1
24 de junio de 1792. Las Tullerías lucían todavía las huellas de la marea humana que acababa de sumergirlas; papeles grasientos, porquería, jirones de trapos, arriates de flores pisoteados… Un grupo de jardineros evaluaba los daños, ignorando voluntariamente el árbol joven que, tres días antes, había plantado un cortejo de los barrios pese a la oposición de los guardias del rey. Un hermoso árbol que va a durar, por lo menos, hasta fin de siglo, si nada —el rayo, el hacha, el fuego o los parásitos— acaba interrumpiendo su crecimiento. Clavada en pleno tronco florecía una escarapela tricolor.
Al extremo de la avenida, ante un pabellón, dos berlinas muy cargadas, estacionadas una de espaldas a la otra, estaban a punto de partir. Idénticas salvo por el color, verde una, cobriza la otra, estaban provistas de un enorme cofre trasero, de extraña forma. A su alrededor se había reunido un pequeño grupo: Lavoisier, afamado químico; Condorcet, filósofo y diputado en la Asamblea legislativa, y el Caballero de la Borda, físico. Allí estaban también una mujer y sus tres hijos.
Aquel grupito estaba despidiendo a los ciudadanos Pierre Méchain y Jean-Baptiste Delambre, que se disponían a abandonar la capital.
—Bueno, Méchain, para vos el sur, para mí el norte —dijo el segundo.
—Así lo decidió la Asamblea —repuso el primero.
—Y yo me quedo en París —concluyó tristemente Lavoisier tendiendo a cada uno de ellos una pequeña arquilla con unas letras de crédito y numerario en oro y plata. Le tocó luego el turno a Borda, que entregó a los viajeros una cartera con salvoconductos y unas cartas de recomendación firmadas por el rey.
Thérèse Méchain procuraba ocultar su inquietud; se mantenía al margen, digna y silenciosa. Sin embargo, cuando Delambre se aproximó para despedirse, dejó escapar: «¡Si al menos os marcharais con él!». Condorcet se aproximó para consolarla, asegurándole que, permaneciendo en permanente contacto con ambos viajeros, le comunicaría todas las noticias que de ellos recibiera.
Méchain subió a la berlina cobriza, Delambre a la verde; sus miradas se cruzaron, sus ojos brillaron. ¿Fue la excitación de la partida o los fulgores de la fiesta de San Juan que, las noches precedentes, habían iluminado las alturas de Montmartre? Se hicieron una seña con la mano.
—¡A Rodez, a Rodez! —gritaron al unísono.
Ambas berlinas arrancaron al mismo tiempo, alejándose en direcciones opuestas.
Para Lavoisier, aquel día era un aniversario. Nueve años antes, día a día, se había instalado, como solía, en su laboratorio del Arsenal. Aquella mañana, en una campana herméticamente cerrada, que combinaba aire inflamable y aire vital en proporciones exactamente calculadas, había creado… ¡agua! Unas pocas gotas, pero de una pureza ideal, habían resbalado por la pared de vidrio. ¡El agua de los orígenes!
¡Gases que hacían nacer agua! Uno de los cuatro elementos sobre los que los grandes mitos de los hombres basaban el mundo era sólo, pues, un cuerpo compuesto. Se acabó la creencia en elementos primarios, cuerpos aristocráticos colocados por encima de los demás. ¡Era una revolución! Mientras se alejaba del Palacio de las Tullerías, Lavoisier, recordando que era uno de los padres de esa República de las cosas en la que todos los cuerpos eran iguales en derechos, no pudo evitar temer que naciera, también, la de los hombres.
A su lado caminaba Condorcet, al que animaba un deseo inverso. Él, el filósofo, el último superviviente de los enciclopedistas, el presidente de la Legislativa, deseaba que llegaran los tiempos de la República porque, según decía, la ausencia de un rey es mejor que su presencia. En lo que a Borda se refiere, aunque afecto a la monarquía, había combatido junto a los «insurrectos» americanos para ayudarles a liberarse de la corona inglesa.
Los tres hombres no se hallaban en el patio de las Tullerías para debatir sobre el gobierno de los hombres, sino como responsables de una misión votada por la Asamblea y aprobada por el rey. Y, en ese caso, ¿por qué sentía Thérèse semejante aprensión?
No era la primera vez que su marido salía con una misión. ¡Pero habían ocurrido tantas cosas importantes desde hacía tres años! Aquí mismo, en las Tullerías, el huésped y la morada habían cambiado de nombre. El pabellón de Marsan, al norte, se había convertido en Libertad; el del centro en Unidad; mientras que el de Flora, al sur, se llamaba ahora Igualdad; y sobre los tres edificios flameaba, día y noche, un alto gallardete tricolor. En cuanto al rey de Francia, se denominaba ya «rey de los franceses» y los franceses, por su parte, se llamaban «ciudadanos», mientras que el alguacilazgo se denominaba «Gendarmería nacional». A dos pasos de allí, una semana antes, se había encendido una gran hoguera a la que se habían arrojado los «chirimbolos de la nobleza»: una enorme cantidad de títulos, diplomas de duques, de marqueses, de vizcondes, de vidamos, había ardido al pie de la estatua de Luis XVI, largo tiempo acariciada por las llamas. Se había establecido la patente; y en toda la extensión del territorio nadie podía ya disponer de un solo esclavo; mientras que la Sorbona era cerrada, Córcega se abría al continente; el puente de Aviñón era ya francés; se perseguía los dialectos y las jergas que, se afirmaba, impedían a los ciudadanos comprenderse.
Se reprochaba a la multiplicidad de dialectos lo que se reprochó, también, a la diversidad de pesos y medidas: la leña se vendía por cuerdas; el carbón vegetal por cestos, el carbón de piedra por sacos, el ocre por toneles y la madera de construcción por marcas o vigas. Se vendía la fruta para sidra por barricas; la sal por moyos, por sextarios, por minas, por minotes y por medidas; la cal se vendía por barricas y el mineral por espuertas. Se compraba la avena por picotines y el yeso por sacos; se despachaba el vino por pintas, jarras, pasmos, galones y botellas. El aguardiente se vendía por cuartillos; el trigo por moyos y escudillas. Los paños, cortinas y tapices se compraban por alnas cuadradas; los bosques y prados se contaban en pértigas cuadradas, la viña en cuarteras. El arapende valía doce jornales y el jornal expresaba el trabajo de un hombre en un día; lo mismo ocurría con la peonada. Los boticarios pesaban en libras, onzas, dracmas y escrúpulos; la libra valía doce onzas, la onza ocho dracmas, la dracma tres escrúpulos y el escrúpulo veinte granos.
Las longitudes se medían en toesas y pies del Perú, que equivalían a una pulgada, una loña y ocho puntos del pie de rey que era el del rey Filicteras, el de Macedonia y el de Polonia; también el de las ciudades de Padua, Pésaro y Urbino. Era, poco más o menos, el antiguo pie del Francocondado, de Maine y de Perche, y el pie de Burdeos para los agrimensores. Cuatro de esos pies se aproximaban al alna de Laval. Cinco de ellos equivalían al hexápodo de los romanos, que era la caña de Toulouse y la verga de Norai. Era también la de Raucourt, así como la cuerda de Marchenoir en Dunois. En Marsella, la caña para los paños era, aproximadamente, un catorceavo más larga que la de la seda. ¡Qué confusión! De 700 a 800 nombres.
«¡Dos pesos y dos medidas!», era el propio símbolo de la desigualdad. Respondiendo a los deseos expresados en los memoriales de agravios de 1789, pero también en los de los Estados Generales de 1576, solicitando que «para toda Francia, sólo exista un alna, un pie, un peso y una medida», la Revolución decidió uniformarlo todo. Instauró un sistema de medidas único y uniforme, asegurando la facilidad en los intercambios y la integridad en las operaciones comerciales.
Tras haber abandonado las Tullerías y pasado sin problemas las barreras de París, la berlina cobriza corría hacia el sur atravesando la campiña; en la parte trasera, con las ventanillas abiertas, las cortinas corridas y una leve corriente de aire refrescando el ambiente, Méchain, cómodamente sentado, observaba al hombre que estaba ante él y que ya se había adormecido.
Méchain no había partido solo hacia su misión, ni tampoco Delambre; ambos eran acompañados por sendos ayudantes: el ciudadano Bellet para Delambre, y Tranchot para Méchain.
Tranchot tenía fama de hombre de campo, dotado de gran resistencia física, empecinado y competente. Sus largas estancias en países montañosos serían una valiosa ayuda cuando fueran necesario afrontar las cimas catalanas, los macizos pirenaicos, las alturas de Corbières y las de la Montaña Negra. Examinando sus cortas manos que descansaban sobre los muslos, Méchain las adivinó ágiles y poderosas. Viéndole así dormido, presintió que Tranchot no era hombre que se dejara dominar por vanos estados de ánimo; era exactamente lo que le convenía. La berlina atravesaba una aldea. Lanzó una ojeada por la ventanilla, sorprendiendo las intrigadas miradas de los aldeanos. ¿Era la singular construcción del vehículo lo que llamaba la atención? Méchain se puso cómodo y, tras haber sujetado la pequeña mesa plegable, sacó un mapa de Cataluña y comenzó a estudiarlo.
El coche frenó con tanta brutalidad que Tranchot, arrancado de su asiento, fue lanzado hacia la otra banqueta aplastando, de paso, el brazo de Méchain. «Ciudadanos, vuestros salvoconductos». La orden, lanzada por un oficial de la Guardia nacional que se erguía ante ellos, no admitía réplica. Méchain miró la quebrada mesa, se frotó el brazo dolorido y luego recogió el mapa alisándolo maquinalmente. El oficial repitió la orden. Tranchot, deslumbrado, se levantó; por la abertura de la portezuela advirtió el cañón de un fusil brillando al sol: el coche estaba rodeado. Méchain callaba y Tranchot comenzó a explicar al oficial la naturaleza de su misión. El oficial escuchó cortésmente pero dio, no obstante, la orden de registrar el vehículo. Méchain, hostil, parecía decidido a no colaborar con los husmeadores. Tranchot, por su parte, comprendiendo las razones de aquellas barreras, no manifestaba hostilidad alguna: ¿acaso decenas de aristócratas y prelados no abandonaban cada día el país, llevándose considerables riquezas más allá de las fronteras?
El registro no dio ningún fruto; ni armas, ni oro, ni joyas, sólo dos cartas de crédito dirigidas a banqueros españoles. Se disponían a dejar partir la berlina cuando, en la cartera caída bajo la banqueta, un guardia descubrió una veintena de cartas selladas. El oficial quiso abrirlas, el guardia se opuso, alegando un decreto de la Asamblea Constituyente que prohibía que se rompieran los sellos oficiales sin la presencia de un elegido municipal. El oficial transigió y fue a buscar al pueblo de Essonnes, afortunadamente cercano, al procurador-síndico, que era una especie de alcalde.
Tomando una de las cartas, el procurador rompió los sellos y, a petición de los guardias, hizo una lectura pública: «El Rey recomienda a la administración de Creuse a los señores Méchain y Delambre, astrónomos de la Academia de Ciencias…».
—¿Dónde está el tal Delambre? —preguntó el oficial; puesto que Méchain permanecía mudo, Tranchot explicó que, en aquellos momentos, se dirigía hacia Dunkerque mientras ellos estaban de camino a Barcelona.
El procurador-síndico prosiguió la lectura: «Luis, por la gracia de Dios y por la ley constitucional del Estado, Rey de los franceses: A todos, presentes y por venir, salud…».
Puesto que la carta la firmaba el rey, la mayoría de los guardias estuvo de acuerdo en dejar que la berlina partiese; pero se elevó una voz advirtiendo que quedaban veinte cartas cuyo contenido se ignoraba. El procurador abrió la segunda; estaba dirigida al departamento de Aveyron; la tercera, al departamento de Tarn; la cuarta, al de los Pirineos Orientales. ¡Sus contenidos eran idénticos!
Las cartas cuyos sellos habían sido rotos se depositaban en una de las cajas sacadas de la berlina; aquellas cuyo sello seguía intacto reposaban, planas y bien ordenadas, en una segunda caja.
Se había aproximado un boyero que hacía pastar a sus bestias en el prado vecino; luego se le había reunido, abandonando carretas y tartanas en la cuneta, un grupo de campesinos que regresaban del campo. Varios coches particulares se habían detenido y sus ocupantes engrosaban el grupo de espectadores. Toda aquella gente escuchaba con atención la lectura, reconociendo de paso los términos contenidos en las anteriores cartas. Sentado aparte, Méchain parecía desinteresarse de la escena.
Habían leído ya seis; algunos querían oírlas todas; quedaban quince. De pronto, el astrónomo se levantó. Empujando el círculo de curiosos, se plantó ante el procurador síndico, afirmando que todas las cartas eran semejantes y proponiendo un procedimiento que permitiría acabar de una vez. Como experto matemático, especialista en leyes de probabilidades, solicitó que tomaran una carta al azar: o era idéntica a las precedentes y les dejaban marchar, o era distinta y les detenían de inmediato. La muchedumbre aprobó una proposición que le permitiría conocer el final del asunto sin tener que eternizarse en campo abierto.
La gente se acercó, se hizo callar a los niños, cayó el silencio. Tranchot se colocó junto a Méchain, de espaldas a la berlina. La carta decisiva estaba en manos del procurador, que rompió lentamente los sellos. Tras haberla recorrido, sonrió. «El Rey recomienda, etc…». Resonaron unas aclamaciones, Tranchot apretó amistosamente el brazo de Méchain, la gente se apresuró a felicitarlos.
«La mayor medida geodésica de todos los tiempos, como la calificó Borda, comienza mal», masculló Méchain subiendo a la berlina. Navegante, físico e inventor de aparatos, Borda acababa de poner a punto un instrumento maravilloso: un círculo-repetidor del que se habían construido tres ejemplares, dos de los cuales estaban en las cajas de Méchain.
¿Cuánto tiempo iba a durar la expedición? Los más optimistas hablaban de un año. Méchain estimaba que necesitarían, por lo menos, dos. De hecho, nadie sabía nada. Ni quienes, en la Asamblea, la habían propiciado, ni quienes, en la Academia, habían planteado sus principios, ni tampoco quienes, en la Comisión de pesos y medidas, habían asumido su preparación. En las tribunas de la Constituyente, y luego en las de la Legislativa, Méchain, asiduo, había escuchado los discursos de Talleyrand, de Condorcet, de Prieur de la Côte-d’Or. Recordó la emoción que le había embargado cuando, ante la Asamblea de bote en bote, Condorcet había dedicado la expedición «A TODOS LOS PUEBLOS, A TODOS LOS TIEMPOS». ¡Ah, aquel hombre tenía el don de las fórmulas, pero qué mal orador era, Dios mío! Méchain recordaba sus palabras casi al pie de la letra: «Esta operación —había querido precisar— destinada al aumento de las Luces y a la fraternidad de los pueblos, deberá ocuparse menos de buscar lo que resulte fácil que lo que más se aproxime a la perfección».
¿Pero de qué operación se trataba? Nada menos que de medir con la exactitud más perfecta la longitud del meridiano entre Dunkerque y Barcelona. Para realizar esa inmensa tarea habían sido elegidos Méchain y Delambre, ambos astrónomos y académicos. Cada uno de ellos partiría de un extremo y se dirigiría a Rodez.
Unidad en la lengua, unidad en el gobierno, unidad contra los enemigos exteriores e interiores: desde hacía tres años estaban obsesionados por la unidad, aborrecían lo arbitrario, se sentían universales.
La medida es cantidad —es, incluso, su razón de ser—, pero al desear que fuese también «cualidad» se la quiso universal, eterna, invariable. Lo aislado, lo que no depende de nada, lo arbitrario, se afirmaba, no está hecho para ser adoptado perdurablemente. Se aportaba como prueba la larga historia de los pueblos.
Para dirigir la elección de la nueva unidad de medida se había decidido no admitir nada que no estuviese íntimamente ligado a objetos invariables, nada que, en el transcurso de los tiempos, dependiese de los hombres o los acontecimientos. Semejante sistema, al no pertenecer exclusivamente a nación alguna, podía envanecerse de poder ser adoptado por todas. ¿Y quién, salvo la Naturaleza, posee esas cualidades? ¿Y en la Naturaleza qué puede, mejor que el propio globo terráqueo, ser garantía de invariabilidad, de universalidad, de eternidad?
Todo estaba dispuesto: la época, los hombres, las instituciones y los medios técnicos. Entonces llegó el solemne instante de la definición. Se proclamó que la nueva unidad de longitud era un fragmento del globo: ¡«la cuarenta millonésima parte de un meridiano terrestre»!
Méchain intentó relajarse. Estiró las piernas. ¡Era muy cómoda aquella berlina! Su concepción había sido minuciosamente puesta a punto por Borda. Una ingeniosa maravilla. Era posible fijar en el suelo una mesa plegable que, gracias a unos largueros, se convertía en un plano de trabajo. Perfectamente acolchadas, las banquetas se transformaban en una cama de dos plazas. Las paredes estaban llenas de hornacinas practicadas en la madera donde se insertaban un termómetro de viaje, un reloj con segundero y otro provisto de campana, dos higrómetros de pelo, dos barómetros, un compás, un pequeño aparato de nivel y dos lentes de bolsillo en su estuche de piel de zapa. En el techo, una cavidad contenía un manojo de mapas. Borda había imaginado otros astutos sistemas pero el tesorero de la Academia, Lavoisier, había puesto freno a sus gastos.
La berlina había recuperado su velocidad. Essonnes quedaba lejos ya. Sentado junto al cochero, dominando las grupas de los caballos relucientes de sudor, Tranchot admiraba la perfecta mecánica que le arrastraba hacia España. Uncido por delante de otros dos, el caballo de cabeza galopaba en pleno ocaso; las bestias de la lanza lo seguían ciegamente. El cochero dormitaba mientras sus manos sujetaban blandamente las riendas.
A Tranchot le había desconcertado el comportamiento de Méchain; se había sentido molesto primero por su falta de reacción, enojado luego por su abatimiento, seducido finalmente por su súbita energía y por el hábil modo con que les había sacado del embrollo. Méchain tenía fama de ser un individuo secreto. Como aquellas dos bestias uncidas a la misma lanza, estaban condenados a caminar con paso igual. Durante meses, años tal vez, lo compartirían todo, la misma tarea, las mismas comidas, la misma berlina y, con frecuencia, la misma alcoba. ¡Un auténtico matrimonio! La idea le hizo sonreír. Un matrimonio consentido, admitió.
¿Era la voz de Méchain, ahogada por el viento? Tranchot se volvió: asomado a la ventana, el astrónomo se desgañitaba sin que fuese posible comprender lo que decía. El coche redujo su marcha y Tranchot saltó a tierra. Sin abrir la portezuela, Méchain ordenó dar media vuelta.
—¡Regresamos a París! ¡Ser detenido, controlado, registrado constantemente! ¡Como si no bastaran ya los obstáculos naturales! He decidido aplazar la expedición.
—¡Eso es imposible! —balbuceó Tranchot—. Delambre ha partido ya. Y él va a continuar —lanzó en un tono voluntariamente provocador—; además, en la frontera española nos espera el capitán González. Nunca se volverá a intentar una empresa semejante. Si la aplazáis, estáis condenándola.
—Está condenada ya. Ya habéis visto lo que ha ocurrido, el modo en que nos han tratado.
—Sólo nos han controlado y retrasado unas horas, pero hemos podido proseguir.
—¡Es una suerte! Yo soy astrónomo, señor Tranchot, necesito tranquilidad y seguridad para trabajar.
Calmado ya, Méchain masculló todavía algunas palabras, más dirigidas a sí mismo que a su adjunto:
—Sólo lo lograremos si podemos contar con la ayuda de los alcaldes, los gendarmes, la población. Tendremos que encontrar continuamente carpinteros, madera, porteadores, bestias de carga… No, es imposible; tenemos que dejarlo para más tarde.
—Pero no habéis comprendido nada —estalló Tranchot, remachando sus palabras—. ¡Los tiempos tardarán mucho en tranquilizarse! No se trata de un motín ni de una insurrección; es una revolución. Regresar a París supone impedirse partir antes de que transcurran varios años.
La noche casi había caído. La próxima posta se hallaba a varias leguas, pero la berlina cobriza no se había movido. El cochero, sentado en la hierba, con la pipa en la boca, aguardaba a que Méchain se decidiera: ¿al norte y regresar a París o al sur? Se levantó.
—No quisiera ser indiscreto —le dijo al astrónomo— ni meterme en lo que no me importa, pero creo que él tiene razón. Lo que está ocurriendo no se arreglará en dos días, podéis creerme, y está muy bien así.
El astrónomo trepó a la berlina y llamó a Tranchot, que daba zancadas por la carretera para tranquilizarse.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó el cochero.
Méchain dirigió el índice al sur.
—Vaya por Cataluña —lanzó.
Cuando la berlina se puso en marcha, Méchain se juró no regresar a París mientras no hubiera terminado la medición del meridiano.
Montargis, Bourges, Montluçon, Brive, Albi, Castres, Carcasona y Perpiñán, por fin. Ni una sola vez registraron la berlina. Luego llegaron los Pirineos y la frontera, que cruzaron una semana después, día a día, del incidente de Essonnes. Allí se les unió el capitán González.
Astrónomo, marino de su majestad Carlos IV, rey de España, a González le habían encargado que acompañara a los sabios extranjeros durante toda su estancia en territorio español. Vigilancia de dos extranjeros —franceses, por añadidura— pero también participación en una expedición científica a la que España había sido invitada y de la que esperaba poder obtener numerosas ventajas.