6

Leeds.

Millgarth:

La cantina.

El zumbido de las luces, las máquinas y sus números: dos, uno, cuatro, seis, ocho.

Martes, 16 de diciembre de 1980:

Casi las ocho, ocho, ocho, ocho, ocho, ocho, ocho, ocho:

Espero a que Murphy termine de desayunar para bajar y salir a la calle, al mercado.

El día es gris, pero no llueve. No hay sol, sólo un denso manto de nubes.

Subimos por George Street hasta un café pequeño.

Nos sirven un par de tés dulces. Murphy espera.

—¿Recuerdas que hablamos de Eric Hall? —pregunto.

Asiente.

—Su viuda vino a verme anoche.

—¿Estás de coña?

Niego con la cabeza:

—Con un sacerdote.

—¿Qué quería?

—Cree que Eric estaba metido hasta el cuello en el caso del Destripador.

—¿Y qué? ¿No era de Antivicio? Normal que lo estuviera.

—Sí, pero lo estaba fuera de servicio.

—Joder.

—Estaba liado con Janice Ryan.

—Una puta mierda interminable todo esto —suspira—. Continúa.

—Dice que en cierto momento hasta lo incluyeron entre los sospechosos.

—No lo sabía.

—Y lo mismo le pasó a otro poli, a uno de Millgarth. El que se suicidó.

—¿Bob Fraser?

—Sí.

Murphy enciende un cigarrillo.

—¿Mucha mierda debajo de la alfombra?

Asiento:

—Podría ser.

—¿Y eso fue todo? ¿Te contó algo más?

—De pe a pa. Dice que a Eric Hall lo mataron porque sabía que el asesino de Ryan no era el Destripador.

Murphy sonríe:

—Podría estar de acuerdo con ella en que a Ryan no la liquidó el Destripador, pero también es posible que esté muy cabreada con Eric, y con razón. Ese tío era más falso que un puto billete de dos chelines. ¡Las ganas que teníamos de verlo en chirona!

—Sí —digo.

Murphy se inclina hacia delante:

—Al parecer tenía negocios con una banda de negros que se dedicaban a atracar oficinas de correos. ¿Te acuerdas de eso?

Vuelvo a asentir.

—En algún momento la cagaron y fueron a por Eric. Y a por su mujer. ¿No es eso lo que nos contaron?

—Sí.

—Lo siento por ella, pobre mujer. Pero sigo pensando que Eric se lo ganó a pulso.

—Y ella estaba en medio.

—Y ella estaba en medio.

—Maurice Jobson estaba al mando; está al mando.

—¿Aún no los han trincado?

—¿No te parece raro?

—¿Qué? ¿Que los de Yorkshire nunca trinquen a nadie? Estos tíos no han vuelto a trincar a nadie desde ese cabrón de Michael Myshkins.

—No, no… ¿raro que Maurice dirigiera la investigación?

—¿Por qué?

—Bueno, porque es ¿de dónde? ¿De Wakefield?

—Sí.

—¿Y dónde se cargaron a Eric Hall?

—¿En su casa?

—Sí, que está en Denholme. En Bradford.

—Pero Eric era de Jacob’s Well. ¿Cómo iban a entregárselo a su propia unidad?

Me encojo de hombros:

—Supongo que no. Pero ¿por qué Maurice?

—Quién coño lo sabe y, para ser sinceros, a quién coño le importa.

—Hay algo que no encaja, John… Pero no llego a verlo.

—Yo sí: es la misma mierda de siempre que venimos a Yorkshire —bosteza—. Pero si quieres que lo añada a la lista, a continuación de tu amigo Dicky Dawson, preguntaré por ahí.

No sé si está encabronado conmigo o si quiere encabronarme.

Aparto el té frío:

—Ella dijo que Eric tenía notas, copias de papeles, cintas. Se lo dio todo a Maurice Jobson y nunca más volvió a tener noticias. Cree que ese material demuestra que el Destripador no mató a Ryan y que encubre otras muchas cosas.

Murphy se endereza, interesado:

—¿Sí? —dice.

—Estaba pensando que tú te ocupas del caso de Janice Ryan, ¿no?

—Sí.

—El nombre de Eric Hall tiene que estar ahí, en alguna parte, tiene que aparecer. Y el de Bob Fraser.

Murphy asiente.

—¿Por qué no le pides a Craven que te pase el expediente de Eric y el de Fraser? A ver si esas cintas y esas cosas están ahí —digo.

—¿Qué cosas?

—Las notas de Eric. Algo.

—Vale. ¿Y si no están?

—Ella tiene copias.

—Sí, supongo. —Mira hacia la ventana por encima del hombro.

—¿Te pasa algo?

—Me pasa que la siguiente es Liz McQueen, ¿te acuerdas? —Se levanta.

El despacho en el piso de arriba.

Más pequeño y más oscuro que nunca.

Otra llamada a los difuntos a cobro revertido:

—¿Elizabeth McQueen? —digo.

Lady Spaghetti.

—Es mía —dice Murphy—. Seré breve.

Guardamos silencio. Craven saca un cuaderno de notas por primera vez y espera a que John empiece:

—El lunes 28 de noviembre de 1977 se encontró el cuerpo de una mujer desnuda en el Cementerio Sur de Manchester. Posteriormente se la identificó como Elizabeth McQueen, nacida el 31 de octubre de 1946 en Edimburgo. Estaba casada, tenía dos hijos y dos apercibimientos por prostitución callejera. Murió de una hemorragia cerebral causada por dos golpes fuertes en la cabeza, con un martillo o un hacha. La parte inferior del cuerpo presentaba múltiples heridas post mórtem producidas por un instrumento cortante. Intentaron cortarle la cabeza. Nunca se hallaron las armas.

»McQueen fue vista por última vez el sábado 19 de noviembre de 1977 cuando salió de su casa en Kippax Street, en Rusholme. Se cree que murió poco después.

»En el momento de salir de casa llevaba un bolso que al principio no se recuperó. Un obrero encontró el bolso el 5 de diciembre. Escondido en el forro del bolso había un billete de cinco libras nuevecito.

»Yo estuve al mando de esa investigación.

Murphy se para en seco y añade:

—Y la cagué.

Silencio.

Siempre lo mismo.

—Como digo, en el registro del escenario del crimen no encontramos el bolso. Después perdimos el tiempo y nunca lo recuperamos.

Otra pausa, otra parada, otro silencio.

—Antes de que apareciera el bolso, vine a Wakefield a reunirme con George Oldman. Llegamos a la conclusión de que había semejanzas, pero también diferencias.

Tropezamos en la escalera oscura.

Me quedo mirando las declaraciones de George a la prensa en el periódico que tengo delante:

En este momento no tenemos razones para creer que exista ninguna relación entre el asesinato de Manchester y los que yo estoy investigando.

—Después encontramos el bolso con el billete y lo demás ya lo sabéis.

Otra declaración, la de John:

Se ha abierto una línea de investigación que se relaciona directamente con el asesinato de una mujer en Manchester, y estamos siguiendo esa línea de investigación con la Policía Metropolitana de West Yorkshire. Un equipo de detectives del Gran Manchester está trabajando con detectives de West Yorkshire. Visitaremos las fábricas de la zona de Bingley, Shipley y Bradford para interrogar a todos los trabajadores varones. En cuanto a la posible relación con los asesinatos sin resolver en West Yorkshire, es demasiado pronto para sacar conclusiones, y el señor Oldman y yo tenemos una perspectiva abierta.

Murphy se queda mirando la mesa callado.

Una perspectiva abierta.

—¿Alguna pregunta? —digo.

Silencio.

—En ese caso, haremos una pausa.

John Murphy está sentado en la escalera, con la cabeza entre las manos.

Le apoyo una mano en el hombro.

Me mira con los ojos enrojecidos.

—Voy a Wakefield para la rueda de prensa; intentaré hablar con Maurice.

Afirma con la cabeza.

—¿Estás en condiciones de defender el fuerte en mi ausencia?

Vuelve a asentir.

—Supongo que es un buen momento para hacer balance. No nos vendría mal recapitular un poco sobre los demás casos: Jobson, Bird, Peng, Clark y Kelly. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Miro el reloj:

Las once.

—¿Nos vemos en el Griffin a eso de las seis?

—Bien.

Me levanto.

Murphy vuelve a clavar la vista en la escalera.

—¿John?

Me mira.

—Eres demasiado duro contigo.

—No, no es verdad —dice—. Sólo lo justo.

El camino a Wakefield.

Lluvia, lluvia y jarros de dolor.

Los Cuatro Jinetes cabalgan en las ondas radiofónicas y el Destripador les pisa los talones entre carcajadas, látigo en mano:

Se ha alcanzado el récord de 2.133.000 parados, Helen Smith, el Destripador de Yorkshire, todos los rehenes con vida y en buen estado de salud.

Abba y el fútbol, invierno:

Las calles mojadas, los neumáticos oscuros, los árboles mojados, el cielo oscuro, y ya está aquí, ya está aquí, ya está aquí ella, golpeándome la cabeza con una piedra.

Frenazo en la curva al entrar en Wakefield:

No la dejes escapar.

Y de pronto regreso a 1975, el Reino Unido en guerra:

Wood Street.

Wakefield, enero de 1975:

Clarkie y yo sentados en frente de Maurice Jobson.

El jefe de la Brigada de Investigación Criminal Maurice Jobson, una leyenda:

El Búho.

El atraco al Strafford, siempre el puto atraco.

Cuatro muertos:

Derek Box.

Paul Booker.

William «Billy» Bell.

Y la camarera, Grace Morrison.

Box, Bell y Morrison: fallecidos antes de que llegaran los servicios de emergencia. La víspera de Navidad de 1974.

Booker no resistió. Murió el día de Navidad.

Craven y Douglas: «héroes convalecientes», recibieron la visita y el apretón de manos del ministro de Interior.

Enero de 1975.

Maurice Jobson, la leyenda, dijo:

Unas navidades de puta madre, ¿eh?

¿Algo nuevo?

No.

¿Qué se sabe del sargento Craven y del agente Douglas?

Se van recuperando, según los periódicos.

¿Se sabe algo más?

No. Dougie sigue sin recordar nada. Bob, nada nuevo.

Pero está

Ha dejado de delirar, sí.

Abrí mi agenda y dije:

Esto es lo que sabemos: abren fuego en el Strafford, ellos responden, suben las escaleras, cuerpos, humo, cuatro encapuchados armados, más disparos, derrotados, dados por muertos. ¿No es así?

Así es —asintió Maurice.

Me gustaría hablar con ellos.

Maurice es todo sonrisas:

Y hablarás, Pete. Hablarás.

Pero no hablé.

Dos horas más tarde la llamada de casa.

Tropezamos en la escalera oscura.

Hay corredores y pasillos, unos iluminados y otro no; había puertas y cerraduras, unas se abrirán y otras no.

Y ahí se acabó todo, hasta ahora.

1980.

En la escalera oscura:

Llamo dos veces.

—Pete —me recibe con la mano tendida.

—¿Es mal momento?

—En absoluto. Me alegro de verte, Pete.

—Gracias —digo, y me siento frente a Maurice Jobson, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal Maurice Jobson, la leyenda:

El Búho.

—Tienes buen aspecto —dice.

—¿De verdad? Gracias —sonrío—. ¿Sabes por qué he venido?

—¿Te ha tocado la cerilla más corta?

—Algo así —me río.

—¿Cómo van las cosas?

—Despacio.

Maurice asiente y esboza una sonrisa compresiva.

—Es tu guerra.

—Me gustaría repasar contigo la investigación de los primeros casos, cuando estuviste al mando.

—Muy bien.

—Y tengo un par de preguntas sobre Clare Strachan y Janice Ryan.

Dice que sí con la cabeza.

—¿Te parece bien?

—Dispara, Pete. Dispara.

—De acuerdo. Dirigiste la investigación de Theresa Campbell y Joan Richards, y me gustaría saber si hay algo que quisieras añadir, aparte de lo que figura en los expedientes, del material documentado, algo que te parezca necesario subrayar, algún punto que necesite aclaración, cualquier cosa.

Maurice Jobson se inclina hacia delante y sonríe:

—Lo que quieres saber es por qué me apartaron del caso, ¿no es eso?

—Se me ha pasado por la cabeza, sí.

—Pues te lo voy a contar. En cuanto vi el cadáver de Theresa Campbell supe que el hombre que la había matado volvería a matar y seguiría matando hasta que lo detuviéramos. Tiene un impulso irreprimible, Pete, un impulso que no desaparece con nada. Nueve meses después, a menos de cuatro kilómetros de donde vi el cadáver de Theresa Cambell, volví a pisar la nieve sucia en un sórdido callejón y a contemplar lo que ese hombre había dejado de Joan Richards. Le dio cincuenta y dos puñaladas, Pete. Cincuenta y dos putas puñaladas. Le dije al jefe, a George, a los chicos, a la prensa, a todo el que quiso escucharme, les dije a todos que ese cabrón había matado y había vuelto a matar y seguiría matando. Pero Theresa y Joan eran fulanas, Pete. Putas, como se dice por aquí. Y nadie llora por una puta, más que sus hijos, su marido, sus amigas y los polis de mierda que encuentran su maldito cadáver en la nieve. Por eso a nadie le importó, más que a mis chicos y a mí, pero entonces tuvimos un golpe de suerte. ¿Verdad que basta con un pequeño golpe de suerte, Pete?

Asiento.

—Otra fulana dijo que había visto a Joan con su último cliente, que le había visto la cara y había visto su coche.

Se reclina en el asiento con los ojos cerrados y entona un mantra:

—Treinta años, bajito y gordo, pelo gris, barba con patillas, nariz redonda y párpados caídos. Tenía la mano izquierda deformada y con una cicatriz, como si se hubiera quemado, una cicatriz que llegaba desde los nudillos hasta la muñeca. Llevaba un anillo de oro, un sello, en el dedo corazón de la mano izquierda, y una alianza de oro en el anular de la misma mano. Vestía una cazadora de trabajo, un peto azul oscuro y botas de goma negras, de suela resistente. Tenía la ropa cubierta de polvo. Conducía un Land Rover verde oscuro, con el techo más oscuro que el resto de la carrocería. En la puerta del pasajero había un parche de pintura gris o plateada. El vehículo llevaba una pequeña antena en la aleta izquierda, cerca del parabrisas.

Hace una pausa, abre los ojos y se inclina hacia delante, concentrado:

—Cuando se difundió esta información, otras chicas vinieron a vernos y nos dijeron que conocían a ese tío, que era un cliente habitual, creían que irlandés, que se llamaba Sean. Encontramos huellas de neumáticos que coincidían con las del Land Rover cerca del lugar donde se halló el cadáver de Joan. Un pequeño golpe de suerte, Pete. Y seguimos esa pista.

Guarda silencio y me mira fijamente.

—¿Crees que nos equivocamos?

No sé qué decir y me encojo de hombros.

—El caso es que seguimos esa pista —prosigue con un suspiro—, aunque a nadie le importase un carajo. No nos detuvimos. Continuamos buscando coches y neumáticos, seguros de que daríamos con él, seguros de que lo encontraríamos. Pero entonces llegamos a finales del 76, y como no había vuelto a matar decidieron frenarnos, me enviaron aquí y así acabó todo. Seis meses más tarde apareció Marie Watts, George asumió el mando. Un par de semanas después llegaron las cartas y se encontró el cadáver de Johnson, casi una niña. Entonces nos dimos cuenta de que la habíamos cagado. Y vosotros terminasteis de joderlo todo cuando se recibió la cinta.

—¿Y tú crees que eso fue un error? ¿La cinta?

—Yo no digo nada. Sólo digo que a mí no me verás corriendo detrás de esa pancarta.

—¿Y qué me dices de Clare Strachan? ¿Crees que…?

—Lo mismo. Se enredó todo con esas cartas y esa cinta de los cojones.

—¿No pusiste a trabajar en el caso a Bob Craven y a John Rudkin en el 75?

—Sí. Fue lo primero que hizo Bob cuando se reincorporó.

—Y en ese momento ¿ninguno de vosotros vio la relación con el caso de Theresa Campbell?

—No había nada que ver.

—¿Y ahora?

Abre las palmas de las manos y dice:

—¿Quién puede saberlo, Pete? ¿Quién puede saberlo?

Me callo y nos quedamos los dos sentados, en silencio.

Al cabo de un rato digo:

—¿Qué le pasó a John Rudkin?

Maurice Jobson pone los ojos en blanco:

—No fue un capítulo feliz para nosotros, para ninguno de nosotros.

Sigo sentado, en silencio, a la espera.

—¿No ibas a preguntarme por Janice Ryan? —dice.

Asiento.

—Muy bien —dice—, te ahorraré las molestias. Ryan tenía relaciones con dos polis. Uno era Eric Hall. ¿No teníais muchas ganas de trincarlo?

—Sí.

—En ese caso puede que sepas que, por lo visto, era el chulo de Janice Ryan. Y ella, a su vez, follaba con otro poli: Bob Fraser. ¿Has oído hablar de él?

—Sí.

—Ya lo suponía. Cuando Ryan apareció muerta debajo de un sofá en Bradford, resultó que estaba embarazada y que el padre era Bob Fraser.

Sigo callado, le dejo que continúe.

—Me refiero al mismo Bob Fraser que estaba casado con Louise Molloy. ¿Te suena ese nombre?

—No.

—¿Y Bill Molloy?

Me inclino hacia delante:

—¿Bill el Tejón?

El jefe de la Brigada de Investigación Criminal Maurice Jobson, la otra mitad de la misma leyenda, asiente con la cabeza.

El Tejón y El Búho, héroes infantiles del mundo de Eagle, del mundo de Dan Dare[10], de un mundo distinto.

—Era tu compañero, ¿verdad? —pregunto.

—Sí. Y Bob Fraser se casó con su hija, Louise.

—Hay que joderse —digo.

—La cosa es peor todavía, Pete. Mucho peor.

Muevo la cabeza afirmativamente, envuelto en un torbellino de ideas.

—En cuanto supimos que esa fulana, Ryan, estaba preñada, sospechamos de Hall y de Fraser. Hall decía que Fraser se la había cargado, y Fraser decía que había sido Hall. Un lío de la hostia. George hizo todo lo que pudo para que la noticia no llegara a los periódicos. Y en mitad de todo el follón muere Bill; tenía un cáncer. La siguiente noticia es que llega una carta del Destripador en la que dice que fue él quien mató a Ryan, y vuelta a empezar. Soltamos a Fraser, y entonces Fraser descubre que Louise, su mujer, estaba liada con el cabrón de John Rudkin, su superior, y que Rudkin es el padre de su hijo. Fraser se vuelve loco al descubrirlo y se suicida en los Moors, con los gases del motor de su coche, como ya sabes.

Digo que sí con la cabeza.

—Un par de días después degüellan a Eric Hall y violan a su mujer.

—¿Y tú te ocupaste de eso?

—Sí, no tuve más remedio. No quería que intervinieran los de Bradford, y tampoco quería que intervinieras tú —se ríe—. Me habían apartado del caso del Destripador, así que me tocó a mí. Como si no tuviera nada mejor que hacer.

—¿No pudiste atrapar a nadie?

—No, ni podremos nunca.

—¿Pero?

—Pero Eric estaba hasta el cuello de mierda. ¿No estabais ya vosotros detrás de él?

Vuelvo a asentir.

—Por lo visto tenía un negocio montado con varias putas, y es posible, sólo es posible, que también estuviera implicado con una banda de negros que se dedicaba a atracar oficinas de correos. ¿Te acuerdas de eso?

Asiento de nuevo:

—¿Descubriste algo?

—¿Has oído hablar de los Chicos de Spencer Place?

—No.

—Los conocerás cuando lleves algún tiempo por aquí. Son cinco: dos hermanos, Steve y Clive Barton, un tal Kenny nosecuántos, un tal Keith Lee y un tal Joseph Rose. Creíamos que eran ellos los que atracaban oficinas de correos, pero no había pruebas. El caso es que nos estaban jodiendo a base de bien. Pero, como se suele decir, el que juega con fuego se quema: a Clive lo encerraron por lesiones corporales graves o algo por el estilo; a Kenny y a Keith los trincó la Brigada Antidroga, les cayó una condena larga en Armley. Sin libertad bajo fianza. Steve se esfumó, pero poco después apareció el cadáver quemado de un negro en Hunslet Carr y supusimos que era Joe Rose, a quien no se había vuelto a ver el pelo desde el 77.

—¿Y crees que fueron ellos los que se cargaron a Eric Hall?

—No es que lo crea, Pete, es que lo sé.

—¿Cómo?

—En este punto hay dos opiniones distintas, pero sabemos con certeza que Eric y esos chicos tenían una conocida común: Janice Ryan. Una de dos, o Eric estaba liado con ellos desde el principio, o no lo estaba y Ryan le habló de los Chicos de Spencer Place, y Eric intentó chantajearlos. En cualquiera de los dos casos tenían que liquidarlo.

—¿Por cuál de las dos posibilidades te inclinas tú?

—¿Yo? Por la tercera. Me gusta pensar bien de la gente, Pete. Por eso quiero pensar que él estaba intentando cazarlos y lo descubrieron.

—Eso dice su mujer —sonrío.

—¿Has hablado con ella?

—Vino a verme. Me contó que tenía información sobre Janice Ryan. Dice que a Eric lo mataron porque sabía demasiado y que tenía expedientes y cosas, que te lo dio todo a ti.

—Pobre mujer —sacude la cabeza—. ¡Las barbaridades que le hicieron! Me dio esos papeles, sí, pero entre nosotros: no son más que desvaríos de Eric Hall. De todos modos, como te digo, prefiero recordar así a un policía.

Digo que sí con la cabeza y guardamos en silencio. Fuera está lloviendo y en la habitación hace frío.

Carraspeo y pregunto:

—¿Y qué pinta en todo esto ese periodista, Jack Whitehead?

—¿Jack? Bueno, según la viuda de Hall, Jack descubrió que Eric tenía relaciones con Janice Ryan y le hizo chantaje.

—¿Estás de coña?

—No, Pete. 1977 fue un verano infernal.

—¿Lo interrogaste?

—¿A Jack? Imposible.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, nuestro Jack está muy callado desde hace algún tiempo.

—¿Cómo? ¿Está muerto?

—Como si lo estuviera. ¿No está en Stanley Royd?

—¿Stanley Royd?

—En el loquero, en la casa de locos, en el manicomio. Muy cerca de aquí.

—¿Qué le pasó?

—Sólo intentó clavarse un puto clavo de veinte centímetros en la puta cabeza.

—¿Estás de coña? —vuelvo a decir.

—Ojalá, Pete. Ojalá lo estuviera.

—¡Hay que joderse!

Maurice Jobson mira el reloj:

—Vas a llegar tarde.

Miro el reloj:

Mierda, la rueda de prensa.

Me levanto y le doy la mano:

—Gracias, Maurice.

Ya en la puerta, doy media vuelta y digo:

—Joder, Maurice, casi se me olvidaba…

—¿Qué?

—¿No me has dicho…?

—¿No te he dicho qué?

—Qué fue de Rudkin. ¿También está en el loquero?

—Poco más o menos —sonríe—. Emigró a Australia.

—¿Con la hija del Tejón?

—Y el niño. —Saca una foto de la cartera.

Una mujer y un niño en una playa, con una pelota.

—Tú tienes hijos, ¿verdad? —dice Maurice Jobson.

Verano del 77.

El último aborto.

El bebé muerto.

Un infierno de verano.

Un infierno.

—No —digo—. No tengo.

En el oscuro invierno, los sabuesos del destino aguardan con vapor en la lengua y en el lomo.

Llego jadeando a una nueva confrontación:

En el gimnasio del Training College.

—Nadie —está diciendo el subdirector general en funciones Peter Noble—, nadie tiene más ganas de atrapar a ese asesino que mis hombres y yo.

Cuerdas colgando del techo.

—Además, como decimos, hemos revisado todas las agresiones ocurridas en los últimos catorce meses.

Como decimos.

—¿Han logrado descifrar cómo funciona el cerebro del Destripador?

—Yo diría que no es muy inteligente. Creo que ha tenido mucha suerte. Estoy seguro de que, si la ciudadanía se muestra vigilante y denuncia si ve algo, la próxima vez se le acabará la buena racha.

La próxima vez.

—Dice usted que no es muy inteligente, pero su predecesor, el subdirector general Oldman, ha afirmado que el Destripador era muy inteligente, muy hábil, y que sería un error subestimar sus capacidades.

—Yo no lo subestimo, sólo digo que ha tenido mucha suerte.

—¿No ha contribuido la propia policía a que tenga tanta suerte? Me refiero al billete de cinco libras de Manchester, al follón que se montó con el bolso de Laureen Bell y todo eso.

—No estoy de acuerdo con esa insinuación, aunque es evidente que ese asunto merece un buen análisis.

—¿La querella de la señora Bell ha ofrecido alguna pista nueva?

—Ha sido muy valiente por su parte, y hemos recibido bastante información, pero en algunos casos son habladurías sin sentido y vamos despacio…

—¿Podría hacer el señor Noble algún comentario sobre los carteles que dicen «El Destripador es un cobarde»?

—Sólo puedo repetir que mis hombres y yo compartimos la frustración de la opinión pública y queremos reiterar una vez más, sobre todo a las mujeres, que estamos haciendo todo lo posible por atrapar a ese hombre.

Sobre todo a las mujeres.

—¿Qué hay de la recompensa de 100.000 libras ofrecida por…?

—No tengo nada que añadir a lo dicho por el director general en ese sentido.

—¿Qué hay de las noticias que afirman que la moral en el cuerpo de Policía de West Yorkshire…?

—El director general ya ha respondido a esa pregunta.

—¿Qué le parece la idea de hacer una película?

—Repito que no tengo nada que decir. Personalmente me desagrada esa idea, tal como ya han manifestado otros miembros de la comunidad y de la prensa.

Me desagrada esa idea.

Y entonces me preguntan a mí:

—¿Podría ofrecer el señor Hunter algún dato sobre los progresos del grupo de cerebros en la revisión del caso?

—Sólo llevamos unos días y, como saben, estamos revisando la investigación completa. Cuando hayamos terminado responderé con mucho gusto a todas sus preguntas.

Mark Gilman, del Manchester Evening News:

—¿Podría hacer el subdirector general algún comentario sobre la detención del empresario de Manchester Richard Dawson?

Tropezamos en la escalera oscura.

Hoy no hay cerveza ni bocadillos.

Salgo a la cabina de teléfono de la esquina:

—¿Joan? Soy yo. Acabo de enterarme de que han detenido a Richard. ¿Sabes algo, por Linda o por alguien?

—No, nada. ¿Cuándo ha sido?

—Esta mañana.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Mark Gilman, del Evening News.

—No, aquí no se sabe nada. No han dicho nada en la radio.

—Lo dirán pronto. Te llamaré luego.

—Adiós.

—Adiós.

El Hospital Psiquiátrico Stanley Royd está detrás del Training College, a cinco minutos del Hospital Pinderfields.

Muy cerca de la maldita Memory Lane:

Hospital Pinderfields, enero de 1975.

La única vez que estuve con Jack Whitehead:

Yo estaba sentado en la puerta de la unidad de cuidados intensivos, Clarkie había salido a comprar pescado y patatas fritas. Seguía esperando para hablar con Craven y Douglas, hojeando el Yorkshire Post y pensando en Joan, cuando alguien me puso una mano en el hombro.

¿Señor Hunter?

Sí. —Levanté la vista del periódico.

Whitehead, Jack Whitehead, del Evening Post. ¿Podemos hablar un momento?

¿De qué?

Bueno —el hombre delgado, con gabardina, se sentó a mi lado—, del tiroteo, de los chicos.

¿Los chicos?

Bob y Dougie.

¿Los conoce, señor Whitehead?

¿Si los conozco? Nos ha jodido que los conozco. Son los héroes locales. Son los que trincaron a Michael Myshkin. Supongo que habrá oído hablar de él.

Asentí.

George me dijo que estaba usted por aquí, echando una mano.

Supongo que es una manera de decirlo.

Jack Whitehead me puso una mano en el brazo y preguntó:

¿Y cuál sería otra manera?

Entonces me llamaron por megafonía: señor Peter Hunter. Teléfono para el señor Peter Hunter.

Jack Whitehead me soltó el brazo y guiñó un ojo.

Esperemos que sean buenas noticias —dijo.

Pero no lo eran:

Era Joan y otro bebé muerto.

Otro sueño muerto.

De eso hacía cinco años. A cinco minutos de allí; sin tregua:

Stanley Royd era un edificio enorme y antiguo, apartado de la carretera y agazapado entre los árboles desnudos y los nidos vacíos. Sus anexos modernos se perdían en las sombras.

Piedra negra y quemada y el esqueleto gris de un Auschwitz o un Belsen.

Cruzo la verja y subo por la avenida flanqueada de árboles.

¿Eran fresnos o eran robles?

Aparco en la explanada de gravilla y echo a andar bajo la llovizna hasta un par de escalones en la entrada principal.

Siento una bofetada de calor y un olor a enfermedad, un olor a heces.

Enseño mi placa en recepción y pregunto por Jack Whitehead.

La mujer de blanco que está en recepción descuelga un teléfono negro.

Doy media vuelta mientras espero y veo un televisor escondido en un rincón, entre los muebles de segunda mano, los armarios grandes, las cómodas y las sillas, las alfombras y las cortinas gruesas.

Miro mi reloj.

Las tres.

Manojos de huesos con pellejo pasan en pijama o camisón de lunares arrastrando los pies: rumor de zapatillas y de salmos; chirridos y murmullos en la sala de día.

—¿Señor Hunter? Leonard lo acompañará arriba —dice la mujer de blanco.

Un hombre grande, con la cabeza rapada, vestido con un mono azul, me conduce por las escaleras y los pasillos pintados mitad de verde, mitad de crema. Llegamos a un rellano y salimos del edificio principal a un sendero frío que lleva a uno de los anexos más modernos, abriendo y cerrando puertas con llave a nuestro paso.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunto.

—¿Jack? Casi tres años.

—¿Y usted?

—Casi cinco —sonríe Leonard, orgulloso de sus progresos.

—¿Lo conoce bien?

El celador asiente con la cabeza.

—¿Es verdad que lo encontraron con un clavo en la cabeza?

—Eso dicen.

—¿Usted no lo vio?

—Estuvo varios meses ahí al lado.

—¿En Pinderfields?

Vuelve a asentir.

—¿Recibe muchas visitas?

—Un cura y algunos policías, pero da lo mismo.

—Me han dicho que no habla.

—Sí que habla, pero dice cosas sin sentido.

—Supongo que está drogado.

El celador asiente por última vez mientras gira otra llave para abrir la puerta que conduce a un largo pasillo con celdas cerradas.

—¿Ésta es el ala de seguridad? —pregunto.

—Sí.

—¿Y aquí es donde está Jack?

—Tiene una habitación individual. —Señala la última puerta.

Introduce la llave y abre la puerta.

—Esperaré fuera —dice.

—¿No hay peligro?

—Está atado, pero no para protegerlo a usted, sino para protegerlo a él.

—¿Protegerlo a él?

—De sí mismo.

—Gracias —digo. Entro y cierro la puerta.

La habitación es más oscura que el pasillo, y hace más calor. En ella hay sólo un retrete y una cama, una silla y la luz que entra por una ventana alta.

Me siento en la silla junto a la cama de metal, con barrotes a los lados.

Jack Whitehead está tumbado boca arriba con un pijama de rayas grises, las manos atadas a los barrotes, los ojos abiertos y fijos en la bombilla del techo, pálido y sin afeitar, con el pelo rapado, en la penumbra.

—Señor Whitehead —empiezo a decir—. Soy Peter Hunter. Un policía de Manchester. Es posible que no se acuerde, pero nos conocimos hace mucho tiempo.

—Me acuerdo —dice, con la voz seca y rota—. Tengo la maldición de recordarlo todo.

El retrete gotea.

—Me gustaría hacerle unas preguntas si me lo permite. Sobre cosas que ocurrieron en 1977. Sobre un policía llamado Eric Hall.

Goteo, goteo.

Jack Whitehead suspira. Se le humedecen los ojos y una lágrima resbala hacia la oreja.

—Lo siento —digo en voz baja.

—No tiene por qué —dice—. Usted no ha hecho nada.

—Es…

Goteo, goteo, goteo.

—Adelante. No tenga miedo.

—No tengo miedo, señor Whitehead.

Goteo, goteo, goteo, goteo.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad.

Goteo, goteo, goteo, goteo, goteo.

Tomo aire y pregunto:

—¿Es cierto que usted conocía a Eric Hall?

—Sí, conozco a Eric.

—¿Sabe que ha muerto?

Jack Whitehead parpadea, sus ojos húmedos siguen clavados en el techo.

Goteo.

—¿Cómo lo conoció?

—Información —dice Jack Whitehead muy despacio.

—¿Sobre qué?

—Sobre los muertos.

—¿Los muertos?

Goteo, goteo.

—¿Le sorprende? —sonríe—. ¿Qué se imaginaba? ¿Los vivos?

—Señor Whitehead. —Me sujeto a los brazos de la silla—. ¿Intentó usted chantajear a Eric Hall?

Goteo, goteo, goteo.

—Sí.

—¿Cómo?

Goteo, goteo, goteo, goteo.

—Información.

—¿Tenía usted información sobre él o quería información que él tenía? ¿Cómo fue?

Goteo, goteo, goteo, goteo, goteo.

—Las dos mitades de un corazón roto. Pero ¿encajan? Ésa es la pregunta, ¿verdad?

—¿Señor Whitehead? —Me inclino hacia delante—. ¿Tenía todo esto algo que ver con Janice Ryan?

De pronto parpadea y da un salto:

Está en cuclillas, como una gárgola, con las manos atadas a los barrotes de la cama, el rostro vuelto hacia donde debería estar el cielo.

Me levanto bruscamente y tiro la silla.

—Dos puertas, siempre abiertas. ¿Quién convoca a las brujas? ¿Quién formula los conjuros? Me envían formas, me muestran caminos, pero nunca cierran las puertas. Futuros y pasados, pasados futuros, mordeduras de rata en mis tripas. Los muertos no están muertos, camiones cargados de carne podrida en contenedores, la sal perdida. Perros grandes y negros se asfixian en los mismos contenedores, la sal perdida. Los muertos no están muertos, las voces profetizan la guerra, una guerra sin fin. ¿Por qué no los dejan dormir? ¿Por qué no los dejan en paz? Me envían formas, me muestran caminos, pero nunca cierran la puerta. Nunca descargan las toneladas, se han vuelto a escapar, se han vuelto a escapar, los muertos no están muertos.

Guarda silencio y echa la cabeza hacia atrás, con los ojos en blanco.

Me acerco y retrocedo al ver que escupe, la boca se le llena de saliva y de sangre al apretar los dientes.

—¡Hunter! ¡Hunter! Bj joid euq sol sut irip se nara tam ne al acir baf aled etreum!

—¿Qué?

—¡Hunter! ¡Hunter! Sol sut irip se nara tam ne al acir baf aled etreum!

—¿Qué?

Goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo.

—¡Sol sut irip se nara tama Hunter!

—¿Qué cojones está usted diciendo? ¡Dígamelo!

Silencio, su cuerpo vacío, la cabeza en el pecho.

Goteo.

Me alejo de la puerta y levanto la silla.

Goteo.

No puedo apartar la vista de su cráneo.

Goteo.

Entre las sombras, a la luz de la ventana, le miro la coronilla y veo el agujero.

Goteo.

Quiero tocarlo, poner un dedo en ese agujero, pero no me atrevo.

Goteo.

En vez de eso, retrocedo y abro la puerta.

Salgo al pasillo y busco a Leonard.

Lo veo acercarse por el pasillo.

Vuelvo la cabeza por encima del hombro para mirar a Jack Whitehead.

Se ha desatado y está de rodillas, mirando al techo con gesto suplicante, las manos unidas en actitud de oración.

Un torrente de lágrimas corre por sus mejillas.

Goteo, goteo, goteo, goteo, goteo, goteo.

—Cierre la puerta —dice—. Cierre la puerta, por favor.

—Se ha soltado —le grito al celador.

—¡Joder! —dice Leonard, haciéndose cargo de la situación—. Otra vez no.

Estoy en una cabina de teléfonos roja en la oscuridad, camino de Leeds.

—¿Podemos vernos? —digo.

—Por supuesto.

—¿A las siete? ¿En el Griffin?

—Muy bien.

—Gracias —digo. Y cuelgo.

Llamo a la puerta de su habitación en el hotel.

Helen Marshall abre con el pelo revuelto y los ojos otra vez enrojecidos, el botón superior de la blusa desabrochado.

—Perdona —digo—. ¿Dónde están los demás?

—Se han ido a descansar.

—¿Estás ocupada? ¿Estabas haciendo algo?

—No.

—Quiero que conozcas a alguien. ¿Te va mal?

—No —sonríe—. No me va mal.

El reverendo Martin Laws se levanta de la silla de respaldo alto.

—Reverendo Laws, le presento a la sargento detective Helen Marshall.

Se dan la mano.

—La detective Marshall es miembro de mi equipo —digo—. Me gustaría que en lo sucesivo, cuando hablemos, esté presente la detective Marshall o algún otro miembro de mi equipo.

Laws asiente con la cabeza y sonríe:

—¿Van a detenerme?

—No —digo sin sonreír.

Nos sentamos todos.

El vestíbulo está vacío. Sólo hay una anciana y un niño leyendo un tebeo.

—Reverendo Laws —digo—. ¿Le importaría contarnos cómo y cuándo conoció a la señora Hall?

—Hace unos dos años. Oyó hablar de mi trabajo.

—¿De su trabajo?

Se inclina hacia delante, con el sombrero en las rodillas, el bolso entre las botas.

—Pongo fin al sufrimiento —dice.

—¿Cómo supo de usted?

—Esas cosas se saben, señor Hunter.

—¿Apareció un buen día, como caída del cielo?

—Yo no diría que del cielo, señor Hunter. Pero sí, un buen día me llamó.

—¿Y qué quería?

—Lo mismo que todo el mundo.

—¿Y qué quiere todo el mundo?

—Dejar de sufrir.

—¿Y usted lo consiguió?

—Veo que no es usted creyente, señor Hunter, pero eso es lo que intento y lo consigo.

—¿Detener el sufrimiento?

—Sí.

—¿Cómo? —pregunta Helen Marshall.

Martin Laws gira levemente la cabeza y mira a Helen Marshall en silencio.

—¿Cómo? —repite ella, mirándose las manos.

—Hago que se vaya —dice Laws con una sonrisa.

—Pero ¿cómo?

—Magia —se ríe.

Cansado, digo:

—Señor Laws, ¿le importaría llamar a la señora Hall y preguntarle cuándo podemos verla?

—¿No prefiere llamar usted mismo?

—Me gustaría que estuviéramos todos presentes.

El señor Laws se levanta y se acerca al teléfono, que está encima de la mesa.

—¿Estás bien? —le pregunto a la detective Marshall.

—Lo siento. Sólo estoy cansada.

—¿Quieres irte?

—No, me quedo.

—¿Estás segura?

—Si —dice rotundamente.

El señor Laws regresa.

—¿Vamos en mi coche?

—Lo seguiremos —digo.

En el coche, camino de Denholme.

En la oscuridad, Helen Marshall a mi lado.

—¿Sabes lo que le hicieron a esa mujer?

—Odio este sitio. —Asiente con la cabeza y contempla la noche negra de Yorkshire.

En el coche, camino de Denholme.

En la oscuridad.

Aparcamos detrás del Viva verde, junto a una casa solitaria, construida de espaldas a la noche interminable de un campo de golf.

Fue el sábado, 19 de junio de 1977.

—No comprendo que no se haya mudado —dice Helen Marshall.

Fui a la iglesia a última hora de la tarde

Subimos por el paseo, donde esperan la señora Hall y el reverendo Martin Laws.

Volví a casa, abrí la puerta, me sujetaron y me arrastraron del pelo hasta el comedor, donde estaba Eric, sentado delante de la tele, degollado

La señora Hall se está tirando de la piel del cuello.

—Buenas noches, señora Hall —digo.

—Buenas noches, señor Hunter.

—Le presento a la sargento detective Marshall, espero que no le moleste que haya venido conmigo.

—En absoluto —la señora Hall niega con la cabeza—. Pasen, por favor.

Entonces me ataron las manos a la espalda y me dejaron en el suelo a los pies de Eric, encima de su sangre. Se fueron a la cocina a prepararse unos bocadillos y se bebieron mi vino y la cerveza de mi marido. Al cabo de un rato volvieron y decidieron divertirse un poco conmigo allí mismo, en el suelo, delante de Eric

En el salón, delante de la tele, nos sentamos en el gran sofá dorado, entre monedas y medallas expuestas en cajas de cristal.

Me desnudaron y me pegaron, me metieron penes, botellas y patas de silla en la vagina, en el culo y en la boca, de todo

La señora Hall está en la cocina, preparando un té. El reverendo Laws contempla la calle a través de las ventanas en saliente.

Me mearon en la cara, me cortaron mechones de pelo y me obligaron a chupársela, a lamerlos, a besarlos, a beberme su orina y a comerme sus excrementos

Vuelve con una tetera y cuatro tazas en una bandeja.

Bebemos en silencio el brebaje lechoso.

Dejo mi taza y pregunto:

—¿Tenía Eric un estudio en casa?

La señora Hall se levanta:

—Es por aquí.

Dejo a Helen Marshall con Laws y sigo a la señora Hall hasta la parte posterior de la casa.

Abre una puerta y me hace entrar en una habitación fría, con puertas vidrieras, que mira al campo de golf.

Enciende una luz. Nuestros cuerpos delgados y deformes congelados en el frío, en la habitación fría, se reflejan en el cristal.

Entre las monedas y las medallas, más monedas y medallas.

—Me gustaría echar un vistazo a los papeles de Eric, si le parece bien —digo.

—Espere aquí —dice. Y me deja solo.

Me acerco a las puertas vidrieras y trato de escudriñar en la noche.

No hay nada que ver.

La señora Hall regresa con una caja de cartón y la deja encima de la mesa.

—¿Son las copias de todo lo que le dio a Maurice Jobson?

—Sí —dice—. A su disposición.

Abro la caja y saco sobres y carpetas.

—Hay muchas cosas —digo—. Tendré que llevármelas.

No contesta; se queda mirando la caja.

—Le prometo que se lo devolveré todo.

—No estoy segura de que quiera conservarlo.

Cierro la caja:

—Gracias.

—Sólo espero que sirva de algo. —Me mira fijamente.

Toso y le pregunto:

—¿Cómo conoció al señor Laws?

—Me dieron su nombre.

—¿Puedo preguntarle quién?

—Jack Whitehead.

Después me llevaron al baño, intentaron ahogarme y me dejaron inconsciente en el suelo, para que mi hijo me encontrara allí

—Pero Jack está en el hospital. En Stanley Royd.

—¿Y dónde cree que he pasado yo los tres últimos años, señor Hunter?

Cierro los ojos:

—Lo siento, no pretendía… —digo.

—No se preocupe —sonríe y apaga la luz.

Me llevo la caja.

Helen sigue sentada en el sofá, con la taza de té en las rodillas. Laws sigue mirando la calle.

—Será mejor que volvamos —digo.

Helen Marshall se pone en pie con los ojos enrojecidos por las lágrimas.

—¿Se encuentra bien, querida? —pregunta la señora Hall.

—Lo siento —dice Helen, mirándome—. No duermo bien últimamente.

La señora Hall afirma con la cabeza.

—No hay peor infierno que ése.

—Se me pasará. Gracias —dice Helen, ya en la puerta.

—Gracias por el té —digo—. Buenas noches, señor Laws.

—Buenas noches —responde, sin apartar la vista de la ventana.

—Seguiremos en contacto —les digo a los dos. Y echo a andar por la avenida del jardín detrás de Helen Marshall.

Cuando llegamos al coche se detiene y se vuelve a mirar la casa. Laws la está observando.

Guardo la caja en el maletero.

—¿Qué te ha dicho ese hombre? —pregunto a Helen.

—Nada —dice—. Ni una palabra.

—Ha llamado su mujer —dice el recepcionista del Griffin.

—Gracias —digo, mientras me da la llave.

—Me voy arriba —dice Helen.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, sí. Estoy bien.

—¿No te apetece una rápida?

—No mucho. —Señala con la cabeza en dirección al bar.

Veo a Alec McDonald y a Mike Hillman con algunos compañeros de Yorkshire, con pinta de llevar un buen rato bebiendo.

—Iré a saludarlos —digo.

—No te olvides de llamar a tu mujer —dice.

—No me olvidaré. Buenas noches.

—Buenas noches.

Cuando entro en el bar, Bob Craven está pidiendo otra ronda.

—¿Una copa? —me pregunta.

—Bueno. Una rápida.

—Parece que viene de tomar otra —dice uno de los de Yorkshire al ver a Marshall entrando en el ascensor.

—Cuidado —dice Alec McDonald, inclinándose sobre la mesa, borracho—. Eso es improcedente.

—A mí me parece bien —se ríe Craven.

Me ofrece un whisky.

—Gracias, Bob.

—No hay de qué —sonríe.

—¿Dónde está John? —le pregunto a Alec.

—Murphy. Ni puta idea, lo siento.

—¿Habéis avanzado?

—Sí. Bastante —dice, con la lengua pastosa.

—Bird, Jobson, Ka Su Peng, Linda Clark —asiente Hillman.

—¿Kathy Kelly?

—Mañana a primera hora.

—Mire, han vuelto a freírnos —dice Craven. Me lanza un Evening Post.

Ni una pista.

—Nos ponen a caldo —dice Alec McDonald, intentando dar un puñetazo en la mesa.

Devuelvo el periódico a la barra y le pregunto:

—¿Has sabido algo de Dawson?

—Sólo que lo han detenido.

—Creía que estaba muerto —dice Craven por encima de mi hombro.

—¿Quién? —digo.

—John Dawson.

—¿John? No, éste es Richard.

—Claro, claro —asiente Craven—. Su hermano.

Mierda.

—¿Conocía a John Dawson? —pregunto.

—¿Quién coño no lo conocía?

Mierda.

—¿Quién coño no lo conocía? —repite.

En mi habitación, casi a medianoche, llamo a casa.

—¿Joan? Soy yo.

—Ay, Peter. Gracias a Dios…

—¿Qué pasa?

—Ven a casa, por favor.

—¿Qué pasa?

—Tengo un presentimiento horroroso, Peter.

—¿Qué quieres decir?

—El presentimiento de que va a pasar algo tremendo.

—¿Como qué?

—No lo sé, Peter. Ven a casa, por favor.

—No puedo, amor. Lo sabes.

Silencio.

—¿Joan?

—No sé qué me pasa.

—¿Qué tienes, amor?

—Ese presentimiento.

—¿Desde cuándo?

—Desde esta tarde. Me eché una siesta y tuve una pesadilla…

—¿Qué soñaste?

—No lo recuerdo bien. Había una niña en una bañera y…

—¿Qué?

—No lo sé.

—¿Un bebé?

—No. Oye, no quiero hablar de eso.

—Lo siento, amor.

—No importa.

—Te llamo mañana a primera hora.

—Vale.

—Acuéstate.

—Vale.

—Te quiero.

—Yo también. Que duermas bien.

—Que duermas bien. —Cuelgo y me quedo pensando.

Cierro los ojos diez minutos con intención de ponerme a repasar los papeles de Eric y me acuerdo de que los he dejado en el maletero del coche. Pienso que iré a buscarlos, pero tengo los ojos cansados, tengo los ojos muy cansados.

Acir baf aled etreum, escrito con sangre encima de la puerta.

La luna entraba por el tragaluz y yo la veía tumbada en la bañera, tan delgada que daba lástima, con un vestido que parecía una mortaja, los labios fruncidos en un amago de sonrisa tétrica, apretándose el corazón con las manos. Y alrededor de nosotros, gente cantando himnos, gente sin rostro, sin rasgos: máquinas. De pronto ella se incorporó sin apartar las manos del pecho y gritó con las gaviotas:

Sol sut irip se nara tama Hunter!