11
Siete y media.
Domingo, 21 de diciembre de 1980:
Bradford Road, Batley, a mitad de camino entre Leeds y Bradford.
Aparco junto a una fábrica de lanas que lleva un 219 por toda dirección y cruzo la calle.
Paso por delante de una agencia inmobiliaria, cruzo otra calle más pequeña que conduce al colegio y allí está, entre el Chop Suey y una farmacia.
Bradford Road, 230, Batley, West Yorkshire:
RD News.
Dejo atrás la tienda de prensa, cruzo la calle junto a la marquesina roja del autobús a la que no le queda ningún cristal, y observo atentamente la fachada desde la acera de enfrente:
Una puerta, un escaparate grande lleno de anuncios navideños y estufas de gas en la planta baja.
Una ventana y cortinas cerradas arriba.
Vuelvo a cruzar y entro en la tienda.
Un hombre alto, indio o paquistaní, está colocando los periódicos en el mostrador.
Al oírme entrar da media vuelta y me saluda con la cabeza.
Miro los montones de periódicos dominicales, los estantes con caramelos y cajas de bombones, las estufas y las bombonas de gas, las latas de comida de mascotas y carne procesada, las tarjetas de felicitación de cumpleaños y Navidad, la cerveza y los licores, los cigarrillos detrás del mostrador, entre más caramelos.
Busco en el estante superior.
Penthouse, Playboy, Escort, Razzle, Fiesta, etc.
—¿Tiene el Spunk? —pregunto.
—¿Qué? —dice el indio o paquistaní.
—Una revista que se llama Spunk.
—No la conozco, amigo.
—Una revista guarra.
—No la conozco —repite, pero ha dejado de ordenar los periódicos y pasa detrás del mostrador.
Cojo un Sunday Mirror que promete fotografías del funeral de Laureen Bell.
Le doy el precio exacto.
—¿Es usted el dueño del negocio?
—¿Qué? —Guarda las monedas en la caja registradora.
—Le pregunto si la tienda es suya —digo, echando un vistazo alrededor.
—¿Por qué?
—Sólo por saberlo.
—La tenemos alquilada.
—¿Y la planta de arriba también?
El indio o el paquistaní está cabreado, y me lo hace saber:
—¿Y eso a usted qué le importa?
Le enseño la placa.
—¿Por qué no lo ha dicho antes? —pregunta.
—¿Tiene licencia para eso? —señalo los licores.
—Sí.
—No veo el cartel.
—Lo siento. Lo estamos haciendo.
—Muy bien. —Me encojo de hombros.
Está detrás de la caja registradora. Parece nervioso.
—¿Y la planta de arriba?
—¿Qué?
—¿Es suya?
—Ya le he dicho que lo hemos alquilado.
—¿Lo de arriba también? —insisto.
—No.
—¿Quién hay arriba?
—No lo sé.
—¿No sabe quién vive arriba? ¡Vamos, anda!
—No.
—¿Quién lo sabe?
—El casero supongo.
—¿Quién es?
—El señor Douglas.
Mierda.
—¿Y dónde está?
—Vive al otro lado de los Moors.
—¿No tiene la dirección?
—No la tengo, no.
—¿Y cómo le paga el alquiler?
—Viene una vez al mes.
—¿Se llama Bob?
—Sí. Era poli, puede que usted lo conozca.
—Puede —digo—. El mundo es un pañuelo.
En Batley tomo la carretera de Bradford hasta Dewsbury, y desde allí voy a Wakefield, pasando por Ossett. En la radio están hablando del funeral de Laureen Bell:
La multitud que abarrotaba la iglesia del pueblo escuchó con lágrimas y en silencio la canción favorita de Laureen, Bridge Over Troubled Water, de Simon y Garfunkel, antes de que el párroco leyera una epístola de san Juan.
En el centro de Wakefield aparco a unos metros del Bullring y me quedo mirando el primer piso del Strafford.
El primer piso del Strafford, con las ventanas todavía cerradas con tablones después de tantos años.
Otra vez aquí después de tantos años, otra vez en este mundo grande y negro lleno de mierda.
Este mundo grande y negro lleno de mierda con un millón de malditos infiernos negros.
Un millón de malditos infiernos negros en este mundo grande y negro lleno de mierda que se vuelve cada vez más pequeño.
Donde colisionan los infiernos:
Wakefield.
Segunda semana de enero de 1975:
La nieve negra vuela enfrente del Bullring. Una cinta azul despeja la entrada y la acera.
Clarkie y yo saltamos la cinta, mientras Clarkie decía:
—A la una y media, justo cuando estaban a punto de terminar el turno, Craven y Douglas recibieron la llamada. Oyeron disparos en el Strafford y, mientras en Wood Street reunían a la Brigada Especial, Craven y Douglas aparcaron en la puerta y subieron directamente.
—¿Una llamada anónima, registrada a la 1:28?
—Sí —dijo Clarkie—. Anónima.
Empezamos a subir las escaleras a la izquierda de la planta baja del bar.
—¿Y, habiendo oído disparos y sabiendo que los de la Brigada Especial ya estaban en camino, subieron directamente? —pregunto.
—Sí. Son héroes. ¿No te acuerdas?
—Yo diría que son un par de gilipollas.
Abrí la puerta en el piso de arriba.
Habían pasado dos semanas y la habitación seguía apestando a pólvora, apestando a las cosas malas que habían pasado allí, apestando a muerte.
El espejo de detrás de la barra reventado; la máquina de discos del rincón destrozada; las alfombras y los muebles hechos pedazos y llenos de manchas.
Clarkie dijo:
—Entraron, vieron los cadáveres y a los hombres encapuchados, y empezó el tiroteo. Douglas recibió un disparo en el hombro. A Craven lo golpearon en la cabeza con la culata de una escopeta. Los pistoleros se marcharon un par de minutos antes de que llegara la Brigada Especial.
Asentí mientras sacaba el informe de la Brigada Especial y leí en voz alta:
—A la 1:45 de la madrugada del martes 24 de diciembre de 1974 los oficiales se desplegaron para acudir al pub Strafford, en Wakefield, tras conocerse que se habían oído disparos. A su llegada los oficiales encontraron el local vacío en el piso de abajo y procedieron a subir a la planta superior. Allí encontraron tres personas muertas y otras tres gravemente heridas, dos de ellas por arma de fuego. No había ni rastro de los asaltantes, por lo que de inmediato se instalaron controles en todas las carreteras. Se avisó a las ambulancias, que llegaron a la 1:48 h.
Dejé de leer.
Clarkie estaba en cuclillas, con los ojos cerrados.
—¿Qué estás pensando? —pregunté.
—Repasemos los hechos —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Necesitamos saber qué ocurrió antes de que llegaran Craven y Douglas y antes de que llegara la Brigada Especial.
Yo:
—Adelante.
—Muy bien, por los dibujos y las fotografías —dijo, y guardó silencio—, sabemos que la camarera Grace Morrison murió ahí detrá. —Pasó al otro lado de la barra y dejó la fotografía al lado de la caja registradora.
»Después tenemos a los tres hombres: Bell murió aquí. —Dejó una foto en el sofá que estaba debajo de la ventana.
»Box allí —señaló. Y me tendió una foto para que la dejara en el suelo, delante de la barra—. Y Booker se desangró a su lado.
Cuatro fotografías.
Cuatro fotografías en blanco y negro.
Clarkie y yo, en mitad de las ruinas, nos quedamos contemplando las cuatro fotografías en blanco y negro distribuidas en distintos puntos del local.
—¿De acuerdo? —me preguntó.
—Sí —dije—. Tenemos tres armas: una escopeta, una pistola Webley y un fusil L39.
—¿Un L39? Ése es el nuevo fusil de la policía —dijo Clarkie.
—Sí. Un arma muy popular últimamente.
—¿Quién llevaba qué?
—Box, Booker y Douglas llevaban escopeta; Bell, el L39 y la camarera, la pistola, la Webley.
—Muy bien. Craven habló de cuatro hombres. Tenemos tres armas.
—Sigo sin ver claro el orden —dije—. ¿Y tú?
—Yo creo que fue así. —Clarkie se acercó a la puerta—. La víspera de Navidad todo estaba muy tranquilo, a la espera de la gran noche del día siguiente. Cerraron el bar pasada la una. El Strafford es un afterhours muy conocido, por aquí viene gente importante. El coche aparca fuera, los hombres suben corriendo las escaleras, irrumpen en el bar y piden a gritos el dinero de la caja, pero sólo hay monedas. La han cagado. Deciden robar a los clientes, y resulta que los clientes son el cabrón de Derek Box, un tipo duro y delincuente profesional, y su amigo Paul, que ni de coña están dispuestos a entregar sus carísimos relojes nuevos a una pandilla de forasteros aficionados.
—¿Forasteros?
—Nadie de aquí se atrevería a atracar el Strafford, Pete.
—¿Chavales?
—¿Con un L39? ¡Venga ya! Eso es artillería pesada.
Observé el sofá, el agujero en el respaldo, el agujero de la bala que entró en la pared.
El agujero donde estaba sentado Billy Bell, su vaso roto todavía en el suelo.
Clarkie estaba diciendo:
—Derek y Paul los mandaron a la mierda, y uno de ellos se cargó a Derek, luego a Paul, y entonces ya era cuestión de un penique o una libra. Adiós, Billy. Adiós, Gracie, que estaba acojonada y no paraba de gritar.
Asentí mientras miraba la foto de la barra.
—Acababan de empezar a vaciar la caja y los bolsillos de las víctimas cuando llegaron nuestros héroes, y se liaron a hostias y a disparos. Gracias, Wakefield.
Yo:
—De nada.
—Cuatro muertos, dos polis heridos. Y todo para llevarse un poco de calderilla.
—Sigo sin verlo —dije—. Sigo sin verlo.
—Pronto lo verás —dijo George Oldman, que entró por la puerta de atrás con Maurice Jobson—. Pronto lo verás.
Millgarth, Leeds.
Sábado, 21 de diciembre de 1980:
Murphy, Mcdonald, Hillman y Marshall.
—¿Dónde está Bob Craven? —pregunto.
Todos se encogen de hombros.
—Muy bien —digo—. Éste me toca a mí.
Bajan los ojos.
Silencio en la sala oscura antes de comenzar el ritual de los difuntos.
Así viven los muertos, pienso.
—A las 6:30 de la mañana del sábado 19 de mayo del año pasado se encontró el cuerpo de Joanne Clare Thornton, empleada de banca de diecinueve años, en Lewisham Park de Morley. No era prostituta y tampoco una mujer de «moral cuestionable». Fue vista por última vez al salir de casa de su tía, a las 11.55 de la noche del viernes 18 de mayo. Volvía a casa andando, a poco más de un kilómetro de allí. Se estima que la muerte ocurrió entre las 12:15 y las 12:30 de la noche del sábado 19 de mayo de 1979.
»La muerte se produjo por dos golpes en la nuca mientras cruzaba el parque y fue instantánea. Le fracturaron el cráneo de oreja a oreja. El asesino la arrastró hasta la hierba, le colocó la ropa y le asestó veintiuna puñaladas en la región abdominal, seis en la pierna derecha y tres en la vagina. Cuando terminó le metió un zapato entre los muslos y la cubrió con su gabardina.
»Joanne estuvo allí tirada hasta las 6:30, cuando un conductor de autobús creyó ver un montón de harapos y así lo comunicó al regresar a las cocheras. Para entonces, sin embargo, una mujer que iba camino del trabajo ya había visto qué era exactamente el montón de harapos y había avisado a la policía.
»George Oldman hizo la siguiente declaración: “Si el asesino ha sido el Destripador, ha cometido un error monumental. Como ya ocurrió con Rachel Johnson, la víctima era una joven muy respetable. Todo parece indicar que ha cambiado su método, y eso me preocupa. Ahora no se limita a las prostitutas, sino que ataca a mujeres inocentes. Todas las mujeres están en peligro, incluso en las zonas que hasta ahora no se han identificado como terreno de las maniobras del Destripador”.
»Esta declaración fue un bombazo. —Miro a Helen Marshall—. Varios testigos acudieron a la policía para ofrecer una descripción detallada del posible asesino, y, además, de tres vehículos.
»La noche del viernes, alrededor de las nueve, un individuo quiso subir a su coche a una mujer jamaicana que iba andando por Fountain Street, en el centro de Morley. Conducía un Ford Escort oscuro y los testigos lo han descrito como un individuo de unos treinta años, con el pelo rubio y sucio hasta los hombros o grasiento y despeinado por debajo de las orejas. Llevaba un bigote al estilo de Jason King, que terminaba a medio camino entre las comisuras de los labios y la barbilla. Cara y mandíbula cuadradas y de aspecto desaliñado en general. Vestía camisa a cuadros marrón claro, abierta en el cuello, y cazadora de leñador también a cuadros, con el cuello de piel beige o blanco.
»Alrededor de medianoche se vio a un hombre que coindice con la misma descripción dentro del mismo Ford Escort aparcado en la puerta de un café de Middleton Road, enfrente de Lewisham Park. El testigo describió el coche como un modelo fabricado entre 1968 y 1975, por lo que la matrícula debería estar comprendida entre la G y la N.
»Se mostró un retrato robot de este individuo a Linda Clark, la mujer atacada en Bradford en junio de 1977, que es quien nos ha ofrecido la mejor descripción del Destripador hasta la fecha.
—Suponiendo que quien la atacó a ella fuera el Destripador —dice Murphy.
—Sí —suspiro—. Suponiendo que quien la atacó fuera el Destripador.
—Perdón. —Murphy levanta las palmas de las manos.
—No, John. Tienes razón. No podemos dar nada por sentado. Sin embargo, cuando le enseñaron el retrato robot del hombre de Morley, Linda Clark dijo: «Es él: es Dave. Es el hombre que me atacó». Según Oldman.
—¿Dave? —pregunta Helen Marshall.
—Así dijo que se llamaba el hombre que se ofreció a llevarla en coche: Dave.
—Perdona —dice—. No lo sabía.
—¿El coche no era un Ford Cortina? —pregunta Murphy.
—Modelo II, blanco o amarillo —señala Hillman.
—De todos modos —continúo—, todavía no se han descartado otros vehículos vistos en Morley: un sedán Datsun de color oscuro, aparcado junto al parque con las luces apagadas; y un Rover 2,5 o 2,6 naranja, que también pasó por el parque en dos ocasiones justo antes de medianoche, según los testigos. Ninguno de los conductores de estos dos vehículos se ha presentado a declarar.
Toman notas para contrastar la información con sus expedientes, con sus listas.
Hillman:
—Volviendo un poco atrás, la posición del zapato es similar a la de la bota de Clare Strachan.
—Bien visto —digo—. Y es evidente que hay otro detalle que también figura en el caso de Strachan.
Marshall:
—La estaca de madera que se encontró sobre el cadáver de Joan Richards.
—Sí —asiento—. Y otra cosa rara.
Dejan de escribir y me miran.
—Una mujer cuya descripción coincide con la edad y el aspecto de Joan fue vista cerca del parque, camino de su casa, con un hombre de veintitantos años y alrededor de metro ochenta de estatura, pelo grasiento castaño claro, ligeramente ondulado, con raya a la derecha. Tenía los pómulos prominentes y barba de varios días, las mejillas hundidas, y llevaba un abrigo tres cuartos de color oscuro y pantalones vaqueros.
»Si no eran Joan y el Destripador, la pareja aún está por aparecer. Si eran el Destripador y la víctima, la descripción no coincide con las anteriores.
—A menos que sean dos —susurra Marshall.
—Eso es lo que he dicho —dice Murphy, con un guiño.
—No, no me refiero a dos asesinos distintos, sino a dos asesinos que trabajan juntos.
—¿Qué? ¿Un puto equipo?
—Sí —dice Marshall—. Un puto equipo.
Nadie dice nada. Todos miran a Marshall, me miran a mí y vuelven a mirarla, hasta que…
Hasta que llaman a la puerta y un agente dice:
—Señor Hunter, los detectives Prentice y Alderman están aquí.
—Gracias. —Miro el reloj—. Una última cosa… En el parque encontraron una huella de bota del número 44, de dibujo muy parecido a las que se identificaron junto al cadáver de Joan Richards y de Tracey Livingston.
Toman notas para contrastar la información con sus expedientes, con sus listas.
Cierro el cuaderno y me levanto.
—John —le digo a Murphy—. Voy a tener una charla con Jim Prentice y Dickie Alderman. ¿Te importaría acompañarme?
—En absoluto. —Se pone en pie.
—Muy bien, os veré a los demás esta noche en el hotel, si no nos vemos antes. Mañana nos ocuparemos de Dawn Williams y después de la pausa de media mañana os pondré al corriente de las novedades sobre Laureen Bell.
—Si es que hay alguna novedad —dice Hillman.
—Sí, si es que hay alguna.
Dick Alderman y Jim Prentice nos esperan abajo.
Dick ni siquiera dice hola.
Jim va directo al grano:
—¿Dónde queréis que hagamos esto?
—Es tu comisaría —digo.
—Pero tú diriges la orquesta —dice.
—¿En la sala de interrogatorios? —propone Murphy.
—¿En la Barriga? —se ríe Alderman.
—Llévanos —digo.
Alderman sonríe con sorna mientras los seguimos escaleras abajo hasta las salas de interrogatorios. A la Barriga.
Abre una puerta maciza y entramos en una habitación limpia y bien iluminada.
—Falta una silla —dice Prentice, y va a buscarla a la habitación contigua.
Nos sentamos alrededor de la mesa vacía: Murphy y yo a un lado, Alderman enfrente. Prentice se sienta a su lado cuando vuelve.
Murphy y yo sacamos los cuadernos.
—¿Podemos fumar? —pregunta Prentice.
—Adelante —rechazo el cigarrillo que me ofrece con el paquete abierto.
Murphy acepta uno y los tres encienden los cigarros.
—¿Habéis traído bocadillos? —se ríe Alderman.
—No —digo, mientras echo una ojeada a mis notas—. Y cerveza tampoco.
—Te estaba tomando el pelo —dice Alderman, con un guiño.
—En primer lugar, muchas gracias por venir. Como sabéis nos han pedido que revisemos todos los aspectos de la investigación sobre el Destripador y que hagamos sugerencias a partir de lo que veamos.
—¿Y qué habéis visto? —pregunta Alderman.
—Por favor —sonrío—. Aún no hemos llegado a esa fase, por eso os agradecemos que aceptéis esta conversación.
—¡Como si tuviéramos elección! —escupe.
No le hago ni caso.
—Los dos habéis participado en la investigación desde el principio —digo—, y seguís en ella. Por lo tanto es evidente que tenéis muchísima información sobre las distintas investigaciones, sus métodos y sus procedimientos.
Hago una pausa para mirarlos.
Prentice está apagando el cigarrillo. Me mira. Alderman está nervioso, cosa rara en él.
—Empecemos por el principio: Theresa Campbell.
—Ése no es el principio —dice Alderman—. ¿Qué pasa con Joyce Jobson y Anita Bird?
—Perdón, no sabía que os hubierais ocupado de esos dos casos.
—No nos hemos ocupado. —Prentice mira a Alderman.
—Sólo quería decir que Campbell no fue la primera —dice Alderman.
—Muy bien —asiento—. El primer asesinato.
—Eso es más exacto —sonríe Alderman.
—¿Se ocupó el mismo equipo de los casos de Campbell y Richards?
Prentice afirma con la cabeza:
—El jefe Jobson, de la Brigada de Investigación Criminal.
—¿Y vosotros erais los detectives de mayor rango?
—Sí —dice Alderman—. Y lo seguimos siendo.
—¿Participaron también los detectives John Rudkin y Bob Craven?
Prentice asiente.
—Hablé con Maurice el martes pasado y os puso a todos por las nubes —digo.
Prentice sigue asintiendo. Alderman me mira ahora fijamente.
—La impresión que saqué —digo— es que Maurice cree que, si el equipo hubiera seguido junto, ya habríais atrapado al Destripador.
Silencio.
—Bien —continúo—. Evidentemente me interesa vuestra opinión, teniendo en cuenta que habéis trabajado tanto a las órdenes de Maurice y George Oldman como ahora de Pete Noble.
—¿Qué? —se ríe Alderman—. ¿Nos estás preguntando si creemos que, de haber seguido Maurice al mando, a estas alturas ya habríamos atrapado al Destripador?
—Sólo me interesa…
—¿Me has hecho venir un domingo, mi primer domingo libre en tres putos meses, para preguntarme eso? ¿Ésa es tu mejor pregunta, Hunter? —se levanta.
—Siéntate —le ordeno—. Y no te pases conmigo.
—¿Que no me pase?
—Siéntate y escucha.
Me mira fijamente. Tengo el puto corazón a cien.
—Detective —señalo la silla.
Se sienta.
—Gracias. Ahora me gustaría saber, si sois tan amables, si hubo diferencias de estilo en las distintas operaciones.
Prentice tose.
—Fue muy distinto —dice—. Ten en cuenta que de esto hace cinco años. La investigación era menor.
—¿Quién estableció la relación?
—¿Entre Campbell y Richards?
Asiento.
—Maurice, pero saltaba a la vista nada más verla.
Murphy:
—¿A Richards?
Prentice dice que sí con la cabeza:
—Pero entonces aún no sabíamos nada de Preston, ni de Strachan.
—¿Cuándo lo supisteis?
—En el 77, cuando llegaron los resultados de las pruebas sanguíneas y de las cartas —dice Alderman con una sonrisa—: Como si no lo supieras.
—Pero ¿vosotros ya habíais estado allí? ¿En el 76?
—No fuimos personalmente, pero enviamos un equipo y ellos enviaron aquí a algunos de sus hombres.
—¿A John Rudkin y Bob Craven? —pregunto.
—¿En el 75? —Alderman se encoge de hombros.
Asiento con la cabeza.
—¡Hay que joderse! —dice—. Tenemos que cruzar los Moors de los cojones cada vez que nos llamas, y lo tienes todo escrito delante de las narices.
No le hago ni caso.
—Entonces, ¿Rudkin y Bob Fraser volvieron en el 77?
Prentice dice que sí.
—¿Y para entonces estaban al mando George y Pete Noble? —digo.
Afirman los dos.
—¿La Brigada del Asesino de Prostitutas?
—Sí —dice Prentice.
—Entonces, ¿con Strachan tuvisteis dudas durante algún tiempo? —pregunto.
—Al principio sí.
—¿Y os pasó lo mismo con otros asesinatos y otras agresiones?
—¿Como cuáles? —dice Alderman.
—Strachan, Janice Ryan, Liz McQueen y Tracey Livingston…
Alderman sonríe:
—Deberías preguntarle a John, aquí presente, por Liz McQueen.
—Gracias —dice Murphy.
—No te ofendas, amigo —dice Alderman—, pero ese caso era tuyo, no nuestro.
—Y —continúo— veo que hay otros asesinatos y agresiones que en algún momento se pensaron que estaban relacionados con la investigación y ahora se cree que son independientes.
Alderman:
—¿Como cuáles?
Repaso mis notas:
—Vera Megson, Bradford, febrero de 1975. Rachel Vaughan, Leeds, marzo de 1977. Debbie Evans, Shipley, también en 1977.
—¿Y Mary Wilkie? —dice Alderman.
—¿Qué pasa con ella?
—Prostituta, asesinada de una paliza junto a la catedral de Leeds en 1970.
—El 9 de abril —digo. Y lo miro, a la espera…
—Sin resolver —dice.
—Como todos los demás —señalo.
—¿Y qué pretendes?
—Pretendo saber cuáles se han investigado y cuáles no, y quién lo decide.
Otro silencio, hasta que Prentice suspira y dice:
—Cualquier agresión o asesinato de una mujer en el norte de Inglaterra tiene que pasar por aquí. Ya lo sabes.
—Sí —digo—. Ya lo sé.
—Entonces —dice Alderman, con una sonrisa—, ¿pretendes que Jim y yo repasemos todos los putos asesinatos sin resolver en Yorkshire?
—¿Son muchos? —pregunta Murphy, haciendo un guiño.
Alderman hace como que no lo ha oído, pero su sonrisa se ha esfumado.
—¿Y quieres que te digamos por qué sí o por qué no son obra del Destripador?
—No todos —digo—. Sólo uno.
Silencio:
—Sólo el de Janice Ryan.
Mirada feroz.
Alderman y yo nos fulminamos con la mirada.
Odio, puro odio, sin disimulo.
El odio que impregna la habitación podría cortarse con un cuchillo.
El odio en esta mesa, en las tripas de la comisaría.
Podrían hacerse con él grandes lonchas, grandes lonchas a partir del hueso hasta que…
—¿Qué quieres saber de Janice? —Prentice decide adoptar el papel del listo.
—Bueno, nos han dicho que estuvisteis los dos al mando del caso hasta que Bradford lo pasó a la Sala del Destripador. Pero ninguno de los dos lo atribuisteis al Destripador hasta que llegó esa carta al Telegraph & Argus.
—Por lo visto lo sabes todo. —Alderman se pone en pie.
—Siéntate —le ordeno, sin alterarme.
Prentice se levanta y lo obliga a sentarse.
—Quiero que nos digáis por qué pensasteis que a Janice Ryan no la mató el Destripador de Yorkshire —digo.
Prentice:
—Por las heridas; no la apuñalaron.
—Lo mismo que a Strachan —digo.
Prentice se encoge de hombros.
—Veréis —digo—. Los dos sois detectives de alto rango, buenos en vuestro oficio según dicen algunos. Pero a mí me parece que ninguno de los dos fuisteis capaces de reconocer un trabajo del Destripador cuando lo tuvisteis delante de las narices y que perdisteis un montón de días intentando cargarle el muerto a Bob Fraser, a otro poli de mierda.
Alderman vuelve a levantarse:
—¡Vete a tomar por culo! ¿Cómo te atreves a hablar de cargarle el muerto a un poli, tú, hipócrita cabrón de los cojones?
Mirada feroz.
Prentice vuelve a intentar que se siente y continúa interpretando el papel del listo.
—Siéntate, Dick —le ordena.
Pero yo me he inclinado sobre la mesa para acercarme a la cara de Dick.
—Entonces, ¿por qué coño lo dejaste escapar?
—¡Vete a la mierda!
—No, ¡vete a la mierda tú! —salta Murphy—. Te estamos preguntando cómo es que no viste que era el Destripador si llevabas tanto tiempo trabajado tanto en el caso…
—¡A tomar por culo! —dice.
—Pareces un poco acojonado —sonrío.
Alderman está rojo.
Rojo y a punto de estallar.
—Fue una suerte que escribiera esa puta carta. De lo contrario nunca os habríais dado cuenta. Ella habría sido una víctima más de todos esos casos sin resolver…
Ha vuelto a levantarse y empieza a gritar:
—Porque no fue el Destripador. Fue el cabrón de Fraser y todo el mundo lo sabe. Díselo, Jim.
Mirada feroz.
—Cállate, Dick. Cállate —dice Prentice, el último de los hombres listos.
Dick Alderman pierde el control:
—No, que te den por culo. No voy tolerar que este pedazo de cabrón venga y me diga que no sé…
Murphy:
—¿Jim? ¿Jim? ¿Qué está diciendo?
Prentice:
—Gilipolleces. Por supuesto que fue el Destripador.
Alderman:
—¡No me jodas!
Prentice:
—¡No me jodas tú, Dick!
Me levanto y digo:
—Creo que será mejor que lo discutáis en privado.
Dejan de discutir y me miran fijamente.
—Volveremos en otro momento, cuando os hayáis puesto de acuerdo.
Estoy sentado en nuestra sala, junto a la Sala del Destripador.
Hillman y Marshall cotejan los coches que aparecen en la investigación de Joanne Thornton.
Se abre la puerta sin que nadie llame.
Es Peter Noble, con cara de mala hostia.
—¿Pete? —digo.
—¿Podemos hablar en mi despacho?
—Claro. Denos un minuto, por favor.
Asiente con la cabeza y sale dando un portazo.
Hillman y Marshall me miran.
—¿De qué va esto? —pregunta Hillman.
—No lo sé —digo. Sonrío y me levanto.
Llamo a la puerta de Noble.
—Adelante —dice.
—¿En qué puedo ayudarle, Pete?
—Ha hablado con Dick Alderman y Jim Prentice, ¿cierto?
—Cierto.
—¿Qué ha pasado?
—¿Cómo que qué ha pasado?
—He dicho lo que ha oído: ¿qué ha pasado?
—Nada. —Me encojo de hombros.
—¿Nada?
—Oiga, no se ofenda, pero no estoy obligado a informarle de las entrevistas que pueda hacer para llevar a cabo una investigación dirigida por el Ministerio del Interior.
Mala idea.
Está furibundo, ardiendo de rabia, desencajado:
—No, pero sí está obligado a revelar la información que pueda contribuir a una investigación en curso.
—¿Y eso quién se lo ha dicho?
—El director general, justo después de hablar por teléfono con Philip Evans, el hombre que definió los parámetros de su investigación.
—Bueno, en primer lugar, tendré que consultarlo con el señor Evans, y en segundo lugar esto es una discusión bizantina, porque no tenemos ninguna información que no figure en sus expedientes.
—No me joda —dice.
—No tengo ninguna necesidad —contesto.
—¿No tiene ninguna necesidad? —se ríe—. ¿Y qué me dice de esto?
Me lanza por encima de la mesa un ejemplar de Spunk, el número 13.
—¿De dónde lo ha sacado? —pregunto.
—De Manchester, donde me han dicho que lo tenía usted desde hace dos días.
—¿Y qué? Aquí lo tenían desde hace tres años.
—¿Qué?
—Eso pregúnteselo a George y Maurice.
—¿Que les pregunte qué a George y Maurice?
—La viuda de Eric Hall les dio copias.
Noble sacude la cabeza.
—¿Por qué no me lo ha dicho?
—Pensé que lo sabía.
Enciende un cigarrillo.
—De todos modos, eso no significa que pueda venir aquí a intimidar a mis oficiales.
—¿Intimidar a sus oficiales? ¿A quiénes?
—Prentice y Alderman.
—¿Intimidar a Dick Alderman? Eso sí que es una gilipollez, Pete.
—No, no lo es. —Noble vuelve a sulfurarse—. Dick ha venido a verme. Quería dimitir. Dice que lo ha insultado, que ha pisoteado su reputación.
—Oiga, Dick perdió los estribos. Dijo cosas de las que seguramente se arrepiente y tendremos que volver a hablar con él. Pero no pasó nada más.
—Eso no es verdad, según Dick y Jim.
—¿Qué le han contado?
—Dicen que ha insinuado que manipularon la investigación de Janice Ryan.
—Sí, lo he insinuado. Y Dick Alderman negó esas «insinuaciones», dijo que no creía que a Janice Ryan la matara el Destripador.
—Vamos, Peter, eso es una chorrada.
—¿Usted cree?
—A mí me parece una chorrada descomunal.
—¿Qué quiere que diga?
—Nada —dice, otra vez rabioso.
—Muy bien.
—Nada hasta que hablemos mañana con el director general.
—De acuerdo —digo. Y allí lo dejo.
El Griffin, el bar en la planta de abajo.
Es tarde y todos se han ido a la cama, todos menos Helen Marshall, yo y el camarero, que está deseando que nos retiremos.
—Me gustaría haberle visto la cara —se ríe Helen.
—No tiene precio —digo, a muchos kilómetros de allí, sin la menor idea de quién o de qué estamos hablando.
Está borracha, pienso.
—No les caemos bien, ¿verdad? —dice.
—Oye, es tarde. Anda, vete a dormir.
—¿Y tú?
—Yo tengo un par de cosas que hacer.
—¿A estas horas? —Mira el reloj.
—Voy a dar una vuelta en el coche.
—¿Puedo ir contigo? —pregunta. De pronto no parece borracha.
—Como quieras. —Me levanto y le ofrezco la mano.
Es más de medianoche.
Vamos andando por el centro de la ciudad desierto y helado.
—Qué asco de sitio. —Observa los edificios negros y feos y las aceras sucias.
Asiento con la cabeza y encabezo la marcha por Kirkgate Market, agradecido por el frío y la noche.
Minutos después salimos del aparcamiento de Millgarth.
—¿Adónde vamos? —pregunta Helen Marshall mientras enciendo Radio 2.
—A Batley.
—¿Batley?
—Sí.
Le hablo de Janice Ryan y de Eric Hall, de Eric Hall y Jack Whitehead, de Jack Whitehead y Bob Douglas, de Bob Douglas y Richard Dawson, de Richard Dawson y MJM Limited, de MJM Limited y Richard Dawson y Bob Douglas y Jack Whitehead y Eric Hall y Janice Ryan.
De asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.
Guerra.
Y se queda mirando por la ventanilla en silencio hasta que vuelve a decir:
—Qué asco de sitio.
Aparcamos en Bradford Road, con la luz interior encendida, y le enseño la revista.
—Página 7 —digo.
Pasa las páginas hasta que llega a Janice Ryan.
Helen Marshall, que ha prestado servicio en la Brigada Antivicio, echa un vistazo a la foto, asiente con la cabeza y me devuelve la revista.
—¿Conocías esta revista? —pregunto.
—No.
—Espera aquí —digo, y salgo del coche empalmado.
Aún no he encendido la linterna y voy tropezando por el callejón que está detrás de RD News.
Hay cajas de cartón y basura amontonada junto a la verja trasera de la tienda.
Y la verja está cerrada.
Doy un salto y me estiro para abrir el cerrojo en la parte superior.
Vuelvo a poner los pies en el suelo, pero la verja sigue sin abrirse.
Salto otra vez para encaramarme a la verja y descolgarme por el otro lado al minúsculo patio.
Llamo a la puerta.
Un perro ladra en el callejón, pero no hay luces encendidas.
Estoy helado, aunque llevo puestos los guantes.
Saco mi llave maestra para abrir la puerta. Estoy violando más leyes de las que me imagino, pero que les den por culo, a las puertas y a las leyes.
Giro el pomo y abro la puerta.
El pasillo está abarrotado de cajas y bombonas de gas. Veo una escalera que sube a mano derecha.
Enciendo la linterna y subo por la escalera.
Encuentro una puerta de madera, sólida.
Llamo, espero y vuelvo a sacar la llave maestra.
Esta vez me cuesta un poco más, con la linterna en el suelo y los guantes, pero al final la puerta se abre… como todas.
Giro el pomo y empujo la puerta.
Otro vestíbulo, el ambiente cargado, muerto.
Cruzo el vestíbulo y entro en un apartamento, desierto, sin moqueta.
En la habitación principal retiro la cortina y veo el coche aparcado en la calle y a Helen Marshall dentro.
La luz de la calle y la linterna me revelan lo que ya sé:
Aquí no vive nadie.
Muebles viejos: un sofá, dos sillas, una mesa y un teléfono.
Ilumino el teléfono con la linterna, pero no veo ningún número.
Descuelgo y hay línea, lo que me indica lo que ya sospechaba:
Alguien viene por aquí de vez en cuando.
Dejo el teléfono en la mesa, sin colgarlo.
Vuelvo al vestíbulo: una cocina vacía a la derecha, un cuarto de baño al lado, un dormitorio a la izquierda.
Entro en el dormitorio.
Me arriesgo y enciendo la luz.
Una cama grande, una cama grande con un colchón de dibujos naranjas, manchado, unas cortinas negras.
Armarios empotrados a un lado de la cama.
Saco el Spunk.
Lo abro por la página 7:
Debajo de las piernas abiertas, debajo del coño, un colchón de dibujos naranjas.
Detrás de la boca abierta y de los ojos cerrados, encima de la polla, unas cortinas negras.
Tiro la revista encima de la cama y abro los armarios.
Luces, cámaras, acción:
Spunk. Una pila de revistas, el lote completo.
Y quiero fotos, todas las fotos que encuentre.
Me abalanzo sobre el montón y selecciono todos los ejemplares distintos.
Están ordenados. Al final consigo diez números. Sólo faltan el 3, el 9 y el 13.
Pero el 13 ya lo tengo, el último.
Cierro el armario y recojo las revistas.
Apago la luz con el codo y vuelvo a cruzar el vestíbulo.
Abro la puerta con la punta del pie y la cierro con el hombro.
No podré cerrar con llave y sabrán que he estado aquí.
Pero me da igual:
QUIERO QUE SEPAN QUE HE ESTADO AQUÍ.
Bajo las escaleras, dejo abierta la puerta trasera y abro la verja con la llave maestra:
PARA QUE NO TARDEN EN DARSE CUENTA.
Vuelvo al coche por el callejón.
Helen Marshall me ve acercarme y sale del coche.
—¿Qué es eso?
—Spunk —digo.
Me abre la puerta del conductor y subo al coche.
Rodea el coche por detrás y se sienta a mi lado.
—¿Qué vamos a hacer?
—Echar un vistazo a estas revistas, vigilar la casa y ver qué pasa.
—Comprendo —dice.
—¿Estás cansada?
—No —dice, a la defensiva.
—Muy bien —sonrío—, porque tendremos que turnarnos.
—¿Qué?
—Hay que vigilar esta casa las veinticuatro horas.
—¿Y los demás?
Niego con la cabeza.
—Más adelante quizá, pero de momento quiero que lo hagamos solos.
—Tú y yo.
—Si no quieres, no tienes más que decirlo.
—No, está bien —dice, aunque parece pensar lo contrario.
—Gracias.
—No hay de qué.
Estoy divagando.
Sueños pornográficos de habitaciones vacías con cortinas negras y colchones de dibujos naranjas.
Televisores vacíos, mirlos y…
—¿Qué?
Abro lo ojos.
El coche: aire sucio y el amanecer gris.
—¿Qué has dicho? —pregunta Helen Marshall.
—Nada. Creo que me he quedado dormido.
—Has dicho mi nombre.
—Lo siento, estaría soñando.
—¿Eso es un halago? —se ríe.
—No, era una pesadilla.
—Tú siempre tan encantador.
—Perdona. Tengo que irme.
—¿En taxi?
—No hay más remedio —digo, y salgo del coche.
—¿Y qué hacemos con esto? —señala el montón de Spunks en el asiento trasero.
—Sera mejor quitarlas de ahí.
—¿Tienes una bolsa?
—En el maletero. —Voy a buscarla.
Hecho esto, me asomo por la puerta del coche:
—Ten cuidado. Y gracias.
—No hay de qué —repite, como un eco.
—Si ves a alguien, llama a Millgarth o al Griffin.
—Sí, sí, sí.
—Y anota el número de matrícula. —Le doy las llaves del coche y cierro la puerta mientras ella pasa al asiento del conductor.
Echo a andar hacia la estación de autobuses de Batley y oigo que Helen toca el claxon una vez. Me vuelvo a mirar y le digo adiós con la mano, pero no la veo. En la estación de autobuses entro en la cabina y llamo a Joan, cojo un taxi para volver al Griffin con once ejemplares de una revista pornográfica en las rodillas. Los cuento en el asiento del taxi y veo que sólo hay diez. Por un momento se me hiela la sangre y pienso que me he dejado el número 13 en la cama del apartamento, pero vuelvo a contarlos y está ahí. Me digo que he contado mal y que me falta otro número, pero estoy seguro de que los que faltan aparecerán tarde o temprano, como siempre.