6
Una semana más tarde Llucia llegó a París. Antes de dirigirse a casa de Condorcet, pasó por el Observatorio. Se presentó a Thérèse. Su terrible acento del sudoeste la hizo sonreír. Él le tendió el paquete entregado por Méchain, que la mujer dejó descuidadamente en la mesa. Habló de esto y aquello pero, sin poder resistirse más, rasgó el papel. Qué alegría cuando descubrió el pañolón catalán. Coqueta, se lo puso en los hombros y los cerró sobre su pecho sujetándolo con una mano. Luego bombardeó a Llucia con sus preguntas: «¿Méchain? ¿Méchain? ¿Méchain?». El hombre respondió de buen grado.
Llucia tuvo menos suerte en casa de Condorcet; éste acababa de salir «con la señora y la pequeña señorita». ¿Sabía adónde? «A visitar al ciudadano Lavoisier, en el bulevar de la Madeleine». ¿Y luego? «Luego irá a la Convención, por la tarde». «Allí le encontraré», decidió Llucia.
Un pequeño cilindro de metal flotando en una bañera, eso es lo que Condorcet, su mujer Sophie y la pequeña Eliza descubrieron al entrar en el laboratorio. Inclinado sobre el agua, arremangado hasta los codos, Lavoisier frotaba concienzudamente la superficie del cilindro con un hilo, para desprender las burbujas de aire pegadas a la pared. Estallaban, a racimos, en la superficie del agua.
—¿Estás haciendo burbujas? —preguntó Eliza, a quien el juego parecía encantar. Quiso sumergir las manos en la bañera, pero se lo impidieron: desapareció por un pasillo.
—Con esta precisión, la menor burbuja es una catástrofe —intentó explicar Lavoisier a sus huéspedes, comprobando, de paso, el nivel de un termómetro. Condorcet no pudo evitar advertir que entre Lavoisier y el agua existía una auténtica atracción.
Viaje inmóvil, le gustaba decir de esa tarea por la que había abandonado todas sus demás ocupaciones. Cuando comparaba su trabajo con el de sus colegas Méchain y Delambre, soltaba en un tono de evidencia:
—Ellos se dedican a las longitudes, vuelan a través del país, yo me dedico a los pesos, estoy clavado en este «cuarto de baño» del que ya no salgo.
El tal «cuarto de baño» era el improvisado laboratorio que acababa de instalar en su apartamento del bulevar de la Madeleine. Unas semanas antes había tenido que abandonar el Arsenal por razones políticas.
Le explicó a Sophie lo que estaba haciendo:
—No todos los cuerpos son igualmente densos, con el mismo volumen, unos contienen más materia que otros. Así, determinar la unidad de peso supone pesar la cantidad de materia que determinado cuerpo contiene en determinado volumen. ¿Qué materia?
—Eso iba a preguntaros —dijo Sophie haciéndose la ingenua.
—Es preciso que sea fluida, fácilmente purificable y de un género que pueda encontrarse por todas partes.
—Siempre la universalidad —observó Condorcet.
—Sí, siempre. No debe perderse con el kilogramo lo que tanto nos habrá costado ganar con el metro. Así pues —prosiguió Lavoisier, que entraba en el juego—, un líquido que pueda hallarse en todas partes y fácilmente purificable.
—¡El agua! —exclamó Sophie.
—Sí, el agua destilada. Esta —y la tomó en el hueco de su mano— es agua de río filtrada en un manantial arenoso. ¿Y en qué cuerpo la pesaremos? En uno cuyo volumen podamos conocer con precisión.
—¡Una esfera!
—¡Terrible! Es la cosa más difícil de construir.
—¿Un cubo, entonces?
—Terrible también, está lleno de rincones por todas partes. ¡Buscad!
Sophie iba a rendirse cuando descubrió, de pie a espaldas de Lavoisier, que su marido le hacía grandes señas.
—¡Un cilindro! —gritó.
—¡Bravo! —soltó Lavoisier, y luego, volviéndose hacia el filósofo—: ¡No vale soplárselo! Pero el cilindro, por mucho cuidado que pongamos en su construcción, nunca será un cilindro perfecto.
—¿Y éste? —preguntó Sophie señalando el que flotaba en la bañera.
—Tampoco lo es —afirmó el químico con aire contrito mientras zambullía las manos en el agua—. Tal es el destino del hombre, su mano nunca puede ejecutar con rigor definitivo lo que su espíritu crea idealmente. Imposible perfección —dijo con tristeza. Luego, sobreponiéndose, soltó satisfecho—: Pero los recursos del hombre son tales que puede determinar cuánto difiere su creación de la perfección.
Viendo a Lavoisier, que seguía inclinado sobre su bañera, manipulando, arremangado, su cilindro, Condorcet imaginó que si se añadía una vela a aquel objeto flotando en el agua se trataría de un niño, mayorcito ya, jugando con su barco en el estanque. ¡Así trabaja la ciencia!, sonrió satisfecho levantando la campana de vidrio que cubría, según decían, la balanza más precisa del mundo. El químico le debía uno de sus más importantes descubrimientos: ¿habría estado, sin ella, en condiciones de afirmar que en la naturaleza «nada se crea ni se destruye»? Lavoisier se acercó al aparato, por el que sentía un visible afecto, y prosiguió sus explicaciones, diciéndole a Sophie, que seguía muy atenta, que las balanzas tenían que ser exactas pero que eso no bastaba, que también los pesos debían serlo. Pero que eso seguía sin bastar, que era preciso, por añadidura, que ambos brazos de la balanza tuvieran la misma longitud. Se interrumpió:
—¿Pero cómo saberlo? —Sophie, ingenuamente, estaba a punto de responder: «¡Midiéndolos!»—. Midiéndolos nunca podrá saberse con la precisión deseada. De modo que utilizaremos un solo brazo, lo que permitirá determinar el peso del cilindro de modo absolutamente independiente de la desigualdad de los brazos de la balanza.
Un muchacho de unos quince años empujó la puerta soplándose los dedos:
—El ciudadano Haüy dice que está listo.
—Ya voy, ya voy —respondió el químico—. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, olvidaba decíroslo. Pero el agua…
—¿Por qué comenzáis siempre vuestras frases por un «pero»? —preguntó Sophie.
—Decir «pero» supone emitir una objeción y, en ciencia, sólo a fuerza de objeciones…
—De modo que en ciencia no hay presunción de inocencia…
—Eso es —confirmó Condorcet—. Cada vez que un sabio afirma algo, sus colegas se erigen en tribunal —un tribunal amistoso, claro, más o menos…—. Y ese tribunal se empeñará en demostrar que la alegación es errónea. Si, a pesar de todos sus esfuerzos, sus tentativas son vanas, entonces la afirmación será aceptada. Sucede todo lo contrario de lo que deseamos para la sociedad.
—Pero el agua —prosiguió Lavoisier, que no había perdido el hilo de sus explicaciones—, el agua se dilata con el calor y se condensa con el frío, lo que es cierto para todos los objetos. Esta regla, por ejemplo, con la que habría podido medir los brazos de la balanza, es tanto más larga cuanto más elevada es su temperatura. Tomad una pieza de hierro helado, medidla con una regla ardiente.
—Y os quemaréis los dedos —soltó Condorcet.
Soltaron la carcajada:
—Bueno, basta ya, advierto que comienzo a aburriros.
Sophie le retuvo del brazo:
—Os lo ruego, proseguid.
Era sincera. Lavoisier continuó:
—Tomad una pieza de hierro helado, medidla con una regla ardiente; luego medid la misma pieza, pero esta vez caliente, con la misma regla, pero helada: ¡no obtendréis el mismo resultado!
—¿Queréis decir que nunca podemos estar seguros de las dimensiones de un objeto?
—No he dicho eso, he dicho que la longitud dependía de la temperatura. Pero, como hace un momento, somos capaces de determinar hasta qué punto depende.
En la habitación contigua, un abate zambullía regularmente un termómetro en una jofaina. Era René-Just Haüy, que se encargaba de ayudar a Lavoisier en la determinación de la unidad de peso. Mineralogista, acababa de fundar una nueva ciencia, la cristalografía. Su hermano Valentín era más conocido aún: calígrafo, había puesto a punto un método de lectura para ciegos. A Delambre le había interesado mucho. Conociendo bien a ambos hermanos, solía decir refiriéndose a ellos: el uno se ocupa de los cristales, el otro de los cristalinos.
Mientras el muchacho de manos enrojecidas rompía un bloque de hierro con una maza, Eliza pulverizaba los fragmentos y se los pasaba con gran seriedad al abate, que llenaba con ellos la jofaina.
Al abandonar el bulevar de la Madeleine, Condorcet, Sophie y Eliza acudieron a las Tullerías. En el patio del palacio pasaron ante los arriates recién removidos en los que se atareaban unos jardineros. En vez de claveles y camelias reales, la Convención había hecho sembrar legumbres: zanahorias, coles, nabos y las recientes patatas de Parmentier.
Eliza echó a correr, Condorcet quiso alcanzarla pero se le escapó. La persiguió gritando:
—¡Ven aquí, reina mía!
Sophie se reunió con ellos fingiendo miedo:
—¡Shtt! —dijo mirando hacia todos lados; podrían oírnos.
La niña había llegado al joven álamo, plantado pocos días antes de la marcha de Delambre y Méchain. Dos mujeres de los arrabales estaban rodeando el tronco con unas balas de paja. Advirtiendo la mirada de la niña, una de ellas le explicó que lo hacían para protegerlo del frío. Eliza se volvió hacia su padre y, enseñándole las manos heladas, dijo:
—Papá, ¿por qué no me ponéis también paja alrededor de los dedos?
La temperatura era mucho más elevada en la sala de los Manèges, donde se reunía la Convención: había más de setecientos diputados, las tribunas estaban atestadas, la gente se empujaba por los pasillos. Condorcet tomó la mano de Eliza. Resonó una voz atronadora. Eliza corrió; antes de que el guardia pudiera hacer un solo gesto, entró en la sala. En la tribuna, con la mano en el corazón e hinchando el pecho, un hombre entonaba el canto de los federados de Marsella; ¡espléndido tenor! Todo el mundo cantó el estribillo; Eliza palmeaba.
Por encima de los aplausos, la voz del tenor resonó en la sala:
—Hacer nuestra Revolución cantando es uno de los medios más seguros de impedir que acabe en canciones. Propongo que se designe a cuatro cantantes profesionales para cada uno de nuestros ejércitos. ¡Añadamos canciones a nuestros cañones! Aquéllas serán para nuestras aldeas, éstos para los castillos.
Apenas había descendido cuando un grupo de aldeanos calzados con zuecos avanzó tímidamente llevando pesadas espuertas que derramaron sobre una gran mesa de madera: candelabros, cruces, platos, incensarios, relicarios de plata… Era la ofrenda patriótica de los parroquianos de Dun en Berry. Conmovida, una vieja campesina arrojó al suelo parte de su espuerta. Un diputado le ayudó a recoger un racimo de rosarios.
Al salir, la vieja campesina, confusa, chocó con una mujer gruesa, vestida a la oriental, que se dirigía majestuosamente a la tribuna. Tras haber saludado, se lanzó a un largo discurso en turco que un hombrecillo, erguido a su lado, tradujo inmediatamente:
—La princesa otomana Leila, refugiada en la hermosa tierra de Francia, hace patriótica donación a la Asamblea de diez libras, única suma de que le permiten disponer sus largos infortunios.
Sacando de un pliegue de su ropa un puñado de monedas, la princesa las dejó en la mesa, entre incensarios y rosarios.
—¡Vivan los turcos, abajo Austria! —gritaron los graderíos.
Seguida por el hombrecillo, la princesa se cruzó con una especie de gigante que se dirigía a la tribuna casi a paso de carga; su aspecto era impresionante y el silencio fue inmediato:
—Legisladores, venimos de la ciudad de Nantes, nos hemos armado y vestido a nuestras expensas. Traemos seis piezas de artillería, tomadas a Brunswick, y cedemos dos a nuestros hermanos de París. Venimos a preguntaros a qué ejército debemos unirnos.
El presidente de la sesión les dio permiso para desfilar. Los voluntarios se presentaron llevando con orgullo una vieja bandera hecha jirones.
—Para sustituir su bandera desgarrada en combate solicito que se conceda a este batallón una de las que adornan la puerta de esta sala —propuso el presidente.
Descolgada de inmediato, la bandera fue entregada al gigante, que la sujetó a la vieja asta. Doscientos nanteses desfilaron ante los diputados puestos en pie, unos aplaudiendo a los otros. La bandera hecha jirones aterrizó sobre la gran mesa, cubriendo el puñado de monedas otomanas, los platos y los incensarios.
No había aún salido el último nantés cuando entró un hombre que llevaba en la mano un traje en un colgador.
—Ciudadano Roux, soy sastre de profesión. Este traje, que he cortado especialmente para ello, se lo ofrezco a un voluntario que no pueda vestirse a sus expensas. Apuesto a que va a llevarlo para fortuna y gloria de la nación y de los suyos.
Dejó el traje junto a la desgarrada bandera y recuperó el colgador. El lugar del sastre era ya ocupado por un hombre de unos cuarenta años que llevaba la bata de los artistas, llevando en los brazos un armazón metálico.
—Ciudadano Legros, artista de París, con domicilio en la calle de Thionville; he inventado unos miembros mecánicos que, por sus resortes y su facilidad de movimiento, sustituyen en cierto modo los miembros naturales.
Poniéndose la prótesis en su brazo derecho, la hizo funcionar. En los graderíos, la gente se incorporaba. Se levantó un diputado:
—Propongo el siguiente decreto —clamó mientras escribía el texto en un papel—: La Asamblea decide proporcionar, a cargo de la República, miembros mecánicos a los ciudadanos que pierdan los suyos en defensa de la nación.
Sophie se estrechó contra Condorcet; Eliza se había adormecido en brazos de su padre. Cuando entreabrió los ojos, creyó soñar: un muchacho muy joven, minúsculo, estaba en la tribuna:
—Me llamo Etienne Sallembert —dijo hinchando su voz tanto como pudo—. Tengo diez años y medio, he venido a traer… —Sacó de su bolsillo una caja pequeña e intentó abrirla, pero el cierre se le resistió. El niño levantó sus desesperados ojos a los graderíos, donde sin duda estaban sus padres. Se esforzó aún más y la caja terminó por abrirse. Con una gran sonrisa de alivio, mostró un anillo—: He venido a traer este anillo para ayudar a las viudas y los huérfanos —y escapó corriendo. Eliza, por completo despierta, tiraba frenéticamente del anillado dedo de Sophie, para quitarle la joya. Sólo consiguió que la riñesen.
Tras el joven Sallembert subió una mujer, una muchacha más bien que, con los cabellos sueltos, cruzó la sala con aire marcial.
—Ciudadana Antoinette Leydier —anunció con voz segura—. Tengo cinco hermanos, tres están en el ejército del Norte y dos en el de Vendée. Tengo diecisiete años y medio; entré como jinete en el 24.º regimiento, pero fui excluida cuando uno de los oficiales advirtió que uno de sus hombres era… una mujer. —Una inmensa carcajada acogió aquella revelación; la ciudadana Leydier no se desconcertó—: Hice el sacrificio de las zozobras que son patrimonio común de mi sexo; ¿acaso debo verme reducida, en la flor de la edad, a vivir en el hogar paterno? No pido a la Convención favor alguno, salvo esto: que me autorice a unirme a mi regimiento. Y demostraré a la República que el brazo de una mujer bien vale el de un hombre, cuando sus golpes son dirigidos por el honor y la certeza de exterminar a los grandes.
Fueron, sobre todo, las mujeres de los graderíos quienes la aclamaron cuando abandonó la tribuna; entre los diputados la acogida fue más tímida. Condorcet aplaudía con todas sus fuerzas; Eliza, sacudida, no despertó. Sophie se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—Los derechos del hombre se desprenden, sólo, de que son seres sensibles, susceptibles de adquirir ideas morales y razonar sobre esas ideas. Así, las mujeres, al tener estas mismas cualidades, deben forzosamente tener los mismos derechos. O ningún individuo de la especie humana tiene verdaderos derechos, o todos tienen los mismos.
—Lo recuerdas —dijo él pasmado y orgulloso—. Lo escribí, y escuchar lo que acabamos de oír me ha convencido más todavía. Pero mira —señaló hacia alguno de sus colegas de aire contrito—. La Convención no está dispuesta a seguirme en este punto.
Sintiendo que alguien le apretaba el hombro, se dio la vuelta; era Llucia. Se habían conocido en los bancos de la Legislativa cuando el alcalde de Perpiñán representaba allí a los Pirineos Orientales. Ambos hombres se abrazaron cálidamente; Eliza estuvo a punto de ser aplastada por aquellos dos inmensos cuerpos. Llucia entregó la carta de Méchain a Condorcet, que la leyó de una tirada. La niña pasó de los brazos de su padre a los de su madre. Condorcet se levantó y pidió la palabra.
—Diputados, colegas, ayer mismo me pedíais noticias de la medición del meridiano, y acabo de recibirlas del ciudadano Méchain: ¡son buenas! Ha terminado ya la cadena de triángulos que debía medir en Cataluña. Méchain nos anuncia que regresará a Francia en la próxima primavera. Proseguirá sus observaciones hasta Rodez, dirigiéndose al encuentro del ciudadano Delambre.
—En tierra extranjera, en la España monárquica —le interrumpió un diputado—, la medición progresa sin dificultades mientras que en territorio de la República el ciudadano Delambre sufre los peores sinsabores. Sospechan de él, le detienen, le amenazan.
—Tranquilicémonos, Delambre ha recibido nuevos salvoconductos que le permitirán moverse con facilidad —repuso Condorcet—. Hemos dado instrucciones para que se le facilite la tarea.
Delambre había recibido, efectivamente, los nuevos salvoconductos que Condorcet mencionaba, pero no inmediatamente, y antes de disponer de ellos había tenido que arreglárselas sin la ayuda de la Convención.
Le dejamos en medio de la muchedumbre hostil de Saint-Denis, explicando a un agrimensor el manejo del círculo de Borda. «Todo iba bien, escribe en su cuaderno de viaje, yo estaba enfocando, el agrimensor se disponía a mirar por el catalejo cuando, no sé por qué, se reanudaron los gritos. Puesto que nuestra situación se hacía realmente peligrosa, el alcalde de Lagny, para salvarnos, fingiendo para con nosotros una gran severidad, ordenó que se sellaran nuestros efectos y nuestros instrumentos y que nuestro coche fuera llevado al cuerpo de guardia. Salimos de la plaza flanqueados por los gendarmes.
»Mientras, en la Asamblea se hablaba a nuestro favor. En Saint-Denis, donde permanecía oculto desde mi aventura, recibí muy pronto un decreto del presidente de la Asamblea y, luego, unos salvoconductos. De este modo, el propio eco que se había dado a nuestro arresto nos resultó extremadamente útil.
»Hoy, 17 de diciembre, la estación está ya avanzada. Pronto llegará el momento de interrumpir nuestras observaciones, pues enseguida resultarán impracticables. Proseguimos, sin embargo, hasta la Chapelle-l’Egalité, antes Chapelle-la-Reine. El campanario, abierto por todos lados, es un observatorio muy incómodo: los vientos, la lluvia y la nieve se suceden para incomodarnos, y tenemos que observar el cupulino del campanario de Boiscommun, que es invisible durante todo el día, incluso cuando el horizonte es soberbio».
Atrapados, del alba al crepúsculo, desde hacía dos semanas, frente a un paisaje desolado, aovillados sobre un andamiaje sumario, en la aguja de un campanario que se levanta a cuarenta pies del suelo, Delambre y Bellet, envueltos por el silencio, se obstinaban en ver aparecer la mancha pardusca de la señal de Boiscommun.
A veinte leguas de allí, en dirección norte, también en la trayectoria del meridiano, en la gran sala del Manège, comenzaba el juicio de Luis XVI. La Convención al completo, constituida en tribunal, estaba permanentemente reunida. Los jueces eran los elegidos por el pueblo, los setecientos cuarenta y cinco diputados. Naturalmente, en la aldea sólo se hablaba de eso. Fiel como siempre a la Chronique de Paris, el astrónomo acechaba la llegada del diario. En largos y apasionados artículos, Condorcet se encargaba cada día del informe del proceso.
«Por fin, el 31 de diciembre, escribía Delambre en su cuaderno, tras haber observado sin éxito todo el día, cuando el sol abandonaba el horizonte, distinguí el campanario; lo vi aparecer de pronto en el catalejo y mantenerse allí un instante, como un delgado hilo. Nos apresuramos: demasiado tarde, ya no estaba allí».
Con el rostro violáceo, las manos heladas, los miembros entumecidos, el astrónomo y su ayudante se mantenían ojo avizor. Sintiendo que el cansancio les dominaba, se levantaban dispuestos a abandonar el observatorio y luego volvían a sentarse. No se trataba de perderse una nueva aparición; estaban condenados a permanecer allí. A veces les dominaba la rabia: acechar un astro imprevisible, un cometa de improbable curso, tiene aún un pase; ¡pero acechar un objeto estático…! Pasaron aún diez días, con los ojos ardientes, intentando percibir el cupulino del campanario de Boiscommun.
Sólo les quedaba La Chronique de Paris para no morirse de aburrimiento. Anochecía, acababan de entregarles el periódico. Delambre, cuyos ojos se cerraban, le pidió a Bellet que leyera en voz alta. Este tomó el diario, cuyas escarchadas hojas le quitaron las ganas de pasarlas. Con voz apagada, inició la lectura:
—El proceso ha terminado esta mañana. Estando la Convención compuesta por 745 miembros. El resultado de la votación es el siguiente: lista nominal: fallecido: 1; enfermos: 6; ausentes por comisión: 13; no votantes: 4. Lo que supone 721 votantes, mayoría absoluta: 361.
Bellet se interrumpió, se calentó los dedos pensando en confeccionar unos guantes especiales que no le impidieran leer el diario. Delambre, de pie ante el círculo, miraba perezosamente por el catalejo. Bellet prosiguió su lectura:
—Han votado: 2 por el cautiverio; 319 por la detención; 366 por…
Delambre lanzó un grito:
—¡Pronto, Bellet, o va a pasar como la otra vez!
Bellet, soltando el diario, se puso de pie al instante.
A lo lejos, bajo el sol poniente, el campanario de Boiscommun aparecía como el primer día; en el portillo, la inesperada aguja brillaba como un hilo de oro clavado en el horizonte. En el suelo, el diario abierto dejaba ver los titulares: LUIS XVI CONDENADO A MUERTE, por 366 Votos.