5
A trescientas leguas de allí, en el mismo instante, lejos de las vociferaciones de la muchedumbre de Saint-Denis, Méchain, sumido en el silencio de las montañas de Cataluña, dirigió su catalejo hacia la sierra del Montseny.
¡Qué dominio! Rápido, eficaz, preciso, manejaba el instrumento con una pasmosa destreza que Tranchot, sentado a unos pasos de allí en el hueco de una roca, admiró a hurtadillas. Un barómetro, mal sujeto, se balanceó; con rápido resto, Méchain lo atrapó. ¿Cómo no advertir el cambio que se había operado en él? ¿Era el mismo hombre que, dos meses antes, se disponía a abandonarlo todo? Su cuerpo parecía haberse liberado, sus movimientos habían adquirido agilidad, su rostro se había bronceado. Cada vez se parecía más a las montañas de la región.
Cubierta de espeso bosque, la sierra del Montseny se distinguía de las montañas de los alrededores por su extraña cima compuesta por dos cimas gemelas que se levantaban, no una al lado de otra, sino frente a frente, y que parecían mantener un interminable diálogo.
El capitán González se acercó y le preguntó al astrónomo si conocía el nombre del pico al que dirigía su catalejo. Méchain asintió con la cabeza. Se llamaba el Home Mort.
González acababa de llegar de Barcelona; anunció con orgullo que las tiendas estarían listas en una semana. Méchain había hecho los planos y González había encontrado al artesano capaz de construirlas al menor coste, en el menor tiempo. Pronto no tendrían ya que abandonar la cumbre de la estación cada anochecer; pronto dormirían allí. Se acabaron las habitaciones sórdidas, la fatiga inútil y el tiempo perdido. Se acabó lo de aventurarse, al caer la noche, por horrendas trochas, con peligro de sus vidas. Méchain alabó a González por su rapidez.
Montaron la tienda; pronto se levantó bajo el cielo de Cataluña: un cono coronado por un gran cuerpo redondo que servía de señal para las medidas. Una larga pieza de madera, con forma de mástil, clavada verticalmente y mantenida en esa posición por fuertes arbotantes enfundados en el extremo superior y forrada de tela blanca. La parte baja estaba rodeada por un ancho cinturón de dril que la protegía del viento. El armazón se componía de tres montantes superpuestos ensamblados en una superficie circular. Sujeta con anillas al borde de esa superficie, la tela era tensada circularmente, por abajo, gracias a unas estacas metálicas.
Dos sabios franceses y un oficial del rey de España qué llegaban a una apartada aldea de Cataluña no era lo más adecuado para que se les abrieran todas las puertas.
El castellano era el habla oficial, la lengua del rey, la del poder; era inútil acercarse a un aldeano o un campesino utilizando esta lengua: su rostro se cerraba de inmediato y el hombre, volviendo la espalda, se alejaba. Pero cuando González se dirigía a su interlocutor en catalán, todo se hacía posible. Para ellos, le gustaba decir hablando de la gente de la región, Dios no es «Dios» sino «Déu». ¡Vaya por Déu! De este modo, González se había vuelto insustituible cuando se trataba de parlamentar con los aldeanos, contratar porteadores o tratar con los obreros. Y, por añadidura, conocía al dedillo la región. Por eso Méchain apreciaba tanto a ese ayudante, colocado a su lado por las autoridades españolas, en principio para que le vigilara. González había olvidado pronto su misión política para entregarse sólo a su pasión científica.
En España, el francés representaba la lengua del saber y de las buenas maneras. González era noble y adoraba la astronomía: por esta doble razón se expresaba perfectamente en esta lengua, hablándola casi sin acento; salvo un inimitable modo de pronunciar las «s», tal vez hubiera podido creérsele natural de Île-de-France.
El sol declinó, los gestos de Méchain se hicieron más rápidos. Invariablemente, a esa hora de la jornada se apoderaba de él un auténtico frenesí de trabajo, como si, antes de que cayese la noche, se obstinara en robar al tiempo una medición más. Nuestra Señora del Monte, Puig Sacalm. Las operaciones se sucedían en un orden inmutable. Amoldándose a ese orden, encadenando sin cesar las distintas etapas de la operación, Méchain sentía una satisfacción evidente. Dirigir el primer catalejo, fijarlo; enfocar el segundo, fijarlo; liberar el primero; hacer girar el círculo. Diez, veinte, cien veces el mismo acto. En eso estribaba el propio principio del círculo de Borda y la sencilla genialidad del instrumento; en eso estribaba el descubrimiento del Caballero de Borda, su inventor: cuanto más se repetía la operación, más aumentaba la precisión. Con una fórmula, podría decirse: multiplicar el número de mediciones es dividir la intensidad del error.
Apartados, González hablaba con Tranchot; Méchain intentó que no le distrajeran, pero la lenta voz del capitán acabó por hacerle olvidar el trabajo.
—Se cuenta todavía por aquí que, hace mucho tiempo, la sierra estaba cubierta de un bosque tan denso que nadie había podido atravesarlo. Cada año, durante la buena estación, algunos jóvenes se aventuraban a hacerlo; ninguno había regresado. Al pie de la montaña había una aldea y en la aldea dos amigos. Uno le propuso al otro intentar la aventura. Pronto se zambulleron en el bosque. El que caminaba por delante afirmaba conocer el camino. Cada anochecer trepaba a ramas más altas, se orientaba por las estrellas y decidía el camino para el día siguiente. El otro, confiado, le seguía. Se alejaron más que nadie antes, penetrando cada día más. Y luego, cierto anochecer, unas nubes, algo que no funciona, las estrellas… ¿cómo decirlo?… que no parecían estar ya en su lugar. Imposible orientarse; el guía volvió a bajar. ¿Avisaría a su compañero? Se habían extraviado, lo sabía, había cometido un error, ¿dónde?, ¿cuándo?; no dijo nada; encerrándose en su silencio, prosiguió su camino.
»Semanas más tarde, el pueblo fue despertado por unos gritos. Acuden: ¡Un aparecido! El hombre avanzaba titubeando, al límite de sus fuerzas, por entre los aldeanos que se apartaban para que pasara. Un paso, otro más y se derrumbó en mitad de la plaza, en el brocal de la fuente. Era uno de los viajeros, no el guía, no el que sabía, sino el otro, el que seguía. ¿Cómo había podido regresar, encontrar el camino, sobrevivir? Es un misterio que todavía dura. Permanecía tendido en el suelo, le creyeron muerto, le llevaron a su casa. Respiraba aún. En su delirio, contó toda la historia. Luego, se curó, pero nunca más pudo oírse el sonido de su voz. ¿Se había vuelto mudo? ¿Había hecho voto de serlo?
»Volvió el estío; hacía mucho calor en el valle, debía de ser, como hoy, un verano tórrido. De pronto, la sierra se inflamó, de un solo golpe, por todas partes: nunca se había visto algo así. Todo el mundo, los hombres, las mujeres, los niños, reunidos en la plaza, miraban subyugados. Se extrañaron de no ver al mudo, le buscaron, había desaparecido. Un niño afirmó haberle visto entrar en el bosque. Nadie volvió a verle.
»El bosque ardió durante días y días. La montaña había desaparecido en una enorme nube de humo. Cierta noche, el incendio cesó. Por la mañana, los aldeanos descubrieron el monte; estaba por completo arrasado y en lo alto, en la desnuda cumbre, se erguían dos picos, frente a frente, envueltos aún en humaredas. Al cabo de unos instantes se alzó una voz en el silencio, la de un viejo campesino: Es el Home Mort, aseguró, el hombre muerto por haber callado».
Méchain se volvió bruscamente: «¿Por qué dos picos?», preguntó, casi agresivo. Siempre con su voz lenta, González respondió: «Uno representa el error, el otro la verdad… ¡pero se ignora cuál!». Se hizo un silencio y Méchain gritó: «¡Firma, firma!». Tranchot y González se levantaron algo a regañadientes, bajo el embrujo de la leyenda aún.
Estampadas en cada una de las páginas por cada uno de los miembros de la expedición o por algún testigo de paso, las firmas tenían la finalidad de asegurar que las medidas consignadas en el registro eran las que habían sido realmente efectuadas. Impidiendo cualquier modificación exterior, su presencia constituía, para la comunidad de sabios y también para las generaciones futuras, la prueba de la autenticidad de las mediciones. Se había convertido en un rito y Méchain deseaba mantener su carácter solemne; era el acto con el que, cada anochecer, se ponía fin a la jornada. Todos presentían que esas firmas transformaban, de modo radical, el estatuto del documento: de manuscrito privado se convertía en documento oficial. González, Tranchot y Méchain firmaron; aquel anochecer estaban solos en la cumbre.
Al día siguiente se separaron. Tranchot se dirigió directamente a la sierra del Montseny para construir la próxima señal. González, encargado del equipaje y los instrumentos, partió a la cabeza de una pequeña caravana hacia el Puig Sacalm para establecer una nueva estación. Méchain, por su parte, se dirigió hacia el Montserrat para efectuar un reconocimiento y preparar los futuros triángulos.
¡Montserrat, la montaña serrada! Un colosal bloque de granito, eso por lo que al monte se refiere; la sierra son las aguas del Llobregat que corren a sus pies. Como consumadas artistas, esculpieron amorosamente la roca. Fragmentado por el río en perfectas columnas, que forman otros tantos dedos señalando el cielo, el colosal bloque de granito dibuja una mano de piedra de innumerables falanges. Méchain la descubrió, apuntando al cielo, a través de un claro del bosque.
Tras haber guardado la berlina y confiado el caballo a un palafrenero, se puso en marcha entre racimos de monjes benedictinos que se dirigían a la abadía. Muy pronto desaparecieron en una encrucijada de caminos y Méchain se encontró solo; una senda en suave pendiente corría por las laderas de la montaña, alejándose de la aldea. De pronto, se encontró ante una escalera, tan abrupta que daba vértigo.
¡Centenares de peldaños! ¿Cuántos pecados se habrían perdonado a las hordas de penitentes que los tallaron en la roca? El infinito no es de este mundo: la escalera terminó. Saliendo del centro de la tierra, desembocaba en pleno cielo, al menos así lo creyó Méchain por unos instantes, hasta que descubrió la continuación del camino: un terrible sendero que corría a lo largo de una interminable falla. No tenía otra opción. Unos pasos para recuperar el aliento y se hizo la casi total oscuridad. Abajo, un precipicio que daba náuseas; arriba, amenazadoras, hileras de agujas de granito ensangrentadas por el sol y, alrededor, almenadas murallas, erizadas de torreones, flanqueadas por inconquistables bastiones. Le parecía desplazarse por las ruinas de un gigantesco castillo. Méchain se reprochó no haber salido más temprano. Insensiblemente, retazos de la leyenda contada por González acudieron a su memoria, provocando un malestar del que no tuvo inmediata conciencia. Algo le había irritado en ese Home Mort; ¿habría sido el silencio del guía? ¿El incendio? ¿El error no reconocido? Dio un respingo: ¡un ruido!, ¿un animal? Se afirmaba que había jabalíes. Terminó descubriendo, sendero arriba, una minúscula construcción incrustada en la roca; se adaptaba tan bien al relieve que, sin su proverbial agudeza visual, habría pasado sin verla. ¡Eran las célebres ermitas de las que tanto le habían hablado! Para sobrevivir aquí, pensó, debe ser necesario tomar de las grandes aves de altura algo de su modo de vida. ¡Planear! De pie entre los arbustos, fundiéndose en el paisaje, un anciano, seco como una rama, con el rostro devorado por una barba de nieve, miraba con severidad al importuno. Momentos más tarde, la oscura sombra había desaparecido tragada por la piedra. Méchain apresuró el paso. Era un buen andarín; pronto llegó a Sant Jeroni, punto culminante del Montserrat. Una minúscula capilla ocupaba casi la totalidad de la plataforma. Dejó su bolsa y se sentó. Cuando levantó la cabeza, se le ofreció un espectáculo aturdidor: se hallaba ante un órgano de piedra de colosales dimensiones, cuyos flameantes tubos perforaban el cielo. De vez en cuando, el viento, rozando la roca, emitía una música en bruto, comparable a la producida al soplar en una caracola marina. Méchain permaneció una hora, quizás dos, sin recordar el objetivo de su viaje. Se tomó tiempo para admirar el cercano Mediterráneo, inmenso, brillante. El frío del crepúsculo cayó de golpe. No tenía tiempo para hacer sus observaciones, no tenía tiempo para bajar antes de que oscureciera. Nunca había pasado aún una noche entera en una capilla…
Empujó la puerta. Tras el altar, una virgen negra, coronada de oro y con su severo hijo en el regazo, parecía velar en la penumbra. Méchain sorprendió la mirada trágica y dulce de la Virgen de ébano; turbado, se apresuró a encender dos velas medio consumidas y un viejo candil bañado en aceite.
Así iluminada, la santa negra parecía impresionante de serenidad. ¡Extraño pueblo que adora a una virgen de importación! «¿Será, acaso, un vestigio de la presencia de los moros? ¿Dios blanco y Diablo negro?», se preguntó Méchain. Inmediatamente después, se durmió.
Salmodiado por las sordas voces, el cántico parecía llegar de muy lejos. Una majestuosa escalinata atrae a Méchain, que la sube sin fatiga; el canto aumenta. Una puerta se abre ante la gran sala iluminada de la Academia. Méchain llega al estrado, le precede un ujier que lleva un libro gigantesco. Se trata de los trabajos de Méchain sobre los cometas; se saluda la obra como una de las más importantes nunca publicada… Méchain abrió los ojos. Jamás ha escrito libro alguno, sabe que nunca lo escribirá. Por el minúsculo vitral, una claridad herrumbrosa penetraba en la capilla. Méchain se lanzó al exterior con los pies descalzos. Las más altas cimas llameaban ya. Desde el fondo del valle, invadido por la bruma, ascendían las voces, lejanas y graves, de los monjes de la abadía, abajo, invisible, que cantaban maitines. Atravesando las nubes y como filtradas por ellas, llegaban a él con una pureza misteriosa.
Méchain pasó la mañana efectuando sus observaciones y partió hacia Puig Sacalm. El estío agonizaba, dando paso al otoño.
«Hoy, 22 de septiembre de 1792. Horizonte puro y claro, ningún reflejo sobre las señales. Hacia mediodía, tras la décimo quinta observación, el viento se ha levantado con tanta violencia que no ha sido posible continuar. Ha cesado, de pronto, por la tarde y han continuado las mediciones.
»Distancia al cénit de Montserrat.
»Señal muy transparente. Se ha apuntado a lo alto de la capillita que hay en la cumbre de Sant Jeroni. La serie de las doce mediciones da: 89° 51′ 56″».
Méchain, instalado a resguardo del viento, bajo la plataforma, estaba terminando el informe de la jornada cuando el ruido característico de una botella descorchada le hizo darse la vuelta. González, como en un desfile, vistiendo un uniforme impecable y con una genciana azul en el ojal, exhibía un frasco de vino etiquetado. Tras él, Tranchot, también muy coquetón con un traje salido de quién sabe dónde, llevaba un plato con pequeños salchichones.
—Muy picantes —advirtió ofreciéndoselos al astrónomo que, sin hacer caso del aviso, le pegó fuego a su paladar.
La tienda, vista desde el exterior, parecía un enorme candil agarrado al vacío. Levantando solemnemente los faldones de la tela, Tranchot, por señas, indicó a Méchain que entrara. ¡Qué cambio! Todo estaba en orden; los montantes guarnecidos con ramas doradas, la tela cubierta con tejidos catalanes; un candelabro puesto en el suelo y otro sujeto al mástil; aquello parecía una tienda morisca. Como mesa baja, las cajas del círculo cubiertas con un mantel blanco sobre el que se veían tres verdaderos platos, de porcelana. ¡Y copas! Unas copas que González llenó.
—Bebamos por esta jornada en la que noche y día son iguales en toda la tierra —soltó.
¡De modo que era eso!
—El equinoccio, claro —exclamó Méchain—. Y, sin embargo, lo había escrito en el registro. «Hoy, 22 de septiembre, etc.». González era marino y en todos los mares del globo ese día era día de fiesta: él no lo había olvidado. Méchain levantó su copa.
—¡Aprovechémoslo! —soltó—; mañana la noche será ya más larga que el día.
Fue su primer momento realmente distendido. Desde que habían partido, tres meses antes, no habían tenido, ni una sola vez, tiempo para descansar. El vino era abundante, los manjares excelentes; sin duda la más refinada comida servida nunca a semejante altitud. ¿Cómo diantre habían podido procurarse todas aquellas vituallas, transportarlas hasta allí y prepararlas sin que Méchain lo advirtiera? Esa era, pues, la explicación de aquellas incesantes idas y venidas que tanto le habían irritado por la tarde.
Méchain era conocido por ser un hombre silencioso, no secreto ni tímido, pero sí reservado. Esa reserva de la que nunca se libraría, su extremada cortesía y la distancia que ponía en sus contactos con los demás le habían impedido cualquier intimidad con sus colaboradores. Aquella noche todo fue distinto: Tranchot nunca le había oído hablar tanto rato, ni de un modo tan relajado. El vino, tal vez, pensó. Pasmado, escuchaba a Méchain hablando de estrellas y cometas, de eclipses y planetas, de la paciencia del observador y la perseverancia del calculador. Jornadas, semanas enteras de retiro en las que sólo existían la pluma y el papel. Y llegaba luego el instante privilegiado, la confrontación entre uno mismo y el universo, entre las propias conjeturas y el orden del mundo. ¿Llegaría el astro, el eclipse, el cometa esperado?
Tranchot, que era cazador, comparó el placer que el astrónomo contaba con el que él mismo sentía cuando, tras horas de acecho, aparecía la deseada presa. Anticipar el curso de las cosas y, en el secreto de su observatorio, verlas realizarse. Son citas que se cumplen, les confió Méchain, la revancha del trabajo minucioso sobre los fulgores del genio.
Pero no fue el único que se sinceró. Tranchot, el geógrafo, habló de Córcega, de la que se había enamorado tras haberla recorrido durante años para establecer un soberbio mapa. González, el marino, habló del cielo de las Américas, de las olas de los Atlánticos pero, sobre todo, sobre todo, de la belleza de las mujeres del Pacífico.
Méchain se levantó y salió para dar la vuelta a la tienda; no pudo evitar una sonrisa ante la paradójica extrañeza de su modo de vida: pasaba la mayor parte de su tiempo en un lugar reducidísimo, falto siempre de espacio aunque estuviera rodeado por la inmensidad. Miró largo rato el cielo moviendo la cabeza.
—La luna gira alrededor de la tierra, la tierra gira alrededor del sol; ¡Jerarquías, sólo veo jerarquías! —murmuró para sí y, sin volverse—: Ya veis, Tranchot, la igualdad de la que hablabais hace un instante sólo dura una jornada; si quisiéramos imponerla convertiríamos un solo día en todo el año.
Tranchot no respondió.
Quedaba una botella sin descorchar, González se levantó.
—Bebamos por la amistad de nuestros dos países —exclamó abrazando a sus compañeros. El capitán se entristeció: sabía ciertas cosas que sus compañeros desconocían.
En su viaje a Barcelona, sus superiores le habían informado de que las relaciones entre Francia y España se degradaban vertiginosamente. «El mal francés» fue una expresión que, durante mucho tiempo y en toda Europa, sólo se refería a una fea enfermedad, la sífilis. Desde hacía poco, el apelativo ocultaba una plaga más terrible aún: la Revolución. Y mucho más contagiosa pues amenazaba ya con saltar los Pirineos. Circulaban ya, entre Barcelona y Figueras, numerosos ejemplares de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, redactados en catalán. Provocación suprema, su traducción había sido confiada a un tal Damiens, el propio nieto de quien, cuarenta años antes, había asestado un navajazo en el costado derecho de Luis XV. O, al menos, ésas eran las afirmaciones de los espías de su majestad Carlos IV de España quien, apoyándose en la información, se preparaba para la guerra. Le empujaban a ello las familias reinantes en la Europa coaligada y las hordas de los emigrados franceses que permanecían en su territorio.
González no reveló tampoco a sus compañeros que sus superiores le habían pedido que estuviera dispuesto a abandonar la expedición si…
Los tres hombres abandonaron Puig Sacalm; avanzando hacia el norte, la emprendieron con una nueva cumbre, más cercana a la frontera. Llegados al atardecer, sólo tuvieron tiempo para instalarse antes de que cayese la noche. Esta, como las precedentes y, sin duda, las que vendrían, terminó para Tranchot en aquellos inevitables deseos de orinar que, cualquiera que fuese la altitud o la estación, le arrancaban brutalmente del sueño. Aquella mañana tuvo la extraña sensación de hundirse en un almohadón de pluma. Sabía que allí estaba el precipicio, ¿pero dónde?
Avanzando a tientas, como un funámbulo, dio algunos pasos. No podía aliviarse, de todos modos, a la puerta de su guarida. Luego, tropezó con un guijarro, maldijo, meó al buen tuntún, esperando evitar la madera de las señales y volvió a refugiarse en la tienda.
Méchain, acostumbrado a acechar el paso de improbables cometas, y González, que solía aguardar el final de la calma chicha inmovilizando su navío en alta mar, se tomaron bien la cosa. Pero Tranchot… Aquel universo algodonoso le resultó enseguida insoportable. Detestaba aquella forma solapada que los objetos tenían de aparecer en el último momento, justo antes de chocar con ellos, y desaparecer en cuanto se los había evitado. En mitad de una conversación, una bandada de nubes se lanza sobre tu interlocutor, lo hace desaparecer y te quedas atónito en medio de una frase. Pero lo más difícil de soportar era la naturaleza del silencio: hacía algo más que amortiguar los sonidos, los engullía literalmente.
Tranchot sentía que iba volviéndose, a la vez, sordo y ciego. Sólo dentro de aquella tienda conseguía olvidar. ¡Y aún! Un halo paliduzco envolvía la lámpara, difundiendo un ambiente de velada mortuoria que se adecuaba bastante bien al estado de ánimo del ayudante del astrónomo que, como hombre del norte, aceptó la niebla como un simple fenómeno natural.
Tras tres días de casi total reclusión, Tranchot salió de la tienda y se negó a entrar en toda la jornada, deseando ser el primero en anunciar el fin del calvario; se instaló en un extremo de la plataforma y, convertido en vigía, acechó.
Méchain se había instalado confortablemente y releía el conjunto de las observaciones efectuadas desde su llegada a España. Las puso luego en orden e inició algunos cálculos. Cuando estaba terminando una larga serie de operadores, oyó un grito y levantó la tela de la tienda: un jirón de cielo azul estaba desapareciendo ya. Tuvo tiempo de ver cómo cicatrizaba el desgarrón y, luego, otra vez el horizonte opaco, testarudo, cerrado. ¿Cuánto tiempo duraría aquello? Los víveres estaban a punto de escasear. Algo más tarde, un nuevo grito: Méchain no se movió. Mientras acechaba, Tranchot había visto brotar un relámpago de luz, el sol. Dirigiendo inmediatamente el catalejo hacia el lugar donde la armadura algodonosa había sido acuchillada, distinguió, flameando al viento, tres manchas de color. ¿Espejismo de la altitud?
Eran Bellegarde y la bandera tricolor plantada en lo alto de su torre. A caballo sobre la frontera, el fuerte podría alardear de haber sido la primera señal de la expedición en territorio francés.
González no hizo el viaje; aguardaría a sus compañeros en Barcelona. La berlina rodeó un minúsculo cementerio militar tomado al bosque; las tumbas eran escasas porque la última guerra se remontaba a más de cien años. Agotados, los caballos se detuvieron en lo alto de la cuesta, a las puertas del fuerte de Bellegarde.
Méchain no podía esperar mejor posición para sus observaciones. Desde lo alto de la torre donde flameaba la bandera que Tranchot había visto, nada de lo que ocurriera en la llanura catalana, a ambos lados de la frontera, podía pasar desapercibido: a un lado, Figueras; al otro, Perpiñán, final de su viaje. La berlina se puso otra vez en marcha.
Llegaron al ayuntamiento de Perpiñán por una hermosa arteria, recién inaugurada, en la que podían cruzarse dos coches y sus respectivos tiros. Un racimo de vendedores ambulantes acudió a su encuentro. Tranchot adquirió un par de alpargatas de esparto cuyos lazos ascendían por la pierna hasta la pantorrilla. Méchain, para Thérèse, compró un pañolón de lana multicolor. Tranchot quiso probar enseguida su nuevo calzado. No había terminado de atárselo cuando oyó que Méchain le llamaba con voz ahogada:
—¡Tranchot, Tranchot! ¿Estáis viendo lo que yo?
Tras levantar la cabeza descubrió, a pocos pasos, a un Méchain petrificado que miraba fijamente hacia el ayuntamiento. Con letras doradas, recién grabadas en la piedra del frontón, podían leerse dos palabras: REPÚBLICA FRANCESA.
En el mismo momento, en la gran sala del edificio, se estaba produciendo una animada discusión:
—¿Y dónde pondremos el español?
—En la cara oeste.
—¿Y el inglés, pues?
—¿Qué queréis? No tengo la culpa de que las pirámides tengan sólo cuatro caras.
—¡Méchain!
Llucia, el alcalde, corrió hacia el astrónomo que entraba en aquel momento.
—¡Todo el mundo cree que estáis en Cataluña! —exclamó.
—Ayer mismo estaba allí.
El motivo de la discusión interrumpida por la llegada de Méchain era una maqueta que representaba un monumento de forma piramidal y se levantaba en una pesada mesa redonda. Previsto para ser edificado en la playa de Port-Vendres, a dos leguas de la ciudad, el monumento presentaría el texto de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en cuatro lenguas: español, catalán, inglés y francés. Discutían a qué lengua correspondería cada cara.
Llucia hizo las presentaciones. Algunos militares, un arquitecto y un grupo de nuevos elegidos de la región. Entre ellos un tal Aragó, alcalde de un pequeño municipio cercano a Perpiñán, Estagel, comenzó a hablar con el astrónomo de su trabajo. Llucia se había unido a los demás y la discusión sobre la pirámide se reanudaba cuando anunciaron a Llucia la salida de la diligencia de París. El alcalde informó a Méchain de que se dirigía a la capital, donde debía intervenir en la Convención.
—¿En la Convención? —preguntó Méchain.
Ante el pasmo del astrónomo, Llucia le contó los últimos acontecimientos: la Legislativa se había disuelto, acababa de ser sustituida por una nueva asamblea: la Convención.
—¿Tal vez sepáis ya que estamos en República? —preguntó alguien con ironía.
—Acabo de enterarme —replicó Méchain.
¡Qué franqueza y qué ingenuidad! Llucia iba a observarlo cuando recordó su propia estupefacción pocas semanas antes. En aquel mismo lugar, abriendo maquinalmente una carta de París, había leído:
«La República ha comenzado el 22 de septiembre, día en que el sol, al llegar al verdadero equinoccio de otoño, entró en el signo de Libra, a las 9h 18′ 30″ de la mañana para el Observatorio de París.
»Francia no es ya propiedad de un individuo. Os dignaréis, señor, proclamar la República en vuestro departamento. Proclamad la fraternidad, es la misma cosa. Apresuraos a publicar el decreto que la establece, hacedlo llegar a todos los municipios de vuestro departamento.
»Franceses, hasta ahora habéis sido, mayoritariamente, testigos de acontecimientos que se preparaban sin que intentarais preverlos, que sucedían sin que calcularais sus consecuencias. A partir de hoy, ningún hombre reconocerá más dueño ni más poder que la ley…».
La carta estaba firmada por Rolland, ministro del Interior. Ochenta y seis cartas idénticas, una por departamento, habían sido enviadas por todo el territorio.
La emoción que entonces sintió no se había apaciguado; Llucia no pudo ocultársela a Méchain cuando le informó del hecho. Al conocer los términos en que se había proclamado la República, éste sintió un gran orgullo: ¡hermoso homenaje a la astronomía! Y, por añadidura, en el texto se mencionaba el Observatorio de París. Méchain observó sin tardanza que el país pasaba de la Monarquía a la República el mismo día en que el sol se deslizaba de un hemisferio al otro. Ante su aire ausente, Aragó le interpeló:
—¿Pero dónde estabais, Méchain?
—En las montañas. En las montañas —respondió suavemente, recordando la comida del equinoccio.
Por unos instantes se hizo el silencio y Méchain fue un espejo en el que se reflejó la terrible condensación del tiempo: ¡dos meses al margen del mundo y le parecía caer de otro planeta!
Sin olvidar por ello la razón de su viaje, Méchain anunció que, debiendo de operar en las montañas, se veía obligado a levantar en ellas señales en forma de tienda y que, pudiendo éstas alarmar a los habitantes, sería enojoso que provocaran algunos disturbios contra los miembros de la expedición, entre los que estaría González, un oficial español.
—Comenzaremos por Bellegarde —precisó.
—¡Bellegarde! ¡Por ahí atacarán los españoles! Sería más prudente que dejarais vuestras mediciones para más tarde.
Méchain palideció. Llucia, fingiendo que no lo advertía, se dirigió hacia su mesa y, tras haber escrito algunas palabras en una hoja, la tendió a Méchain:
—Pero, en estos tiempos —dijo con extraña sonrisa—, ¿realmente conviene ser prudente?
Era un salvoconducto.
Méchain advirtió que realizaría ciertos reconocimientos a este lado de la frontera, antes de regresar a España donde, aunque la mayoría de los triángulos habían sido ya medidos, quedaban por efectuar numerosas observaciones: las medidas de la latitud de Barcelona, el eclipse de luna de febrero, el paso de un cometa…
—¡De un cometa! ¿Sabéis que nuestros enemigos afirman que la República pasará como un cometa? —le interrumpió Llucia, seguido por Aragó que preguntó, con maliciosa sonrisa:
—¿No dicen que los cometas regresan siempre al cielo, que vuelven a pasar regularmente?
—Sí, es cierto… pero el cometa Halley ha tardado setenta y seis años en regresar.
—¡Esperaremos, esperaremos! —exclamaron a dúo Liucia y Aragó, soltando una carcajada.
Instantes más tarde, Llucia trepó a la diligencia que le llevaría a París. Méchain le tendió una carta y un paquete. El paquete contenía el pañolón catalán, para ser entregado a la señora Méchain, en el Observatorio, y la carta iba dirigida a Condorcet.
—Le veré en la Convención —interrumpió Llucia cuando Méchain estaba dándole la dirección de Condorcet. Y asomándose a la ventanilla—: Os deseo buena suerte en vuestras cumbres. —Luego, como si estuviera viendo al astrónomo en su trabajo—: ¿Puedo haceros una confidencia? ¿No os enojaréis? Bueno —y bajó la voz—, ocurren en estos momentos tantas cosas apasionantes a ras de suelo que no os envidio por trabajar tan cerca del cielo.
—Comenzamos la medición del meridiano bajo la Monarquía, la proseguimos bajo la República. ¿Quién sabe bajo qué régimen la concluiremos? —replicó Méchain en el mismo tono—. Monárquico o republicano, el globo terráqueo seguirá ligeramente aplastado por los polos.
—Pues bien, ciudadano astrónomo —exclamó Llucia—, lo prefiero ligeramente aplastado por los polos. Y republicano.