19

Me despierto en la casa de un hombre muerto, en su sofá color crema, en su salón blanco salpicado de sangre, su mujer en el hospital y la mía con ella.

Me bebo su té y uso su cuchilla de afeitar, su jabón y sus toallas, oigo en su radio canciones de vídeos, canciones de Einstein, canciones de astronautas, canciones de juguetes, canciones de juegos, a la espera de las noticias:

El señor Clement Smith, jefe superior de Policía del Gran Manchester, declinó hacer comentarios sobre las distintas informaciones aparecidas en los periódicos de ayer y declaró lo siguiente: «A menos que se den circunstancias excepcionales en un caso concreto y que se considere necesario para el interés público, la Jefatura Superior de Policía no tiene por costumbre hacer comentarios sobre ninguna investigación policial en curso, ni confirmar o desmentir la existencia de dicha investigación, tanto si existe como si no».

Por otra parte, un parado comparecerá esta mañana en los juzgados de Rochdale en relación con la llamada recibida la semana pasada en el Daily Mirror de Manchester por parte de un individuo que afirmó ser el Destripador de Yorkshire. La policía ha logrado localizar una segunda llamada dirigida a la redacción del Mirror la noche del viernes y ha detenido a Raymond Jones en el domicilio de sus padres, en Rochdale

Apago su radio, lavo su taza, recojo su cocina y compruebo que no he dejado nada encendido.

Cierro su puerta y abandono su sofá color crema, su salón blanco salpicado de sangre, su casa, la casa de un hombre muerto.

Abandono este sofá, este salón, esta casa del muerto…

Para ir a otra casa.

Yorkshire, maldito Yorkshire.

Yorkshire primitivo, Yorkshire medieval, Yorkshire industrial.

Tres épocas, tres épocas oscuras.

Épocas oscuras.

Decadencia local, decadencia industrial.

Asesinatos locales, asesinatos industriales.

Infierno local, infierno industrial.

Infiernos muertos, épocas muertas.

Páramos muertos, fábricas muertas.

Ciudades muertas.

Cuervos, la lluvia y su Destripador.

El Destripador de Yorkshire.

Maldito Destripador de Yorkshire.

El crematorio de Thornton está a mitad de camino entre Denholme y Allerton, en la carretera de Bradford.

Conozco el camino, conozco el lugar.

Tropezamos en la escalera oscura.

Llueve a cántaros y son casi las diez y media:

10:25:01.

Lunes, 29 de diciembre de 1980.

Aparco al pie de la cuesta y observo el edificio oscuro con su chimenea, negro bajo la lluvia. Dejo atrás pequeñas lápidas con pequeños nombres, flores marchitas, colillas y paquetes de patatas fritas, hojas muertas, neumáticos en la lluvia el único sonido.

Conozco bien el lugar.

He estado antes aquí:

El sol hace daño. Son más de las diez:

La correa de cuero del reloj de mi padre me pica con el calor.

Jueves, 7 de julio de 1977.

Aparcado al pie de la cuesta, me quedé mirando el edificio pálido con su chimenea, blanca en el resplandor del día, las pequeñas lápidas con pequeños nombres, flores, las nubes blancas en el cielo azul, árboles, trinos de pájaros

Anotando números de matrícula y poniendo caras a nombres, en mi tiempo libre, de baja.

De baja por compasión:

Otro aborto, el último.

Joan en casa de sus padres.

Jueves, 7 de julio de 1977.

Hoy lo entierran, después de casi tres semanas:

Sábado, 19 de junio de 1977.

El inspector Eric Hall, de Antivicio de Bradford, asesinado.

Su mujer apaleada y violada.

Apaleada y violada en su casa de Denholme por una banda de cuatro hombres.

Negros.

Según la descripción de la policía, de origen antillano.

Aparcado al pie de la cuesta, anotando números de matrícula y poniendo caras blancas a nombres blancos.

Caras de policías a nombres de policías:

Director general Ronald Angus, subdirector general George Oldman, inspector jefe Maurice Jobson, inspector jefe Peter Noble, detective jefe Richard Alderman, detective jefe James Prentice, inspector Rober Craven, todos de Leeds.

No hay familia. Sólo policías.

Nadie de Bradford.

Todos de Leeds.

Oigo que llaman al cristal de la ventanilla y doy un bote.

Vuelvo al presente:

Es Murphy, con la cazadora encima de la cabeza.

—Joder. —Bajo la ventanilla.

—¿Vienes?

Asiento, cierro la ventanilla y salgo.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto—. No conocías a su mujer, ¿verdad?

—Es como si la conociera. —Sacudo la cabeza—. Pero sabía que estarías aquí.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? —se ríe. Nos estamos empapando—. Estábamos preocupados por ti.

—Pues no os preocupéis.

—Vamos. —Levanta la vista hacia el cielo negro—. Echemos una carrerita.

Subimos corriendo hacia el edificio oscuro con su chimenea, negro bajo la lluvia, y dejamos atrás pequeñas lápidas con pequeños nombres, flores marchitas, colillas y paquetes de patatas fritas, hojas muertas, nuestras botas en la lluvia el único sonido.

Murphy llega antes que yo, jadeante, y abre la puerta.

Entro.

El servicio está a punto de empezar.

La señora Hall ya está allí, con un puñado de asistentes.

Demacrada y perdida.

Su hijo Richard y una chica de negro, varias ancianas, una pareja con pinta de vivir en la acera de enfrente, alguna persona alejada del grupo, un hombre que toma notas para su periódico, la policía.

Pete Noble y Jim Prentice, John Murphy y yo.

Los profesionales.

Y el reverendo Laws.

El reverendo Martin Laws estrecha la mano de Richard y sonríe a la chica de negro.

Me fijo en las caras que no conozco y quiero saber sus nombres, quiero decirle a Noble que se asegure de poner nombres a todas las caras.

Pero eso no va a pasar.

Hoy no.

Nunca.

Ella se ha ido.

Ellos sólo han venido para asegurarse.

Nos ponemos detrás de Noble y Prentice, asegurándonos de que se aseguran.

Cuando ella se va y están seguros, Noble vuelve la cabeza.

—¿Pete? ¿Cómo está?

—Muy bien.

—He oído lo del incendio. Lo siento.

—Sí —dice Jim Prentice—. Una mala noticia.

—Gracias. —Bajo la vista cuando Richard Hall y la chica de negro pasan a nuestro lado camino de la puerta.

—Y siento mucho también ese otro asunto. —Mira a Murphy—. Lo de Angus y Maurice.

—Se aclarará todo.

—Seguro que están haciendo una montaña de un grano de arena —sonríe.

—Ni siquiera hay un grano de arena —refunfuña Murphy.

—Es lo que he oído —dice Noble, incómodo.

Levanto una mano para que la cosa no pase de ahí:

—Gracias, Pete.

Silencio, un silencio incómodo.

Sólo asentimientos de cabeza y resoplidos, hasta que…

Hasta que pregunto:

—¿Alguna noticia por vuestra parte?

—Hemos pescado al tío que llamó al Mirror.

—Eso he oído.

—¿Por qué lo hizo? —dice Murphy.

Prentice sacude la cabeza:

—Tenía un teléfono a mano, no sabía a quién llamar, así que llamó a la línea habilitada para ofrecer información sobre el Destripador, escuchó la cinta un par de veces, se aburrió, y, como tenía ganas de divertirse un poco, llamó al Mirror.

—¡Hay que ser capullo! —se ríe Murphy.

—Uno ya está —digo—. Faltan dos.

—¿Dos? —pregunta Prentice—. ¿Qué quieres decir?

Noble sonríe y está a punto de decir algo, otra cosa, algo más, pero se vuelve a Prentice:

—¿Vamos a casa?

—Bueno. —Prentice se encoge de hombros.

Nos miran, pero los dos decimos que no con la cabeza.

—En ese caso, ya nos veremos. —Noble me tiende la mano.

Le doy la mano.

—Por cierto —digo—, ¿cuándo será el interrogatorio?

Mira hacia el pasillo, donde estaba la señora Hall, y luego a Prentice:

—¿El viernes que viene?

—Sí —dice Prentice—. No ha podido ser antes, por el Año Nuevo y el fin de semana.

—Muy bien —digo.

—Hasta luego, Pete —dice Noble, mirando a Murphy.

Otro apretón de manos y se van.

—Es buen tío —dice Murphy, cuando han salido—. Para ser un yorkie.

—¿Un yorkie? —digo—. Oye, ¿me esperas fuera? Quiero hablar un momento con ese hombre.

—¿Con el sacerdote?

—Sí. —Salgo al pasillo.

El reverendo Laws está arrodillado en la primera fila de bancos, con las manos unidas apoyadas en la barandilla del altar.

—¿Señor Laws?

Sin mover las manos, se vuelve y me mira.

—Señor Hunter.

—Un funeral muy bonito.

—Teniendo en cuenta las circunstancias.

—¿Le molesta si me siento?

—Por favor. —Se acomoda en el banco y retira su sombrero para dejarme espacio.

Me siento a su lado.

Me mira. Le apesta la ropa a mugre y a humedad.

—¿Tiene usted muchas preguntas, señor Hunter?

—¿No las tenemos todos?

—No todos —dice—. No todos.

—¿Tendría inconveniente en que le hiciera algunas?

—Por favor —repite.

—¿De verdad es usted sacerdote, señor Laws?

—Sí.

—¿Sigue siendo sacerdote?

—Sí.

—Comprendo. Me dijo que la señora Hall se puso en contacto con usted porque había oído hablar de su trabajo, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y fue Jack Whitehead quien le habló de usted?

—Sí.

—¿Conoció al señor Whitehead a través de Carol, su ex mujer?

—Sí.

—¿Y estaba usted allí la noche en que Carol fue asesinada por su segundo marido?

—Sí.

—¿Se llamaba Michael Williams?

—Sí.

—¿Resultó que estaba loco y ahora está ingresado en Broadmoor?

—Sí.

—¿Y es verdad que en el jucio el juez Justice Caulfield lo criticó a usted en particular?

—Sí.

—¿Y también recibió críticas de monseñor Eric Treacy, el obispo de Wakefield?

—Sí.

—¿Y es verdad que Jack Whitehead le hizo a usted responsable de la muerte de Carol?

—Sí.

—¿Y cree usted que fue el dolor, el dolor por la muerte de su mujer, una muerte de la que le acusa a usted, lo que llevó a Jack a intentar suicidarse en 1977?

—Sí.

—¿Y ya está? ¿Es lo único que va a decir? ¿Sí, sí, sí?

—Sí.

—Comprendo —digo—. ¿Sigue usted visitando a Jack en Stanley Royd?

—Sí.

—¿Le ha contado algo Jack en alguna de esas visitas, señor Laws?

Guarda silencio y dice:

—No.

—¿Nunca le ha dado libros, cartas o casetes?

—No.

—¿Y usted le ha dado algo a él?

—No.

—¿Ni siquiera le ha llevado un racimo de uvas?

—No está permitido.

—Pero la gente incumple las normas, para eso están.

—¿La gente o las normas, señor Hunter?

—Las dos cosas.

—Usted es policía. No todo el mundo piensa igual.

—Sabe usted mucho de la policía, ¿no es cierto, señor Laws?

—No.

—Sabe usted mucho de Helen Marshall, ¿no es cierto?

—¿Todo esto es por eso? ¿Por Helen?

¿Helen? Para usted es la detective Marshall.

—Sí.

—Se ha estado viendo con ella, ¿verdad? ¿En privado?

—Sí.

—¿Por qué?

—No puedo decírselo, señor Hunter.

—¿Le ha pedido ayuda?

—Sí.

—¿Por qué?

—No puedo decírselo.

Le agarro de la manga de la gabardina, fría y húmeda. Le agarro y le obligo a mirarme:

—¡Dígamelo!

Niega con la cabeza.

—¿Por qué? —pregunta.

—Porque pretende hacerle un puto exorcismo o cualquiera de esas gilipolleces que hace usted.

—A palabras necias oídos sordos, señor Hunter. Pero estamos en la casa del Señor, así que le ruego…

—¡A la mierda! —grito, poniéndome en pie—. No permitiré que termine como Libby Hall, ni como Carol Whitehead.

—Por favor…

—Déjela en paz o lo mato. —Lo sujeto de las solapas y lo levanto.

—¿Usted no cree en los demonios, señor Hunter? —se ríe—. ¿Verdad que no?

—¡No!

—¿Después de todo lo que ha visto y de lo que le han hecho?

—¡No!

—¿Sigue sin creer en ellos?

—¡No!

—Después de esos abortos, de esos…

Le pego un puñetazo con todas mis putas fuerzas.

Le rompo la nariz y la sangre oscura surca la piel pálida.

Levanto el brazo para volver a pegarle cuando…

Cuando Murphy me sujeta, me agarra del brazo y tira de mí, me separa, me aleja, me saca de allí a rastras.

Sangre en los nudillos.

Lágrimas en la cara.

Lágrimas y rabia.

Una rabia brutal.

Sentado en el coche, al pie del edificio oscuro con su chimenea, negro en la lluvia, al pie de las pequeñas lápidas con pequeños nombres, las flores marchitas, las colillas y las bolsas de patatas fritas, las hojas muertas, Murphy el único sonido:

—¿Qué cojones te ha pasado?

—Es un hombre malo y le está metiendo cosas raras en la cabeza a Marshall. Lo sé.

—Mientras sólo le meta cosas en la cabeza…

—No me jodas.

—Pete, no es más que un viejo verde. Un charlatán.

—No, es… —Sacudo la cabeza—: No sé lo que es.

—Yo sí lo sé —dice Murphy—. Es un cura que podría denunciarte y entonces ya estarías definitivamente jodido.

—Lo sé, lo sé.

—Vete a casa —dice Murphy—. Por favor…

—¿A casa?

—Perdona. Con la familia de Joan o donde sea, pero sal del maldito Yorkshire.

—Tengo una reunión con Angus a las dos. —Miro mi reloj:

11:22:12.

—¿Dónde?

—En Wakefield.

—¿Estás de coña?

Niego con la cabeza.

—¿Por qué allí?

—Están demasiado ocupados para venir a Manchester.

—Y una mierda. Todo esto es una puta mierda.

—¿Y tú? ¿No deberías volver al trabajo?

—El lunes que viene —dice—. Si nos dejan.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé. Hay rumores de que están buscando otro equipo —suspira—. Y si te soy sincero, Pete, me importa un carajo.

Me pongo a mirar el edificio oscuro con su chimenea, negro en la lluvia, al pie de las pequeñas lápidas con pequeños nombres, las flores marchitas, las colillas y las bolsas de patatas fritas, las hojas muertas, el reloj del coche el único sonido hasta…

Hasta que le pregunto:

—¿Has sabido algo de Dawson?

—Alderman se está volviendo loco para localizar a un chapero.

—¿Un chapero?

—Sí, por lo visto un chapero tenía alquilado el apartamento que estaba encima de la tienda.

—¿Qué?

—El que ardió. Donde encontraron a Dawson.

—¿No?

—Alderman cree que tu amigo Dicky era un pájaro de cuidado.

—No me jodas, John.

—Sólo te digo lo que he oído. —Levanta las manos—. Sólo te digo lo que he oído.

—¿Has oído algún nombre?

—¿De quién?

—Del chapero.

—BJ no sé cuántos. ¿Te suena?

—¿BJ qué?

Niega con la cabeza y sonríe.

—Lo siento, no me acuerdo —dice.

—Creo que lo vi ayer.

—¡Joder! No es posible.

Asiento.

—¿Dónde?

—En Preston.

—¡Joder, Pete!

Asiento.

—¿Qué te dijo? ¿Te habló de Dawson?

Digo que no con la cabeza.

—Pero me dio esto.

Le paso la fotocopia.

La fotocopia en blanco y negro.

La fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, piernas y coño.

Clare Strachan.

En la parte superior de la hoja, escrito con rotulador negro:

Spunk, número 3, enero de 1975.

Al pie de la hoja, escrito con rotulador negro:

Asesinada por la Policía de Yorkshire en noviembre de 1975.

En la cara de la víctima, dibujada con rotulador negro:

Una diana.

Sentados en mi coche, bajo el edificio oscuro con su chimenea, negro en la lluvia, al pie de las pequeñas lápidas con pequeños nombres, las flores marchitas, las colillas y las bolsas de patatas fritas, las hojas muertas, el papel en su mano el único sonido.

La fotocopia en blanco y negro.

La fotocopia pornográfica en blanco y negro.

—Una diana —dice Murphy en voz baja.

Asiento.

—¿Te dio algún nombre?

—Sólo uno.

—¿Uno?

—Morrison.

—¿Morrison?

—Clare Morrison.

—¿Clare Morrison? ¿Quién es ésa?

Señalo el papel.

El papel que tiene en la mano.

La fotocopia en blanco y negro.

La fotocopia pornográfica en blanco y negro.

Gorda y rubia, piernas y coño.

—¿No se llamaba Strachan?

—Su apellido de soltera era Morrison.

—¿Y?

—¿Conoces a alguna otra Morrison?

John Murphy está sentado en mi coche, al pie del edificio oscuro con su chimenea, negro en la lluvia, al pie de las pequeñas lápidas con pequeños nombres, las flores marchitas, las colillas y las bolsas de patatas fritas, el reloj del coche el único sonido, el único sonido hasta…

Hasta que murmura:

—¿Grace Morrison?

Asiento.

Murmura de nuevo:

—El Strafford.

Asiento.

—¡Joder!

Asiento.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta.

—¿Qué quieres decir?

—¿Piensas contárselo a alguien?

—¿A quién?

—¿A Alderman? ¿A Smith?

—¿Para qué? ¿Qué crees que harían?

—¿Qué harías tú?

—Ya lo verás.

—¿Qué?

—Ya lo verás, John.

—¿Vas a destriparlo todo? ¿Vas a sacar a la luz toda la mierda?

—Ya lo verás —sonrío—. Ya lo verás.

—¡Joder, Pete!

Asiento.

—Joder, joder, joder.

Asiento y pienso:

Conozco la hora, conozco el camino.

Conozco el lugar, lo conozco bien.

Wakefield, un Wakefield desierto:

Lunes, 29 de diciembre de 1980.

Los mismos malos sentimientos y los mismos recuerdos, las mismas investigaciones frustradas y los mismos muros de silencio, los mismos secretos negros y la misma paranoia, el mismo infierno:

Enero de 1975.

Los mismos malos sentimientos y los mismos recuerdos, las mismas investigaciones frustradas y los mismos muros de silencio, los mismos secretos negros y la misma paranoia, el mismo infierno:

Diciembre de 1980.

Las mismas oraciones impotentes y las mismas promesas rotas, incumplidas y olvidadas, la misma acusación y la misma culpa:

Lunes, 29 de diciembre de 1980.

Wakefield, un Wakefield yermo.

Wakefield.

Laburnum Road.

Dirección general de la Policía de West Yorkshire.

Despacho del director general.

13:54:45.

Llamo a la puerta.

—Adelante.

Ronald Angus está sentado detrás de una mesa grande, su mesa. Maurice Jobson y Dick Alderman al otro lado.

—Caballeros… —digo.

—Señor Hunter. —Angus mira su reloj—. Llega temprano.

—Es una maldición —sonrío.

Angus mira a Alderman.

—No se preocupe —dice—. Richard ya se iba.

Dick Alderman se pone en pie y apoya una mano en el hombro de Maurice:

—Hablaremos más tarde.

Los dos asienten con la cabeza.

El detective jefe Richard Alderman pasa a mi lado y abandona el despacho.

Sin decir palabra.

—Siéntese. —Angus señala la silla que Alderman ha dejado libre.

—Me pidieron esto —digo, antes de sentarme. Dejo sobre la mesa una relación de todas las dietas que he recibido, justificantes de gastos, toda la documentación oficial que me han proporcionado.

—Gracias —dice Maurice Jobson.

—Y esto. —Le entrego a Angus las autorizaciones necesarias para examinar mis cuentas corrientes, mis tarjetas de crédito y mi cuenta de ahorros en la Oficina de Correos.

Les echa un vistazo:

—Gracias.

Me siento y espero.

El director general Angus se mueve en la silla y revuelve entre el montón de papeles que tiene en la mesa, hasta que encuentra lo que busca debajo de la documentación que acabo de entregarle, me mira y dice:

—Me gustaría mencionarle algunos nombres, y le agradeceré que me diga si ha oído hablar de estas personas alguna vez, si las conoce o si tiene alguna relación con ellas.

Digo que sí con la cabeza y espero.

Jobson coge un bolígrafo, abre un cuaderno y espera.

—¿Colin Asquith? —pregunta Angus.

—Policía local —digo—. Socio de Richard Dawson.

—Ex socio —corrige Angus.

—Sí —digo—. Ex.

—¿Lo conoce?

—No personalmente.

—Pero ¿lo ha visto alguna vez?

Digo que sí con la cabeza.

—¿En alguna reunión social?

—Tenemos conocidos en común —digo.

Me mira fijamente.

Le aguanto la mirada.

—¿Cyril Barrat? —dice.

Niego con la cabeza.

Angus:

—¿Barry Cameron?

Asiento.

Angus espera.

Yo:

—No lo he visto nunca. Lo conozco de oídas.

—¿Cómo?

—Por los periódicos y por comentarios en la comisaría.

—Pero ¿no ha visto nunca a Barry Cameron?

Vuelvo a negar con la cabeza.

—¿Michael Craig?

—Abogado local.

—¿Lo conoce?

—Sólo por motivos de trabajo.

—¿Richard Dawson?

Lo miro fijamente.

Me aguanta la mirada.

—Ya sabe que conozco a Richard Dawson —digo.

—Sé que lo «conocía». Pero ¿cómo describiría esa relación?

—Éramos amigos.

—¿«Eran»?

—Como muy bien acaba de señalar, está muerto.

—Pero ¿fueron amigos hasta su muerte?

Trago saliva y digo:

—Sí, fuimos amigos hasta su muerte.

—Muy bien —dice—. Repasemos su relación con el señor Dawson, que contrató a Bob Douglas, el socio de Colin Asquith, el cliente de Michael Craig. Volvamos a él. ¿Le parece?

—¿De qué va esto? —digo—. ¿De Richard Dawson? ¿De Bob Douglas?

Niega con la cabeza:

—No se trata sólo del señor Dawson y de Bob Douglas, no.

Me encojo de hombros y lo dejo correr.

Pero insiste.

—¿Qué me dice de Bob Douglas?

—¿Qué de qué?

—¿Lo conocía?

—Ya sabe que sí. Estuve aquí cuando ocurrió lo del Strafford.

—¿Aparte de eso?

—Aparte de eso lo vi una vez.

—¿Cuándo?

—El domingo antes de que fuera asesinado —digo, sin sonreír.

Angus mira a Jobson.

Maurice Jobson mueve ligeramente la cabeza.

Angus vuelve a las notas que tiene entre el montón de papeles en la mesa.

—¿Sean Doherty?

—¿Perdone? —digo.

—¿Puede decirme si ha oído hablar de un tal Sean Doherty, si lo conoce o si son amigos?

Niego con la cabeza.

—¿David Gallagher?

Vuelvo a negar.

—¿Marcus Hamilton?

—Diputado por Salford.

—Ex diputado —corrige Angus—. Pero ¿lo conoce?

—No mucho.

—Pero ¿lo ha visto alguna vez?

Digo que sí.

—¿En calidad de qué?

—¿Cómo que en calidad de qué? En calidad de ver un partido de fútbol en el Old Trafford, en esa calidad.

—¿Diría que es un conocido de ocasiones sociales?

—Nos saludamos, sí.

—¿Ha estado alguna vez en su casa?

Niego con la cabeza.

—¿Y él en la de usted?

Vuelvo a negar.

—¿Sospechó en algún momento que fuera homosexual?

Lo miro. Está inclinado sobre las notas y le respondo a su barba gris:

—Tenía alguna esperanza.

—¿Cómo dice? —Levanta la vista de sus notas.

Sonrío:

—Todos tenemos nuestras fantasías, ¿no?

Jobson sonríe y observa la expresión de su jefe.

—Señor Hunter, estas preguntas son muy serias.

—Tanto si el señor Hamilton es un julay como si no, yo no llamaría a eso una pregunta seria.

—Nadie le ha pedido su opinión sobre las preguntas, señor Hunter. Limítese a responder.

Me miro la rodilla derecha, cruzada sobre la izquierda.

—Adelante —digo.

—¿Peter McCardell?

—Detenido por Antivicio de Manchester. Le cayeron diez años entre otras cosas por publicaciones obscenas. Creo que estaba relacionado con prostitutas y clubes de dudosa reputación.

—¿Lo conocía entonces?

—Lo interrogué en un par de ocasiones.

—¿Cuándo lo encerraron?

—No lo recuerdo exactamente; hará unos cinco o seis años.

Pero sí lo recuerdo, lo recuerdo al instante:

Digo que tenemos un amigo en común.

¿Y quién es?

Helen.

¿Qué Helen?

De sus tiempos de Vicio. Salúdela de mi parte.

Jobson me está mirando, a la espera de que diga algo más.

Miro a Angus:

—¿Perdone?

—¿Le he preguntado si seguía en la cárcel?

—¿Quién?

—McCardell.

—Eso lo sabrá usted mejor que yo.

—Muy bien —continúa Angus—. ¿Qué me dice de Roger Muir?

—Periodista. No he tenido trato social con él.

—¿Y Donald Ryder?

Niego con la cabeza.

—¿Martin Sharpe?

—Abogado local. Sólo lo he visto por asuntos de trabajo.

—¿Michael Taylor?

Niego con la cabeza.

—¿Alan Wright?

—Empresario local. No he tenido trato social.

—¿Qué significa exactamente para usted «no tener trato social», señor Hunter?

—Significa —levanto la voz— que no he tenido trato social.

Angus mira a Jobson, abre una carpeta y saca cuatro fotografías.

Y pienso en otras cuatro fotografías, rogando que no sean las mismas.

Cuatro fotografías de dos personas en un parque:

Platt Fields Park, en invierno.

Fotografías en blanco y negro de dos personas en un parque, junto a un estanque.

Un estanque frío y gris; un perro.

Dos personas en un parque.

Una de ellas, yo.

Jobson vuelve a mirarme, esperando a que diga algo.

Miro a Angus:

—¿Perdón?

—¿Quiere echar un vistazo a esto, por favor? —Me pasa las cuatro fotografías.

Me reclino en la silla y las miro.

No son las mismas.

Son fotos en color, a todo color.

—A mí me parece un trato bastante social —señala Angus.

—¿Cómo dice?

—Todos los nombres que acabo de leerle aparecen en estas fotografías. Todos menos McCardell, que estaba en Strangeways.

—¿Y? ¿Eso qué significa?

—Mire esas fotos, señor Hunter —dice con un suspiro—. Todas las personas por las que le he preguntado están sentadas con usted alrededor de la misma mesa, brindando.

—Era el cumpleaños de Richard Dawson. Cumplía los cuarenta —digo—. Lo celebró en el Hotel Midland y estaba allí la mitad de Manchester.

—Eso es evidente, por las fotos —sonríe—. La pregunta es: ¿qué mitad? A juzgar por esas fotos, todos eran estrictamente delincuentes convictos, homosexuales, pornógrafos y usted.

Empiezo a contar y le dejo que sonría. Dejo que su sonrisa se agrande más y más y más y más y más y más y más y más y más, hasta que me inclino sobre la mesa, despliego las fotos y señalo dos caras:

—Ciertamente, señor, yo no diría que fueran todos estrictamente delincuentes convictos, homosexuales y pornógrafos, a menos que esté insinuando que el jefe superior Smith y el inspector jefe Hook se enmarquen en alguna de esas categorías.

Silencio.

Silencio mientras el director general Ronald Angus decide si acercarse a la mesa y coge una lupa para examinar los rostros que estoy señalando, silencio hasta…

Hasta que carraspea y mira a Jobson.

—Es evidente que nos han facilitado una información errónea, señor Hunter —dice.

Asiento, procurando no traslucir mi alegría, y espero.

—Y le agradezco que nos haya iluminado sobre la procedencia de esas fotos —añade.

—Es un placer —digo, incapaz de contenerme.

—Sin embargo —continúa el director general—, me temo que tendremos que volver a vernos mañana por la tarde, con la esperanza de que pueda iluminarnos también sobre su relación con Richard Dawson y algunos de sus socios.

Mierda.

—¿Dónde?

Mierda, mierda.

—Aquí.

Mierda, mierda, mierda.

—¿A la misma hora?

Asiente con la cabeza.

Silencio, silencio hasta que…

Hasta que me levanto.

—Buenas tardes —digo.

Murmuran mientras salgo.

Cierro la puerta a mis espaldas y me detengo un momento en el pasillo con la esperanza de que suban la voz.

Decepcionado, doy media vuelta y me doy de bruces con Dick Alderman.

—¿Le han soltado? —Me guiña un ojo.

—Por buen comportamiento.

—Eso me cuesta creerlo —dice, mientras llama a la puerta del director general—. Por lo que he oído.

Sonrío y pienso:

Conozco la hora, conozco el camino.

Conozco el lugar, lo conozco bien.

Leeds, maldito Leeds:

Leeds medieval, Leeds victoriano, Leeds de duro hormigón.

Dura decadencia, duros asesinatos, duro infierno.

Una ciudad dura.

Una ciudad muerta:

Sólo los cuervos, la lluvia y el Destripador.

El Destripador de Leeds.

El Rey.

Lunes por la noche en la Ciudad de los Muertos.

Aparco debajo de los arcos oscuros, húmedos y goteantes, las paredes surcadas de agua y de ratas.

El lugar más seco de toda la puñetera ciudad.

Recojo la Exégesis, la pornografía y el chantaje desperdigados por el coche, los meto en una bolsa de Tesco y echo a andar bajo los arcos, dejo atrás el Scarborough y entro en el Griffin.

Llamo al timbre en recepción y espero.

Beethoven electrónico.

El recepcionista sale de la habitación contigua y esboza una leve sonrisa al reconocerme.

—¿Señor Hunter?

—Buenas noches.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Hunter?

—Quisiera una habitación, por favor.

—¿Por cuánto tiempo?

—No lo sé. —Levanto los hombros—. Puede que un par de noches.

—Muy bien. —Despliega los papeles sobre el mostrador.

Dejo en el suelo la bolsa de Tesco y cojo un bolígrafo del mostrador.

El recepcionista coge las llaves colgadas de la taquilla y las deja junto a los formularios que estoy rellenando.

—Perdone. —Levanto la vista—. Me gustaría ocupar la misma habitación. La 77.

—Ésa le he dado, señor.

Miro la llave, junto a mi mano.

—Gracias —digo, pero ya se ha ido.

En la habitación, la habitación oscura.

Sin dormir.

No más dormir, sólo…

Dos alas enormes que me crecen en la espalda, que salen de mi piel rasgada, dos alas enormes y podridas, grandes y negras, que me abruman, me pesan, me impiden levantarme.

Solemne y grave.

Alas, alas que me crecen en la espalda, que salen de mi piel rasgada, enormes y podridas, grandes y negras, que me abruman, me pesan, me impiden levantarme.

Solemne y grave desde que nació.

No más dormir, sólo.

Sólo Exégesis grabado en mi pecho, las uñas llenas de sangre, rotas.

Et sequentes.

Notas por todas partes, en el suelo, en la cama, en los muebles del Griffin. Miro mi reloj, apago la radio, cojo el teléfono de encima de la cama, espero a oír el tono de llamada, compruebo la hora de mi reloj con la del reloj parlante y marco, con la esperanza de que no contesten sus padres:

—¿Joan?

—¿Peter? ¿Dónde estás?

—En Leeds.

—¿Por qué?

—Todavía no han terminado conmigo —suspiro—. Tengo que volver mañana a las dos.

—¿De verdad?

—Lo siento.

—Ojalá no estuvieras allí —dice, con la voz hecha añicos—. Odio esa ciudad y a toda esa gente. Cada vez que has ido a Leeds hemos tenido mala suerte y malas noticias.

—No te preocupes —digo—. Ya no puede ser peor.

—No tientes al destino, Peter. Por favor…

—Tranquila. —Y le pregunto—: ¿Cómo está Linda?

—Sedada.

—¿A qué hora volviste?

—Sobre las diez. Pero pasé a ver a sus padres y a los niños.

—¿Cómo están?

—¿Tú qué crees?

—¿Los niños saben lo que ha pasado?

—Creo que el ejército de periodistas que está en la puerta de su casa les ayuda a saberlo.

—Joder. Llamaré a Smith para decirle que tome cartas en el asunto inmediatamente.

—Ya lo he llamado yo —dice.

—¿Has llamado a Clement Smith?

—Sí.

—¿Es una broma? ¿Qué le dijiste?

—Le dije lo que opinaba de cómo nos está tratando, a los Dawson y a nosotros.

—¿Qué dijo?

—Dijo que «sólo actuaba guiado por el sentido del deber».

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije que se pudriera en el infierno por lo que ha hecho.

—¿Le dijiste eso? ¿Qué dijo?

—No lo sé. Colgué.

—¡Joan!

—Es un cretino pomposo, Peter.

—Pero sólo está haciendo su trabajo.

—Como Herodes.

—Joan, por favor…

—Si el trabajo consiste en eso, espero sinceramente que no sigas trabajando mucho más tiempo. Lo digo de verdad, Peter.

Silencio, silencio mientras me pregunto si estarán escuchando nuestra conversación, silencio mientras me pregunto si siquiera yo estoy escuchando, silencio hasta que…

Hasta que digo:

—Siento mucho que las cosas hayan llegado a este punto.

—Deja ya de decir que lo sientes —suspira.

—Es que lo siento.

—Pues no lo sientas. Tú sólo ten cuidado.

—Sí.

—Te quiero.

—Yo también —digo.

—Buenas noches.

—Buenas noches, amor.

No puedo dormir.

Revuelvo los cajones.

Sacudo las sábanas y las mantas.

Abro las ventanas.

Deshago la cama y agito las cortinas.

Cierro las ventanas.

Revuelvo, sacudo, deshago y agito la habitación entera hasta que…

Ahí está.

Ahí, detrás del radiador.

Detrás del radiador.

La Santa Biblia.

Me tumbo en la cama.

Pasó las páginas.

Libro de Job.

Saltó páginas.

Salmos.

Tumbado, paso y salto las páginas de todo el maldito libro hasta que…

Hasta que estoy seguro.

Seguro de que falta.

Rasgada, rota, arrancada, despojada.

Falta el Apocalipsis.

No habrá Apocalipsis.

No esta noche.

Esta noche no habrá pisadas en la escalera oscura, ni golpes en la puerta, ni llave en la cerradura.

Una sola vuelta

No esta noche.

No habrá Apocalipsis esta noche.

Falta el Apocalipsis.

Faltan las páginas.

Faltan ellas.

Faltan.

Me falta ella.