19
Al salir de París el 26 de abril de 1803, acompañado por Augustin, su segundo hijo, Méchain había acabado venciendo las fuerzas que se oponían a su partida. Estaba convencido de que un año, como máximo, bastaría para la prolongación del meridiano. Y, aseguraba a quien quisiera oírle, en París ni siquiera advertirían su ausencia. Cuando llegó a España, nada estaba listo.
Habían puesto a su servicio un navío para que le llevara a las islas. Al verlo en el puerto de Cartagena, Méchain reconoció la nave que el general Ricardos había puesto a su disposición diez años antes. El capitán había cambiado; el nuevo, especialmente escrupuloso, se negó a embarcarle sin recibir orden explícita de la corte. Aguardaron. La orden llegó.
En cuanto se hicieron a la mar, se declaró una epidemia de fiebre amarilla. Los hombres de la tripulación enfermaron uno tras otro. Unos veinte sucumbieron. Milagrosamente, ni Méchain ni Augustin la contrajeron. Fondeado en Menorca, el barco estigmatizado fue obligado a una severa cuarentena; cuando hubo terminado, les autorizaron a abandonar el navío. El astrónomo y su séquito embarcaron en un bergantín. Bruscamente estalló una tempestad. Lanzado contra los arrecifes, el navío embarrancó en una costa que al principio creyeron desierta. No lo estaba; la población se había reunido en la playa. Hombres armados avanzaron prohibiendo que nadie desembarcara: avisados, nadie sabía cómo, de la epidemia, temían que se propagara por su isla y llegaron a negar el agua y el alimento a los viajeros para impedir cualquier contacto con el bajel.
Méchain propuso enviar un mensaje al gobernador; se negaron igualmente: también la carta podía estar contaminada. Sólo aceptaron que un aldeano, portando un mensaje oral para el gobernador, partiese de inmediato. Al día siguiente, el mensajero estaba de regreso; aulló la respuesta: el gobernador permitía que Méchain escribiera una nota. Segundo viaje del mensajero, segunda respuesta del gobernador: Méchain era, por fin, autorizado a desembarcar, pero solo y sin instrumentos.
Para dirigirse a palacio, cruzó la isla a lomos de mulo por un sendero infernal, en el que escarpados roquedales sucedían a abruptas y resbaladizas pendientes. Ante el gobernador, curioso y que fingía lamentar mucho lo que le sucedía, Méchain dijo sencillamente:
—No suelo verme favorecido en esta expedición.
La vuelta fue todavía más penosa que la ida. El mulo resbaló. Méchain estuvo a punto de desnucarse, pero sólo se dislocó la muñeca y sufrió algunas contusiones en el rostro. Esta vez, ni Salvá ni su bomba hidráulica fueron responsables de nada, ¡sólo el destino! Aunque el accidente fuera menos grave que antaño, a Méchain le afectó mucho. ¡Su brazo derecho herido de nuevo! La terrible sensación de una pesadilla repetida.
Al llegar a la costa, tras dos días a lomos del bamboleante mulo, no encontró nada: ¡el mar estaba desierto, el bergantín había desaparecido! Los aldeanos informaron al astrónomo de que, habiendo estallado una nueva tormenta después de su partida, el navío se había visto obligado a aparejar para no ser arrojado contra los arrecifes. Navegaba hacia Mallorca, donde Méchain lo alcanzó.
Era pleno estío, el calor era asfixiante. Méchain tenía casi sesenta años. ¡Qué agotadoras eran aquellas marchas a través de las áridas campiñas! Por fortuna, Augustin libraba a su padre de las más penosas tareas, pero de todos modos era demasiado.
Allí, ante ellos, se extendía un ancho terreno que resultó lo bastante llano y extenso para que decidieran trazar en él la base. Un río cortaba por la mitad la llanura y Méchain se introdujo en él; avanzando lentamente por el agua, sintió de pronto que el fondo desaparecía y fue arrastrado. El vado se hallaba más lejos, el guía se había equivocado. Un joven ayudante mallorquín se zambulló, sacando al astrónomo medio ahogado. Méchain, en cuanto se hubo secado, volvió a ponerse en marcha.
Aquella empecinada sucesión de incidentes hubiera debido ser una advertencia. No fue así: cuanto más le golpeaba la suerte, más se obstinaba Méchain en no renunciar; cuanto más concurría todo a que abandonara, más perseveraba. Augustin presenciaba los esfuerzos de su padre. Como antaño Thérèse, cuando deseó hacerle llegar a Rodez, el hijo fue incapaz de detenerle.
Habían advertido al astrónomo que, a fines de verano, la costa en la que trabajaba solía verse infectada por unas fiebres perniciosas. La enfermedad atacó tres veces. Un criado murió a los pocos días; los dos oficiales españoles que se alojaban en su misma tienda contrajeron también las fiebres, aunque con menos gravedad. Se suplicó a Méchain que interrumpiera sus mediciones para reanudarlas durante la estación fría. Se negó. Decidido a hacerlo todo personalmente, tanto la medición de los ángulos como la de la base, permanecía en vela noches enteras acechando la titilante luz de los fanales que señalaban sus estaciones. Ni fiebre, ni clima, ni ayudante; esta vez nada le impediría llegar al final.
Estaba agotándose. Cierta mañana despertó temblando, ardiendo de fiebre. Resistió uno, dos, tres días… Estaba solo. ¡Si al menos Augustin hubiese estado a su lado! Pero su hijo había salido de exploración. Al día siguiente no consiguió levantarse.
Antes de detenerse había tenido, de todos modos, tiempo para prolongar en 80.000 toesas la medición del meridiano y añadir cinco nuevos triángulos, algunos de los cuales, prescindiendo de la distancia, saltaban con orgullo casi sobre la mitad del Mediterráneo.
Como una vieja muralla a la que se retira el sostén de sus puntales, Méchain se derrumbó. En la posada de Castellón de la Plana, adonde llegó ardiente de fiebre, le acostaron medio inconsciente. Ni los extractos de quinina ni los demás remedios le procuraron la menor mejora. Su cabeza empezó a divagar; pedía sin cesar sus manuscritos, gritando, insistiendo, incorporándose en la cama y cayendo de nuevo agotado, inconsciente. Nadie podía encontrar sus manuscritos. Se envió un despacho urgente a Augustin.
España, tierra católica. Avisado por el posadero, un sacerdote le ofreció confesión; el astrónomo la rechazó, afirmando no estar tan enfermo:
—¿No puedo gandulear un poco en la cama? Dentro de unos días —afirmó— estaré en pie.
Recuperó el sentido tras dos días de delirio. Augustin estaba a su cabecera. De nuevo pidió sus manuscritos. Augustin acabó descubriéndolos, ocultos en un zurrón, en el fondo de un baúl. Méchain los tomó y, como si quisiera hundirlos en sí mismo, los apretó contra su cuerpo, los estrechó largo rato y se durmió. La enfermedad marcó la pauta.
Se acercaba la medianoche cuando la puerta se entreabrió. Llegaron dos personas con las ropas cubiertas por el polvo del camino. El hombre se sentó junto al enfermo. Méchain abrió los ojos, una sonrisa infantil iluminó su rostro. Quiso incorporarse:
—¡Ah, Salvá, amigo mío, habéis venido! Antaño me salvasteis, ¿lo recordáis? Mucho me temo que la cosa resulte menos fácil esta vez. ¡No voy a finalizar el viaje! —Recuperó el aliento antes de decir, gritando—: ¡Acaso no voy a terminar nunca la maldita medición! —Luego repitió una frase que ya le había dicho al gobernador de la isla—: No suelo verme favorecido en esta expedición.
Calló, al acecho, con el rostro vuelto hacia la puerta.
Aunque furtivo, el rumor de pasos fue suficiente; los ojos de Méchain brillaron. Habiéndola oído muy a menudo durante su convalecencia, reconoció de inmediato aquella silenciosa manera de desplazarse: ¡ahí estaba María! Pese a la fiebre, la distinguió, radiante y tranquila, iluminada como la Virgen negra de Montserrat. Paz. Supo también que estaba triste.
—¿Triste, María?
—Sí, porque no vinisteis a vernos cuando regresasteis a España; nos habéis olvidado.
Como si quisiera pedir perdón, levantó su brazo diestro y lo movió débilmente para mostrar que funcionaba con normalidad.
—Ya veis, vuestras lecciones no fueron inútiles. —Luego calló y miró hacia la ventana. Pese a la escarcha distinguió, a través del helado cristal, el círculo irisado de la luna llena—. Hermosa noche. El eclipse se produjo en una noche como ésta, ¿lo recordáis? No presenciaré el próximo… Tendrá lugar el… —Se derrumbó, agotado.
Salvá no pudo evitar hacer una precisión:
—Tendrá lugar el 5 de enero.
María le regañó con la mirada. Méchain, sin fuerza ya para abrir los ojos, esbozó un ademán agradecido: solidaridad de astrónomos.
Dormitó. Luego, de pronto, minutos antes del alba, como si hubiera recobrado todas sus facultades, se incorporó: ¡sus manuscritos, quería sus manuscritos! Recordando que los había dejado a su lado, palpó la cama buscándolos. Cuando su mano dio con ellos, apenas pudo levantarlos. Se los tendió a Augustin.
—¡Entrégalos a Delambre! A nadie sino a él. Dile… —No, era demasiado difícil de explicar; no le quedaban fuerzas. Hizo entonces un extraño gesto con la mano, indicando que aquello no era ya cosa suya, y suavemente se deslizó bajo las mantas.
Acompañado por Thérèse, Augustin entregó a Delambre los manuscritos de su padre. Thérèse y Delambre no habían vuelto a verse desde la presentación del metro ante el Cuerpo legislativo. La mujer llevaba un discreto luto, pero su emoción era profunda. La entrevista fue breve, solemne y contenida.
En cuanto les hubo acompañado, Delambre ordenó a su secretario que anulara todas sus citas.
Los manuscritos estaban sobre su mesa; todos los registros, los cuadernos, la totalidad de las notas de su colega. Delambre se sumió en ellas como en un agua cuyo contacto se desea y se teme; pronto le arrastró la corriente. Estuvo, con Méchain, en la ermita de Sant Jeroni, en Montserrat; trepó con él a Bugarach, alcanzando la cumbre mientras la tormenta se llevaba las señales; se vio sumergido por el forraje acumulado en la iglesia de Saint-Vincent; observó el cometa del 93, y el eclipse de Luna, y aquella mancha en el Sol, en Pluvioso del año 6; dibujó con su pluma el plano del zócalo hexagonal de la tienda señal, se lanzó a una descripción detallada de la estación de Matagalls y su extraño pico doble de lúgubre nombre: el Home-Mort. Y allí, en aquella arrugada hoja, inscribió las 104 observaciones de la Polar, al dorso de un viejo comunicado dirigido al directorio del departamento de los Pirineos Orientales. Sonrió al descifrar su contenido: «Detened a cualquier persona que abandone el reino. Impedid cualquier salida de efectos, armas, municiones, numerario, oro y plata, caballos, coches…». En el papel, corroído por el tiempo, la tinta envejecía.
De pronto todo se derrumbó, como en un naufragio cuando el mundo se invierte. Era tarde, Delambre cotejaba uno de los más antiguos cuadernos de Méchain, del invierno del 93, cuando, al volver una página, descubrió unas líneas pasmosas. ¡Imposible! Lo que estaba leyendo no podía creerse. Y sin embargo era la caligrafía de Méchain. Allí estaba, indudablemente mencionada, la prueba de que se había cometido un error.
¿De qué se trataba? Méchain había efectuado dos mediciones de la latitud de Barcelona, con un año de intervalo. Lejos de coincidir, se revelaban contradictorias: tres segundos, había escrito de su puño y letra, ¡diferían en tres segundos! Habiendo hecho ya pública la primera medida, la del fuerte de Montjuïc, había mantenido en secreto la segunda, la efectuada desde la terraza de la posada la Fontana de Oro, sin avisar a nadie de tan inexplicable diferencia. Un secreto que tenía ya diez años y que Méchain había guardado hasta su muerte. Y el error seguía siendo desconocido para todos.
¡De ambas medidas, una, por lo menos, era falsa! ¿Cuál?
Cada cálculo, cada resultado, todo se había establecido sobre la base de las mediciones de Montjuïc; el edificio entero era solidario; si fallaba una pieza, una sola… De pronto, como si acabara de recibir un golpe propinado desde el interior, Delambre sintió que vacilaba. Ante él se abría un abismo. Aquel error, por sus eventuales consecuencias, le arrastraba al precipicio. Quiso rechazar, librarse, neutralizar, negar la horrible idea que acababa de ocurrírsele. No pudo. Por un instante, sólo por un instante, bloqueó su espíritu. Inmediatamente después la evidencia era formulada con toda claridad, trágicamente formulada: si las observaciones de Montjuïc resultaban erróneas, el metro-patrón que dormía en los Archivos de la República era falso.
¡Todo, todo, todo era falso! Oh, por un pelo: tres segundos de ángulo en más de 1.100 kilómetros, entre París y Barcelona. Advirtió que había utilizado la palabra «kilómetros», un término que, precisamente, no tenía derecho ya a emplear si la medida era falsa, ni tampoco «kilogramo», ni tampoco «área». Como una catedral que se hundiera de pronto, segada por la explosión de una carga milagrosamente bien colocada, el edificio entero se derrumbó.
¡Siete años perdidos!
¿De qué había servido elegir, en toda Europa, dos decenas de sabios, entre los más eminentes, convocarlos, reunirlos durante meses, examinar los registros, leerlos, volverlos a leer, comprobar el menor cálculo, si se llegaba a eso? ¿Y las incesantes precauciones tomadas sobre el terreno, y las series de controles, y el sistemático cotejo de resultados, y el rechazo de las medidas dudosas, y las dobles firmas puestas en cada página de los registros? ¡Todo aquello no había servido de nada!
«Nunca semejante operación se vio sometida a semejante prueba», eran las propias palabras de la Comisión internacional, «… un deber y un placer comunicar al Instituto que los ciudadanos Méchain y Delambre se han apresurado a poner a su disposición hasta los menores detalles de sus registros originales… con la noble franqueza que caracteriza a los observadores exactos… hacer que la verdad resplandezca con todo su esplendor…». Las frases del informe de la Comisión caían como un alud bajo el que perecía Méchain. Nunca texto alguno había sido tan explícito sobre las precauciones tomadas, sobre las verificaciones efectuadas. Por primera vez, una Comisión internacional garantizaba los resultados de un trabajo científico… ¡y dejaba escapar un error de catastróficos efectos! Más aún, le concedía su aval. Y se desembocaba en algo grotesco: aquella expedición, que se enorgullecía de ser la más importante medición geodésica nunca emprendida, paría un resultado erróneo.
Inadmisible perspectiva. Era tan enorme y sus consecuencias tan terribles que Delambre se convenció de que aquello no podía ser posible; nunca se ha visto nada semejante, afirmó una vocecilla en su interior. Que pronto fue cubierta por otra voz, más categórica aún: las cosas siempre ocurren por primera vez. Quizá nunca se había sentido tan herido e indignado. El asunto le alcanzaba de lleno. No le importaba demasiado que su reputación estuviera en juego, ni tampoco el probable escándalo que iba a producirse; para ello podía contar con los numerosos oponentes del sistema métrico. Para Delambre el escándalo era, ante todo, íntimo. Puesto que había participado, avalado y garantizado los resultados, tenía que asumir la responsabilidad de lo que eran: ¡erróneos! Heme aquí, pensó, cómplice de una falsificación. He de dimitir mañana mismo…
Y todo por culpa de Méchain y de su error; ¡un error que cualquier otro hubiera reconocido! Pero no, él decidió callarse. ¿Por qué? El porqué no importa, se indignó Delambre, sólo importa que lo hizo. Las cosas estaban claras. Tal era, pues, la razón de que se negara durante años a regresar a París, con la excusa de un Terror que nunca le había tocado; por eso no había acudido a las reuniones de la Comisión, prescindiendo de todas las citas; por eso, también, había permanecido enclaustrado, huraño, en la Montaña Negra. Y sus vacilaciones, sus negativas, sus retrocesos, su turbación, su emoción, su vergüenza, su miedo ante la idea de presentarse delante de sus colegas, «delante de sus jueces», había escrito. ¿Y la historia con Tranchot? Una coartada para no medir la base. De ahí «mis desgraciadas mediciones de Barcelona…», como él mismo las llamaba. Por unos instantes, Delambre vaciló, sacudido por el recuerdo.
Desde luego, le era difícil negar que Méchain hubiese mencionado varias veces esas medidas, declarando muchas veces —¡y tantas! En este aspecto incluso se había vuelto irritante— que no le convencían. ¿Le había advertido Méchain? ¡No!, se rebeló Delambre. ¿Cómo podían considerarse advertencias frases tan nebulosas? Y sin embargo… Delambre vaciló de nuevo. ¿Acaso había querido escuchar lo que su colega gritaba, veladamente, es cierto, pero con bastante elocuencia para quien quisiera captar el sentido de su llamada? ¿Cuántos mensajes de angustia, semejantes a éste, había enviado Méchain a Borda, a Lalande y a él mismo? ¡Había insistido tanto, suplicado incluso, que le autorizaran a regresar a España para repetir sus «desgraciadas mediciones»!
Delambre barrió esta objeción, pues no quiso preguntarse por qué los tres no habían dejado de asegurarle a Méchain que todo iba bien, haciendo oídos sordos a sus llamadas, negándose obstinadamente a escuchar las «advertencias» que les dirigía, prefiriendo ver en ello las obsesiones producidas por un espíritu fatigado, traumatizado por un accidente terrible. ¡Palabras de loco! Pero, había tanta angustia en sus cartas… ¿Cómo no lo advirtieron? ¿Por qué no lo advirtieron?
Tener en cuenta las aburridas solicitudes de Méchain suponía, aceptando que fuera de nuevo a España, aceptar que perdiera largos meses cuando tanto retraso llevaban ya, y además en gran parte por su culpa. De modo que todo había contribuido a que sus confesiones disfrazadas no fueran escuchadas.
Calculador preciso hasta el exceso, conocido como uno de los mejores observadores de su tiempo, su búsqueda de la exactitud era valorada. Pero en aquellas circunstancias, y cuando la cadena de triángulos ni siquiera estaba terminada, se eternizaba, ¿era conveniente tomar tantas precauciones? Su comportamiento había sido considerado un lujo, un capricho sin fundamento, una manía achacosa de sabio envejecido.
Para Delambre las cosas eran sencillas: hubiera sido más honesto y adecuado a la ética de la ciencia, en una palabra, más sano, confesar claramente el error en vez de disimularlo. Indiscutiblemente, se había cometido una falta. A lo que se añadía una especie de sentimiento de traición que le corroía el corazón. Era el colmo.
Delambre vivió aquella tormenta inmóvil, sentado ante su mesa de trabajo. No se levantó, no caminó por su despacho, no dijo palabra alguna. La crisis era tan profunda que no pudo salir a la superficie. De pronto, tomando conciencia de que había optado por la hipótesis más desfavorable, de que su pensamiento había extrapolado, reconoció que lo peor no era seguro, ¡que nada se había probado!
Basta de conjeturas, de probabilidades y de posibilidades: necesitaba saber a toda costa. ¿Cuál de las dos medidas era la buena? ¡Que no empezara el día antes de saberlo!
Delambre se lanzó, con frenesí, a calcular; lo revisó todo: la latitud de Dunkerque, la de Evaux y la de Carcasona, así como los azimuts, los ángulos y todos los demás resultados.
En la tardía alborada de un día miope, agotado, con los ojos ardientes, Delambre dejó la pluma. Los últimos testigos numéricos habían sido escuchados, se había establecido la última prueba y disipado la última sospecha; la verificación postrera acababa de dar su veredicto: ¡se trataba de Montjuïc! ¡Qué noche de locura!
Delambre ni siquiera sintió un poco de alegría. Descartado lo inverosímil y rechazado lo imposible, todo volvía a ser como antes, como al iniciar la noche, cuando, confiado, se había sumido en la lectura de los manuscritos. El círculo se cerraba. Hubiera podido creerse que ello suponía volver al punto de partida. Pero habían existido la duda, la angustia y la negación; había imaginado y creído lo inaceptable. Como los caballeros de la Edad Media sometidos al «juicio de Dios», la barra de platino, sometida al juicio de la duda y la verificación, salía regenerada de aquella noche de pasión. Al amanecer, el Metro-Grial era para Delambre todavía más auténtico que antes de que se pusiera el sol.
De pronto, Delambre pensó que Méchain, al no estar en posesión del conjunto de los resultados, no podía saberlo. A salvo ya el objeto, Delambre, con el espíritu liberado, pudo pensar en el hombre, en Pierre Méchain, en aquel cuyo nombre quedaría inevitablemente unido al suyo para los siglos venideros. Ése era el proceso que tanto había temido, y en él yo, su colega, era el solitario juez.
Deshonor póstumo. Como la punta de un puñal que, bailando sobre la mejilla de un niño, deja su marca imperceptible, de Méchain quedaría, para la posteridad, la imagen de un sabio contumaz salvado por la muerte, un astrónomo falsificador al que sólo la casualidad salvó de una última vergüenza. ¡Horrendo recuerdo! Delambre decidió no permitirlo.
Una extraña emoción se apoderó de él; las lágrimas humedecieron sus ojos. Todo se hizo borroso; su vista comenzaba a menguar: ¡Dios mío, que no vuelva la ceguera de mi juventud! Recordó una frase de Condorcet, hallada en sus escritos póstumos: «¡Todos los humanos, ay, necesitan clemencia!». ¡Qué estropicio, Méchain! Era terrible que una falta tan fútil, que cualquiera hubiera perdonado si la hubiese confesado a tiempo, envenenara sus últimos años y precipitara su fin.
De pronto todo se hizo flagrante. Delambre vio desfilar ante sus ojos la serie de hechos que momentos antes habían encendido su furor y que ahora contemplaba de muy distinto modo. El pánico de Méchain cuando le hablaban de volver a París, su terror a tener que presentarse ante sus pares, la pérdida de confianza en su capacidad, sus incesantes peticiones de ser tranquilizado… Todo lo que era agravio se convirtió en prueba de descargo y lo incomprensible resultó de una ígnea evidencia.
Sólo entonces comprendió Delambre la trágica pasión de su colega. Un día del 93, por razones incomprensibles, totalmente opuestas a la moral que hasta entonces le caracterizara, Méchain había sufrido un desfallecimiento. Una semana hubiera bastado para remediarlo. Pero calló, y el desfallecimiento, al cristalizar con el paso de los meses, se había convertido en culpa; encadenamientos ineluctables, y por fin, el hundimiento. Lo que Méchain no había podido, o no había querido, decir «de viva voz», se le hacía indecible para siempre. A medida que pasaba el tiempo, cada palabra pesaba una tonelada. Puesto que el silencio producía silencio, y lo hacía más espeso todavía, ¿de dónde habría sacado Méchain fuerzas para gritar lo que había callado? Terrible soledad. ¿En quién confiar? ¿Quién le hubiera comprendido? Aquel secreto se interponía entre él y el resto del mundo. ¡Tres segundos de ángulo! ¿Es posible remontar el curso de lo irreversible?
Sus llamadas sin respuesta resonaron en el amanecer como otros tantos gritos mudos dirigidos a unos sordos. A unos sordos inocentes, porque Borda, Lalande y el propio Delambre estaban, precisamente, en posesión sólo de las medidas de Montjuïc, las que eran correctas, y no podían comprender lo que Méchain les gritaba desde la lejanía de sus montañas. Para su propia defensa y la de sus colegas, con el corazón dolorido, Delambre intentó convencerse de ello.
Sólo Thérèse había adivinado, no el error, sino el drama que se representaba en aquel alma entre bastidores: «Es más desgraciado que culpable», había revelado a su regreso del triste viaje. Tal vez hubiera podido decir que el horrible error de Montjuïc no podía explicar, por sí solo, el derrumbamiento de su marido. Había podido decir que Méchain formaba parte de un mundo que, derrumbándose con los muros de la Bastilla, le dejaba huérfano de cierta visión del mundo y de cierto modo de vivirlo; que Méchain permanecía unido a aquella sociedad como un labrador lo está a su tierra, de modo indiscutible aunque él no la hubiera elegido. Hecho evidente que se vive sin estruendo, con silencio y reserva, de un modo empecinado, profundo, bestial.
Ni brillante como Cassini, ni fundador de inmensos saberes como Lavoisier, ni de una inteligencia universal como Condorcet, ni admirable analista como Laplace, ni gran organizador como Borda, ni joven prodigio como Lalande, ni hombre para todo como Bailly, ni helenista, anglicista, matemático, afable y querido por todos como Delambre. Sólo era, real y profundamente, un astrónomo. Un solitario que rechazaba las iluminaciones brutales; feliz sólo en aquella doble actividad del dedo y el ojo: cálculos y observaciones, paciencia y minucia. El infinito del cielo emparejado con las minúsculas columnas de cifras, unas domeñando al otro y adornándolo con la belleza de las matemáticas. Era, a fin de cuentas, un descubridor de cometas.
Con un gesto de la mano Delambre apartó los manuscritos. Ante sus ojos estaba todavía aquella página abierta, la causante de todo. Posando suavemente su mano encima, como si cerrara los párpados de un cadáver, se levantó, se aproximó a la ventana y apartó la cortina. Atravesando con dificultad las brumas de enero, el sol apareció.
Delambre se dirigió a su escritorio, del que tomó su diario de viaje. Lo abrió por la última página, señalada con un estilete, lo puso en su mesa de trabajo y, como quien hace una gran inspiración antes de zambullirse por última vez, se instaló. Autónoma en la fatigada mano del astrónomo, la pluma inició su curso.
«Una fiebre epidémica, las extremadas fatigas que Méchain había soportado con una constancia que no podemos dejar de deplorar, aun admirándola, le detuvieron en su carrera y nos lo arrebataron el tercer día complementario del año 12, en Castellón de la Plana, en el reino de Valencia.
»Es imposible alzar la menor sospecha sobre el gran resultado de la operación en la que Méchain y yo mismo tomamos parte. Las pruebas de estos asertos se conservarán en el Observatorio, así como todos sus manuscritos. Confirmo que el error de Méchain no tuvo efecto alguno sobre el resultado definitivo de la medición: el metro es verdadero.
»Méchain, partidario de la exactitud por encima de todo, pero muy cuidadoso, al mismo tiempo, de su reputación, se convenció por desgracia de que el círculo de Borda había de dar a sus observaciones una coincidencia y una precisión realmente imposibles.
»Unas observaciones que presentaban ciertas discordancias inevitables, aunque él no las había encontrado en ninguna otra circunstancia, en vez de desengañarle, sólo le llevaron a desconfiar de su habilidad. Llegó a creer que ya no era capaz de hacer nada aceptable.
»Esta injusta opinión que se formó de sí mismo le hizo temer que sobreviviera a su reputación. De ahí sus reticencias, con todas sus deplorables consecuencias. Pero, de ello soy testigo, no dejó de ser ni dejará de seguir siendo para siempre un astrónomo recomendable».