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En casa de los padres de Joan, sentados en su salón con sus felicitaciones navideñas, en su salón con sus felicitaciones navideñas como el salón que era nuestro salón con sus felicitaciones navideñas, el salón que era nuestro salón hasta la noche del martes, delante de su árbol, de su árbol como el que era nuestro árbol hasta la noche del martes, sentados en su salón, el señor y la señora Roberts intentan dejarnos solos, darnos un poco de tiempo y un poco de espacio como el tiempo y el espacio que era nuestro tiempo y nuestro espacio hasta la noche del martes, pero no paran de entrar y de salir mientras Joan y yo seguimos sentados en su salón y en su sofá, el sofá como el sofá que era nuestro sofá hasta la noche del martes, sentados en su salón y en su sofá como la pareja de adolescentes que nunca fuimos, y tengo ganas de darle la mano a Joan.

Le doy la mano.

Le doy la mano y contengo las lágrimas, para que ella pueda contener las suyas, para que deje de llorar, pero son muchas las cosas que hemos perdido, tantas las cosas que hemos perdido, tantísimas las cosas que hemos perdido, demasiadas las cosas que hemos perdido.

—Los formularios de adopción —solloza.

—No te preocupes por eso, ya pediremos otros.

—Pero no tenemos casa, Peter. Nunca nos lo darán.

—Tendremos una casa nueva, reconstruiremos la antigua. El seguro…

—No, si fueron las luces del árbol.

—No fueron las luces —digo con brusquedad—. Y aunque lo fueran daría lo mismo.

—Pero pasarán años.

—Ya verás como no.

—Ahora nunca nos lo darán.

—Por supuesto que sí.

Le doy la mano y contengo las lágrimas, para que ella pueda contener las suyas, para que deje de llorar, pero son muchas las cosas que hemos perdido, tantas las cosas que hemos perdido, tantísimas las cosas que hemos perdido, demasiadas las cosas que hemos perdido.

La madre de Joan vuelve a asomar la cabeza por la puerta.

—¿Alguien quiere otra taza de té?

Miro mi nuevo reloj y niego con la cabeza.

—Tengo que ir al despacho.

—Por lo menos aún tienes tu trabajo —solloza Joan—. Por lo menos aún tienes eso.

Subo al coche.

Me siento al volante.

Vuelvo a mirar el reloj:

10:08:00.

Arranco y salgo del jardín.

Voy camino de Manchester.

Voy camino de Manchester porque no tengo otro sitio adonde ir:

No tengo otro sitio.

Sábado, 27 de diciembre de 1980.

Las dos:

Jefatura Superior de Policía de Manchester.

Undécima planta.

Llamo a la puerta de lo que antes era mi despacho, de lo que hasta ayer era mi despacho.

—Adelante.

Abro la puerta.

Angus está sentado en la que era mi silla, detrás de la que era mi mesa, y me entrega un papel.

Leo:

Hemos recibido información que indica que en los últimos seis años se ha asociado usted con diversas personas en circunstancias indeseables, y ha podido contraer obligaciones con ellas haciendo uso de su poder como oficial de policía.

—¿Y ya está? —pregunto.

—Sí.

—¿Ni nombres, ni fechas, ni lugares?

—No es una denuncia y tampoco una queja.

—Entonces, ¿qué es?

—Es una información que hemos recibido y que debemos investigar.

—En ese caso permítame ayudar; dígame los nombres de esas personas con las que supuestamente me he asociado.

—No puedo.

—Pues dígame qué clase de obligaciones he contraído supuestamente con ellas.

—No puedo.

Sonrío.

Sonrío, a mi pesar.

Sonrío a Ronald Angus, al director general de la Policía de West Yorkshire, de la policía a la que cuarenta y ocho horas antes yo estaba investigando; lo veo sentado en la que era mi silla, detrás de la que era mi mesa en lo que hasta ayer por la tarde era mi despacho, y sonrío.

—Señor Hunter —dice—. Sé lo que parece esto y sé lo que está pensando. Pero puedo asegurarle que mi reputación de hombre íntegro y justo es tan sólida como la suya.

No puedo contenerme:

—¿Y eso se supone que debe hacerme sentir mejor o peor, señor Angus?

Angus se harta:

—Francamente, señor Hunter, me trae sin cuidado cómo se sienta.

Silencio.

En el que era mi despacho hasta ayer por la tarde, silencio.

Silencio hasta que interviene Maurice Jobson:

—Peter, vamos a necesitar toda la documentación de sus cuentas corrientes, tarjetas de crédito y cuentas de ahorro de los seis últimos años.

—¿Por qué?

—Ya sabe que no puedo decírselo. —Jobson niega con la cabeza.

—No, no lo sé.

—Muy bien, pues yo se lo digo.

—Muy bien, Maurice —sonrío—. Yo también voy a decirle algo. No tengo ninguna obligación legal de proporcionarles esa información.

—No, no la tiene —señala Angus—. Pero si no lo hace, nos obligará a pedir una orden judicial.

—En ese caso perderán todavía más tiempo.

—¿Y eso por qué?

—Porque no puedo darles esa documentación.

—¿No puede o no quiere? —sonríe Angus.

—No puedo.

—¿Por qué no? —pregunta Jobson.

—Por el incendio.

Angus se reclina en el respaldo de la silla y suspira:

—Muy oportuno.

—¿Qué? —Levanto la voz—. ¿Qué ha dicho?

Jobson me sujeta de un brazo, me retiene en la silla delante de la que era mi mesa, la mesa que está en la que era mi habitación, la habitación que era mi despacho, el despacho que hasta ayer por la tarde era mi despacho.

—Tranquilo —dice—. Tranquilo.

—¿Y su pasaporte? —pregunta Angus.

—¿Qué pasa con mi pasaporte?

—¿También lo ha perdido?

—Lo hemos perdido todo.

—Eso es una lástima.

—¿Por qué? ¿También pensaba quitármelo?

—Sí.

—Puto infierno. —Sacudo la cabeza.

Otra vez silencio.

Silencio en el que era mi despacho, en el que era mi despacho hasta ayer por la tarde.

Silencio hasta que Angus dice:

—A las dos. El lunes.

—¿Eso es todo? —pregunto.

—En Wakefield —dice.

—¿Qué?

—A las dos. El lunes. En Wakefield.

—¿Me está tomando el pelo? Es usted quien tiene que venir aquí, según el procedimiento.

—Señor Hunter —suspira el señor Angus—. Tenemos tantas ganas como usted de que esto termine y termine bien. Pero usted conoce mejor que nadie la presión que tenemos allí, por eso le agradeceríamos que viniera el lunes a Wakefield si no tiene inconveniente, para agilizar las cosas todo lo posible.

Asiento con la cabeza y me levanto.

—Que tenga un buen día, señor Hunter.

—Una cosa —digo.

Me mira.

—El procedimiento disciplinario exige que se proporcione al oficial acusado información detallada de los cargos que se le imputan para que pueda defenderse, y que se le facilite también el nombre completo y la dirección de la persona que ha formulado la queja contra él.

—Lo sé —dice Angus.

—Muy bien —digo—. En ese caso cuento con recibir esa información el lunes a las dos en Wakefield.

Angus me mira, me mira fijamente.

Más silencio.

Más silencio en el que era mi despacho, en el que era mi despacho hasta ayer por la tarde.

Más silencio hasta que suena el teléfono.

—Director general Angus al habla —dice Angus.

Escucha, sin dejar de mirarme.

—Sí, está aquí. —Cubre el micrófono con la mano—. Es para usted. No quiere decir su nombre, pero dice que es muy urgente.

Se inclina y me pasa el teléfono, el que era mi teléfono hasta ayer por la tarde.

Cojo el teléfono inclinado sobre la mesa, la que era mi mesa, y pulso el botón rojo parpadeante.

—Peter Hunter.

—¿Está solo? —pregunta una voz masculina… joven.

—No.

—En ese caso seré breve.

—Le escucho.

—Tengo información relacionada con uno de los asesinatos del Destripador.

—Le escucho —digo, y pienso…

SEGURO QUE EL TELÉFONO ESTÁ PINCHADO.

—Lo espero en Preston mañana a mediodía —dice.

—¿Dónde?

—¿En St. Mary’s? Es un bar de Church Street.

—¿A qué hora?

—¿A la una?

—Muy bien.

Cuelga.

Le devuelvo el teléfono a Ronald Angus, el que era mi teléfono hasta ayer por la tarde.

Lo coge y me mira con ojos turbios, ardiendo de curiosidad por saber quién llamaba, lo mismo que Jobson.

No digo nada y me dirijo a la puerta, a la que era mi puerta, a la puerta del que era mi despacho hasta ayer por la tarde.

—¿Señor Hunter? —dice Angus mientras abro la puerta—. Una cosa.

Doy media vuelta.

—Le pediremos autorización para ir directamente a su banco y le pediremos también que nos presente recibos de todas las cantidades recibidas en concepto de dietas y gastos, además de todos los expedientes relacionados con el caso del Destripador.

Hago un gesto afirmativo mientras abro la puerta.

—¿Eso es un sí? —pregunta.

Asiento una vez más, le doy la espalda, salgo al pasillo y cierro la puerta, cierro la puerta del que era mi despacho, del que hasta ayer por la tarde era mi despacho.

Llego a casa de los padres de Joan casi a las seis. Joan me está esperando en la ventana del salón.

Sale al jardín mientras cierro el coche.

—¿Por qué no has dicho nada? ¿Por qué no me lo has dicho?

Veo a sus padres en el vestíbulo, a su padre abrazando a su madre.

—¿Qué?

—Ha salido en todos los periódicos, en las noticias. Está en todas partes.

—¿De qué me hablas?

—De que te han apartado del servicio.

—¿Qué?

—¿No lo sabías?

Le quito el periódico de la mano y, en el jardín de sus padres, bajo la lluvia y la oscuridad, intento leer la portada del Manchester Evening News, bajo un titular tan grande como falso:

Suspendido.

En letra negrita y grandes caracteres.

Con mi fotografía debajo, una foto en la que salgo reduciendo a un estudiante en una manifestación reciente, cuando Keith Joseph[14]estuvo de visita en el Politécnico de Manchester.

El comisario jefe de la Policía de Manchester, Peter Hunter, ha sido suspendido del servicio esta mañana por lo que fuentes policiales han calificado de acusaciones graves.

En una cauta declaración a la prensa, el señor Donald Lees, de la Jefatura Superior de Policía del Gran Manchester, ha manifestado lo siguiente: «Hemos recibido información sobre la conducta de un veterano oficial de policía que apunta a una posible falta disciplinaria. Con el fin de tranquilizar a la ciudadanía, el presidente de la Comisión de Asuntos Internos, Clive Birkenshaw, ha solicitado al director general de la Policía de West Yorkshire, el señor Ronald Angus, que investigue el caso de conformidad con lo estipulado por la ley. El comisario jefe implicado queda temporalmente suspendido en tanto se aclare la situación».

El señor Lees se ha negado a confirmar o desmentir que el oficial en cuestión fuera el comisario jefe Peter Hunter, si bien fuentes policiales han corroborado su suspensión. No ha sido posible establecer contacto con el señor Hunter en el momento de redactar esta noticia.

Por otro lado, Clive Birkenshaw ha calificado la queja de «un asunto muy trivial» que «ha estallado en los dos últimos días».

Sin embargo, Clement Smith, jefe superior de Policía del Gran Manchester, ha manifestado a este diario que las acusaciones eran «muy lamentables», al tiempo que expresaba su confianza en que «todo se resuelva lo antes posible».

El señor Lees no ha podido detallar las acusaciones que pesan sobre Peter Hunter, si bien ha negado la información contradictoria difundida por ciertos medios de comunicación que atribuyen la suspensión del servicio a un incendio ocurrido hace dos días en la vivienda del señor Hunter, en Alderley Edge, a su responsabilidad en la investigación sobre el Destripador de Yorkshire o a los rumores de una posible relación con el brutal asesinato del ex policía de Yorkshire Robert Douglas y de su hija en la zona de Ashburys.

Dejo de leer y miro a Joan, que está de pie en el jardín de sus padres, abrazándose a sí misma.

—¿No lo sabías? —pregunta.

Niego con la cabeza:

—Malditos cabrones de mierda.

Joan está llorando, y yo también, incapaz de contener las lágrimas, incapaz de contener sus lágrimas, incapaz de contenerlas, porque son muchas las cosas que hemos perdido, tantas las cosas que hemos perdido, tantísimas las cosas que hemos perdido, demasiadas la cosas que hemos perdido, son muchas cosas las que hemos perdido, son tantas, son tantísimas las cosas que hemos perdido, son demasiadas, y le paso un brazo por encima del hombro mientras entramos en casa de sus padres, la casa que es como la nuestra, como la que hasta ayer era nuestra casa. Sus padres están en el vestíbulo: él abraza a su mujer, ella se cubre el rostro con las manos. Yo abrazo a Joan y ella me acaricia la cara, la cara negra como la ceniza. Los miro a los tres:

—Lo siento.