión del señor Hunter obedece a su relación con un importante delincuente local de quien el comisario habría aceptado generosos favores, tal como indican las fotografías que circulan por algunos de los bares y los clubes menos recomendables de Manchester.

Otros periódicos, por su parte, relacionan el cese del comisario Hunter bien con la caza del Destripador de Yorkshire, bien con las perspectivas de liberación de los cincuenta y dos rehenes

Me trago la comida y me levanto de la mesa.

—¿Adónde vas? —dice la madre de Joan.

—A Preston.

—¿A Preston? —repite su padre.

Joan ni siquiera levanta la vista del plato grasiento y frío.

Preston.

Sábado, 28 de diciembre de 1980:

11:05:02.

Llego muy pronto.

Demasiado pronto.

Sé dónde está el St. Mary’s, así que dejo el coche en un aparcamiento próximo a la estación y me quedo un rato oyendo la radio hasta que decido ordenar el coche, donde tengo medio despacho: las cartas y las felicitaciones sin abrir; los regalos de Navidad, los distintos bolígrafos, las agendas, los bombones, los pañuelos y la corbata; las cosas que me llevé del Griffin… la Exégesis y las cintas, las notas de Hall y las mías; el maletero lleno de Spunks.

Abro las puertas y el maletero y empiezo a clasificarlo todo. Ordeno las revistas y los papeles importantes debajo de un mar de calcetines y de agendas, de los pañuelos y la corbata, cierro el maletero y vuelvo al coche, donde he dejado las cartas y las felicitaciones sin abrir, en el asiento del pasajero, y con la boca llena de bombones de licor empiezo a abrir los sobres, uno por uno, las felicitaciones y las cartas, una por una, las oficiales y las personales, una por una.

Un sobre ligero de papel manila, la dirección escrita con rotulador negro y la letra inclinada:

Peter Hunter.

Comisario jefe.

Manchester.

Un sobre ligero de papel manila, la dirección escrita con rotulador negro y la letra inclinada:

Fotografías, no doblar.

Un sobre ligero de papel manila.

Rasgo el sobre y saco las fotos.

Hay cuatro.

Cuatro fotografías de dos personas en un parque:

Platt Fields Park, en invierno.

Fotografías en blanco y negro.

Fotografías en blanco y negro de dos personas en un parque, junto a un estanque:

Un estanque frío y gris; un perro.

Cuatro fotos en blanco y negro de dos personas en un parque.

Dos personas en un parque:

Una de ellas, yo.

St. Mary’s, Church Street, Preston.

12:54:05.

Estoy sentado a una mesa pegajosa, al lado de la puerta. La lluvia fuera, el frío dentro.

Tengo delante media pinta de cerveza y la mesa salpicada de patatas fritas con sal y vinagre. Los clientes habituales me observan de reojo.

No paro de mirar el reloj, mi nuevo reloj digital:

12:56:05.

Sentado a la mesa pegajosa, al lado de la puerta, me pregunto si el hombre al que estoy esperando será alguno de los clientes del bar, me pregunto si vendrá, qué haría yo en su lugar, quién cojones es, quién cojones soy.

Tengo delante un vaso vacío y los dedos manchados de sal y vinagre. Dos hombres que están jugando a los dardos me miran fijamente.

Miro el reloj:

12:58:03.

Sigo sentado, rodeado de frío y de humedad.

De miradas hostiles.

Levanto la vista.

—¿Peter Hunter? —La camarera que está en la barra agita el teléfono.

Levanto una mano y me acerco.

Me pasa el teléfono por encima de la barra.

—Soy Peter Hunter —digo.

La misma voz de hombre:

—¿Está solo?

—Por supuesto.

—¿Cómo lo sabe?

Me paro a pensar. Repaso mentalmente el camino, escudriño el bar, los ojos y las miradas, y digo:

—Sí, estoy solo. ¿Y usted?

—Por supuesto

—¿Dónde está?

—Bastante cerca.

—¿Dónde?

—Salga del bar, suba calle arriba y gire a la izquierda en Frenchwood Street.

—¿Y?

Pero ya ha colgado.

Subo por Church Street con la lluvia fría en la cara. Al final de la cuesta distingo el techo del aparcamiento de varias plantas donde he dejado el coche.

Giro en Frenchwood Street, donde a mano izquierda hay una hilera de garajes, a la derecha un descampado, y sigo andando hasta el último garaje. La puerta está golpeando con el viento y la lluvia.

Empujo la puerta y allí está, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, apoyado en un banco hecho con cajas de madera y de cartón.

—Buenas tardes —dice un joven con un traje negro y sucio.

Tiene la cara hinchada, amoratada, con heridas y puntos de sutura, la nariz rota y escayolada, una mano vendada, y con la otra mano se aparta el pelo lacio y grasiento de los ojos azules, casi negros.

—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

—Nada de nombres.

Me encojo de hombros y palpo mis propias heridas.

—¿Qué te ha pasado?

—Gajes del oficio. —Se lleva una mano a la nariz—. Va con los ambientes que frecuento.

Echo un vistazo al garaje, a las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas de…

Esvásticas.

Lo miro fijamente en el garaje oscuro:

—¿De eso querías hablarme? ¿De los ambientes que frecuentas? ¿De este garaje?

—Usted ya ha estado aquí, ¿verdad, señor Hunter?

Digo que sí con la cabeza:

—¿Y tú?

—Sí, sí. Muchas veces.

—¿Estabas aquí la noche del jueves, 20 de noviembre de 1975?

Se aparta el pelo de los ojos hinchados y sonríe.

—Tiene la cara hecha un asco —dice.

—La tuya tampoco está muy bien.

—¿Cómo es esa canción? ¿Si creen que pueden matar, probablemente lo harán?

—No la conozco.

—Yo sí. —Me tiende un papel.

Lo abro, lo miro y vuelvo a mirar al joven.

Sonríe, con una sonrisa leve y amenazadora.

Vuelvo a mirar el papel.

Es una fotocopia en blanco y negro.

Una fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, unas piernas y un coño.

Clare Strachan.

En la parte superior de la hoja, escrito con rotulador negro:

Spunk, número 3, enero de 1975.

Al pie de la hoja, escrito con rotulador negro:

Asesinada por la Policía de West Yorkshire, noviembre de 1975.

En la cara de la víctima, dibujada con rotulador negro:

Una diana.

Lo miro. Está entre las botellas y las latas, los trapos y los papeles, apoyado en un banco hecho con cajas de madera y cartón, con la cara hinchada, amoratada, con heridas y puntos de sutura, la nariz rota y escayolada, una mano vendada, con la otra se rasca las costras y las heridas.

Se rasca el picor de las costras y las heridas.

Asustado.

Sonríe y dice:

—Aquí viene un poli a cortarte la cabeza.

—¿Lo hiciste tú?

—¿Qué?

—¿Algo de esto?

—No, señor Hunter —niega con la cabeza—. No fui yo.

—Pero ¿sabes quién fue?

Se encoge de hombros.

—Dímelo.

Niega con la cabeza.

—O me lo dices o te detengo.

Niega con la cabeza.

—No me detendrá.

—Sí.

—¿Por qué?

—Por hacerle perder el tiempo a un policía. Por ocultamiento de pruebas. Obstrucción. ¿Homicidio?

—Eso es lo que ellos querrían —sonríe.

—¿Quiénes?

—Ya lo sabe. —Sacude la cabeza.

—No, no lo sé.

—En tal caso lo han sobreestimado.

—¿Eso qué quiere decir?

—Quiere decir que mucha gente se ha tomado muchas molestias para asegurarse de que usted no estuviera en Yorkshire y se hiciera cargo de la investigación del Destripador.

—¿Y por qué te quieren detenido?

—Me quieren muerto, señor Hunter. Detenerme es sólo la manera de ponerme las manos encima.

—¿Quiénes?

Niega con la cabeza y sonríe:

—Nada de nombres.

—No pienso perder más tiempo. —Abro la puerta.

Me embiste y cierra de un portazo.

—Usted no va a ninguna parte.

Estamos pecho con pecho y cara con cara en el garaje a oscuras, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos.

—Pues empieza a hablar de una puta vez. —Le pongo la fotocopia en las narices.

Aparta el papel y levanta la mano.

—Que le den.

—Eres tú quien me ha llamado. ¿Para qué?

—Créame si le digo que no me hacía maldita la gracia. —Vuelve al banco hecho con cajas—. Tenía serias dudas.

—¿Entonces?

—Pensaba enviarle la copia por correo, pero entonces me enteré de que lo habían apartado del servicio y no sabía dónde encontrarlo.

—¿Y eso es todo? —pregunto, con la copia en la mano.

Asiente con la cabeza.

—¿Por qué?

—Quiero que esto termine. Quiero que paren de una vez.

—¿Quiénes?

—Ya le he dicho que no daré nombres. ¿Cuántas veces tengo que decírselo?

En el garaje oscuro, oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, lo miro fijamente.

Lo miro, miro a Clare y pregunto:

—¿Por qué aquí? ¿Es aquí donde empezó todo? ¿Con ella?

—¿Donde empezó? Qué va.

—¿Donde terminó?

—Digamos que fue el principio del fin.

—¿El fin de quién?

—¿Quiere nombres? —susurra—. El mío, el suyo, el de ella… el de la mitad de los putos polis a los que conoce.

Me quedo mirando la fotocopia que tengo en la mano.

La fotocopia en blanco y negro.

La fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, piernas y coño.

—¿Por qué Strachan? ¿Por la revista? ¿Por Spunk?

—¿Por qué mataron a Clare? —Niega con la cabeza—: No fue por eso.

—¿No fue por la pornografía? ¿El asesinato de Strachan no tuvo nada que ver con MJM?

—No.

—Quiero nombres.

—Le daré un nombre —susurra—. Sólo uno.

—Adelante.

—Ella se llamaba Morrison.

—¿Quién?

—Clare. Su nombre de soltera era Morrison.

—¿Morrison?

Dice que sí con la cabeza.

—¿Verdad que conoce a otras personas llamadas Morrison, señor Hunter?

En el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, digo:

—Grace Morrison.

Asiente.

—¿Y?

En el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, añado:

—El Strafford. Era la camarera del Strafford.

Asiente y sonríe.

—¿Y?

En el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, en aquel garaje oscuro, murmuro:

—Eran hermanas.

Asiente, sonríe y se echa a reír:

—¿Y?

En el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, bajo la cabeza.

Contemplo la fotocopia que tengo en la mano.

Una fotocopia en blanco y negro.

Una fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, piernas y coño.

En el garaje oscuro, oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, levanto la cabeza y repito:

—El Strafford.

—Bingo —sonríe.

En el garaje oscuro, pregunto:

—¿Cómo lo sabes?

Sin asentir, sin sonreír, sin reír:

—Porque estaba allí.

—¿Dónde? ¿Dónde estabas?

—En el Strafford —dice, abriendo la puerta.

Me abalanzo sobre él y cierro de un portazo.

—No vas ninguna parte, amigo. Todavía no.

Volvemos a estar pecho con pecho, cara con cara en el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos.

—No tiene buena suerte, señor Hunter.

—No me jodas —grito—. ¿Vas a decirme lo que pasó esa noche?

—Pregúnteselo a otro.

—¿Se lo pregunto a Bob Craven? Porque no hay nadie más. Están todos muertos.

—Exactamente.

—No me jodas. —Lo agarro de la chaqueta.

Pero me empuja e intento agarrarlo de nuevo en el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, lo intento y me esquiva en el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, lo intento y me esquiva, me esquiva hasta que…

Caigo al suelo: su puño en mi cara, sus dedos en la garganta.

Me levanto, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, pero…

—¿Qué coño estás haciendo? —grita. Intenta escapar.

—Esta vez no escaparás —vocifero, pero…

Empieza a darme patadas, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, a darme patadas…

—Déjame en paz, cabrón.

—¿Qué pasó?

Sigue dándome patadas, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos.

—No diré nada más.

—¡Dímelo!

Pero se ha soltado y está en la puerta.

—Todavía no han terminado contigo —dice.

Aquí, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, con las fotos en el bolsillo del abrigo.

Cuatro fotografías en blanco y negro de dos personas en un parque.

Dos personas en un parque:

Una de ellas, yo.

Y entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, le digo entre dientes:

—Estás muerto.

—Yo no —se ríe—. Yo tengo un seguro de vida. ¿Y tú?

—Te encontrarán y te matarán si no vienes conmigo.

—A mí no.

—Muy bien, sal corriendo entonces.

—Que te den. —Sale del garaje—. Eres tú quien tendría que salir corriendo; no han terminado contigo.

Con la cara hinchada, amoratada, herida, en el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, grito:

—Estás muerto.

En el garaje oscuro, entre las botellas y las latas, los trapos y los periódicos, las paredes de aglomerado, las latas oxidadas y las botellas rotas, los trapos podridos y los periódicos sucios, las paredes de aglomerado salpicadas, la puerta del garaje golpeando por el viento, por la lluvia:

—Muerto.

Vuelvo al aparcamiento, me siento en el coche y lloro.

Lloro con ganas.

Cuatro fotografías en blanco y negro.

Cuatro fotografías en blanco y negro de dos personas en un parque.

Dos personas en un parque:

Una de ellas, yo.

Cuatro fotografías en blanco y negro en el asiento, a mi lado.

Cuatro fotografías en blanco y negro y una fotocopia en blanco y negro.

Una fotocopia en blanco y negro.

Una fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, piernas y coño.

Spunk, número 3, enero de 1975.

—Clare Morrison —digo en voz alta—. ¡Hay que joderse!

En el aparcamiento, sentado en el coche, me seco las lágrimas. Salgo del coche, abro el maletero para coger la bolsa de Spunks y la Exégesis, y cuando lo encuentro debajo del mar de calcetines y agendas, debajo de los pañuelos y la corbata, vuelvo al coche y busco el número 3, pero no está.

Es uno de los números que faltan.

Vuelvo a guardar las revistas, pienso y repaso mi grabación mental.

Y me quedo mirando el papel que está en el asiento, a mi lado.

La fotocopia en blanco y negro.

La fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, piernas y coño.

Vuelvo a pensar y a repasar mi grabación mental.

¿Por qué Strachan? ¿Por la revista? ¿Por Spunk?

¿Por qué mataron a Clare? —niega con la cabeza—. No fue por eso.

¿No fue por la pornografía? ¿El asesinato de Strachan no tuvo nada que ver con MJM?

Stop.

Rebobino:

¿No fue por la pornografía? ¿El asesinato de Strachan no tuvo nada que ver con MJM?

Stop.

Pedazo de cabrón mentiroso.

Arranco el coche y pienso:

Eres tú quien tiene que salir corriendo; todavía no han terminado contigo.

Richard Dawson vive en West Didsbury, en un chalet grande y blanco diseñado por el arquitecto John Dawson como regalo de boda para su hermano menor y su mujer, Linda.

Aparco en la calle, en la puerta del jardín y subo hasta la puerta por el camino de grava.

Pequeño Cisne, dice un letrero en la verja.

Llamo al timbre y echo un vistazo al jardín, al estanque bajo la lluvia, tratando de recordar cuándo estuve allí por última vez.

Estoy a punto de tocar el timbre por segunda vez cuando aparece Linda.

Linda con una falda y una blusa, con cara de llevar una semana sin dormir.

—Hola, cielo —digo—. ¿Cómo estás?

Pero rompe a llorar. La abrazo y entramos en la casa fría y silenciosa. Cerramos la puerta.

Nos sentamos en un sofá de cuero color crema en la penumbra de su salón blanco, Kelly Monteith en la tele, sin sonido.

Y cuando deja de temblar entre mis brazos, me levanto, me acerco al mueble bar y sirvo dos vasos grandes de escocés con soda.

Le ofrezco uno y me mira desde el sofá con los ojos enrojecidos, en carne viva.

—¿Qué está pasando, Peter?

Niego con la cabeza.

—No tengo la menor idea, cielo.

—¿Cómo está Joan?

—¿Te has enterado de lo de la casa?

—Sí —dice—. ¿Estáis en casa de sus padres?

—Sí. ¿Y tú? ¿Dónde están los niños?

—Con mis padres.

—¿Qué les has dicho?

—Que su papá se ha ido.

—Linda, ¿tienes alguna idea de dónde está?

Dice que no y vuelve a llorar.

—Le ha pasado algo. Lo sé.

—No lo sabes.

—Me habría llamado. Seguro que me habría llamado.

—¿Y la casa de Francia?

—Eso dice todo el mundo, pero yo no lo creo. No se habría ido sin decir nada.

—¿Alguien se ha puesto en contacto con la policía local francesa?

—Ese Roger Hook dijo que lo haría.

Me siento y le doy la mano.

—¿Cuándo viste a Richard por última vez?

—Hace ya una semana.

—¿El domingo pasado?

Afirma con la cabeza.

—¿Te dijo adónde iba? —Le aprieto la mano.

—Dijo que tenía que solucionar un par de asuntos.

—¿Solucionar un par de asuntos?

—Pensé que iba a verte.

—Me llamó —digo.

—¿Cuándo?

—El sábado por la noche.

—¿Te dijo algo?

—Estaba preocupado por la reunión del lunes, por tener que volver a ver a Roger Hook.

—¿Crees que estaba tan preocupado como para huir?

—No lo sé, cielo. ¿Y tú?

Se queda mirando el vaso de whisky y contesta en voz baja:

—Yo ya no sé nada.

—Linda. —Le aprieto la mano—. ¿Cuánto te ha contado sobre su trabajo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Te hablaba del día a día en la oficina?

—No mucho.

—¿Te habló de alguien en particular? ¿Lo notaste alterado por algo?

—Estaba alterado por Bob Douglas y su hija Karen.

—Claro. ¿Quién no? Te pregunto si estaba alterado en general.

—No lo sé. —Se suelta de mi mano—. No entiendo qué quieres decir.

—Por ejemplo, ¿tú conocías a Bob Douglas y a su mujer?

—Eso es distinto, fui yo quien los presentó.

—Sí, sí. ¿Os conocisteis en el colegio?

—Sí. —Se levanta y empieza a dar vueltas.

—Perdona, Linda. ¿Puedo decirte algunos nombres, para ver si te suenan de algo?

Se detiene junto a la ventana, la ventana grande y fría.

—¿Bob Craven? —digo.

Está de espaldas, al salón y a mí, mirando por la ventana, callada.

—¿Linda?

Mirando el jardín por la ventana, el estanque bajo la lluvia.

—¿Bob Craven? —repito.

El jardín, por la ventana, el estanque bajo la lluvia.

—¿Linda?

—No —dice, de pie, ligeramente de puntillas.

—¿Eric Hall?

La ventana, el jardín, el estanque, la lluvia, callada.

—¿Eric Hall? —repito.

Silencio y…

—¡Peter!

—¿Qué?

—No. —Apoya las manos en el cristal y da media vuelta—. ¡No!

Me levanto y me acerco a la ventana.

—¡No! ¡Por Dios! ¡No! —repite Linda.

Roger Hook y Ronnie Allen se acercan por el camino de grava.

—¡No!

Trago saliva y voy a la puerta.

—¡No, por favor, no!

Abro la puerta y veo la expresión de sus rostros.

—No, no, no —grita Linda, y echa a correr hacia el fondo de la casa—: No, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no.

El timbre vuelve a sonar.

—¿Dónde está? —dice Joan.

—En el dormitorio.

—¿Y los niños?

—No están aquí. Están con los padres de Linda.

—¿Lo saben?

Niego con la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —Tuerce el gesto, con labios temblorosos.

—Ven. —La llevo al salón.

—¿Conoces a Roger? —digo—. Y éste es Ronnie Allen.

Roger Hook sonríe a mi mujer y Ronnie Allen le tiende la mano.

—Encantada de conocerla, señora Hunter.

Nos sentamos en el sofá de cuero de color crema y digo:

—Encontraron su cadáver en una tienda de prensa en Batley, en West Yorkshire, tras un incendio.

—¿En Batley? ¿Un incendio?

—Lo han asesinado, amor.

—¿Cómo? Quiero decir, ¿qué…?

Levanto una mano para interrumpirla.

—Escucha. Voy a explicarte los detalles, porque Linda querrá saberlo y en este momento eres la única persona que podrá entrar en esa habitación.

Joan hace una mueca, está temblando.

—Hubo un incendio en Bradford Road, en Batley, en una tienda de prensa llamada RD News la madrugada del martes 23. No encontraron el cadáver hasta el martes a mediodía, en un apartamento situado encima de la tienda. Parece ser que el fuego empezó en el apartamento.

Roger Hook escucha y asiente.

—Estaba desnudo, apuñalado y estrangulado. Le cortaron las manos y le arrancaron los dientes con un martillo. Después lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego.

Joan está temblando.

—Sólo pudieron identificar el cadáver por los pies.

—¿Los pies? —pregunta Joan.

—Nació sin el talón del pie izquierdo —digo. Y oigo…

—No.

Una voz débil y triste suena en la puerta. Nos volvemos y ahí está Linda…

Sin blusa, en sujetador y falda. La sangre gotea desde sus muñecas sobre la alfombra color crema.

—¡No! —grita Joan—. ¡No, Peter, por favor…!

Ronnie abraza a Linda y le presiona las muñecas con las manos. Hay sangre por todas partes.

Yo sostengo a Joan.

Hay sangre por todas partes.

Roger grita al teléfono.

Sangre.

Sangre por todas partes.