18
Bajo, perfectamente adaptado a las líneas del relieve, con los muros hechos de piedras amontonadas, las mismas que abundaban por los campos, los caminos y los muretes, el granero, oculto por un bosquecillo de árboles enclenques, era imposible de descubrir, salvo si se encontraba por casualidad. Estaba sumariamente arreglado. Una tabla puesta sobre grandes morrillos servía de mesa. Ni cama ni colchón, sólo un jergón de paja. Fuera se oyeron unos pasos, luego el ruido de unas botas que golpeaban la losa. Se abrió la puerta y entró Méchain. La mujer que ordenaba las cosas en la penumbra se dio la vuelta con una camisa aún en las manos.
—¡Thérèse!
Ella soltó la camisa y se arrojó en sus brazos. Él quiso, a la vez, abrazarla y rechazarla. La abrazó y luego la rechazó antes de recorrer la estancia como si, con demasiadas cosas por decir, las palabras se atropellaran; no sabía por dónde empezar:
—¿Por qué, por qué no me lo has dicho? —preguntó Méchain—. Hubiera podido no estar aquí, haberme marchado a las montañas durante semanas.
—¡Pero aquí estás! ¿No recibiste mi carta? —preguntaba ella con candidez—. Ese correo, ¡realmente! ¿Te has dejado barba? —Tendió la mano y rozó los pelos—: No es desagradable…
Barba y cabello eran pura maraña. Méchain había acabado pareciéndose al eremita que había visto en su subida al Montserrat.
Con un gesto coqueto, se ajustó el pañolón que Méchain reconoció; era el pañolón catalán que le había mandado al principio de su viaje.
—¿Lo tienes todavía? Perpiñán… Está tan lejos, acabábamos de empezar la expedición. Todo era posible —y luego, de pronto—: ¿cómo me has encontrado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—En la diligencia, como todo el mundo.
—Sí, ¿pero aquí?
—Te conocen como el lobo blanco, mi buen Pierre. Me ha bastado con preguntar. Un tal Albert, ¿sabes a quién me refiero? Un hombre bastante apuesto…
—Un pillastre, querrás decir; un alcohólico redomado.
—Pues ha estado encantador y me ha acompañado hasta aquí.
Méchain la miró intensamente.
—No has cambiado —acabó diciendo.
¡Cómo le hubiera gustado a ella decirle lo mismo! Pero hubiera sido mentira, sin duda.
—Tú… —adoptó un tono juguetón—, tú has adelgazado un poco—. Con la yema del dedo acarició la cicatriz que cruzaba su frente. Creyó, por un instante, que iba a permitírselo, pero él se apartó.
—¿Por qué has venido? —dijo, casi agresivo.
—Qué pregunta. ¿Habéis olvidado, señor Méchain, que estamos casados? Puesto que no os habéis dignado hacernos una visita en París…
Dejando en suspenso la frase, recogió maquinalmente la camisa y se puso a arreglar el jergón de paja. Méchain saltó:
—¿Qué estás haciendo?
—Ya ves, hago la cama.
—¡Estás loca! No vas a instalarte aquí. Tienes que marcharte.
Ella se volvió, pálida, y se plantó ante él. Hizo, sin embargo, un esfuerzo para sonreír y dijo tranquilamente:
—No creerás que he hecho tan largo viaje para marcharme enseguida. Ni tampoco, además, para ir a dormir en cualquier parte, en alguna posada, a dos leguas de aquí. —Cambiando bruscamente de tono—: Te he traído ropa nueva.
Le enseñó la camisa: blanca, fina, de seda.
—¡Una camisa de seda! ¿De qué va a servirme? Necesito tela, y tela gruesa —dijo él repentinamente alegre.
—Bueno, será para los domingos.
—¡Es verdaderamente bonita!
Ella comenzó a golpear la yacija como si batiera un colchón, provocando una nube de paja y polvo que les hizo toser. Méchain abrió la puerta, la cerró. Ella se dejó caer en la cama:
—Dormiré aquí. Te acompañaré en tus marchas, he traído buenos zapatos. Comeré queso y beberé leche…
—¡Nunca te ha gustado!
—En seis años se cambia.
—No estarás cómoda.
—Contigo estaré bien en todas partes.
Él se acercó, ella le abrazó; esta vez, vencido y consintiendo, él se abandonó.
Se abrió la puerta. ¿Cómo describir el estupor de Agoustenc cuando descubrió al severo Méchain en brazos de una mujer?, ¡y de una mujer con la ropa llena de paja! Tras haber logrado balbucear unas excusas incomprensibles, el muchacho cerró la puerta, moviendo la cabeza como si dijera: «¡Nunca lo hubiera creído de él!».
Méchain se apresuró a detenerle:
—¡Vuelva, Agoustenc! Es mi esposa… la señora Méchain. —Luego, dirigiéndose a Thérèse—: Te presento a Agoustenc, que me ayuda en todos mis trabajos.
Agoustenc desapareció. Extrañada al no ver a Tranchot, Thérèse preguntó dónde estaba. La única respuesta fue el rostro huraño de su marido.
Unos días más tarde, cada vez más intrigada por la ausencia de Tranchot, Thérèse volvió a la carga. Vio que Méchain palidecía:
—¡Ah, no me hables de ese bribón! Por donde pasa suelta sus maledicencias, diciendo que ya no soy capaz de nada. —Méchain, sin contenerse, se vació de todo lo que estaba corroyéndole. Contó la disputa con su ayudante o mejor, su exayudante, la marcha de éste a París—. Que me haya abandonado, puede pasar —aulló—, pero que lo haya hecho para reunirse con Delambre en Melun, para ayudarle, ¡como si no le bastara Bellet! Y ahora, ¡es el colmo! ¿Sabes qué acabo de saber? —Sacó del bolsillo una carta muy arrugada—: ¡Que Tranchot debe participar en la base de Perpiñán! ¡En MI base! Cuando fui yo, y sólo yo, quien la localizó, quien diseñó el trayecto. No sólo me la arrebatan, ¡oh, no, no oficialmente, claro!, sino que además me privan de mi ayudante. ¡Como si no bastara con haberme quitado parte de mi trabajo! Como si, ahora, todo se hiciera sin mí. Me he vuelto molesto, soy el hombre que impide que la expedición concluya.
Se detuvo en seco. La frase que se le había escapado resonó en el silencio.
Se quedó atónito tras haber tenido tiempo de percibir su sentido. Sorprendiendo la mirada de Thérèse, pudo leer en ella: «Y es cierto que impides que la expedición termine».
Se sentó, abrumado. Ella se acercó, le acarició el pelo. Le oyó pronunciar sordamente:
—Pese a lo que me costaba, estuve dispuesto a ir a Perpiñán, a trabajar con Delambre, pero ahora no es ya posible.
—¿Cómo reprochárselo? Si hubieran querido enfurecerle, no habrían actuado de otro modo, admitió Thérèse. Méchain vivía aquella concatenación de hechos como una doble traición: la de su adjunto, la de su colega, la de la Comisión. Thérèse lo había comprendido.
—Nadie puede privarte de tu obra —le aseguró con la mayor dulzura que pudo—. Tal vez otros puedan medir la base, pero no lo dudes, nadie creerá que se prefiera un Tranchot a un Méchain. ¡Sólo las sirvientas de una posada podrían tragárselo!
Él levantó la cabeza con los ojos brillantes de gratitud:
—¿Estás de acuerdo, verdad? —preguntó, mendigando su aprobación—. ¡Si me queda una onza de dignidad, ahora ya no puedo ir! Si fuera, hiciese lo que hiciera, me verían como colocado bajo las órdenes de Delambre o, al menos, bajo su vigilancia. Nadie podrá considerar la base de Perpiñán como mía. De modo que Delambre habrá hecho dos bases y yo ninguna. Y lo más terrible es que debo callar. No puedo decirles nada de eso ni hacerlo valer ante Delambre o ante el Instituto.
La noche cayó rápidamente; terminaron enseguida de comer. Thérèse y Méchain se acostaron pronto. Inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad, Thérèse pensaba en todo lo que él le había dicho y en lo que ella había callado. Oyó la voz de Agoustenc, que regresaba cantando a la aldea. En el silencio de la noche, la voz se oía con claridad: aguzó el oído. Era La marsellesa, pero había cambiado la letra:
Así fue cómo un pueblo de abejas,
harto de ver que insolentes zánganos
devoraban el fruto de sus desvelos,
los expulsó de sus filas.
Agoustenc repitió por dos veces el estribillo. Luego, Thérèse dejó de escucharle. Méchain acababa de ponerle la mano en el pecho.
—¿Duermes?
—No —repuso ella—. Le oyó decir tranquilamente:
—Mañana tomarás la diligencia: es preciso.
Méchain la sintió ponerse rígida. Había creído… Ella calló, él aguardaba; los estremecimientos de su cuerpo se apaciguaron: entonces le preguntó, aunque no fuera realmente una pregunta:
—Han sido ellos, los de la Comisión, quienes te han enviado, ¿verdad? Piensan que estoy acabado, ¿no es cierto?
Thérèse lloraba, sin sobresaltos, nada, sólo unas lágrimas que corrían sin ruido. Era la primera vez que la veía llorar; se sintió desgarrado.
—Tienen razón, me he dejado quebrar. Ya no tengo fuerzas para proseguir, ni tampoco ganas. Abandono.
Thérèse se incorporó:
—¿Pero qué te ha ocurrido, Pierre? —Esperó con ansia una respuesta. Nada. Se incorporó de nuevo—: ¿Renunciar, tú? ¡Es imposible! ¡Tras tantos años de trabajo! He venido a ayudarte. Te cuidaré. ¿Y tu brazo? —Él lo movió, tontamente, respondiendo sin advertirlo a la pregunta—. Te sentirás mejor y todo será como antes; Pierre, mírame, este trabajo es uno más, ¡te quedan tantas cosas por hacer! ¿Acaso no piensas ya en la astronomía?
Se hizo un largo silencio. Ella le oyó murmurar, como en un sueño:
—Me quedan tres estaciones.
Por la mañana Thérèse abandonó el granero. Con la energía de la desesperación, Méchain se sumió en la labor. No había perdido un ápice de su capacidad. ¿No era acaso uno de los mejores, si no el mejor observador de su tiempo? Si Tranchot hubiera estado allí, habría admirado, como seis años antes en la sierra del Montseny, el perfecto dominio de la astronomía, su precisión, su eficacia, su rapidez. Méchain trabajó, deslomándose, ayudado sólo por Agoustenc, que resultó ser un adjunto de gran calidad. ¿Le dejó Méchain efectuar las mediciones de los ángulos?
En cuanto llegó a París, Thérèse solicitó una entrevista con Borda. Acudiendo a la sede de la Comisión, le sorprendió hallar allí a Delambre; había ido a despedirse antes de bajar a Perpiñán. Colgado de la pared, siempre en el mismo lugar, el mapa del meridiano. Un trazo casi continuo unía, ahora, Dunkerque y Barcelona. Inmediatamente al sur de Rodez quedaba un pequeño vacío: las tres estaciones de Méchain.
Al entrar Thérèse, Delambre estaba contando a Borda sus aventuras en Bort-les-Orgues.
—Pasé por allí algún tiempo después de vuestra marcha —añadió Thérèse—. Aún hablaban de vos como de un brujo. ¡Qué ingenuidad! ¿Saben lo que me dijo mi marido? Uno de los hombres encargados de colocar sus señales les decía a los campesinos que eran unas guillotinas nuevas. ¡El muy estúpido creía que era una buena broma!
—¡Esta todavía no nos la habían hecho! —soltó Delambre.
Cambiando bruscamente de tono, Thérèse abordó el motivo de su visita.
—He echado por los suelos el objetivo de mi viaje —reconoció sin ambages—. Quise forzarle la mano, asegurándole que no le abandonaría mientras no hubiera terminado sus triángulos y se hubiera reunido con vos. —Agachó la cabeza—. Me ordenó que me fuera. —Y adelantándose a la pregunta que les abrasaba los labios—: No, no irá a Perpiñán —les anunció con sorda cólera—. ¿Por qué tomasteis al ciudadano Tranchot para esta base? Conocíais el antagonismo que le oponía a Pierre. Habéis cometido un error.
Tomando conciencia de su torpeza, sugirieron:
—Si le escribiéramos…
Ella les interrumpió:
—Se ha mostrado inquebrantable; asegura que no hará el papel de ayudante, que antes prefiere morir.
—¿Ayudante de quién? —exclamó Delambre.
—¡Vuestro! —Se hizo un silencio. Thérèse prosiguió sordamente—: No tuve fuerzas para contradecirle pero, perdonadme, no tengo tampoco valor para seguir hablando de un tema que me está matando.
—Ya veréis, todo irá bien —intentó tranquilizarla Delambre—. Cuando haya terminado, cuando se presente el patrón ante el Cuerpo legislativo, lo olvidaremos todo. Será el momento más hermoso de nuestra vida. Decidme, ¿cómo se encuentra?
—Físicamente no está mal; mejor de lo que creía. Pero hay algo que le corroe, no sé qué. Pero afirmo que su capacidad no se ha alterado en absoluto, sigue siendo la misma. Creedme, es más desgraciado que culpable. Sólo su corazón está dañado. Lo he visto cubierto de gloria y, vos lo habéis dicho muy bien, ciudadano, ese momento, el que debiera ser el más hermoso de su vida, será, mucho lo temo, el que tal vez nos conduzca a todos a la nada.
Quince días más tarde se iniciaba el último trabajo: la medición de la segunda base, la de Perpiñán. Se extendía a lo largo del mar, entre Le Vernet y Salses. No hubo allí problema alguno de terraplenado: el terreno era llano y absolutamente desértico. Pero esas ventajas, por sus excesos, se transformaron en obstáculos. Había demasiado de todo, sol durante el día, humedad por la noche, arena siempre. ¡Y ni un solo árbol para resguardarse! Pero eran hombres aguerridos. Salvo Laplace, todo el equipo de Melun había hecho el viaje: Bellet, el agrimensor Etienne y el joven Leblanc-Pommard. Como estaba previsto, también Tranchot había ido. Cuando Etienne supo que Méchain no acudiría, se sintió entristecido. El propio Méchain le había propuesto ir a Perpiñán y era él el que fallaba.
El alineamiento duró sólo siete días y la medición cuarenta y uno, sin contar tres días de terrible viento que levantaba tempestades de arena que fueron una dura prueba para hombres e instrumentos. Vuelta la calma, apaciguado el mar, acallado el viento, el agrimensor, que se había convertido en uno de los mejores especialistas en «medición de bases», limpió el menor grano caído en la más secreta ranura y cuya presencia, indudablemente, hubiera dañado los sutiles mecanismos.
Cada noche, mientras unos guardaban los instrumentos en sus estuches para dejarlos en lugar seguro, los demás señalaban en la propia tierra el lugar donde habían interrumpido la medida.
Al descubrir la interminable construcción, unos pescadores que pasaban ante la costa atracaron. Durante toda la operación, el equipo dispuso tres veces por semana de un pescado suculento.
Puesto que la región estaba infestada de marismas, los insectos revoloteaban alrededor de los hombres. Una mañana Bellet despertó hinchado, enrojecido y picado como si hubiera agarrado alguna horrible enfermedad. No era sino la labor nocturna de una familia de mosquitos. Bellet fue, de todo el equipo, el que más júbilo sintió al firmar el fin de la medición; Delambre colocó la regla número tres mil treinta y ocho. ¡Exactamente el mismo número que en Melun! ¿Coincidencia? ¿Pasmosa precisión? Distantes ciento setenta leguas, la mitad casi de la «longitud» de Francia, ambas bases diferían en menos de once pulgadas.
Fue preciso fijar las extremidades para que subsistieran, al menos, ciertas huellas de la expedición. Podían erigirse dos pequeñas pirámides de granito a cada extremo de la base. Al abandonar los parajes, Delambre pensó que, en la ciencia, las bases constituyen el punto de partida del trabajo; aquí, en cambio, era todo lo contrario, suponían la finalización.
En Carcasona Delambre había encontrado una buena posada. Permaneció allí cuarenta días. Y una buena mañana apareció Méchain, sin afeitar. Con el pelo largo, el pantalón acribillado de agujeros y la bonita camisa de seda regalada por Thérèse convertida en un harapo.
Ambos hombres se miraron como si les costara reconocerse. Méchain había adelgazado terriblemente, y envejecido: en su rostro el sufrimiento había dejado profundas huellas. Era un individuo muy distinto al que había visto Delambre por última vez, en el patio de las Tullerías, una hermosa mañana de junio del 92. Delambre dio un paso y ofreció su mano; Méchain tendió tímidamente la suya. Cayeron uno en brazos del otro.
De pronto, como si primero tuviera que librarse de aquel peso, Méchain soltó una frase, sólo una:
—He decidido no regresar a París —y calló.
—¡Sabed que estoy aquí, esperándoos, desde hace cuarenta días! —replicó Delambre—. ¡Y no habrá servido de nada!
—Eso es, ya os he hecho perder bastante tiempo.
—Partimos juntos. Regresaremos juntos. Y además nos esperan.
—Os esperan. ¿Por qué voy a exponerme a la suprema humillación? Allí sólo sufriría reproches, desdén y desprecio. Poneos por un momento en mi lugar, pese a todo el horror que pueda produciros. Decid, de buena fe, si tendríais cara para regresar al Instituto, para reuniros con la Comisión y hablar con los sabios extranjeros. ¡No, no lo haríais! Necesito algunos meses de retiro solitario, volveré en primavera. Os escribiré con frecuencia, os pediré vuestro parecer y me ceñiré a él. Mi vergüenza es ya pública en Perpiñán, como lo es en París.
—¿Pero de qué estáis hablando? ¿De qué vergüenza, de qué desdén, de qué desprecio? ¿Quién va a infligíroslos, dios de dioses?
Méchain deseaba hablar, pero una terrible fuerza le impedía hacerlo. En una tienda vecina, un tonelero daba grandes mazazos para encajar una duela.
Obligado a levantar el tono para que le oyeran, Méchain gritó que quería volver a España. Repetía:
—Es preciso, Delambre, es preciso; lo necesito; me devolvería la confianza. —Luego, persuasivo—: Sé ahora lo que hay que hacer para acabar con todas las causas de error. Tranquilizaos, no solicitaré en absoluto nuevos fondos; me bastarán los míos y los aprovecharé para prolongar la medición hasta Mallorca. —Triste de pronto, añadió como hablando consigo mismo—: ¿De qué sirve soñar? La Comisión nunca aprobaría ese viaje…
—El proyecto es bueno y sabréis defenderlo ante la Comisión, no me cabe duda, pero terminemos primero lo que emprendimos juntos.
—¿Juntos? Vos lo habéis hecho casi todo. Vos habéis medido más de los dos tercios de los triángulos; en lo que a las bases se refiere, soy del todo ajeno a ellas. Ya veis, Delambre, en la posición en que me encuentro hay que saber mantenerse al margen.
Contemplaron la lluvia que resbalaba por los cristales, silenciosos, lejanos, extraños de pronto el uno al otro. Méchain acabó volviéndose hacia su colega:
—Os suplico que, en todo eso, no veáis nada referente a vos. —Mientras hablaba le había tomado del brazo; advirtiendo su familiaridad, retiró la mano bruscamente—. Si pudierais leer en mi corazón, si lo conocierais mejor, sólo encontraríais sentimientos del más vivo agradecimiento y la más amarga pesadumbre por haberos secundado tan mal.
No era una fórmula de cortesía. Su sinceridad era lacerante. Delambre, conmovido y molesto ante aquella especie de impudor, intentó sonreír. La lluvia no cesaba.
—¡Si supierais, amigo mío! ¡He pasado tanto tiempo en la más cruel ansiedad! —Al confesarlo, Méchain tenía la mirada perdida, aspirada por sus montañas—. Me dejé abrumar por el hastío; las pocas facultades que tenía se han visto aniquiladas. Me he balanceado, constantemente, entre la esperanza de poder sobreponerme y el temor de quedar aniquilado. Tenía la cabeza en otra parte. El presente me resultaba insoportable, me reprochaba sin cesar el pasado y temblaba por el futuro.
Sacando dos cartas del bolsillo, Delambre se las tendió a Méchain que, advirtiendo que una era de Borda y la otra de la Comisión, se apresuró a leerlas. Descubrió en ellas que estaban impacientes por verle reanudar su trabajo de astrónomo y que le ofrecían… No, no era posible… Volvió a leer: ¡le ofrecían dirigir el Observatorio! «¡Entonces siguen confiando en mí!». Tal fue su primer pensamiento; luego la incredulidad prevaleció sobre la alegría. Interrogó a su colega con la mirada, esperando una confirmación. Delambre inclinó ligeramente la cabeza. Era cierto, pues. La primera buena noticia, el primer placer desde hacía años.
El cochero se ajustó la esclavina. El coche correo de París iba al completo. Atrás, junto a la ventana, un lugar vacío. La ansiedad de Delambre aumentaba a medida que iba acercándose la hora de la salida. Cuando se disponía a solicitar que aguardaran antes de partir, Méchain entró corriendo en el patio del local.
Había dedicado el día a despedirse de Agoustenc y Fabre. Luego había subido a la torre Saint-Vincent para encontrarse con el anciano que se encargaba del reloj. En la plataforma se levantaba todavía la señal. Al partir, Méchain regaló a su amigo la totalidad de la madera de la construcción. ¡Una fortuna en aquel gélido invierno!
La diligencia partió. Pronto desaparecieron las altas murallas de la ciudad. Ambos astrónomos tuvieron cinco días completos para contarse seis años. De ese modo, en aquel invierno del 98, hubo en el territorio francés una decena de ciudadanos privilegiados, los viajeros del coche correo Carcasona-París, que lo supieron todo, o casi todo, sobre la medición del meridiano y que, histórico privilegio, lo supieron de propia boca de quienes habían sido sus principales actores.
El coche se hallaba en pleno Macizo Central. Delambre, con ayuda de las distintas mediciones realizadas durante la expedición, estaba hablando de la forma de la Tierra cuando, en tono falsamente docto, Méchain declaró:
—Ved, querido colega, que al parecer la Tierra no ha querido adaptar su figura a las formas analíticas de nuestros geómetras, que se empeñaban, absolutamente, en que fuese un esferoide de revolución, y de una densidad homogénea. Vuestras observaciones, y las mías, han demostrado por desgracia que la curva de nuestro globo era casi circular hasta París, elíptica luego hasta Evaux, más todavía hasta Carcasona y que seguía así hasta Barcelona. Hay algo que me preocupa: ¿por qué el ser que se divirtió amasando con sus dedos nuestro globo no tuvo en cuenta que ponía tierra blanda entre Dunkerque y París, luego algunas piedras hasta Evaux y por fin, de pronto, enormes masas de roca hasta Barcelona? —Delambre, encantado, escuchaba—. He aquí lo que significa no entenderse —prosiguió Méchain alentado por la cara de su colega—. Sucede que, por las leyes del movimiento, de la gravedad y de la atracción, leyes que tal vez el creador hizo antes que las demás, sucede, decía, que la Tierra, bastante mal construida, se vio obligada a adoptar una forma irregular. ¡Y ya no hay remedio! Salvo si… se vuelve a empezar y se comienza de cero.
Méchain representaba con gestos la mal pergeñada Tierra y al Dios gruñón, de pie entre los asientos, cayéndose casi a cada bache. Delambre se reía hasta las lágrimas. Viendo a aquellos dos sabios, que tan severamente habían hablado desde su partida y que reían ahora como chiquillos, los viajeros no pudieron, a su vez, evitar las carcajadas. Durante algunos minutos todo fueron risas, palmadas en los muslos, hipidos y buen humor. Celoso, el cochero golpeó rabiosamente la pared; y volvieron a brotar las carcajadas.
Fue, primero, el encuentro con Thérèse, luego el «descubrimiento» de sus hijos, la muchacha y el muchacho, Augustin, pues Isaac, el primogénito, seguía en Egipto con Bonaparte. Más tarde, vestido con un gran camisón, tuvo que acostumbrarse a dormir en un colchón blando, con sábanas suaves; y también al agua caliente, a una navaja afilada, a un jabón perfumado.
Méchain se vio colmado de honores en cuanto llegó. Como le habían prometido, fue nombrado director del Observatorio del que antaño había sido «capitán-conserje». ¡Qué regalo! Tener a su disposición, día y noche, el gran cuadrante de Bird, una maravilla de la técnica con la que París se había enriquecido durante su ausencia.
Debía celebrarse en el Luxembourg una cena en honor de los sabios extranjeros, que empezaban a impacientarse. La recepción se había diferido hasta que llegaran los dos astrónomos: ¡se les esperaba con impaciencia! Sobre todo a Méchain, sobre quien planeaba un misterio.
Se trataba de un «emigrado» que no había emigrado, de un miembro del Instituto que no había asistido a una sola sesión de la digna asamblea, de un astrónomo que no había publicado nada en siete años, si se exceptúa su observación de un cometa en Barcelona…
Méchain sospechaba que iba a despertar esa curiosidad y, sobre todo, le repugnaba tener que enfrentarse con aquella muchedumbre, que responder a sus preguntas. ¿De qué iba a hablar? ¿Formaba todavía parte de esa comunidad? ¿Qué había compartido con ellos de esencial durante aquellos siete años?
Como uno de aquellos soldados que regresaban al país, incapaces de explicar lo que habían vivido, Méchain permaneció silencioso. Parte de su ser se había quedado allí, en las montañas del sur, junto a Agoustenc, al lado del viejo guardián de la torre de Carcasona, de la madre y de Fabre, a quien de pronto tuvo muchas ganas de escribir: «¡te añoro, querido amigo!, ¡cuánta falta me hacéis! Bueno, he vuelto. ¿Podré sostener la consideración con la que quieren honrarme y cumplir, como se desea y espera, los deberes que se me imponen? Ya veis, amigo mío, en mi interior sé que los primeros días son los más hermosos, son días de fiesta. Los siguientes son días de pérdida. Deseo haceros una invitación, tenéis todo el invierno para prepararos. Venid conmigo, os lo ruego, para ver Mercurio bajo el sol de mayo. Afectuosamente, Méchain».
Confesó a Thérèse que no podría soportar el ruido y la insignificancia que le aguardaban en aquella cena, mientras ella le arrastraba hacia un inmenso guardarropa, donde sus trajes habían permanecido a cubierto de la polilla desde su marcha. Ella se enojó. Méchain desaparecía entre los faldones de una camisa que ahora le quedaba muy ancha. Metiendo la cabeza en una manga, se hacía un lío. Thérèse, hundida a medias en el ropero, buscaba un par de zapatos. Él se ajustó los calzones, ella le ofreció una chaqueta.
—Una cena en la que se espera todo París y el señor quiere que me la pierda con la excusa de que se ha vuelto un salvaje…
Se volvió hacia ella. La frase permaneció en suspenso. Thérèse soltó la carcajada: el corte de la ropa, el tacto, el color, la forma de los zapatos, todo se había hecho tan viejo que parecía un grabado anterior al memorial de agravios. Entró la sirvienta:
—Un caballero pregunta por el señor —anunció.
—¡Que entre! —dijo Méchain vivaracho.
Fingiendo que no advertía la facha de Méchain, un hombre que vestía frac de cochero se mantenía en el umbral de la puerta y declaró, a quemarropa, con un fuerte acento meridional, que venía a buscar lo que le debían:
—¡Y la suma es considerable! Carajo, dos libras al día durante cuarenta meses supone unas… —Era el cochero de Marsella, al que Tranchot había olvidado avisar cuando regresaron de Italia. Aceptaron el total de la deuda.
Thérèse puso a su marido en manos de un sastre del bulevar Saint-Germain. Cuando Méchain fue a su tienda, estaba de bote en bote. Un diputado se había desplazado especialmente para la última prueba del nuevo uniforme de los miembros del cuerpo legislativo. Con alfileres en las sisas, se pavoneaba en medio de una nube de sastres. Un trío de periodistas daba cuenta del acontecimiento. El primero hacía un boceto, coloreándolo a toda prisa, el segundo describía en voz alta, el tercero escribía al dictado.
—Por especial favor hemos sido admitidos a presenciar los últimos retoques. Sobre una levita azul marino se anuda un fajín tricolor, provisto de flecos y cordones dorados, de ocho o nueve pulgadas de longitud. Encima, un manto escarlata, con bordes azul marino y que llega hasta el suelo. Se sujeta con un cierre de oro sobre el hombro derecho, de modo que el brazo diestro quede perfectamente libre. En la cabeza un tocado de terciopelo violeta, provisto de una franja de tafetán de color ígneo que sujeta una pluma tricolor inclinada hacia atrás. —Retrocediendo un paso, el periodista entornó los ojos como si estuviera a pleno sol—: Debe reconocerse —prosiguió—, que tan gran cantidad de rojo fatiga la vista.
—Deslumbrar no es cegar —rectificó, orgulloso de su respuesta, el diputado.
—¿Por qué aspirar a un uniforme específico, distinto del de los ciudadanos de a pie? —preguntó el periodista.
—Lo hermoso está hecho de regularidad; puesto que al legislador le corresponde inspirar respeto —afirmó el diputado—, el uniforme nos concederá la dignidad y la nobleza capaces de inspirar ese respeto.
Méchain, de pie en la sala de pruebas contigua, lo oía todo y no veía nada.
Cuando Méchain se presentó a las puertas del gran salón, el pasado irrumpió en el palacio del Luxembourg. Las conversaciones zozobraron. La última vez que le habían visto… ¡Menos de diez años! La República no había sido proclamada, las Tullerías no habían ardido, Luis aún tenía cabeza, Robespierre era sólo un diputado y ni siquiera se había pronunciado la frase «salvación pública». Los prusianos y los austríacos eran los más fuertes y amenazaban con exterminar París, cuya Ley imprimía el Pueblo. El ejército estaba compuesto por civiles… Qué lejano parecía todo aquello. Tanto la Revolución como la Monarquía. A su modo de ver, la una y la otra pertenecían a otro mundo. A finales de año, liberado de aquellos harapos, empezaría un nuevo siglo, un siglo MODERNO por fin. Sí, Méchain era un aparecido, una especie de meteorito hecho de minerales que ya no existían.
Advirtió todo aquello e imaginó que en unos instantes iban a clavarle en el centro de un silencio total: quiso huir.
Caminando con dignidad por la gruesa alfombra, Thérèse daba el brazo a su marido. Comprendiendo lo que estaba jugándose, sintiendo físicamente los conflictos que le agitaban, aprisionó su brazo, lo apretó bajo su axila hasta que le hizo daño. Bajo aquella presión el codo de Méchain se clavó con brutalidad en su cintura. Nadie la vio parpadear. No iba a retroceder.
Borda le salvó: cuando el último rumor iba a extinguirse, el anciano marino corrió hacia su amigo. Llevaba consigo a un grupito de gente desconocida para el astrónomo, entre la que desapareció. Se reanudaron las conversaciones.
Decían que Borda estaba enfermo; como de costumbre se mostraba elegante, incluso pimpante. Sin embargo, podía advertirse el imperceptible esfuerzo del anciano marino para que no trasluciese nada de la enfermedad que le corroía. Delambre divisó a Thérèse. Borda sorprendió su mirada: la complicidad que antaño les había unido seguía intacta y los tres formaron, instantáneamente, un efímero triángulo alrededor de Méchain, que se relajó.
Estaba envuelto en un halo de misterio y secreto. Atraía e inquietaba. ¿Qué habría hecho durante todos aquellos años entre montañas perdidas? Hubieran querido saberlo todo. Se mostró aún más reservado que de costumbre. Puesto que permanecía mudo sobre su pasado, le preguntaron por sus proyectos. Tampoco dijo una palabra. Un anciano miembro del Instituto, acostumbrado a clausurar los banquetes, le susurró al oído que deseaba verle ocupar su lugar en «la reducida lista de los observadores cuyo destino es fijar para su siglo el estado del siglo». Méchain se lo prometió.
Talleyrand había tenido éxito; siete naciones, ni más ni menos, habían enviado a París sus mejores sabios. Españoles, toscanos, ligures, helvecios, bátavos, sardos y daneses. Pero ni un solo inglés, ni un solo representante tampoco de las Provincias Unidas de América. Los segundos estaban entre los aliados de Francia, mientras los primeros alardeaban de ser sus más perseverantes enemigos. Pero en su territorio estaba el observatorio de Greenwich, y sólo aquello hubiera debido contar, pensó Méchain. Por lo que a Delambre se refiere, deseó que aquella ausencia no tuviera nefastas consecuencias y que ambas naciones no se excluyesen, en el futuro, de los beneficios del sistema métrico.
¡Las nuevas medidas serán universales! Natural era que su paternidad fuera asumida por una comisión internacional. Tras haber verificado el conjunto de la operación y haberla garantizado, la Comisión internacional iba a encargarse de proclamar los resultados definitivos a fin de consagrar ante todo el mundo la unidad fundamental del sistema de medidas.
A los salones de recepción del Luxembourg les sucedieron las salas de reunión del Louvre. Al día siguiente de la famosa cena se celebró la primera sesión de trabajo.
Presentación de cada instrumento, exposición de su funcionamiento: incluso llegaron a repetir, en la propia sala, algunos experimentos a los que habían sido sometidas las reglas planas, y no dudaron en efectuar un simulacro de la medición de una base y de algunas observaciones de ángulos horizontales. Luego los comisarios se dividieron en pequeños grupos para examinar detalladamente cada observación y rehacer todos los cálculos. Comenzaron por verificar la latitud de Dunkerque, luego se examinaron los registros de Delambre. Cuando llegó el momento de estudiar los de Méchain, comenzaron las dificultades… Como si quisiera retrasar el momento de comunicarlos, estuvo ausente en una, luego en dos, luego en tres reuniones. Talleyrand se impacientaba, el presidente del Cuerpo legislativo mandó un emisario para apresurar las cosas. La Comisión tomó la decisión de trasladarse a los aposentos de Méchain en el Observatorio. Allí lo encontraron todo en el más perfecto orden. Admiraron sobre todo la precisión y la perfecta coincidencia de todos sus ángulos y todos sus cálculos. Y nadie se explicó su lentitud y su retraso.
Se reanudaron las verificaciones. Delambre lo resumió en su cuaderno de a bordo: «Los cálculos fueron realizados por separado por cuatro personas distintas, los señores frailes, Van Swinden y Legendre. Cada cual aportaba sus resultados y los comparábamos. Durante el trabajo, Méchain y yo determinamos, con mil ochocientas observaciones cada uno, la altitud del polo. Todas las latitudes coincidieron con menos de un sexto de segundo de diferencia».
Trabajo minucioso, monótono, agotador, que puso a dura prueba los ojos de Delambre, pero que permitió a la señora Leblanc-Pommard revelar el afecto que por él sentía. ¡Cuántas veces le rogó que se cuidara! Y él, conmovido, respondía a aquellas solicitudes: «Más tarde, más tarde», estrechándole delicadamente la mano.
—¡Nunca semejante operación se vio sometida a semejante prueba! —dijo orgullosamente el ciudadano bátavo Van Swinden, presidente de la Comisión internacional, a las decenas de sabios reunidos en la sala del Instituto—. Es para la Comisión un deber y un placer comunicar al Instituto que los ciudadanos Méchain y Delambre, previendo los deseos de los comisarios en todos sus puntos, se han apresurado a poner a su disposición hasta los menores detalles de sus registros originales. Lo han hecho con la noble franqueza que caracteriza a los observadores exactos que, lejos de temer un examen severo, lo solicitan, por el contrario, seguros de que es el mejor modo de hacer que la verdad resplandezca con todo su esplendor. —Todas las miradas se dirigieron hacia ambos astrónomos, humilde Delambre, pálido Méchain—. Eran imprescindibles hombres de este fuste para llevar a cabo la mayor operación geodésica de todos los tiempos —prosiguió Van Swinden—. Méchain ya sólo escuchaba de vez en cuando. —Consideraban afortunada una jornada pasada entre trabajos, inquietudes y fatigas, si concluía con una buena observación…—. Delambre, soñador, ya no oía nada. —Una paciencia sin límites. Pero fue necesario unir la destreza a la paciencia, la sagacidad y el ingenio a la destreza…—. Delambre y Méchain se miraron, sonrieron y volvieron a escuchar. —Mientras Francia era atacada desde el exterior y se agitaba en su interior, les fue necesaria, unas veces, prudencia para prevenir o evitar los peligros; otras, firmeza para soportarlos tranquilamente… serenidad de ánimo… tranquilidad de espíritu… impulsados por el deseo de ser útiles a su patria—. Todas las miradas se dirigieron a ambos astrónomos; humilde Delambre, pálido Méchain. Pero la humildad no conseguía ya esconder el júbilo y, tras la palidez, apuntaba el apaciguamiento.
Los acontecimientos se precipitaron. Al día siguiente los dos astrónomos fueron a visitar la sala donde se celebraría la ceremonia. La creían vacía, y casi lo estaba salvo por un diputado, de pie en la tribuna, y algunos otros perdidos entre las desiertas butacas. La Asamblea celebraba sesión.
Con el brazo izquierdo en cabestrillo, vengador el diestro, el diputado parecía furioso. Méchain creyó entender que hablaba de los cabriolés que recorrían, a todo tren, las calles de París.
—¡Pero cómo! Derribamos miserables tenduchos, ridículo asilo de pobres padres de familia y respetamos, hasta en sus medios para hacer daño, los brillantes carros de nuestros nuevos ricos. Y yo os pregunto: ¿es normal que en un Estado donde, al parecer, reina la igualdad, esté permitido tener coches distintos a los necesarios para el servicio público? —Nadie se inmutó; el diputado prosiguió—: Propongo que la Asamblea decrete que ningún coche pueda circular por las calles de París si no lo hace al paso.
Prudente proposición, decidió Méchain cuando, al salir del edificio con Delambre, se las vieron con un cabriolé que estuvo a punto de atropellarles.
Estaban limpiándose sus salpicadas ropas cuando, saliendo de la Asamblea, se les unió un hombre.
—Descombérousse, diputado del Isère en el Consejo de Ancianos —se presentó, y declaró ser un ferviente admirador del sistema métrico. Informó a ambos astrónomos de que en su departamento, por ejemplo, tenía que vérselas con una fuerte oposición—. Se apegan a las antiguas medidas como se apegan a los antiguos ritos del fanatismo religioso; está naciendo una nueva religión: el mercantilismo. La mayoría de los comerciantes al por menor forman una especie de secta en que las medidas en uso han sido consagradas. Algunos defienden su alna y su celemín como otros defienden su cruz y su agua bendita —declaró casi sin tomar aliento—. Sabed que estaré a vuestro lado en este combate, ciudadano —y les saludó.
Van Swinden y Aeneae, los dos bátavos, abrían la marcha; venían luego Balbo, el sardo; Bugge, el danés; Ciscar y Pedrayes, la pareja de españoles; Fabbroni el toscano y Franchini, el romano; Mascheroni, el cisalpino; Multedo, el ligur y, finalmente, Tralles, el helvecio. Luego los franceses: Laplace, Legendre, Lagrange y Lefèvre-Gineau, así como todos los demás comisarios del Instituto. Monge y Berthollet, siempre pegados a Bonaparte, estaban en Egipto. Bellet y Tranchot caminaban detrás. Borda no estaba: la muerte se lo había llevado justo antes de la consagración de aquella expedición que se lo debía todo. De los tres hombres que el 25 de junio de 1792 habían presenciado la partida de ambas berlinas en el patio de las Tullerías, ninguno había visto el término del viaje. Ni Condorcet, ni Lavoisier, ni Borda.
La sala de la Asamblea estaba suntuosamente decorada, el Cuerpo legislativo se hallaba al completo, las tribunas atestadas. La muchedumbre de los grandes días. El decreto de Pradial que prohibía a las mujeres no acompañadas entrar en la sala se había visto suavizado por las circunstancias.
Thérèse y su hija iban acompañadas por Augustin, que casi se había convertido ya en un ciudadano en edad de votar. Las viudas de Lavoisier y de Condorcet, casadas de nuevo, habían acudido con sus respectivos esposos. Aquella muchacha de rizados cabellos era Eliza. La señora Vernet estrechaba el brazo de Sarret. La señora Leblanc-Pommard asistía con su hijo. Allí estaba también Etienne, el agrimensor; podía vérsele haciendo grandes gestos para explicar a su vecino el manejo del círculo de Borda.
Cuando el cortejo llegó al estrado, los comisarios formaron dos hileras y la voz clara del ujier anunció:
—¡Los ciudadanos Delambre y Méchain, del Instituto!
Entraron, conmovidos, torpes a fin de cuentas, deslumbrados. Y con razón, pues en aquellos siete centenares de flamantes uniformes nuevos de los diputados dominaba el rojo. Méchain llevaba el traje que le había cortado el sastre de Saint-Germain.
Un poco al margen, Talleyrand contemplaba la escena con mirada satisfecha. La música sonó. Un enorme bajo hizo vibrar las paredes con su poderosa voz y los diputados se incorporaron. El estruendo de las trompetas acentuó el carácter sacro del instante. Estaban tan absorbidos por los músicos que no habían visto entrar a los dos hombres. Pero muy pronto todas las miradas se clavaron en ellos. En sus tendidos brazos, el primero llevaba un almohadón de terciopelo púrpura, el segundo otro almohadón de encaje malva. En uno brillaba, como fulgurante grial de los tiempos modernos, una barra de platino; en el otro se erguía, fundido en el mismo metal, un cilindro denso y luminoso.
Avanzando con paso solemne por la gruesa alfombra que les llevaba hasta un estrado cubierto con los tres colores, ambos oficiantes subieron los peldaños. Luego, juntos, se volvieron hacia la sala y se inmovilizaron. El silencio era total. Lenta, muy lentamente, el primer hombre levantó el almohadón y, con un largo movimiento circular que se adaptaba a la forma del hemiciclo, presentó a la muchedumbre la barra de metal.
—¡Ciudadanos, representantes del pueblo, he aquí el auténtico metro, el metro-patrón! —anunció el presidente del Cuerpo legislativo—. Sonó una ovación. Los pescuezos se alargaban, la gente se empujaba, se ponía de puntillas; en primera fila Delambre reconoció al diputado Descombérousse aplaudiendo como si quisiera destrozarse las manos. Se hizo de nuevo el silencio. Y como en un ballet perfectamente dirigido, el segundo hombre levantó el almohadón cubierto de encaje malva y presentó el cilindro.
—¡Ciudadanos, representantes del pueblo, he aquí el kilogramo de la naturaleza, el kilogramo-patrón!
Arriba, en los confines de los graderíos, dos ancianos, Alfred y Alexandre, ambos filólogos, tras haber defendido con uñas y dientes sus asientos, proseguían su interminable polémica.
—Por muy oclusiva velar sorda que sea, Cilogramo hubiera sido una infamia lingüística —argüía Alfred.
—No seáis tan «kimérico», mi querido Alfred, y estaos «kieto» de una vez —se oyó un grito de enojo, cubierto de inmediato por un diluvio de «¡shttt!». En el estrado, alguien proclamaba:
—¡Ciudadanos, puedo anunciaros que la longitud del metro es de 3 PIES, 11 LÍNEAS, 296/1000 de la toesa del Perú!
Oyendo cómo se proclamaba, oficialmente, el valor exacto del metro, Delambre no pudo evitar pensar: «¡Cinco años para ganar, tan sólo, 145/1000 de línea sobre el metro provisional! ¡Una nadería!».
En las tribunas, un muchacho abrió los brazos de su abuelo, ciego, indicándole la longitud de la barra. Junto a Etienne, un hombre gordo y gruñón, poco favorable a las nuevas medidas, gritó:
—¡Pero sólo existe el metro! ¿Y el kilo, cuánto pesa el kilo? ¡No nos lo han dicho!
El agrimensor, inclinándose, susurró a su oído como si fuera un secreto:
—Pesa 2 libras, 5 gruesas y 35 granos. —El otro le miró pasmado. Etienne se inclinó de nuevo—: O, si lo preferís, 18.827 antiguos granos peso de marco.
La ceremonia proseguía. Un diputado avanzó hacia el estrado con un papel en la mano:
—Aquí está, por fin, la unidad de medida basada en lo más grande y lo más invariable de los cuerpos que el hombre puede medir: ¡el propio globo terrestre! —Luego, doblando su papel, dejó que una sonrisa apareciera en su rostro y, confidencialmente, añadió—: Qué placer será ya, para un padre de familia, poder decirse: el campo que da alimento a mis hijos es una determinada proporción del globo. ¡Soy, con esta proporción, copropietario del mundo!
La última frase resonó en la sala silenciosa. Esta vez la ceremonia había terminado definitivamente. Las nuevas medidas, lanzadas por los hombres del 89 en nombre de la Universalidad, de la Unidad y de la Eternidad, habían sido puestas al servicio de la Propiedad. ¡Diez años ya! Y habían sido necesarios dos siglos para pasar de «Dueño y poseedor de la Naturaleza» a «Copropietario del Mundo»…
¿Los estragos del tiempo? Para que pudieran resistirlos se habían moldeado los patrones en platino. Protegidos por un estuche forrado de terciopelo y cerrado con llave, testimoniarían ante los siglos por venir y legitimarían la medida de todas las cosas.
El auténtico metro y el kilogramo de la naturaleza fueron entregados a la custodia de los Archivos de la República. Concedieron a Méchain y Delambre el honor de cerrar las puertas del doble armario metálico donde reposarían, en adelante, ambos patrones.
Y haciendo girar juntos las cuatro llaves en las complejas cerraduras, a Méchain y Delambre, cada uno por su lado, se les ocurrió una idea. «Ahí reposa un pedazo de meridiano», pensó el primero. «Si desaparecieran y sólo quedaran los nombres, siempre podremos reconstruirlos con igual precisión», pensó el segundo. Sin advertirlo, había hablado en voz alta. Laplace, que estaba a su espalda, añadió:
—Aunque intervinieran los elementos, los enterrara un terremoto o un rayo fundiera el platino, eso no supondría que…
Apartándose un poco, Méchain leía por encima del hombro del secretario el acta que redactaba una ágil pluma: «Año siete de la República francesa, una e indivisible, el cuatro de Mesidor, a las tres de la tarde…».
Para festejar el acontecimiento se acuñó una medalla en una de cuyas caras se grabaron las palabras de Condorcet: «A TODOS LOS TIEMPOS, A TODOS LOS PUEBLOS», mientras en la otra se representaba el globo terrestre coronado por un compás abierto entre el ecuador y el polo, todo ello presidido por la Osa Menor. ¡El norte, siempre el norte!, pensó Méchain al ver las pruebas. La medalla no estaba fundida todavía cuando, cierta mañana de Brumario, el general Bonaparte, acompañado por algunos soldados entre los que estaba el artillero Gustave, se plantó en la Asamblea. El hermoso uniforme de los diputados no consiguió imponerle el respeto esperado. Los diputados fueron expulsados de la sala y durante unos instantes pudieron verse dos o tres centenares de uniformes rojos huyendo por los jardines, perseguidos por racimos de uniformes azules, los de los soldados de un general miembro del Instituto. La medalla no se fundiría: era el fin de la República.
El amigo Fabre no fue a París para ver Mercurio bajo el sol de mayo. Afortunadamente, el 7 de agosto, tras una larga noche de vela en «su» observatorio, Méchain descubrió el octogésimo cometa de la historia; era pequeño, sin cola, pero claro. Luego, a las 5,30 de la mañana, al día siguiente de Navidad, en Ofiuco, descubrió otro.
Último cometa: cinco días más tarde comenzaba 1800. Al final de un siglo interminable, de inédito transcurso, Francia, tras haberse despojado de sus atavíos regios, tras haber fundado una República y proclamado algunos derechos imprescriptibles de la persona humana, estaba preñada de un Cónsul.
Extrañamente, aquel siglo, en el que las luces habían brillado más que de costumbre, se veía enmarcado por un rey omnipotente y un general que sólo soñaba con serlo. El primero se había extinguido en su trono, en 1715; ¿qué sería del poderío del segundo cien años más tarde?