4

Antes de abandonar Dammartin, Delambre había encargado al carpintero la construcción de una señal en la vieja torre de Montjay, a pocas leguas de distancia. El carpintero estuvo pronto de regreso, demasiado pronto: no había terminado de desembalar sus instrumentos cuando la población de Montjay, reunida, le había prohibido llevar a cabo su trabajo. Se había respetado la legalidad levantando cumplida acta de aquel impedimento. Provisto del documento, Delambre salió inmediatamente hacia Meaux. Los tiempos habían cambiado; las autoridades no tenían ya el poder ni, a veces, el deseo de contrariar a las poblaciones. No se puede obligar a los habitantes a soportar vuestras operaciones, le respondieron; sólo podemos exhortarlos a ello, asegurándoles que no suponen nada que pueda alarmarles. Le entregaron algunas cartas, en este sentido, para el alcalde de Montjay, y el cura decidió leerlas desde el púlpito. Fue un error; desde hacía algún tiempo, lo que los curas proclamaban en la iglesia no era ya el Evangelio. La lectura sólo reafirmó a los habitantes en su oposición. Se aliaron con los municipios vecinos, especialmente con los de Lagny, para resistir con mayor eficacia si se llegaba a emplear la fuerza. La cosa fue fermentando; mientras la situación en París era cada vez más tensa, la campiña vecina se ponía cada vez más nerviosa.

Dominaba la inquietud, y la inquietud engendró suspicacia. Por todas partes se veían sospechosos; algunos lo eran, otros, no.

En París, por ejemplo, un tal Chappe y su hermano establecían en el parque Saint-Fargeau, en la cima de la colina de Ménilmontant, una curiosa construcción: un armazón con persianas que aparecían y desaparecían a voluntad. La cosa servía, según decían, para comunicar a grandes distancias. ¿Pero comunicar qué y a quién? Informaciones a los amigos de la reina que se disponían a destruir París, naturalmente. Las insensatas palabras de Brunswick resonaban en todas las cabezas; el telégrafo óptico fue inmediatamente incendiado y se quiso arrojar al fuego a ambos hermanos. Pudieron escapar.

Puesto que las mismas causas provocan los mismos efectos, Delambre y Bellet no pudieron efectuar sus medidas y no le pegaron fuego a su señal de Montjay sólo porque no habían tenido tiempo de construirla.

Prohibido Montjay, fue necesario encontrar un paraje de recambio. Era su cuarta barrera desde la mañana. A la entrada de cada pueblo, una decena de hombres, en su mayoría armados con picas, algunos con ropa de campesinos, otros de uniforme, uniforme oficial de la Guardia nacional o el oficioso de los sans-culottes: una hopalanda de paño pardo con cuello rojo y un pantalón de buriel. En todos los torsos brilla la escarapela, clavada en la chaqueta o sujeta al blusón. La efervescencia está al máximo. En todas partes, las municipalidades están en sesión permanente. Delambre y Bellet son llevados a asambleas ante las que comparecen inmediatamente. Tras haber mostrado su pasaporte y explicado la naturaleza de su misión, se ven en la obligación de presentar sus salvoconductos, algo que hacen cada vez de peor gana pues comienzan a saber lo que seguirá. Como en una pesadilla, se reproduce la misma escena, parecida a la que Méchain había sufrido dos meses antes y de que Delambre se había enterado por una carta que su colega había dirigido a la comisión.

El funcionario municipal se apodera del documento. Entre el jaleo, se oye: «Las autoridades solicitan que se procure al señor Delambre las maderas y materiales necesarios para la construcción de sus señales: mástiles, reverberos y cadalsos».

«¡Cadalso! ¡Ha dicho cadalso!». La carcajada recorre la muchedumbre, puntuada por el golpear del mango de las armas contra el suelo. Delambre, viendo que las picas danzaban sobre su cabeza, retrocede. El alcalde, al que la cosa no le ha gustado, mira con severidad al hombre que ha soltado la broma, luego prosigue su lectura: «Las autoridades solicitan que se facilite el establecimiento de las señales en lo alto y el exterior de los campanarios, en las torres y castillos. Recomiendan también que el señor Delambre y sus ayudantes no sean molestados en sus observaciones y que las obras que hayan ordenado construir no sean destruidas ni dañadas». Un sans-culotte que está leyendo por encima del hombro del oficial exclama de pronto:

—¡Pero si está firmado Luis!

La multitud gruñe, se aproxima, hostil.

—¡La Asamblea votó la expedición! —se rebela Bellet.

—¡Lo que cuenta es la firma! De todos modos, no se aceptan salvoconductos del distrito —responde el alcalde.

Delambre, sin poder soportarlo más, estalla:

—Nuestros pasaportes están en regla. Estamos en misión oficial; he sido delegado por la Academia.

—¿Cademia? ¡Cademia! Ya no hay cademia, ¡todos somos iguales! —clama furiosamente el sans-culotte que había intervenido antes.

Sin embargo, instantes más tarde, les dejan partir augurándoles los peores problemas.

—¿Qué es aquel tejado piramidal que domina el horizonte? —pregunta Bellet inspeccionando el paisaje. Era el castillo de Belle-Assise, bien orientado y, por añadidura, admirablemente oculto por los árboles. Acuden allí y, en la tranquilidad de los grandes edificios silenciosos, sin ser vistos por nadie, pueden terminar sus mediciones.

Con el equipaje listo y los instrumentos guardados en sus cajas, están a punto de salir del castillo cuando llega un destacamento de la Guardia nacional de Lagny para efectuar un registro: al parecer allí se almacenan armas. En vez de armas descubren la berlina verde y, en su interior, al astrónomo y su ayudante. Les reconocen, les recuerdan del episodio de Montjay. Les detienen, les arrastran campo a través bajo una horrible lluvia.

El grupo avanzaba en silencio a través del bosque. La noche había caído; un relámpago iluminó el cielo.

—Cagüendiós —gritó uno de los guardias—, ¡y el heno sin almacenar!

Todo el mundo calló.

—Es una lástima que no seáis damiselas —soltó uno de los hombres para distender el ambiente. Ante el aire pasmado y reprobador de los demás guardias, el hombre farfulló—: Lo decía sólo por que, entre nosotros, del lado de Lagny, había una costumbre que estaba en vigor hace poco todavía. Cuando la noche había caído, si un tipo se encontraba con una moza sola, en campo abierto, no en poblado, pues bueno, tenía derecho a forzarla a hacerle el amor y la moza no podía decir palabra; era la costumbre.

—¿Lo oís, Bellet? —gritó Delambre a su invisible compañero.

—Siempre he sabido que éramos unos tipos afortunados —le respondió una voz ronca—. Bellet estaba empapado. No le habían dado tiempo para tomar su pelliza. El sans-culotte que caminaba a su lado se quitó la hopalanda y la puso con brusquedad en los hombros de Bellet, que intentó rechazarla.

—Te digo que la tomes. Estoy acostumbrado a la lluvia.

El sans-culotte se quitó el empapado gorro y lo escurrió sobre su cabeza; sus inundadas mejillas temblaron animadas por una carcajada:

—Yo sólo me lavo así —lanzó alegremente.

La risa se propagó por el grupito y se contagió a Delambre. Sólo Bellet ponía mala cara.

«No estáis encarcelados, sólo retenidos», les dijeron al llegar al Albergue del Oso de Lagny. Sin embargo, durante toda la noche dos guardias armados se apostaron ante su puerta. ¿Para protegerles? ¿Para evitar que huyeran?

Bellet, tendido en la cama, con los cabellos húmedos todavía, vistiendo ropa de noche prestada por el posadero, mantenía los ojos obstinadamente cerrados. Delambre pensaba que era necesario comunicar de inmediato a París su situación. ¿A quién? ¿A la Asamblea? ¿A la Comisión de pesos y medidas? ¿O personalmente a Condorcet que, desde el 10 de agosto, se había convertido en uno de los personajes más importantes del país? Delambre prefería no acudir personalmente a la capital, previendo que habría unanimidad en incitarle a que interrumpiera la expedición. Pero, una vez suspendidas, no sería fácil reanudar las operaciones.

Bellet se incorporó de pronto:

—¡Han requisado nuestros caballos, confiscado nuestros instrumentos, se han quedado con nuestro coche; sabe Dios dónde estarán nuestros salvoconductos! ¡Y tengo fiebre!

—Os aseguro que no tenéis fiebre —afirmó Delambre con la voz de quien no está dispuesto a dejar pasar la menor mentira.

La puerta se abrió. Entraron unos guardias trayendo comida. Delambre, reconociendo al sans-culotte que le había interpelado sobre la Academia, se plantó ante él y le soltó:

—Lamento decepcionaros, ciudadano, pero la Academia no ha sido suprimida.

El otro le miró sorprendido y, luego:

—Si no lo han hecho aún, queda por hacer y se hará, puedes creerme. Buenas noches pues, ciudadano; mañana será otro día.

—¿Buenas noches? Tal como estamos, acabaremos en la Conciergerie. Y allí tendremos mucho tiempo para dormir —masculló Bellet.

Durante sus desplazamientos habían podido ver cómo crecía la tensión y cómo el miedo se apoderaba de la población. En menos de dos semanas la situación militar se había vuelto crítica. El 16 de agosto, el ejército del Norte, acorralado, se había retirado; el 19, La Fayette, el antiguo ídolo de los parisinos, se había pasado al enemigo; el 23, Longwy había capitulado, desguarneciendo el este; el 30 había caído Verdún, abriendo a los prusianos el camino de París. ¡Traición! La veían por todas partes; y, con frecuencia, allí estaba.

Se sabía que, en las prisiones, los monárquicos se alegraban del avance de los ejércitos enemigos. Cualquier tontería podía inflamar la pólvora.

Mientras Delambre y Bellet conciliaban el sueño en el Albergue del Oso de Lagny, a pocas leguas de allí, París vivía una de las noches más sombrías de su historia. Se degollaba en la Conciergerie, se acuchillaba en el Châtelet, se mataba en las cárceles de la Force y de la Abbaye. De nuevo florecían las cabezas en las picas. Era el 3 de septiembre de 1792; París era horrendo. Horrendo como lo había sido dos siglos antes, la mañana de San Bartolomé, tras una noche de matanzas fríamente ordenadas por los antepasados de quienes, hoy, eran también salvajemente asesinados.

¿Quién había cometido los crímenes? Unos centenares de hombres. Medio millar, no más, se habían encargado de la tarea; como los detritos se amontonan en la superficie del agua que burbujea, se habían reunido, autónomos. No los había armado partido alguno; tal vez sólo unos pocos hubieran deseado el crimen, aunque rechazando con horror la idea de que pudiera cometerse realmente. Se había cometido.

Aquella soldadesca civil dejó a sus espaldas charcos de sangre que mancillaban ya una revolución nacida por la felicidad y la justicia. Eso pensó el alcalde de Lagny cuando, al amanecer, le comunicaron la siniestra noticia.

Sintiéndose sacudido, Delambre despertó asustado; el alcalde le conminó a vestirse. A Bellet le costó más abrir los ojos, pero fue más rápido poniéndose la ropa pues se sentía impaciente por abandonar aquel lugar. La población se había reunido ya en la calle antes de ir a reconocer el camino; el alcalde indicó a Delambre y a su ayudante un lugar donde ocultarse, aconsejándoles que permanecieran allí e intentaran huir si él tardaba en aparecer. Apareció y les llevó a su coche…

Tras haber recuperado la berlina y los caballos, llegaron a Saint-Denis, siempre acompañados por el alcalde de Lagny, que les aseguró:

—Antes de que anochezca estaréis o libres y provistos de nuevos pasaportes o encarcelados. Pero las cosas se habrán hecho de acuerdo con la ley.

Dos gendarmes a caballo escoltaban la berlina por entre la muchedumbre que iba aumentando; se acercaban a la basílica. La marea popular rodeaba el edificio donde descansaban los restos de Dagoberto y san Luis, de Felipe el Osado y Felipe el Hermoso, de Juan el Bueno y Francisco I… Una marea popular en la que a la berlina cada vez le costaba más abrirse camino.

«¡Muerte a los aristócratas!», «¡Viva la Nación!», «¡Abajo los traidores!». Racimos de rostros se enmarcaron en la ventanilla. La plaza estaba de bote en bote. Soldados llegados de todos los rincones de Francia, abrumados de fatiga, durmiendo en el polvo durante una breve pausa en su camino hacia las fronteras; voluntarios revoltosos, impacientes por combatir, aguardando unas armas que no llegaban, y los innumerables huéspedes de la prevención de los mendigos, pordioseros recogidos en la capital, obligados a trabajos en las hilaturas. Insensatos rumores agrietaban los grupos que se deshacían para, algo más tarde, algo más lejos, volver a formarse, más densos todavía.

Tras un último temblor, la berlina se detuvo, definitivamente inmovilizada. El alcalde sacó una pistola, la montó antes de ocultarla bajo la ropa y se puso la banda tricolor. Fue a buscar refuerzos, ordenando a los dos viajeros que no salieran del coche bajo ningún pretexto.

—Aquí, al menos, estaréis protegidos.

Abrió la portezuela, apartando el cerco de la muchedumbre y, encaramado en el estribo:

—Ciudadanos, estos hombres están bajo la protección de la fuerza pública. No permitiré que se cometan aquí los horrores que han mancillado París y deshonrado a la nación.

Luego, se hundió en la multitud. La banda tricolor desapareció, devorada por el azul de los uniformes de los soldados.

Un hombre saltó:

—Gente disfrazada con el traje de los patriotas protege, en todas partes, a los traidores. Hablan en nombre de los ciudadanos para poder engañarles. ¡El distrito es monárquico, no confiemos en nadie!

Otro se le unió trompeteando:

—¡Cien fusiles! ¡Cien fusiles! —y explicó que, la víspera, en la carretera de Lagny, un coche lleno de aristócratas había sido registrado y se habían encontrado más de cien fusiles.

—¿Y ésta? —preguntó señalando la berlina con el dedo—; ¡debe de estar llena también!

Dos hombres comenzaron, rápidamente, a soltar el equipaje. Cuando el baúl que contenía los instrumentos estaba a punto de ser forzado, Delambre salió del coche.

—No toquéis este baúl. Contiene instrumentos preciosos.

—¿Preciosos?

—He dicho preciosos… para la ciencia. Podéis abrirlo, pero tened cuidado.

La muchedumbre se aproximó, curiosa por ver el contenido del baúl. Los instrumentos de Lenoir, nuevos todavía, nunca habían parecido tan suntuosos. ¡Sobre todo el catalejo de rutilantes dorados!

—¡Un catalejo de guerra!

—No, un catalejo astronómico —rectificó Delambre.

—¡Buen regalo para Brunswick y para Condé!

Delambre afirmó que eran unos sabios, que no pensaban en absoluto abandonar el territorio y que se dirigían a Dunkerque por su trabajo.

—¡Dunkerque! Nosotros vamos a Dunkerque —gritó un grupo de voluntarios. Ven, pues, a combatir con nosotros.

Decidieron interrogarles inmediatamente. Delambre retrocedió, Bellet abrió la puerta de la berlina, un gendarme montó su fusil y apuntó a la muchedumbre recordando que los dos pasajeros estaban bajo la protección de la fuerza pública y que nadie les tocaría.

—¡Pronto, Bellet —aulló Delambre—, el círculo, sacad el círculo!

Por una calle cercana, que llevaba a la plaza, un destacamento de guardias nacionales avanzaba con las armas al hombro. Ante ellos, casi corriendo, el alcalde de Lagny les gritaba que se apresuraran.

Junto al coche, el otro gendarme le había echado una mano a su colega. Las primeras filas habían retrocedido; en el lugar que dejaban libre, se levantaba el círculo de Borda, sólidamente fijado a su pie. Bellet apretaba las últimas tuercas.

—Todo el mundo sabe hoy que la Tierra es un cuerpo redondo que tiene, aproximadamente, la forma de una bola —clamó Delambre—. Un hilo que recorre la Tierra de un polo a otro es un meridiano. Bajo los pies de cada ciudadano pasa un meridiano. Todos los ciudadanos son iguales, todos los meridianos lo son también. Hemos decidido medir el que pasa por París. —Señalando el círculo de Borda—: Éste es un nuevo instrumento para medir; es el más preciso que se haya construido hasta hoy.

Un muchacho que llevaba pantalones anchos y un gran blusón crudo, salió del grupo de voluntarios. Tenía en sus manos un viejo fusil con bayoneta, parecido a los que armaban a sus compañeros:

—Mi profesión es la de agrimensor; sé de qué va lo de las medidas. Nada tengo contra esos ciudadanos pero puedo afirmar que nunca he visto instrumento semejante. En cualquier caso, con eso no se mide, estoy seguro de ello. Se mide con una cadena de agrimensor.

—¡Bravo por el agrimensor! ¡Muerte al falso sabio!

El agrimensor, desolado, intentó hacerse oír:

—No he dicho que fueran traidores.

Al otro extremo de la plaza, el alcalde de Lagny, oyendo los gritos, echó a correr.

Seguido por el destacamento de guardias nacionales, el alcalde, estupefacto, descubrió a Delambre, lápiz en mano, dibujando triángulos azules que se unían a círculos verdes, colocados a uno y otro lados de un gran trazo rojo que cruzaba el mapa de Francia clavado en la parte trasera de la berlina. La línea roja representaba el meridiano de París, los círculos verdes las estaciones elegidas para las mediciones.

—Aquí está Saint-Denis —anunció Delambre—. Y lo de ahí arriba es Dunkerque. Abajo, este punto es Perpiñán. Más abajo aún, Barcelona, en España. —Los gritos habían cesado, la muchedumbre permanecía atenta—. Cuando se desea medir grandes distancias —prosiguió Delambre—, no se puede utilizar la cadena de agrimensor. Aquí no se trata de medir un campo sino de calcular la distancia que separa Dunkerque de Perpiñán, es decir, determinar la longitud de Francia.

Alguien gritó:

—Los prusianos están en Longwy, los ulanos en Verdún. ¡Si eso continúa no te quedara nada para medir!

Delambre se acercó al círculo de Borda.

—Con este instrumento se miden ángulos. Y gracias a los ángulos, podemos calcular las longitudes. Procederemos del modo siguiente: determinaremos sobre el terreno una sucesión de puntos elevados, picos, campanarios, torres, situados a un lado y otro del meridiano. Con la ayuda de estos puntos estableceremos una serie de triángulos.

Bellet le tendió una larga regla plana que mostró a la muchedumbre:

—Luego, con ese otro instrumento, mediremos un longitud, una sola, una «base».

—¡Por fin algo que parece una cadena de agrimensor! —soltó alegremente el muchacho.

—Lo es —admitió Delambre—, sólo que más exacta. Bueno… si conocemos dos ángulos y un lado de un triángulo, podemos calcular los otros dos lados. Y, paso a paso, determinaremos la longitud del meridiano.

Delambre descubrió las lentes del círculo de Borda; los gendarmes bajaron sus fusiles, el alcalde sonrió.

—Las dos lentes son independientes. Se dirige una hacia la primera señal y la otra hacia la segunda —explicó Delambre.

Luego, haciéndole una seña al agrimensor para que se acercara:

—Mira tú mismo.

El agrimensor vaciló. Alentado por sus camaradas, se inclinó prudentemente hacia el instrumento y dirigió la lente a la aguja de la basílica, que se perfilaba contra el cielo.

¡Todo estaba borroso!

—Hay que enfocar —indicó en voz baja Delambre, para que sólo el agrimensor le escuchara.