7
La llamada en plena noche.
El jefe superior Clement Smith:
—Te necesito aquí. Polígono Industrial de Vaughan, en la salida de Pottery Lane.
—¿Qué ha pasado?
—Algo malo.
—¿No vas a decirme nada más?
—Roger Hook ha preguntado por ti. Es lo único que sé.
—¿Ahora?
—Ahora.
—Voy para allá.
—Nos vemos allí.
Otro viaje en la oscuridad de otra noche negra.
Por los Moors.
Los asesinatos y las mentiras.
Los gritos y los susurros.
De niños.
Siempre sus gritos y sus susurros.
Siempre los asesinatos y siempre las mentiras.
Siempre los Moors.
Siempre de noche y siempre negra.
Llego a Prestwich, atravieso Cheetham Hill y Collyhurst hasta Ardwick y cruzo las malditas vías del tren:
El polígono industrial de Vaughan, en el barrio de Ashburys.
Edificios oscuros de escasa altura bajo la lluvia fría y las luces azules. Los policías como espectros negros en la luz blanca, sus abrigos como alas alrededor de una fábrica:
MUERTE.
Todos los dioses del norte han muerto o están moribundos…
Aparco entre las furgonetas y los coches, encima de un bache lleno de agua estancada donde yace un pájaro muerto, un gorrión.
Me subo el cuello del abrigo para protegerme de la lluvia y echo a andar a trompicones.
El policía joven que está en la puerta se quita la capucha para examinar mi placa y señala hacia una boca abierta:
MUERTE.
Una figura aterradora me sigue.
Clement Smith y Roger Hook están en la puerta, pálidos, la vista clavada en el suelo. Me miran en silencio con los ojos irritados por el frío, la lluvia y las lágrimas.
Lenguas que se mueven sin articular palabra, un cigarrillo, tibios apretones de manos.
Me abro paso entre ellos y entro:
MUERTE.
Es aquí, los cisnes se han escapado.
Recias mesas de trabajo, aceite y cadenas, herramientas; el mal olor de las máquinas, el aceite y las cadenas, las herramientas; el sonido del agua sucia, del aceite y las cadenas, de las herramientas; goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, herramientas.
Claraboyas en el techo y lluvia en los cristales.
Atado a una mesa de trabajo, encadenado, prisionero:
MUERTE.
Las alas clavadas en el fresno, pornografía.
Me acerco a la mesa de trabajo.
Desnudo y lacerado. Me acerco.
Ensangrentado, ennegrecido, apaleado. Me acerco.
Desnudo, lacerado, ensangrentado, ennegrecido y apaleado. Me acerco.
La cara y el pelo quemados. La cabeza vuelta hacia la izquierda.
En la boca, una casete.
Bob Douglas:
MUERTO.
Todo esto y además los paganos.
A su izquierda, una puerta entornada, la mitad superior de vidrio esmerilado.
Avanzo por el suelo de hormigón húmedo y salpicado de sangre, me acerco a la puerta y empujo con la bota.
Empujo y veo una bañera manchada de barro, pegada a la pared. La cabecera mira a la luz de una claraboya. Empujo y veo:
MUERTE.
Tropezamos en la escalera oscura.
Me acerco a la bañera.
Me acerco a la luz del cristal.
Me acerco al cuerpo tendido en la bañera.
Me acerco al dolor desde la oscuridad.
Un amago de sonrisa tétrica; un agujero negro en un corazón detenido.
En la mano, un osito de peluche.
Karen Douglas:
MUERTA.
No la dejes escapar.
Retrocedo hacia el padre de la niña.
Retrocedo hacia Smith y Hook en la puerta, hacia las manos y las lenguas, los cigarrillos, el frío y la lluvia, las lágrimas…
Retrocedo, me alejo, huyo de:
LA MUERTE.
Siempre igual.
Dos horas más tarde, con la humedad metida en los huesos, nos sentamos alrededor de una mesa en la undécima planta de la Jefatura Superior de Policía de Manchester, entre timbres de teléfono y botas a la carrera por todas partes.
Siempre por todas partes.
Cuento doce hombres.
A la espera:
Miércoles, 17 de diciembre de 1980.
Las nueve de la noche.
Al cabo de diez minutos otra llamada a la puerta.
La casete en una bolsa de plástico, ya analizada por los científicos.
Roger Hook enchufa una grabadora y Clement Smith saca la cinta de la bolsa:
—¿Huellas?
Un científico asiente con la cabeza.
—¿De quién?
El científico hace un gesto negativo:
—Lo están comprobando.
Smith saca la cinta y le da la vuelta. Una frase escrita con rotulador negro en el plástico transparente:
«Todo esto y además los paganos», lee. Y me mira.
—Es del Destripador —digo—. Hay una canción que se titula Todo esto y además el cielo[11], de un cantante llamado Andrew Gold.
Doce bocas se abren para soltar doce maldiciones:
—Puto infierno.
—¿Es él? —pregunta alguien.
—No tiene sentido, ¿por qué…?
—Un hombre y su hija…
—Un ex policía.
—Pobre diablo…
—A menos que Douglas supiera…
Clement Smith se levanta y señala a Roger Hook:
—Caballeros, ¿oímos la cinta primero?
Doce hombres asienten en silencio.
Hook pulsa el play:
SILBIDO.
Piano.
Batería.
Bajo.
«¿Puede ser esto amor, si nos hace sufrir?»
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Susurros.
Infierno:
«¿Es el mundo tan triste como parece?».
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Susurros.
Más infierno:
«¿Cuánto me quieres?».
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Llantos.
Llantos.
«Sol sut irip se nara tama Hunter!»
STOP.
Silencio.
Nada:
Miércoles, 17 de diciembre de 1980.
Nueve y media.
Nada más que…
Doce caras pálidas, unas fofas, otras enjutas, doce caras y veinticuatro ojos que me observan.
Me levanto.
—¿Podemos hablar un momento? —le pregunto a Clement Smith—. En privado.
Se pone en pie y le dice a Roger Hook:
—A mi despacho.
Hook y yo nos acercamos a la puerta. Veinticuatro ojos me observan.
—Y trae eso. —Smith señala la grabadora.
Lo seguimos por el pasillo.
—¿Podemos volver a oírla? —dice Hook.
Smith asiente.
Hook pulsa el play.
SILBIDO.
Piano.
Batería.
Bajo.
«¿Puede ser esto amor, si nos hace sufrir?»
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Susurros.
Infierno:
«¿Es el mundo tan triste como parece?».
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Susurros.
Más infierno:
«¿Cuánto me quieres?».
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Llantos.
Llantos.
«Sol sut irip se nara tama Hunter!»
STOP.
Silencio, otra vez silencio.
Sólo la lluvia negra resbalando en la ventana.
La ciudad gris a sus pies, nadando.
Ahogándose.
—¿Qué dice la última frase? —pregunta Roger Hook.
—Es mi nombre —miro al jefe.
Smith traga saliva y no dice nada.
—Esas palabras, no sé qué significan pero las he oído antes.
—¿Dónde? —pregunta Smith.
—Ayer fui a ver a un hombre llamado Jack Whitehead. Era periodista del Yorkshire Post, hasta que tuvo una crisis nerviosa y se clavó un clavo en la cabeza con un martillo.
—Puto infierno —dice Hook.
—Está internado en el Hospital Stanley Royd, en Wakefield —continúo—. El caso es que fui a verlo porque tenía relación con Eric Hall. Eric Hall estaba en Antivicio de Bradford y al parecer era el chulo de Janice Ryan, quien, como sabéis, fue la sexta víctima del Destripador.
Smith y Hook me miran fijamente, perplejos.
—Ryan además era la amante de un sargento, Robert Fraser, que estaba en la brigada que perseguía al Destripador.
—¿El que se suicidó con el gas del motor de su coche? —pregunta Hook.
Digo que sí con la cabeza.
—Por lo visto, en la policía de West Yorkshire, hay quienes piensan que algunos de estos asesinatos no son obra del Destripador. Entre ellos el de Ryan.
—¿De verdad? —dice Hook con sorna—. ¿Son capaces de pensar?
—Sigue —escupe Smith con impaciencia.
—Fui a ver a Whitehead por su relación con Eric Hall y Janice Ryan. Está sedado, en el ala de seguridad de Stanley Road, pero se mostró lúcido casi todo el tiempo, hasta el final. Os juro que entonces le oí de decir esas palabras, o unas muy parecidas a las que hemos oído al final de esta cinta.
—¿Queréis oírla otra vez? —pregunta Hook.
—No —dice Smith.
Suena el teléfono.
Smith contesta:
—¿Qué hay? —Escucha, sin cambiar de expresión, mirándome, y cuelga.
—¿En qué idioma estará? —pregunta Hook.
—No tengo ni idea. —Miro a Smith.
—¿La enviamos a la Universidad? —sugiere Hook. Nadie le presta atención.
Smith se inclina y saca la cinta de la grabadora:
—Este título… Todo esto y además los paganos… ¿Dices que hace referencia a la cinta del Destripador?
—Sí —respondo—. Y la música del principio es de una canción que aparece también en la cinta del Destripador, del mismo álbum: Todo esto y además el cielo.
—Puto infierno —dice Hook—. Otra vez el Destripador.
—O alguien que quiere hacernos creer que es el Destripador —digo.
—¿O tú? —dice Clement Smith.
—¿Cómo dices? —pregunto.
—Tú también estás metido en esto.
—Lo sé —digo.
—Has ido a ver a Douglas. Douglas estaba trabajando para Richard Dawson. Richard Dawson es amigo tuyo.
—Lo sé.
—Y está detenido.
Me miran fijamente.
Vuelve a sonar el teléfono.
Smith contesta:
—¿Qué hay?
Escucha y dice:
—Tráigalo.
Cuelga y me mira.
—¿Qué pasa? —pregunta Hook.
—Otro mensaje de mierda.
—¿Qué?
—Han sacado un papel, una nota… de la garganta de la niña.
—Puto infierno.
—¿Qué dice? —pregunto.
—Ahora lo veremos.
Volvemos con los demás, los doce perdidos.
Otro científico:
—El examen preliminar post mórtem de la niña Karen Douglas ha revelado que murió de una sola puñalada en el corazón.
¿La vio morir su papá, la oyó morir? ¿O fue ella quien vio morir a su papá, quien lo oyó morir?
El patólogo muestra una bolsa de plástico que contiene un trozo de papel gris.
—Le sacamos esto de la garganta.
Doce hombres más uno se inclinan hacia delante, se estiran, se levantan a medias, gritan.
El patólogo levanta una mano para pedir silencio:
—Dice: 5 LUV.
Doce bocas abiertas, doce nuevas maldiciones:
—Puto infierno.
El patólogo se sienta, sin más que añadir.
Veinticuatro ojos puestos en Clement Smith.
Por el rabillo del ojo ves una silueta oscura.
—Ya está bien de gilipolleces —brama Clement Smith, agarrado con fuerza a la mesa—. El inspector jefe Hook dirigirá los equipos de la policía científica: puerta a puerta, conocidos, testigos, etc. Los traerá a todos, les tomará declaración, lo habitual.
Lo habitual.
—Comisario jefe Hunter, a mi despacho.
Despacho del jefe Smith. Solos los dos.
—Pete. —Mueve la cabeza con pesar—. Tienes que ser completamente sincero conmigo en esto…
—Por supuesto. Siempre lo soy.
—Por favor, déjame terminar. —Aparta la mirada de la mesa—. ¿Te das cuenta de cómo pinta esto? Pinta muy mal: ex policía y su hija asesinados, brutalmente asesinados, sádicamente asesinados por algún asunto relacionado con un importante empresario, altos mandos policiales y el puto Destripador de Yorkshire. Un lío de la hostia.
Silencio. Nos miramos hasta que…
Hasta que digo:
—No sé qué quieres que diga. ¿Me estás acusando de algo?
—No seas paranoico, Pete. Pero por Dios te pido que te mantengas al margen del caso Richard Dawson.
—Vale, vale —digo—. Pero nadie me advirtió de que hubiera «un caso Dawson». ¿O sí?
—Por sentido común no tendrías que haber hablado con Douglas.
—¿Sentido común? ¿Quieres decir que he cometido un error?
—Un error de cojones. Y no tardará en saberse.
—¿Qué hago?
—No lo sé. —Se tira de la barba con los dedos—. Ni puta idea.
Silencio. Nos miramos hasta que…
Hasta que suena el teléfono.
Smith contesta:
—¿Sí?
Escucha, cierra los ojos y dice:
—Bajo en seguida.
Cuelga, sin abrir los ojos.
—¿La mujer de Douglas? —pregunto.
Dice que sí con la cabeza.
—La vi el domingo, cuando estuve en su casa.
Smith no se mueve.
—La conocí. ¿Quieres que te acompañe? —digo.
Abre los ojos y coge el teléfono:
—Con el inspector jefe Hook, por favor.
Espera, evitando mirarme.
—Roger —dice—. La señora Douglas está aquí. Baja, por favor.
Escucha a Hook y después me mira.
—Déjalo que sufra un poco —dice—. Ya nos ocuparemos del maldito Richard Dawson a su debido tiempo.
Y justo antes de colgar añade:
—Una cosa, Roger. No le digas a Dawson lo de Douglas. Y asegúrate de que no se entere.
Cuelga con rabia.
El teléfono vuelve a sonar.
—¿Qué hay?
Me mira y dice:
—Dile que el señor Hunter está ocupado.
Vuelve a colgar.
—¿Quién era? —pregunto.
—El director general Angus —dice, poniéndose en pie.
El teléfono empieza a sonar una vez más.
—Puto infierno —brama Smith. Lanza el aparato por encima de la mesa y sale como un basilisco.
Llamamos una vez, suavemente. Smith, Hook y yo.
Una agente de uniforme abre la puerta.
La señora Douglas, atiborrada de té y de compasión, nos mira:
—Dijo que iba al centro a hacer unas compras de Navidad. La niña quiso ir con él. Noté que no quería llevarla y pensé que sería por las aglomeraciones. Pero ella se puso a llorar y él terminó cediendo. Como siempre. Es demasiado blando con ella.
Silencio.
La señora Douglas, a punto de ser destruida por las preguntas y el dolor, me mira.
Silencio hasta que…
Hasta que Clement Smith empieza a transmitirle formalmente nuestras condolencias.
—No entiendo —dice la señora Douglas.
—Lo sentimos todos mucho, mucho —dice Clement Smith.
La señora Douglas me mira:
—¿Puedo verlos?
Niego con la cabeza.
—No.
—Por favor.
—No están aquí.
—¿Dónde están?
—En otra parte.
—¿No están en casa? —pregunta.
—No. No están en casa.
—Sí, me pareció raro que no estuvieran en casa. —Parpadea. Me mira, mira a Smith, mira a Hook, vuelve a mirarme, mira a la agente y vuelve a mirarme.
—No entiendo —repite. Se muerde los labios, se retuerce las manos, susurra para sus adentros, se pellizca, despierta y muere.
—No entiendo.
Dejo el bocadillo y me levanto.
—Voy a llamar a Joan —digo.
Clement Smith asiente.
—¿A qué hora quieres hablar con Dawson? —le pregunta Hook.
Smith mira el reloj y luego a mí:
—¿A las tres?
—Muy bien —digo. Y los dejo bajo las luces muy, muy brillantes.
—¿Dónde estás? —dice.
—Aquí. En Manchester.
El silencio podía cortarse con un cuchillo.
—¿Qué está pasando?
—Han matado a un hombre que trabajaba para Richard. Y a su hija.
Me acosté y tuve una pesadilla.
—¿A su hija?
—Sí.
Había una niña en una bañera.
—¿Cuántos años tenía?
—Seis.
El silencio podía cortarse con un cuchillo.
—¿Qué va a pasar?
—No lo sé.
Me acosté y tuve una pesadilla.
—Te quiero, Peter —dice—. Te quiero mucho.
—Yo también. Gracias, amor. Te veré dentro de un rato.
Había una niña en una bañera.
En la puerta de la sala pregunto:
—¿Crees que es buena idea?
—Yo creo que ya estamos por encima de las buenas o las malas ideas —gruñe Smith.
Roger Hook sale al pasillo:
—No tiene inconveniente en hablar sin que esté presente su abogado si está Pete.
—Como quiera —dice Smith—. Yo en su lugar exigiría la presencia de un equipo entero de abogados, todos los que pudiera pagar.
—¿Quieres que le aconseje que avise a su abogado?
—No. Lo haremos así.
Smith abre la puerta. Lo seguimos.
Richard Dawson se levanta, preocupado.
—Señor Dawson —dice Smith, sin darle tiempo de abrir la boca—. Creo que conoce a todo el mundo.
Dawson me mira y asiente con la cabeza.
Un policía joven, de uniforme, cierra la puerta y se sienta detrás de nosotros.
Acercamos las sillas a la mesa, en frente de Dawson.
Hook introduce una cinta en la grabadora y pulsa el play:
—Miércoles, 17 de diciembre de 1980. Tres y cuarto de la tarde. Interrogatorio preliminar del señor Richard Dawson en la sala de interrogatorios de la Jefatura Superior de Policía de Manchester. Están presentes el jefe superior de Policía Smith, el comisario jefe Hunter, yo, el inspector jefe Hook, y el detective jefe Stainthorpe.
Clement Smith acerca la cabeza a la grabadora y dice:
—Señor Dawson, le han aconsejado que solicite la presencia de su abogado, ¿es correcto?
—Sí.
—¿Pero usted ha decidido prescindir de representación legal?
—Sí. No estoy acusado de nada, ¿verdad?
—No. ¿Y sabe que puede solicitar un abogado en cualquier momento de esta entrevista?
—Sí. Gracias.
—Muy bien. Le hemos hecho venir para discutir algunos asuntos relacionados con la acusación de irregularidades financieras en las cuentas de sus empresas. Concretamente en relación con el pago de impuestos, pólizas de seguro y gastos.
Richard Dawson sigue mirándome y vuelve a asentir con la cabeza.
—Sin embargo —continúa Smith—, me gustaría empezar por hacerle unas preguntas sobre un tal Robert Douglas, a quien creo que usted contrató recientemente como asesor de seguridad.
—Sí —dice Dawson, desconcertado, sin dejar de mirarme.
—¿Le importaría contarnos cómo conoció al señor Douglas y en calidad de qué trabaja para usted?
—Me lo presentaron en un acto benéfico que se organizó en el colegio de mi hijo. La hija del señor Douglas va al mismo colegio, y mi mujer y la suya son miembros del Consejo Escolar.
—¿De qué colegio se trata?
—St. Bernard’s, en Burnage.
—¿Católico?
—Mi mujer es católica.
—Muy bien. Entonces…
—Conocí a Bob Douglas y coincidí con él en varios actos escolares. Mi mujer me contó que era expolicía y entonces recordé vagamente que había participado en la detención de Michael Myshkin y que poco después tuvo que retirarse tras un tiroteo en un atraco en Wakefield. El caso es que un par de meses más tarde hubo una oleada de robos en la zona de Didsbury, y pensé que era un buen momento para reforzar la seguridad en casa. Llamé a Bob Douglas y nos hizo un trabajo muy concienzudo a un precio muy razonable. Nos llevamos bien y desde entonces ha hecho algunos trabajos para mí.
—¿Por ejemplo?
Richard Dawson sigue asintiendo:
—Seguridad en la empresa y pólizas de riesgo.
—¿Le paga usted un sueldo, señor Dawson?
—Una cuota fija y un plus por cada trabajo específico.
—¿Cuándo lo vio o habló con él por última vez?
—La verdad es que no podría decir cuándo lo vi por última vez sin consultar mi agenda. Pero sí hablé con él. El viernes pasado me llamó para contarme que había oído decir que me estaban investigando. —Nos abarca a todos con un gesto de la mano.
—¿Y desde entonces no ha vuelto a tener contacto con el señor Douglas?
—No.
Llaman a la puerta.
Ronnie Allen entra y le entrega un papel a Roger Hook.
Hook le echa un vistazo y se lo pasa a Smith.
Smith aleja la silla de la mesa para leer la nota.
Se vuelve a Ronnie Allen.
—Reúne a todo el mundo en la planta once. Dentro de treinta minutos —le ordena.
Allen asiente y se va, evitando mirarme.
Smith vuelve a leer el papel, lo dobla y se lo guarda en el bolsillo.
Mira a Richard Dawson.
—Señor Dawson. —Clement Smith se inclina sobre la mesa—. Lamento comunicarle que un guardia de seguridad ha encontrado a Bob Douglas y a su hija asesinados en un almacén de Ashburys esta madrugada.
Richard Dawson se pone pálido, traga saliva y mueve la cabeza a derecha e izquierda.
Me mira.
Desesperadamente perdido, suplicante.
Abre y cierra la boca, se ahoga.
—¿Señor Dawson? —dice Smith.
Richard Dawson está blanco.
Smith:
—¿Tiene algo que decir?
Silencio, un silencio largo y oscuro.
Dawson susurra entonces:
—Nada, pero ahora sí me gustaría ver a mi abogado.
—Muy bien. —Smith se pone en pie—. El inspector jefe Hook se ocupará de los trámites necesarios y fijará la hora.
Hook asiente y dice a la grabadora:
—Entrevista interrumpida a las tres y treinta cinco de la tarde. 17 de diciembre de 1980.
Pulsa el stop, saca la cinta y escribe en ella:
Dawson 1/171280.
Richard Dawson sigue mirándome.
Nos levantamos todos menos él.
Me acerco a la puerta con Smith y Hook cuando…
—Pete —dice Richard Dawson.
Doy media vuelta.
—Gracias por ser mi amigo —dice con desprecio.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Repasamos:
Hook me mira. Smith me tiende el papel.
Leo:
Huellas de Jack Whitehead en la casete.
Hook me mira. Smith espera.
—Joder —digo.
Hook asiente. Smith espera.
—¿Ha llamado alguien a Stanley Royd?
Hook asiente:
—No se ha movido de la cama.
—¡Joder!
Smith:
—Os quiero a los dos aquí mañana a primera hora.
La sala en el piso de arriba:
Doce trajes negros y doce caras perplejas.
—¿Qué vamos a decir a la prensa? —pregunta alguien.
—Nada —dice Smith.
Me levanto.
—¿Adónde va? —pregunta alguien.
—A Ashburys.
—¿Ahora?
—Hay algo que se nos está escapando. Lo sé.
Doce trajes negros y doce rostros aún más oscuros.
Su paciencia agotada, mi tiempo también:
Salgo.
Camino de Ashburys una oración:
Oh, Señor, Padre de misericordia y Dios de consuelo.
Ten misericordia y compasión de este tu siervo afligido.
Me juzgaste con severidad y me hiciste pagar por mis pecados.
Tu ira cayó sobre mí y mi alma está llena de tribulación:
Pero, oh, Dios misericordioso, Tú que has escrito tu Palabra sagrada para enseñarnos, para infundirnos esperanza, paciencia y consuelo a través de tus Sagradas Escrituras,
concédeme un recto juicio de mí mismo, y de tus amenazas y promesas.
No permitas que aparte de ti mi confianza ni que la deposite en nada que no seas tú.
Dame fortaleza frente a todas mis tentaciones y líbrame de todos mis pecados.
No quiebres el junco herido ni apagues la llama de la vela.
No me niegues tu dulce misericordia.
Háblame de contento y de alegría para que los huesos que has roto puedan regocijarse.
Líbrame del temor al enemigo y haz brillar sobre mí la luz de tu rostro, y dame paz por mediación de Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Una oración en el camino de vuelta a Ashburys.
Ashburys, maldito y abandonado de Dios:
Miércoles, 17 de diciembre de 1980.
Cinco de la tarde.
Siete días antes de Navidad.
En el infierno.
Salgo del coche y echo a andar hacia la fábrica.
Se ha puesto el sol y todo es noche, edificios oscuros y amenazantes como torres con sus ojos muertos y sus espacios desiertos.
Negrura profunda como la muerte y silencio sólo quebrado por los gritos de los trenes de mercancías.
El círculo de espectros alrededor de un bidón de fuego amarillo se rompe para darme paso.
En el lúgubre invierno, hazte amigo de la muerte.
En la puerta, la grabación en mi cabeza:
SILBIDO.
Piano.
Batería.
Bajo.
«¿Puede ser esto amor, si nos hace sufrir?»
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Susurros.
Infierno:
«¿Es el mundo tan triste como parece?».
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Susurros.
Más infierno:
«¿Cuánto me quieres?».
PAUSA.
SILBIDO.
Llantos.
Llantos.
Llantos.
«Sol sut irip se nara tama Hunter!»
STOP.
En la puerta, pienso en las huellas dactilares de la cinta:
Jack Whitehead.
En la puerta, la nota en la boca de la niña:
5 LUV.
En la puerta, mensajes.
Mensajes.
Mensajes y signos.
Mensajes, signos y símbolos.
De muerte.
En todas partes distracciones, en todas partes menos aquí:
Aquí, símbolos.
Aquí, signos.
Ninguna distracción.
Sólo mensajes.
Mensajes.
Mensajes y signos.
Mensajes, signos y símbolos.
De muerte.
Sólo la muerte, una amiga:
En el lúgubre invierno, hazte amigo de la muerte.
Entro.
En el interior:
Silencio sepulcral.
Sólidas mesas de trabajo, aceite y cadenas, herramientas; el olor de las máquinas, el aceite y las cadenas, las herramientas; el sonido del agua sucia, el aceite y las cadenas, las herramientas; goteo, goteo, goteo, goteo, herramientas:
Jack Whitehead.
Tragaluces, noche y lluvia en el cristal.
La mesa de trabajo vacía, el cadáver retirado:
Bob Douglas.
Avanzo por el suelo de hormigón húmedo y salpicado de sangre, me acerco a la puerta y la empujo con la bota.
La empujo y veo una bañera manchada de barro pegada a la pared, mirando hacia la noche en el tragaluz, vacía:
Karen Douglas.
Me quedo junto a la bañera vacía, cabizbajo.
Silencio sepulcral.
Hay algo que se nos está escapando.
Sé que hay algo.
Lo sé.
Paso por delante del garaje y voy al cobertizo.
Saco la llave del bolsillo y abro la puerta.
Tengo frío, estoy helado.
Entro, cierro la puerta con llave y enciendo la luz.
Mi habitación.
La Sala de la Guerra.
Me siento a la mesa y miro la Anábasis en la pared:
Un mapa, trece fotografías.
Cada fotografía un rostro, cada rostro una letra y una fecha, un número en cada frente.
Vuelvo la cabeza de uno de los archivadores de metal gris al otro.
Del que dice Destripador.
Al que dice Yorkshire.
Me acerco al archivador de metal gris que dice Yorkshire y saco una carpeta de la primera fila.
Douglas, Robert.
Un periódico antiguo:
Martes, 24 de diciembre de 1974.
Portada y titular:
3 muertos en Wakefield: Tiroteo en Navidad.
Subtítulo:
Héroes policiales frustran atraco a un bar.
Me inclino entonces sobre el archivador de metal gris que dice Yorkshire y saco una carpeta de detrás:
Whitehead, Jack.
Un periódico antiguo:
Lunes, 27 de enero de 1975.
Portada y titular:
Un hombre mata a su mujer practicando un exorcismo.
Subtitular:
Sacerdote detenido.
Por último abro un cuaderno negro.
Escribo una palabra con rotulador negro:
Exégesis.
Enciendo la grabadora y digo:
Y cuando hayamos muerto
y allá en la noche
de la Vía Láctea
flotemos para siempre,
mientras nos elevamos
me oirás decir tu nombre
y repetir de nuevo:
gracias por ser mi amigo.
Abro la puerta del dormitorio.
Joan está en la cama, fingiendo que duerme.
Me acerco y la beso en la frente.
Abre los ojos:
—¿Dónde estabas?
—En el cobertizo —digo.
—¿A estas horas? Es casi de día.
—Sí. Es casi de día.
Vuelve a cerrar los ojos.
Me desnudo y me pongo el pijama.
Apago la luz y me meto en la cama con Joan.
—Te quiero. —Se acurruca contra mí.
—Yo también. —La abrazo en la cama fría, con la vista clavada en el techo, y aspiro el olor de su pelo, oigo los coches que pasan por la calle, la respiración de Joan.
Otra vez han vuelto.
Gente sin rostro en la tele cantando himnos.
Gente sin rostro y sin rasgos en la tele cantando himnos.
Y a mis pies, la tiran al suelo a mis pies, con las manos atadas a la espalda, desnuda y apaleada, tres hombres la violan, la sodomizan, se turnan con una botella y una silla, le cortan el pelo, le mean y le cagan encima, la obligan a chupársela, la obligan a chupármela, feas gaviotas sobrevolando en círculos, graznando.
Helen Marshall me la está chupando, Helen Marshall está gritando:
«Sol sut irip se nara tama Hunter!»
Despierto, sudando y asustado, miro el techo, no hay coches en la calle.
Otra vez asustado.
No más dormir, no más dormir, no más dormir.
Joan se pega a mi cuerpo en la mañana gris:
—¿Qué pasa, amor? ¿Qué tienes?
El corazón desbocado, a punto de estallar.
Noto que voy a mojar el pijama otra vez.
—Nada —digo. Y pienso…
Nada.