15
Era la víspera de Navidad. Había una casa en mitad de los Moors, con luces en las ventanas. Volvía a casa pisando la nieve blanda. Me sacudí la nieve de las botas en la escalera de la puerta principal antes de entrar. La chimenea estaba encendida con carbón artificial y olía a comida rica. Bajo un árbol de Navidad iluminado estaban los regalos en bonitos paquetes. Cogí un paquete grande envuelto en papel de periódico y desaté el lazo. Abrí el periódico con cuidado, para poder leerlo más tarde. Me quedé mirando la caja de madera sobre mis rodillas. Cerré los ojos y abrí la caja, mientras el latido sordo de mi corazón lo envolvía todo.
—¿Qué es? —preguntó Joan, que entró en la habitación y encendió la tele.
Intenté esconder la caja con las manos, pero me la quitó y miró lo que había dentro.
La caja cayó al suelo, la casa llena de olor a comida rica, el latido sordo de mi corazón, y los gritos de Joan.
Me quedé mirando el feto mientras resbalaba de la caja y caía al suelo, dibujando esvásticas y trazando mensajes a su paso con el cordón umbilical.
—¡Llevátelo de aquí! —gritó Joan—. ¡Llevátelo inmediatamente!
Pero yo estaba viendo la tele, gente en la tele cantado himnos, gente sin rasgos ni rostro en la tele cantando himnos… Máquinas, las gaviotas graznaban y sobrevolaban en círculos, las alas en mi espalda, en mi piel, rotas, enormes y podridas, y entonces miraba al bebé en el suelo y lo veía sentarse y llevarse las manos al corazón y esbozar una sonrisa tétrica, y miraba la etiqueta de la caja, la etiqueta de la caja que decía:
Con cariño, Helen: la víspera de Navidad.
Abro los ojos.
La radio está encendida:
Mensajes navideños: Carter anuncia al mundo que los cincuenta y dos rehenes se encuentran con vida y a salvo; el mensaje del Papa para Polonia; el de Thatcher para Irlanda del Norte; las nominaciones de los principales acontecimientos del año: el ayatolá Jomeini; los ocho soldados estadounidenses que murieron en el rescate de los rehenes; los balseros; JR Ewin; el Voyager 1; ¿o John Lennon?
¿El Destripador de Yorkshire?
Apago la radio.
Cierro los ojos.
—Feliz Navidad —dice Joan.
Abro los ojos.
—Feliz Navidad.
—¿Cómo estás?
—No muy bien.
—¿Qué te pasó?
—Unas copas de más.
—¿Dónde?
—En Leeds.
—¿Cómo volviste?
—En coche.
Se sienta en la cama:
—¡Peter!
—Lo siento.
Baja a la cocina.
La cabeza me está matando, tengo el estómago revuelto, a punto de vomitar.
Cierro los ojos.
Joan ha encendido las luces del árbol y ha empezado a preparar el desayuno.
Entro en la cocina.
—¿Quieres un té?
—Por favor.
Vuelvo al salón y miro por la ventana el día de Navidad lluvioso y gris.
—Toma. —Me pasa una taza de té.
—Gracias.
—¿Crees que debería llevarles algo? —Mira el coche patrulla aparcado en la entrada del jardín.
—Podrían irse —digo—. Ahora que estoy aquí.
—¿No te da más seguridad? —se ríe Joan.
—Más bien me siento vigilado.
Salgo al jardín en bata, bajo la llovizna.
—Feliz Navidad. —El sargento Corrigan baja la ventanilla del coche.
—Igualmente, Bill. —Me inclino y saludo con la cabeza a otro hombre que no conozco.
—¿No nos trae un poco de pavo, comisario?
—Es un poco temprano para eso.
—Sí. Nos han dicho que ayer trasnochó —se ríe.
—No —digo.
—¿Tiene mal cuerpo?
Digo que no con la cabeza:
—Podéis iros si queréis.
—¿Sí?
—Sí. Vamos a pasar el día fuera, con la familia.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Gracias. —Corrigan arranca el coche—. Ya sabe dónde estamos si nos necesita.
—Gracias, Bill.
—Feliz Navidad, comisario.
—Igualmente.
Desayunamos en la mesa de la cocina huevos revueltos con beicon y una tostada, con la tele encendida en la sala: una misa.
—¿A qué hora nos esperan? —pregunto.
—Mamá dijo que a las doce. Como siempre.
Asiento con la cabeza.
—¿Estás bien? —dice Joan.
—Estoy bien.
Me visto y bajo. Veo los regalos en dos bolsas grandes ya en la puerta.
Joan sale de la cocina con el abrigo puesto.
—¿Vamos? —digo.
Sonríe y me da una caja muy bonita, envuelta en papel verde con una cinta roja.
—Feliz Navidad, amor.
—Lo siento. Yo no he tenido tiempo.
—Ya lo sé. No te preocupes.
—¿Puedo abrirlo?
—Claro.
Desato el lazo rojo y abro el papel con cuidado.
—¿Adivinas qué es?
Niego con la cabeza y abro la caja.
—¿Te gusta? —Me acaricia un brazo.
Asiento y saco el reloj digital.
—Tiene calculadora —dice.
Me quito el viejo reloj de mi padre para ponerme el de Joan.
—¿Te gusta?
—Gracias —sonrío.
—Feliz Navidad. —Me da un beso en la mejilla.
—Siento no haber podido comprarte nada —repito.
—No te preocupes. Ya me llevarás a las rebajas.
Dejo el reloj de mi padre en la repisa de la ventana y admiro mi reloj nuevo.
—¿Qué hora es? —se ríe Joan.
—Las once y un minuto con diecisiete segundos.
—¿Nos vamos?
Digo que sí con la cabeza y abro la puerta.
—¿Vamos a dejar las luces encendidas? —Joan señala el árbol de Navidad.
—Yo las dejaría.
Salimos y cierro la puerta.
Conducimos despacio hasta Warrington, oyendo villancicos y canciones pop en la radio local, sin hablar demasiado. Aunque llegamos antes de la hora, los padres de Joan ya han vuelto de la iglesia y nos están esperando.
El hermano de Joan acaba de llegar con su familia.
Los tres niños ya han bajado del coche, entran en el jardín con sus juguetes flamantes y se ponen de puntillas para llamar al timbre, pero el abuelo ya ha salido a la puerta con un gorrito de papel y un matasuegras, para desearnos Feliz Navidad.
Saco las bolsas de los regalos del asiento trasero.
—¿Qué hay ahí? —pregunta Joan, al ver otra bolsa.
—Cosas de trabajo —digo, pero guardo la bolsa de Spunks en el maletero. Habría jurado que ayer por la noche los dejé en el cobertizo.
Saludo al hermano de Joan, John, y a su mujer, Maureen, y entramos en el jardín diciendo que el tiempo es de pena y que ya no hay navidades blancas.
El padre de Joan está trinchando el pavo, su madre en la cocina, Joan y Maureen traen las verduras mientras John y yo tomamos un jerez y lamentamos la mala racha del City. El niño y las dos niñas, las gemelas, tienen mucha prisa por comer para poder abrir cuanto antes los regalos de sus abuelos y de sus tíos, Peter y Joan, y luego ver la tele tranquilamente.
La comida huele de maravilla y se me hace la boca agua.
Nos sentamos a la mesa y descorcho una botella de Asti Spumante mientras el padre de Joan sirve el pavo y las salchichas y los demás nos servimos verduras y salsa. Los niños quieren un poco de una cosa pero nada de otra; sus padres se ríen, protestan y cuentan anécdotas de Carl, Carol y Clare, de lo deprisa que están creciendo; y es cierto que últimamente parecen crecer más deprisa.
Después del pudin nos sentamos a ver la tele, con bolígrafos, calcetines, agendas y bombones que llevan nuestros nombres. Los padres de Joan dicen que siempre les han gustado los Beatles, Joan y John lo niegan, y los niños quieren que nos callemos porque después de The Police viene Kelly Marie. Carol insiste en que después juguemos al Monopoly, pero Carl quiere jugar a un juego de Napoleón que acaban de regalarle y su padre le ha prometido que el tío Peter también querría jugar, aunque su padre lo niega y dice que el tío Peter está allí para descansar y no para jugar con él, pero Clare prefiere el Cluedo de todos modos, aunque su madre cree que el tío Peter ya ha tenido Cluedo suficiente para toda la vida, y yo niego con la cabeza y digo que ojalá, ojalá.
A las cinco y media tomamos gelatina y sándwiches de jamón, cuando todo parece indicar que ha sido el Padre Prado en el estudio con el candelabro. Justo después empieza Vive y deja morir cuando termina el Especial de Navidad de Eric y Ernie, y decimos que nos vamos porque todavía tenemos que pasar por Hale antes de volver a casa.
Salimos por fin, después de los besos, los agradecimientos, los Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo, y Joan dice adiós con la mano a las siete figuras congregadas en el umbral de la puerta. Los niños vuelven a entrar corriendo antes de que hayamos salido del jardín. Enciendo la radio y Joan pregunta:
—¿Qué hora es?
Pulso el botón que ilumina mi nuevo reloj digital.
—Las seis y treinta y un minutos con ocho segundos.
—Creí que Carl iba a arrancártelo de la muñeca —se ríe Joan.
—Estaba entusiasmado.
Joan asiente con la cabeza.
—¿Verdad que son un encanto?
Yo estoy pensando lo mismo, y digo que sí.
Entramos en el jardín de su tía Edith y salimos del coche. Joan lleva otro regalo.
Llamo al timbre y oigo carcajadas en la tele mientras Edith sale a abrir la puerta.
—¡Peter! ¡Joan!
Nos abrazamos y nos besamos allí mismo, nos deseamos Feliz Navidad, y Edith nos hace pasar.
Tomamos una taza de té con After Eight’s y delicias turcas mientras Edith abre su regalo y nos da los nuestros.
Admiramos los paños de cocina, los pañuelos y la corbata a rayas rojas y negras, mientras en la tele empieza una película bélica.
Joan está dormida mientras vamos por Altrincham Road, y cuando entramos en Alderley Edge y estamos a punto de girar en Macclesfield Road el primer coche de bomberos nos adelanta y comprendo al instante lo que ha pasado.
—Joan. ¡Despierta, amor!
—¿Hemos llegado?
—Es la casa, cariño. ¡Mira!
Aparco y nos quedamos mirando la casa mientras llega otro coche de bomberos y otro y otro.
La casa está en llamas.
Una cerilla…
Y se acabó.