1
Un disparo.
Estoy despierto, sudando y asustado.
Suena el teléfono antes de amanecer, antes de que haya sonado el despertador.
La pantalla de LED dice que son las 5:00. Mi cabeza sigue llena de asesinatos, mentiras y guerra nuclear:
El norte tras la bomba, las máquinas los únicos supervivientes.
Salgo de la cama y bajo las escaleras para coger el teléfono.
Vuelvo a subir y me siento en el borde frío de la cama. Joan finge que está dormida.
Yoko Ono está diciendo en la radio:
Esto no es el fin de una era. Los ochenta todavía serán una década hermosa, y John creía en ella.
—Tengo que ir a Whitby —digo al cabo de un rato.
—¿Era él? —pregunta Joan, sin volverse a mirarme.
—Sí —digo, pensativo.
Todo el mundo consigue lo que quiere.
Voy en el coche, solo, desde Alderley Edge por los Moors[1] de Yorkshire, solo entre camiones que circulan despacio por la M62, un día inhóspito y gris, el paisaje vacío; sólo los postes de teléfono.
A las siete la radio da las noticias al resto del mundo:
El destripador de Yorkshire se ha cobrado su décimo tercera víctima. La policía ha confirmado que Laureen Bell, de veintidós años, fue asesinada por el hombre responsable de…
Apago la radio y pienso:
Asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.
Guerra:
Es jueves, 11 de diciembre de 1980.
Llego a Whitby a las 11:00 y aparco en la avenida del jardín del chalet grande y nuevo, junto a tres coches caros.
Hay aguanieve en la espuma del mar. Las ateridas gaviotas sobrevuelan en círculos y el viento aúlla entre un millar de conchas vacías.
Llamo al timbre.
Una mujer alta, de mediana edad, abre la puerta.
—Peter Hunter —digo.
—Pase.
Entro en la casa.
—¿Me permite su abrigo?
—Gracias.
—Por aquí —dice, conduciéndome por el pasillo hasta el fondo de la casa.
Llama a una puerta, la abre y me indica que entre.
Tres hombres están sentados en el sofá y las sillas; pelo gris y ojos rojos, callados.
Philip Evans se pone en pie.
—¿Peter? ¿Qué tal el viaje?
—No ha estado mal.
—¿Qué le apetece tomar? —pregunta su mujer desde la puerta.
—Un café estaría bien.
—Me temo que tendrá que ser instantáneo.
—Lo prefiero.
—Siempre tan diplomático —se ríe Evans.
—¿Los demás también?
Los otros dos asienten y la mujer se retira y cierra la puerta.
—Vamos directamente con las presentaciones para centrarnos en el asunto que nos ocupa —sonríe el inspector Philip Evans, inspector regional de la Policía de Yorkshire y la zona noroeste.
—Caballeros —dice—. Éste es Peter Hunter, comisario jefe de la región del Gran Manchester. Peter, éste es el jefe sir John Reed, de Asuntos Internos.
—Ya nos conocemos —digo, estrechando su mano.
—De hace mucho tiempo —dice sir John, volviendo a sentarse en el sofá.
—Claro —asiente Philip Evans—. Y éste es Michael Warren, del Ministerio del Interior.
—Encantado —digo, mientras le estrecho la mano.
Evans señala una butaca de amplios brazos:
—Siéntate, Pete.
Llaman suavemente a la puerta y la señora Evans entra con una bandeja y la deja en la mesita baja.
—Sírvanse la leche y el azúcar a su gusto —dice.
—Gracias.
Hay una pausa. Sólo se oye el viento y a la señora Evans hablando con un perro de vuelta a la cocina.
—Tenemos un pequeño problema —dice Philip Evans.
Dejo de remover el café y levanto la vista.
—Como ya te he explicado por teléfono, ha habido otro asesinato. Una enfermera de veinte años, en la puerta de su casa. Otra vez en Leeds.
Asiento.
—Lo he oído en la radio —digo.
—No nos han dado ni un día —suspira Evans—. ¡Ya está bien!
Michael Warren se inclina hacia delante y deja una pequeña grabadora junto a la bandeja, encima de la mesa.
—¡Ya está bien! —repite pulsando el play:
Una pausa larga, la grabadora silba y a continuación se oye:
Soy Jack. Veo que sigues sin tener suerte y no me atrapas. Siento un enorme respeto por ti, George, pero ¡es increíble! Tienes tan pocas posibilidades de atraparme ahora como hace cuatro años, cuando empecé. Me parece que tus hombres te están fallando, George. No deben de ser muy competentes.
La única vez que se acercaron un poco fue hace unos meses en Chapeltown, cuando perdí la calma. Incluso entonces el que vino era un agente de uniforme, no un detective.
Ya te advertí en marzo que volvería a actuar. Siento que no haya sido en Bradford. Te lo había prometido, pero no pude llegar. No estoy seguro de cuándo volveré a actuar, pero sé que será este año sin falta, puede que en septiembre, en octubre, puede que antes si se presenta la ocasión. No estoy seguro de dónde, puede que en Manchester. Me gusta Manchester. Hay muchas por allí. Nunca aprenden, ¿verdad, George? Seguro que las has advertido, pero no escuchan.
Trece segundos de ruido de fondo y luego:
Dije que la buscaría en Preston y cumplí mi palabra, ¿verdad, George? Una guarra. Como todas. Al paso que voy entraré en el libro de los récords. Creo que ya son once, ¿no? Bueno, tengo intención de seguir así algún tiempo. De momento no me veo en chirona. Aunque consigas acercarte, siempre iré un paso por delante de ti. Bueno, ha sido muy agradable hablar contigo, George. Tuyo, Jack el Destripador.
No te molestes en buscar huellas dactilares. A estas alturas ya deberías saber que soy limpio como un silbido. Hasta pronto. Adiós.
Espero que te guste la melodía pegadiza del final. Ja, ja.
Reed se inclina y apaga la grabadora justo cuando empieza a sonar Gracias por ser mi amigo.
—Como saben, esto llegó en junio del año pasado —dice Warren—. Lo que no saben es que el ministro de Interior, Whitelaw, autorizó inmediatamente el acceso al ordenador de la Policía Nacional para facilitar las operaciones de vigilancia secreta de vehículos en West Yorkshire, y también al Registro Civil y a los expedientes académicos para cruzar los datos de todos los hombres nacidos en Wearside desde 1920. También aprobó en secreto el uso de los datos del departamento de Sanidad y Seguridad Social para seguir el rastro de todos los individuos que han vivido o trabajado en Wearside durante los últimos cincuenta años. Hasta la fecha han interrogado y descartado a 200.000 personas, han registrado 30.000 domicilios, han tomado cerca de 25.000 declaraciones y se han gastado la mayor parte del presupuesto de cuatro millones de libras.
—La mayoría en publicidad de mierda —gruñe sir John Reed.
—Desenmascaremos al Destripador —murmura Philip Evans.
—Un plan cojonudo. Nada menos que 17.000 sospechosos —escupe sir John.
—Un plan cojonudo —repite Michael Warren, introduciendo otra cinta en la grabadora y pulsando de nuevo el play:
Cada vez que suena el teléfono me pregunto si será él. Me despierto a media noche pensando en él. Después de todo este tiempo, tengo la sensación de que lo conozco.
Miro a Reed, la piel gris y los ojos enrojecidos.
Está moviendo la cabeza.
Si logramos cazarlo, puede que descubramos que es un hombre que ha equivocado el camino. Pero no me parece un hombre malo. La voz es casi triste; es un hombre harto de lo que ha hecho, harto de sí mismo. Yo lo veo como un ángel caído, y aunque jamás podría estar de acuerdo con sus métodos, sí puedo comprender sus sentimientos.
Warren pulsa el stop.
—¿Sabes quién era el que hablaba?
—¿George Oldman? —pregunto.
Philip Evans afirma con la cabeza:
—Era el subdirector general Oldman en declaraciones al Yorkshire Post la semana pasada.
—Gracias a Dios que nos avisaron —dice Warren.
Silencio.
Tropezamos en la escalera oscura.
—Dieciséis horas al día, seis… a veces siete días a la semana —dice sir John Reed.
—Me temo que yo no sé gran cosa —digo, encogiéndome de hombros.
—¿Qué sabe?
—¿De qué?
—¿De toda esta puta farsa?
—No mucho más de lo que he leído en los periódicos.
—Creo que es usted muy modesto, señor Hunter. Creo que sabe mucho más —dice Reed guiñando un ojo.
Empiezo a hablar, pero me interrumpe, levantando una mano:
—Como la mayoría de los detectives veteranos de este país, creo que usted piensa que la policía de West Yorkshire no sabe por dónde se anda, que la cinta del Destripador es un montaje, que se está burlando de nosotros, de la policía británica, y que a usted le encantaría intervenir.
Le devuelvo la mirada.
—¿Es un montaje? ¿La cinta? —pregunto.
Sonríe y se vuelve a Philip Evans, asintiendo con la cabeza.
Hay una pausa hasta que Evans dice:
—Hoy habrá una rueda de prensa, y el director general Angus anunciará que Oldman está fuera del caso.
No respondo, espero.
—Han nombrado temporalmente a Peter Noble subdirector general y responsable único de la investigación.
Sigo sin decir nada, esperando.
Michael Warren tose y se inclina hacia delante:
—Noble es un buen hombre.
Nada, sigo esperando.
—Pero ya se empieza a decir que necesitamos ayuda externa, una perspectiva nueva, por eso Angus también va a anunciar la formación de un grupo de cerebros, de una superbrigada para que asesore al equipo de Noble —prosigue Warren.
Nada, espero.
—Esta superbrigada estará formada por Leonard Curtis, número dos de la Jefatura Superior de Policía del Valle del Támesis; el coordinador estatal de las Brigadas Regionales de Investigación Criminal, William Meyers; el comandante Donald Lincoln, segundo de a bordo de sir John; el doctor Stephen Tippet, de los servicios forenses; y usted, señor Hunter.
Espero.
Sir John Reed enciende un cigarrillo, expulsa el humo y dice:
—¿Qué le parece ahora?
Trago y respondo:
—¿Quieren nuestro asesoramiento?
—Sí.
—¿Por cuánto tiempo?
—Dos o tres semanas —dice Warren.
Reed se queda mirando la brasa del cigarrillo.
—¿Puedo hablar con franqueza? —digo.
—Por supuesto —dice Philip Evans.
—Como maniobra de imagen ante la opinión pública nos conviene desviar la avalancha de críticas que recibirá la policía de Yorkshire la próxima semana, pero creo que la utilidad práctica de la medida será muy limitada.
Todos sonríen, brillan las pieles grises y los ojos enrojecidos.
—Bravo —aplaude sir John Reed.
—Te hemos hecho venir —dice Evans, tendiéndome una carpeta de anillas roja— porque nos gustaría que dirigieras una investigación encubierta sobre los asesinatos en el marco de esa superbrigada. Podrás seleccionar a siete oficiales para que trabajen contigo; tendrás la base de operaciones en Leeds y me rendirás cuentas directamente a mí, aquí en Whitby. La misión consiste en revisar el caso en su totalidad, poner de relieve los aspectos menos claros, si aparecieran, definir las estrategias y no descartar ninguna hipótesis.
—Y cazar a ese cabrón —espeta Reed.
Espero y pienso en el precio.
—¿Alguna pregunta? —dice Philip Evans.
—¿Por qué encubierta? —pregunto tranquilamente.
Evans asiente.
—Primero, porque la opinión pública no aceptaría dos investigaciones simultáneas. Segundo, porque la policía de West Yorkshire tampoco. Tercero, porque no queremos airear los trapos sucios en público, si los hubiera. Ya sabemos cómo está la moral en estos tiempos —dice.
Paseo la mirada por la habitación.
—Adelante, pregunte —dice sir John Reed.
—¿Que pregunte qué, señor?
—¿Por qué yo? ¿No es eso lo que quiere saber? Yo querría saberlo.
—Muy bien. ¿Por qué yo?
Reed asiente y mira a Michael Warren.
—En primer lugar por su trabajo con la A10[2] —dice Warren—. Y porque ya ha participado en otras investigaciones con la Jefatura Superior de Policía de West Yorkshire.
—Con el debido respeto, la primera de esas investigaciones fue hace cinco años y no conseguí nada, aparte de convertirme probablemente en el poli menos popular del norte. Y la segunda ni siquiera llegó a empezar.
—Eric Hall —explica Evans a los otros dos.
Me quedo mirando la taza de café instantáneo que se ha quedado frío, la luz reflejada en su superficie negra.
—Hunter el Cabrón lo llaman —se ríe sir John Reed.
Lo miro.
—Supongo que eso le molesta —dice.
—No.
—Una buena respuesta.
—Gracias.
—Los convierto en espías a su pesar —dice con una sonrisa.
—Como el general Napier[3] —digo.
Sir John Reed ha dejado de sonreír.
—Usted conoce su hoja de servicios mejor que nadie.
—Sí —digo—. Conozco mi hoja de servicios.
Está nevando.
Hay sangre en el parabrisas, una gaviota muerta en el césped.
Pongo en marcha el limpiaparabrisas y vuelvo por la M62, solo, entre los camiones que circulan despacio, el mal tiempo y el paisaje desierto.
Sólo asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos:
El Destripador de Yorkshire se ha cobrado su décimo tercera víctima. La policía ha confirmado que Laureen Bell, de veinte años, fue asesinada por el hombre responsable de…
Son más de las ocho cuando llego a casa.
Joan está viendo la tele.
—No paran de repetir: «Cuidado con el Destripador» —dice.
Me siento delante del televisor y miro las caras que desfilan por la pantalla.
Tengo cuarenta años; Joan, treinta y ocho.
No tenemos hijos.
No puedo dormir.
Nunca puedo.
Tengo la espalda cada día peor.
Siempre despierto, sudando y asustado, los ojos abiertos en la oscuridad al lado de Joan.
La radio encendida.
Siempre encendida:
Presos en huelga de hambre al borde de la muerte, treinta y dos asesinatos en Los Ángeles en un fin de semana.
Gdansk, Teherán, Kabul, Dakota.
El norte de Inglaterra.
Sin ley.
Salgo de la cama y bajo las escaleras.
Oigo la lluvia en la ventana, detrás de las cortinas.
Entro en la cocina, enciendo la radio y espero a que hierva el agua.
La lluvia en la ventana, una canción en la radio:
No tengas miedo de ir al infierno y regresar…
Abro el maletín y saco la carpeta de anillas roja, la carpeta de anillas roja que me han dado.
El agua rompe a hervir. El hervidor silba:
Todo el mundo consigue lo que quiere.
Abro la puerta de la cocina y salgo con el té y la carpeta de anillas roja al jardín negro y a la lluvia. Paso por delante del garaje y voy al cobertizo que he construido detrás. Saco la llave del bolsillo del batín y abro la puerta del cobertizo.
Tengo frío; estoy helado.
Entro, cierro la puerta y enciendo la luz.
Mi habitación.
Una puerta, una bombilla, sin ventanas; el olor a tierra y a humedad, a gases antiguos y a guantes de jardín viejos; una mesa larga en la pared del fondo, flanqueada por dos archivadores de metal gris como centinelas. Entre los archivadores, sobre la mesa, un ordenador y un teclado, un televisor portátil en blanco y negro, una radio, una grabadora y una máquina de escribir. Debajo de la mesa, en el suelo, cables, enchufes, adaptadores, cajas de papel, montones de periódicos y revistas, latas y tarros con lápices, bolígrafos y clips.
Dejo la taza encima de la carpeta de anillas roja, en una esquina de la mesa y enciendo el radiador eléctrico y el ordenador.
Anábasis:
Las piezas híbridas de un Acorn con RAM Memorex, componentes piratas de Radionics y Tandy, un ZX80 todavía en su caja, sin desembalar, todo cubierto de casetes y de masilla para pegar papeles en la pared.
Me siento a la mesa y me quedo mirando la pared:
Un mapa y doce fotografías.
Cada fotografía un rostro, cada rostro una letra y una fecha, un número en cada frente:
Theresa Campbell | a | 6-6-75 | 3. |
Clare Strachan | b | 20-11-75 | 2. |
Joan Richards | c | 6-2-76 | 4. |
Marie Watts | d | 28-5-77 | 0. |
Rachel Johnson | e | 6-7-77 | 0. |
Janice Ryan | f | 5/12-6-77 | 1. |
Elizabeth McQueen | g | 20-11-77 | 2. |
Tracey Livingston | h | 7-1-78 | 3. |
Candy Simon | I | 27-1-78 | 0. |
Doreen Pickles | j | 27-5-78 | 5. |
Joanne Thornton | K | 18-5-79 | 0. |
Dawn Williams | l | 9-9-79 | 0. |
Aparto la taza y abro la carpeta de anillas roja por la primera página:
Contenido:
Dividido por años:
1974:
Joyce Jobson, agredida en Halifax, julio de 1974.
Anita Bird, agredida en Halifax, agosto de 1974.
1975:
Theresa Campbell, asesinada en Leeds, junio de 1975.
Clare Strachan, asesinada en Preston, noviembre de 1975.
1976:
Joan Richards, asesinada en Leeds, febrero de 1976.
Ka Su Peng, agredida en Bradford, octubre de 1976.
1977:
Marie Watts, asesinada en Leeds, mayo de 1977.
Linda Clark, agredida en Bradford, junio de 1977.
Rachel Johnson, asesinada en Leeds, junio de 1977.
Janice Ryan, asesinada en Bradford, junio de 1977.
Elizabeth McQueen, asesinada en Manchester, noviembre de 1977.
Kathy Kelly, agredida en Leeds, diciembre de 1977.
1978:
Tracey Livingston, asesinada en Preston, enero de 1978.
Candy Simon, asesinada en Huddersfield, enero de 1978.
Doreen Pickles, asesinada en Manchester, mayo de 1978.
1979:
Joanne Thornton, asesinada en Morley, mayo de 1979.
Dawn Williams, asesinada en Bradford, septiembre de 1979.
Ya ha escrito el siguiente capítulo:
1980:
Laureen Bell, asesinada en Leeds, diciembre de 1980.
Mi capítulo.
El último capítulo.
Cierro la carpeta de anillas roja que me han dado.
Nada nuevo.
Me quedo mirando la pared, el mapa, las fotografías, las letras y las fechas, los números:
Siete años, trece mujeres muertas, siete de ellas madres, veinte niños huérfanos.
Oigo el eco de la voz de Reed en el cobertizo:
¿Qué sabe?
El eco de mis palabras:
No mucho más de lo que he leído en los periódicos.
El eco en mi cabeza, en este cobertizo, en este cuarto.
Mi cuarto.
La Sala de la Guerra.
Mis obsesiones:
Asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.
Los veo, los huelo, los saboreo.
La Sala de la Guerra.
Mi guerra:
Hijos sin madres, madres sin hijos.
Tengo cuarenta años; Joan, treinta y ocho.
No tenemos hijos; no podemos.
En algún lugar de los Moors, con la visibilidad reducida a un par de metros, vuelvo a hacer el mismo trato:
Lo cazo, le impido que siga asesinando mujeres y dejando niños huérfanos, y tú nos das uno, sólo uno.